domingo, 31 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO FINAL

 


Pedro condujo hasta casa de Paula tan rápido como pudo. Una vez en el dormitorio, apartó el vestido de sus hombros, se lo bajó hasta la cintura y ella terminó de quitárselo. Impaciente, con manos temblorosas, él se desvistió a continuación. Un instante después, Paula se sentó a horcajadas sobre él y se deslizó hacia abajo hasta tenerlo completamente enterrado en su cuerpo. Un exquisito placer la recorrió al instante, envolviéndola, haciéndola estremecerse y gemir.


Por fin se sentía libre. Ya no tenía por qué censurar lo que sentía. Nunca volvería a hacerlo. Amar a Pedro le había dado la libertad de sentir plenamente.


Hicieron el amor despacio, exquisitamente, saboreando cada segundo, cada caricia, cada sensación, hasta que alcanzaron el clímax juntos y el mundo pareció desmoronarse a su alrededor.


Más tarde, Pedro deslizó una mano por el cuerpo aún tembloroso de Paula.


—He estado muy preocupado por ti. Monica no quería decirme dónde estabas.


—Eso ha sido culpa mía, no suya. Necesitaba tiempo para aclarar mis ideas.


—La próxima vez que necesites tiempo para eso, dímelo, ¿de acuerdo?


—De acuerdo, aunque no volverá a suceder. Ahora lo tengo todo muy claro.


—Afortunadamente —Pedro tomó una mano de Paula y se la besó—. ¿Cuándo decidiste renunciar a tratar de conquistar a Darío?


—Casi en cuanto empezamos con las lecciones. No podía concentrarme en él. De hecho, después de la primera noche en el club… No, todo empezó antes. Empezó la mañana en que desperté y descubrí que había pasado la noche en tus brazos. No podía apartar aquella intimidad de mi mente, ni tu olor, ni el aspecto que tenías en calzoncillos. Luego te dedicaste a provocarme una conmoción tras otra —rió con ligereza—. Había veces en las que mencionabas a Darío y yo no sabía de quién estabas hablando.


—Ojalá lo hubiera sabido. Me habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza.


—Lo mismo digo. Pero tú no me diste indicios… —Paula hizo una pausa— aparte de los normales cuando un hombre se acerca íntimamente a una mujer —. Debes comprender que, aparte de lo relacionado con los negocios, apenas sabía nada sobre los hombres. Tampoco sabía nada sobre el amor —se encogió de hombros, ligeramente avergonzada—. Tal y como me crié…


Pedro le cubrió los labios con dos dedos.


—No hace falta que me cuentes nada. Lo sé. Darío, ¿recuerdas? Me contó que vuestro padre os sometió desde pequeñas a un régimen de vida muy severo, y que apenas lo veíais.


—Más o menos, eso lo resume.


—Eso es pura y simple crueldad. Por lo que he oído, vuestro padre era un monstruo.


Paula suspiró y se volvió de costado para apoyar la cabeza en el hombro de Pedro.


—Todo eso pertenece al pasado. De ahora en adelante, podemos hacer que el futuro sea como deseamos.


Pedro la besó en la frente.


—¿Y tu plan para obtener el control total sobre la empresa familiar?


Paula permaneció en silencio unos momentos, y cuando habló lo hizo con gran suavidad.


—Tienes que comprender que, durante mucho tiempo, lo único que tuve fue mi parte de la empresa. Y debido a la competitiva forma en que nos educó mi padre, era natural que quisiera acaparar el control. Pero eso ya no me importa. Durante estos últimos días me he dado cuenta de que, en realidad, mis hermanas y yo nunca hemos tenido desacuerdos fundamentales en cuanto al modo de llevar los negocios. A pesar de nuestra feroz competitividad, siempre hemos querido lo mejor para la empresa —se movió para poder mirar a Pedro a los ojos— Gracias a ti, ahora tengo cosas mucho más importantes que el trabajo. He aprendido que la verdadera felicidad consiste en amar y ser amado.


Pedro inclinó la cabeza y la besó con delicadeza.


—Ni siquiera puedes imaginar lo feliz que me siento en estos momentos.


—Claro que puedo, porque yo siento lo mismo.


Pedro sonrió y dejó caer la cabeza sobre la almohada.


—Háblame de nuestro futuro. ¿Tienes algún plan concreto?


