Alguien llamó suavemente a la puerta, lo que la hizo levantarse de la cama y tensarse mientras esperaba a que la puerta se abriera y Rosa apareciera irradiando desaprobación. Sin embargo, no era Rosa quien apareció sino el propio Pedro en persona. Se había cambiado de ropa y había sustituido el traje por una camisa más informal y un par de chinos. También se había dado una ducha a juzgar por el aspecto aún humedecido de su cabello. Paula sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho al verlo. El hecho de que él estuviera en el dormitorio le devolvía demasiados recuerdos del pasado como para que pudiera sentirse cómoda.
Pedro había entrado en el pasado en su dormitorio...
¡No! No iba a permitirse la agonía de aquellos recuerdos. Necesitaba centrarse en el presente, no en el pasado. Era ella la que debía criticar y desafiar a Pedro y no al revés.
–¿Por qué me dijiste que tu madre estaría aquí cuando era mentira? –le espetó.
–Mi madre ha tenido que ausentarse para visitar a una amiga que no se encuentra bien. Ni yo sabía que no estaba hasta que Rosa no me informó de ello.
–¿Rosa tuvo que decirte dónde está tu madre? ¡Qué típico de la clase de hombre que eres que necesites a una criada para que te diga dónde está tu propia madre!
Pedro le dirigió una fría mirada. Tensó la mandíbula como si quisiera contenerse.
–Para tu información, Rosa no es una criada. Y no tengo ninguna intención de hablar contigo sobre la relación que tengo con mi madre.
–No, estoy segura de ello. Después de todo, tú tienes gran parte de culpa en el hecho de que yo nunca llegara a tener una relación con mi padre. Tú fuiste el que interceptó una carta privada que le envié. Tú fuiste el que se atrevió a ir a Inglaterra para coaccionar a mi madre para que no me dejara intentar ponerme de nuevo en contacto con él.
–Tu madre creía que no te interesaba lo más mínimo seguir intentado tener contacto con Felipe.
–¡Ah! Así que fue por mi bien por lo que me impediste ponerme en contacto con él, ¿no? –le espetó ella con gélido sarcasmo–. No tenías derecho alguno a impedirme que conociera a mi padre ni a negarme el derecho de, al menos, ver si él era capaz de amarme. Sin embargo, todos sabemos que el amor por otro ser humano no es un concepto que alguien como tú pueda entender, ¿no es cierto, Pedro?
Muy a su pesar, sintió que los ojos empezaban a llenársele de lágrimas. No debía llorar nunca delante de alguien como él. No debía mostrar signo alguno de debilidad.
–¿Qué podrías tú saber sobre amar a alguien, sobre querer a alguien? –añadió lanzando acusaciones hacia Pedro para defenderse con furia ante él. Hubiera hecho o dicho cualquier cosa para evitar que él supiera el dolor que sus palabras habían causado en ella–. ¡No sabes lo que es el amor!
–¿Y tú sí? ¿Tú que...?
Pedro cerró la distancia que los separaba sacudiendo la cabeza asqueado mientras dejaba de hablar. Sin embargo, Pau sabía perfectamente bien lo que él había estado a punto de decir. El pánico y el dolor se apoderaron de ella en aquel instante.
–No me toques –le ordenó dando un paso atrás.
–Puedes dejar de actuar, Paula. Porque los dos sabemos que estás actuando, así que no sigas mintiendo.
El pánico la estaba haciendo perder el control peligrosamente. Los recuerdos se habían acercado demasiado, enturbiando las aguas de lo que era presente y lo que era pasado. El corazón estaba a punto de estallarle dentro del pecho. Se sintió de nuevo como si tuviera dieciséis años, confusa por unos sentimientos prohibidos y aterradores.
–Sé lo que estás pensando –le espetó ella–, pero te equivocas. No te deseo. Jamás te he deseado.
–¿Cómo dices?
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