Pedro sintió la fuerza de su furioso deseo recorriéndole el cuerpo, derribando barreras dentro de sí mismo que él había considerado impenetrables. Cuanto más intentaba recuperar el control, más salvaje era su reacción. Ira y deseo masculino fuera de control. Cada uno era peligroso por separado, pero juntos tenían el poder de hacer trizas el respeto hacia sí mismo de un hombre.
En su imaginación, vio el cuerpo de Pau como más lo deseaba: desnudo, ansioso por apaciguar la pasión masculina que había desatado, ofreciéndose. Su blanca piel parecería de nácar con el sudor que provocaría su propia excitación. Las rosadas cimas de sus pechos florecerían en duros ángulos que buscarían desesperadamente la caricia de las manos y de los labios de él.
Se maldijo mentalmente a sí mismo y la soltó abruptamente.
La conmoción de la transición de un beso tan íntimo a la realidad de quién la había estado besando había dejado a Pau temblando de repulsión. Antes de que pudiera recobrar la compostura, antes de que pudiera hacer algo, antes de que pudiera decirle a Pedro lo que pensaba de él, Pedro comenzó a hablar, como si no hubiera ocurrido nada entre ellos.
–Lo que había venido a decirte es que tendremos que madrugar mañana por la mañana dado que tenemos una cita a las diez en punto con el abogado de tu padre. Rosa te enviará a alguien con el desayuno, dado que no se espera que mi madre regrese hasta mañana. También tengo que decirte que cualquier intento futuro por tu parte para... para persuadirme de que satisfaga tus deseos carnales estará tan destinado al fracaso como éste –dijo, torciendo la boca cínicamente y dedicándole una insultante mirada–. Jamás me han atraído los bienes demasiado usados.
Temblado de ir al escuchar aquel insulto, Pau perdió la cabeza.
–Tú fuiste el que empezó esto, no yo. Y... y te equivocas sobre mí. Siempre has estado equivocado. Lo que viste...
–Lo que vi fue una golfa de dieciséis años tumbada en la cama de su madre, permitiendo que un borracho la manoseara y presumiera de que iba a poseerla porque el resto de su equipo de fútbol ya lo había hecho.
–¡Fuera de aquí! –le ordenó ella con la voz llena de ira–. ¡Fuera de aquí!
Pedro se apartó de ella y salió inmediatamente por la puerta.
En cuanto Paula pudo moverse, se abalanzó sobre la puerta y echó la llave. Lágrimas de ira y vergüenza comenzaron a derramársele por el rostro.
Uyyyyyyyyyyy, perro y gato son, está muy buena esta historia.
ResponderBorrarAy noooo que cruel que es Pedro!!
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