—Sí —contestó Paula, pensativa—. Quiero amarte y que me correspondas cada momento de nuestras vidas. Quiero tener un hogar de verdad, un refugio del resto del mundo, cálido y acogedor. Y quiero hijos, muchos hijos felices a los que querremos tanto que nunca tendrán que pensar que deben demostrarnos algo para que los queramos.


—¿Algo más?


—Sí. Quiero que me lleves al este de Texas para conocer a la familia que te queda y para conocer el lugar en que creciste.


—¿Algo más? —preguntó Pedro, divertido.


—Quiero seguir trabajando, por supuesto, pero tomándome las cosas con mucha más calma.


La sonrisa de Pedro se ensanchó.


—¿Algo más?


Paula rió.


—De momento no se me ocurre nada más.


—¿Estás totalmente segura? En mi opinión, has olvidado algo muy importante.


Paula frunció el ceño mientras trataba de averiguar de qué podía tratarse.


—¿Qué? —preguntó, finalmente.


—¿No figura el matrimonio en tu lista de deseos?


Paula se irguió bruscamente en la cama.


—Oh, dios mío, ¡sí! —Se volvió a mirar a Pedro—. Sí, pero…


Él la tomó por los hombros y la obligó a tumbarse de nuevo a su lado.


—Nada de peros.


Paula sonrió.


—Supongo que lo estaba dando por sentado. Pero ahora que pienso en ello, debería preguntarte si tú también quieres casarte.


Pedro rió abiertamente.


—Llevo esperándote dos años, cariño. El único fin de mi plan para el desarrollo de esos terrenos era tener una excusa para que estuviéramos juntos. Y el único fin de todas esas lecciones era que te enamoraras de mí. Ahora ya no vas a librarte nunca de mí.


La había llamado «cariño». Paula sintió una íntima satisfacción y, sonriendo para sí, se acurrucó contra él.


—Piensa en toda la diversión que nos aguarda, dándonos mutuamente lecciones.


Pedro se colocó sobre ella y la penetró lentamente.


—Empecemos con una lección sobre cómo aprender a satisfacernos mutuamente.


Paula cerró los ojos y gimió de placer mientras Pedro profundizaba más y más en ella, hasta que no pudo ir más allá.


—Estoy segura de que nos pasaremos toda la vida aprendiendo esa lección.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 45

 


Una vez más, Paula acercó la boca al oído de Pedro.


—Estoy poniendo en práctica lo que me enseñaste. La lección número uno consistía en vestir de forma más atrevida, enseñando más carne. Creo que esta noche lo he logrado, ¿no crees?


Casi involuntariamente, Pedro deslizó una mano hasta la parte baja del escote trasero del vestido e introdujo los dedos bajo la tela para acariciarle una nalga. Apartó la mano como si se hubiera quemado.


—¡Maldita sea, Paula! ¡No llevas ropa interior!


—Habría estropeado el diseño del vestido poniéndomela. Tú me enseñaste eso, ¿recuerdas?


Pedro soltó entre dientes una retahíla de maldiciones.


Si él estaba sufriendo, ella también, pensó Paula. Estar de nuevo entre sus brazos, oliendo su aroma, sintiendo sus manos en ella, estaba reavivando el recuerdo de la última noche que pasaron juntos en la isla. Un intenso calor se estaba acumulando entre sus piernas, pero no pensaba detenerse.


—La lección número dos era permitir que mi acompañante me ayudara a salir y a entrar en el coche, aunque esta noche no he podido practicarla. Y…


—Déjalo ya.


El vestido y la falta de braguitas impidieron a Paula separar las piernas y dejar que Pedro colocará una de las suyas en medio, como lo hizo la noche que bailaron en el club. Pero la romántica melodía y su letra, unida al sensual ritmo, la impulsaron a mover la pelvis contra la de él.


Pedro apoyó ambas manos sobre sus hombros, con intención de apartarla.


—No hagas eso.


—¿Por qué? —preguntó ella, sin dejar de hacerlo. Necesitaba el contacto. Necesitaba sentir la dura protuberancia del sexo de Pedro contra ella. Necesitaba que algo interrumpiera el deseo casi insoportable que estaba floreciendo en su interior—. Es lo que hicimos en el club.


—Eso fue diferente.


—¿En qué sentido?


—Maldita sea, Paula —Pedro aumentó la presión sobre sus hombros y la apartó de su lado— Basta.


Paula miró a su alrededor, pero nadie parecía estar prestándoles atención, aunque solo el cielo sabía cómo era posible que no se dieran cuenta de lo que estaba pasando. Ella apenas podía controlar su respiración. Y no sabía si iba a poder controlarse un segundo más si no conseguía algún alivio para lo que estaba sintiendo. Pero se obligó a recordar por qué estaba haciendo aquello.


—¿Qué sucede, Pedro? ¿Acaso eres incapaz de practicar lo que enseñas?


Él agitó la cabeza, como tratando de aclarar su mente. De pronto, tomó a Paula por una muñeca, haciendo que el chal se deslizara de su brazo, y tiró de ella hacia la salida. Una vez fuera del salón, entró en un pasillo lateral que se encontraba desierto, la arrinconó contra la pared y le sujetó ambas muñecas a los lados de la cabeza.


—¿Por qué estás practicando conmigo las lecciones que te di, cuando es a Darío al que quieres? —preguntó, con voz áspera y ronca.


Paula retorció las muñecas hasta liberarlas. Luego apoyó ambas manos contra el pecho de Pedro y le dio un empujón.


—En primer lugar, no quiero a Darío. Ya no. Y en segundo lugar, pretendía averiguar si lo que me enseñaste sirve para lograr que un hombre olvide a la mujer de la que está enamorado hace tiempo.


Pedro se quedó atónito al oírla.


—¿Pretendías…?


—¿Y bien, Pedro? ¿Es posible? ¿Puedo hacer que olvides a la mujer de la que estás enamorado utilizando tus lecciones?


Pedro frunció el ceño.


—¿De qué estás hablando?


—De la mujer de la que estás enamorado. De la mujer que te rompió el corazón. De la mujer que no te corresponde. De la mujer de la que me hablaste en el club de blues —dijo Paula, preguntándose por qué daba la impresión de que Pedro no entendía lo que le decía—. Me preguntaste si alguna vez había amado a un hombre del modo que Billie Holiday reflejaba en la letra de su canción, y yo te hice la misma pregunta.


Pedro asintió lentamente.


—Sí, lo recuerdo. Y también recuerdo que te dije que tal vez. Dije «tal vez», Paula. No dije que sí.


—Pero tenía sentido. Llevo dos años viendo cómo mantienes las distancias con todas las mujeres que se arrojan a tus pies. Cuando dijiste «tal vez», decidí que el motivo de ese distanciamiento era que ya estabas enamorado de una mujer que te había roto el corazón.


—¿Dedujiste todo eso de un simple «tal vez»? Y ahora, por algún motivo que se me escapa, has decidido comprobar si podías lograr que la olvidara, ¿no?


Paula asintió y observó a Pedro atentamente. Aún parecía atónito, aunque su enfado se estaba esfumando.


—¿Por qué, Paula? ¿Cómo un experimento? ¿Para comprobar si mis lecciones funcionaban realmente?


—No —contestó Paula, despacio, sabiendo que estaba a punto de saltar de un precipicio sin saber si había una red debajo. La antigua Paula ni siquiera se habría planteado dar aquel salto. Pero la nueva Paula, con el corazón henchido de amor, sí—. Porque estando en casa de Teresa comprendí que estaba perdidamente enamorada de ti.


Por unos segundos, dio la impresión de que Pedro había dejado de respirar. Finalmente, tomó aire y lo exhaló muy despacio.


—De acuerdo, voy a responder a tu pregunta. No puedes hacerme olvidar a la mujer de la he estado enamorado estos dos últimos años. Nadie puede —alzó una mano para tomar a Paula por la barbilla y le dedicó una sonrisa cargada de ternura—. Porque esa mujer eres tú, Paula. Estoy total y perdidamente enamorado de ti.


Paula lo miró, incrédula. Entonces, Pedro acercó su boca a la de ella y la besó con la misma ferocidad que en la isla, y mientras sus lenguas se fundían, deslizó las manos por su espalda desnuda hasta introducirlas bajo el vestido para abarcar con ellas su firme y redondeado trasero. Aferrada a Pedro, Paula se perdió en el tiempo, en el espacio… pero sobre todo en él.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 44

 


Pedro avanzó con Paula hacia la salida, pero no era aquello lo que ella tenía planeado. Además, una vez alejados de las tres mujeres, Pedro perdió en parte el férreo control que estaba ejerciendo sobre sí mismo y Paula comprobó que solo le faltaba echar espuma por la boca a causa de la rabia que sentía.


Sería más seguro para ella seguir rodeada de gente.


Retiró con energía su mano de la de Pedro y se detuvo. Él no tuvo más remedio que detenerse y volverse a mirarla.


—Me gustaría bailar —dijo Paula.


—¿Qué te hace pensar que pueda importarme lo que quieras o dejes de querer hacer?


Pedro intentó tomarla de nuevo de la mano, pero Paula se volvió y se alejó hacia una zona más apartada de la pista de baile. Cuando se volvió comprobó que él la había seguido, y agradeció en silencio que así hubiera sido.


—¿Qué diablos sostiene ese vestido sobre tu cuerpo? —preguntó Pedro, en un tono tan afilado como una cuchilla de afeitar.


Con una sonrisa, Paula se acercó a él y lo rodeó con los brazos por el cuello.


—Mi voluntad —susurró junto a su oído.


Él la apartó de su lado.


—No sé a qué estás jugando, a menos que tengas algún absurdo plan de poner celoso a Darío. Pero no te va a servir de nada, porque no está aquí.


Paula se encogió de hombros y el movimiento hizo que la aureola de uno de sus pezones asomara por el escote. Pedro siguió el movimiento con la mirada, y ella vio cómo tragaba saliva.


—No esperaba que estuviera aquí.


Pedro apretó los puños.


—¿Dónde has estado estos últimos cinco días? Sé que no estabas en el Double B, porque llamé a Darío.


—¿En serio? ¿Y por qué me estabas buscando?


—Porque… —Pedro se interrumpió y cerró brevemente los ojos. Debía haberse hecho consciente de pronto de su actitud tensa, casi furiosa, como si estuviera a punto de golpear a Paula. La tomó por los antebrazos y la atrajo con brusquedad hacia sí, aunque no tanto como para que sus cuerpos se tocaran—. Porque llamé a Darío para decirle que te esperara.


—Qué considerado por tu parte, pero no era necesario.


Una vena palpitó en la sien de Pedro.


—Luego llamé para asegurarme de que habías llegado bien.


Paula volvió a encogerse de hombros.


—Nunca dije que fuera a ir al rancho.


—Claro que lo dijiste. Me dijiste que habías llamado a Monica para que te reservara un billete.


—Eso es cierto. Pero el billete era para Uvalde. Decidí pasar unos días con Teresa y Nicolás.


—¿Tú…? —Pedro apretó los dientes.


—Suena bien el grupo que está tocando, ¿verdad? —los músicos estaban interpretando una romántica balada de Elvis Presley, pero Paula dudaba que Pedro la estuviera oyendo. Alzó los brazos, volvió a rodearlo por el cuello con ellos y comenzó a moverse al ritmo de la canción, aunque él permaneció quieto como una estatua.


—¿Qué haces?


Paula se arrimó a él y susurró junto a su oído:

—Si no recuerdo mal, la lección número tres: bailar muy pegada a mi pareja para poder hablar con la boca junto a su oído —esperó un segundo pero no obtuvo respuesta—. ¿Lo estoy haciendo bien?


Un gruñido resonó en el pecho de Pedro. Apartó uno de los brazos de Paula de su cuello para sostener su mano a un lado de sus cuerpos.


—Lo tradicional es que en el baile participen dos personas.


—Y es más divertido.


El rostro de Pedro se tensó hasta que dio la impresión de que iba a estallar.


—De acuerdo; solo te lo voy a preguntar una vez, Paula. ¿Qué se supone que estás haciendo? Y no me contestes que estás bailando o asistiendo a una fiesta benéfica. Sabes exactamente a qué me refiero, así que haz el favor de contestar.




sábado, 30 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 43

 


Paula llegó tarde a propósito a la función benéfica. Entregó su invitación al portero y entró en la sala de baile. Como esperaba, la cena había concluido y los asistentes estaban bailando, charlando en grupos o paseando tranquilamente. Pero no vio a Pedro.


Se mordió el labio inferior, agradeciendo la semipenumbra que reinaba en el salón. No quería que nadie se fijara en ella todavía. De hecho, le habría gustado que el único que se fijara en ella fuera Pedro. Había decidido que encontrarse con él allí sería la mejor forma de convencerlo de que lo amaba. Pensar que pudiera haberse equivocado hizo que el estómago se le encogiera.


Monica había comprobado la lista de invitaciones aceptadas y, a menos que Pedro hubiera cambiado de opinión desde que aceptó acudir, debería estar allí. Paula avanzó por un lateral hacia el fondo del salón.


El vestido que había elegido para su tarea de esa noche era lo más atrevido que se había puesto en su vida, incluyendo el vestido rosa que le compró Pedro el día que fueron al club de blues.


Estaba hecho de una peculiar tela que parecía plata líquida y daba la impresión de haber sido vertida directamente sobre su cuerpo. Su escote vuelto caía peligrosamente justo por encima de los pezones. En la espalda, la línea del escote continuaba hasta más abajo de la cintura, deteniéndose justo encima del comienzo de sus glúteos. Para facilitar la movilidad, la falda tenía una abertura a un lado. El vestido tomaba por completo su forma del cuerpo de Paula, y no había forma de ponerse debajo ninguna prenda interior, a pesar de que ella lo había intentado por todos los medios.


De no ser por el chal a juego que llevaba sobre los hombros y cubriéndole los pechos, lo más probable era que no se hubiera atrevido a salir con él de casa.


De pronto vio a Pedro y, como de costumbre, su corazón empezó a latir con más fuerza. Estaba increíblemente atractivo con su esmoquin negro, una mano despreocupada y elegantemente metida en el bolsillo del pantalón y una bebida en la otra.


Lo rodeaban tres mujeres y estaba riendo por algo que acababa de decir una de ellas. Paula supo al instante que su risa era solo una fachada. No habría podido saberlo de no haber pasado un tiempo con él en la isla, pero lo sabía.


Sentía las palmas de las manos húmedas, y el corazón le latía tan rápido que estaba segura de que el movimiento podía percibirse a través de su piel.


Pero estaba totalmente decidida a hacer lo que se había propuesto, y no iba a echarse atrás. Respiró profundamente e hizo acopio de todo el coraje que pudo encontrar en su interior.


Rogando para que todo saliera bien, retiró el chal de sus hombros, colocó los bordes sobre sus antebrazos y avanzó hacia Pedro.


En cuanto la vio, Pedro se puso rígido y la sonrisa se desvaneció de su rostro. Las tres mujeres se volvieron para ver qué había llamado su atención, y cuando Paula llegó hasta el grupo, fueron los saludos de estas los que ayudaron a aliviar el pétreo silencio en que se sumió Pedro.


—Nos estábamos preguntando si ibas a aparecer esta noche, Paula.


—Estás guapísima. Tú nuevo peinado te sienta estupendamente.


—Ese vestido es una maravilla, aunque no es tu estilo habitual. ¿Qué ha pasado? Debes haber acudido a algún sitio para cambiar por completo de imagen.


Sin dejarse intimidar por la helada expresión de Pedro, Paula lo miró directamente a los ojos.


—Lo cierto es que sí… con la ayuda de Pedro.


—¿En serio? —como si hubiera sido un movimiento coreografiado, las tres mujeres se volvieron a mirar a Pedro, y luego de nuevo a Paula.


Ella asintió.


—Sí. Incluso me ayudó a comprar ropa. Pensó que vestía demasiado formalmente y decidió que necesitaba ponerme vestidos más… atrevidos.


—Sugerentes —corrigió Pedro, aunque la palabra surgió de su garganta como si lo estuviera estrangulando—. Y yo no te compré ese vestido.


Una de las mujeres volvió a mirar a Pedro.


—¿Te importa que te pregunte por qué decidiste hacer cambiar de aspecto a Paula?


Al ver que no contestaba, Paula lo hizo por él.


—Hicimos un trato de negocios, ¿verdad, Pedro? Y como la mayoría de esos tratos, este es privado. Sin embargo, sí puedo deciros que parte de ese trato incluía unas lecciones.


La expresión de las tres mujeres evidenció su curiosidad.


—¿Lecciones? —repitió una de ellas.


Paula asintió.


—De hecho, las lecciones podrían resumirse con una frase: cómo torturar a Paula.


Pedro masculló una maldición y la tomó de la mano.


—¿Nos disculpáis, por favor?


Las tres mujeres asintieron al unísono, boquiabiertas.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 42

 


Paula observó a su hermana. Su rostro parecía resplandecer.


—Nunca te he visto más guapa y feliz. Es evidente que el amor te sienta bien.


Teresa la miró con expresión de sorpresa.


—¿Tú, la belleza oficial de la familia, me estás llamando guapa? Ahora ya tengo la respuesta a mi pregunta: debes estar enferma.


Paula sonrió.


—Lo que digo es cierto. Siempre has sido guapa, pero ahora… —dejó la frase inconclusa y apartó la mirada—. Es el instinto lo que me ha hecho venir aquí. En cuanto a lo de huir… supongo que debo decir que he huido de Pedro.


Teresa frunció el ceño.


—¿Pedro? ¿Pedro Alfonso?


Paula asintió y a continuación explicó a su hermana el trato al que había llegado con Pedro, y sus resultados. Terminó diciendo:

—Así que, una vez más, me siento totalmente confusa. Cuando llegué aquí solo sabía una cosa: sufro un caso grave de lujuria por Pedro.


Teresa se atragantó con el té que estaba bebiendo.


Tras asegurarse de que su hermana estaba bien, Paula continuó:

—Pero desde que estoy aquí os he observado a ti y a Nico y… a veces, simplemente con que os miréis el uno al otro hacéis que sienta el amor que os profesáis. En realidad creo que eso es lo que me ha hecho venir aquí; la intuición de que Nico y tú tenéis algo auténtico. Quería aprender de ello.


—¿De nuestro amor?


Paula volvió a asentir.


—Para empezar, el amor que he visto entre vosotros me ha confirmado una decisión que tomé antes de irme de la isla: no quiero casarme con Darío. Él no me ama, y yo a él tampoco. Cuando decidí aprender cómo conquistarlo, estaba convencida de que podíamos tener un matrimonio que funcionara aunque no nos amáramos. Ahora sé lo equivocada que estaba.


—Decidir que no ibas a casarte con Darío ha debido ser el equivalente a un terremoto intelectual para ti —dijo Teresa, impresionada—, pero me alegra que hayas llegado a esa conclusión antes de que fuera demasiado tarde. Lo que nos lleva de vuelta a Pedro.


Pedro —Paula movió la cabeza—. Me temo que ahora debe odiarme.


—¿Por qué?


—Porque quería que me quedara en la isla para hablar de la noche que pasamos juntos. Pero yo sabía que no podía hacerlo sin revelarle lo que sentía por él, de manera que le hice creer que me iba al rancho para poner en práctica con Darío todas las lecciones que me había dado.


—¿Y por qué iba a disgustarle eso? A fin de cuentas, para eso te dio las lecciones, ¿no? No tiene sentido.


—Lo sé —Paula se mordió un instante el labio inferior—. Lo único que se me ocurre es que tema que vaya a renegar de nuestro trato, cosa que no pienso hacer, desde luego.


Teresa dio un sorbo a su té.


—Hay otra posibilidad —dijo.


—¿Cuál?


—Que esté enamorado de ti.


Paula negó con la cabeza.


—Imposible. Aunque tratara de disimularlo bajo una máscara de hielo, sé que cuando nos separamos en el aeropuerto estaba muy enfadado.


—¿Te importa?


—Claro que me importa, Teresa. Pedro es un hombre excepcional. En la isla me enteré de su pasado, y me hizo sentirme muy humilde.


—¿Por qué?


—Por todo lo que ha logrado a pesar de haber empezado con tan poco. También hizo que sintiera una gran tristeza por no haber conocido la clase de amor que recibió de sus padres.


—Eso lo entiendo porque, durante una temporada, yo sentí lo mismo respecto a Nico.


—¿En serio?


Teresa asintió.


—¿Y sabes a qué conclusión llegué? Tú, Cata y yo somos las únicas personas en el mundo que sabemos que nuestra supuesta vida «privilegiada» fue en realidad una pesadilla. Y hemos tenido que aprender a sobrevivir, a superar nuestra infancia de pesadilla para convertirnos en adultos. Nuestro padre nos robó incluso el mutuo consuelo. Puede que Nico y Pedro carecieran de las cosas materiales que nosotras tuvimos, o del dinero que heredamos para empezar como lo hicimos, pero contaron con algo mucho mejor. Crecieron sabiendo que, hicieran lo que hicieran, eran incondicionalmente amados por sus padres. Si lo miras así, en realidad empezaron con ventaja respecto a nosotros.


—Supongo que tienes razón —dijo Paula, lentamente, tratando de asimilar lo que acababa de decir su hermana.


—Claro que lo es. Así que no vuelvas a sentirte humilde, Paula. Nos hemos ganado con creces nuestra herencia, y además hemos conseguido que la compañía alcance un nivel de beneficios con el que nuestro padre ni siquiera habría soñado.


—Tienes razón.


Teresa sonrió.


—Claro que la tengo. Y ahora, volvamos a Pedro.


Paula suspiró.


—Como ya te he dicho, sufro un grave ataque de lujuria por él.


La sonrisa de Teresa se ensanchó.


—Deja que te dé un pequeño consejo de hermana: el buen sexo no es algo que haya que desdeñar.


Paula devolvió tímidamente la sonrisa a su hermana.


—Eso ya lo he aprendido. Lo que quiero saber es cómo se puede distinguir entre el deseo y el amor. Supongo que te pasó algo parecido con Nico. ¿Cómo decidiste que lo que sentías por él era amor, y no solo deseo?


Teresa dejó su vaso en la mesa y luego tomó una mano de Paula en la suya. Paula se quedó tan sorprendida que estuvo a punto de retirarla de un tirón, pero Teresa se lo impidió.


—Escúchame, Paula. Tú, Cata y yo no aprendimos nunca nada sobre el amor porque nuestro padre no nos demostró el más mínimo afecto. Así que cuando tuve que decidir si amaba o no a Nico, no sabía en qué basarme. Pero en mi caso conté con algo de ayuda. El tío Guillermo me dijo con toda claridad que amaba a Nico. Y te aseguro que nadie se sorprendió más que yo cuando comprendí que era cierto.


Paula frunció el ceño.


—Así que cuando el tío Guillermo te dijo que querías a Nico… ¿supiste al instante que tenía razón?


Teresa asintió.


—En cuanto lo dijo comprendí que lo que debería haberme dado la pista no era algo especialmente importante y significativo, sino una serie de pequeños detalles.


—¿Por ejemplo? —preguntó Paula, sin ocultar su interés.


Teresa sonrió con ternura mientras recordaba.


—Por ejemplo, la forma en que una simple sonrisa de Nico podía hacer que se me debilitaran las rodillas. O cómo sentí que me derretía cuando bailé con él la noche de mi cumpleaños.


Paula se quedó boquiabierta, pero Teresa siguió hablando.


—La facilidad con que conseguía que lo deseara. El modo en que rechacé la oferta de Darío de venir a rescatarme cuando Nico me secuestró y me trajo aquí. Todo se fue sumando. Lo único que sucedía era que yo no había relacionado el amor con lo que sentía por Nico, porque no sabía lo que se sentía al amar a un hombre… o a nadie.


Paula miró a su hermana con los ojos abiertos de par en par.


—Todo lo que acabas de decir puede… puede aplicarse a lo que me ha sucedido con Pedro, incluyendo lo que me hace sentir.


—Más el hecho de que ya no estás interesada en casarte con Darío.


—Oh, dios santo, Teresa. ¡Estoy enamorada de Pedro!


Teresa rió, encantada.


—En ese caso tienes que volver a Dallas lo antes posible.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas de felicidad y, por primera vez en su vida, las dos hermanas se abrazaron efusivamente.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 41

 


Cuando Paula utilizó un pie para balancearse en el columpio que había en el cenador.


Estaba en el patio trasero de Uvalde, la granja en que su hermana Teresa y su cuñado Nicolás estaban pasando el verano. De hecho, fuera cual fuera la estación del año, solían ir siempre que podían. Y tras haber pasado allí tres días, Paula debía admitir que el lugar tenía un encanto especial, y que le había ofrecido la tranquilidad que necesitaba.


Cerca de ella, Teresa estaba cortando unas flores. Cuando se irguió, miró a Paula.


—Voy a llevar estas flores a casa y a traer un poco de té frío —dijo—. ¿Te parece buena idea?


—Me parece una idea estupenda —contestó Paula.


Tres días atrás, siguiendo un impulso que aún no había llegado a entender del todo, llamó a su hermana desde el avión de Pedro para preguntarle si podía ir a pasar unos días con ella. Teresa le dijo que sí con auténtico entusiasmo. Y viendo lo feliz que era de tenerla allí, Paula sentía remordimientos por todas las veces que la había rechazado.


Su mente volvió a Pedro y al vuelo de regreso a Dallas. Solo rompió su silencio en una ocasión, cuando la llamó por el intercomunicador para preguntarle si quería que le reservara un billete para acudir al Double B. Ella le explicó que ya había pedido a Monica que se ocupara de todo. Lo que no le dijo fue que no tenía ninguna intención de volar al rancho de la familia para ver a Darío.


Alzó la mirada al oír que una puerta se cerraba y vio que Teresa se acercaba con un vaso de té en cada mano. Cuando llegó, Teresa le entregó uno de ellos y se sentó a su lado.


—Me gusta tu granja, Teresa.


—Gracias. A Nico y a mí nos encanta, pero lo cierto es que pertenece a la abuela de Nico, aunque nosotros somos los únicos que queremos convertirla en nuestro segundo hogar. La hermana de Nico y su familia saben que siempre son bienvenidos, y tratamos de reunimos siempre que podemos. Durante el invierno venimos casi todos los fines de semana.


Paula asintió.


—No me extraña. Por cierto, el té está muy bueno.


—La menta es del jardín.


Paula rió.


—La verdad es que me cuesta creer que te hayas aficionado a la jardinería. Cuando vivíamos juntas no te interesaba en lo más mínimo.


Teresa asintió, pensativa.


—Lo sé, pero la diferencia es qué este es un hogar de verdad, algo que antes no sabía. Antes de casarme con Nico tenía mi casa en Dallas, pero en realidad no era un hogar. Siempre estaba viajando o trabajando —movió la cabeza al recordar el pasado—. Ahora, Nico y yo también tenemos nuestra casa en Austin. Yo aún trabajo y viajo, aunque trato de hacer lo último lo menos posible. Y Nico tiene su propio trabajo. Pero da lo mismo la casa en la que estemos, porque cualquiera de las dos está llena de amor y de los recuerdos que creamos con cada momento que pasamos juntos. He aprendido que eso es lo que convierte una casa en un hogar. Y… —Teresa sonrió—… muy pronto vamos a tener que preparar una habitación para niños en cada casa.


—¿Una habitación para niños? —preguntó Paula, conmocionada—. ¿Me estás diciendo lo que creo?


—Ojalá, pero todavía no. Pero siento que será pronto.


—Eso es estupendo —murmuró Paula, sinceramente—. Me alegro mucho por ti y por Nico.


—De acuerdo —dijo Teresa, en tono repentinamente enérgico y eficiente—. Ya basta de hablar de mí. Es hora de que me cuentes qué pasa contigo. Cuando llegaste estabas pálida como un fantasma; de hecho, parecías enferma. Desde entonces solo hemos mantenido conversaciones superficiales, pero me alegra poder decir que tienes mejor aspecto.


—Lo siento. Sé que estos días no he sido la mejor compañía.


—No me estoy quejando. Solo quiero saber qué te ha hecho venir aquí ahora. Y mientras te explicas, también quiero saber de qué estás huyendo.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 40

 


Duchado, afeitado y vestido, Pedro se reunió con Paula en la terraza. Sin mirarlo, ella partió un cruasán.


—Liana y su madre son estupendas. No esperaban que nos levantáramos tan temprano, pero han preparado esto de todos modos.


—No quiero que te vayas, Paula.


Ella extendió cuidadosamente un poco de mermelada en el cruasán.


—Sé que aún no me has dado la última clase de buceo, pero después de la de la piscina, estoy segura de que podré arreglármelas en el mar si tengo que hacerlo.


—La lección de buceo me da completamente igual. Hablemos del verdadero motivo por el que quieres irte: lo que sucedió anoche.


—Lo de anoche no tiene nada que ver con que quiera irme —Paula nunca había sospechado que pudiera ser tan buena mentirosa. Nunca había imaginado que el corazón pudiera doler tanto sin romperse—. Y en realidad no hay más de qué hablar. Has hecho un buen trabajo con todas las lecciones, pero…


Pedro echó atrás la cabeza como si lo hubiera abofeteado.


—Si has creído que lo de anoche ha tenido algo que ver con esas malditas lecciones, estás muy equivocada.


—No importa.


—Por supuesto que importa, y mucho.


—En ese caso, no, Pedro. No creo que lo de anoche tuviera nada que ver con las lecciones. Tuvo que ver con dos personas que se encuentran en una isla paradisíaca, rodeados de belleza y que han pasado varios días juntos. Algo tenía que suceder y así fue. Pero ahora todo ha acabado y necesito volver a Texas.


El silencio se instaló entre ellos. Paula sentía la mirada de Pedro en ella; casi podía oírlo pensar, pero no podía saber qué pensaba.


Sabía que iba a ser difícil hacerle olvidar lo sucedido, sobre todo porque nada le gustaría más que volver a la cama con él en aquel mismo instante y no salir de ella en una semana. Pero no podía traicionar de ningún modo lo que estaba pensando. Necesitaba alejarse de él, y se estaba quedando sin munición.


—De acuerdo —dijo Pedro finalmente—. Podemos irnos hoy si quieres, pero no antes de que hablemos.


—¿Por casualidad sabes dónde está Darío hoy?


Pedro se quedó petrificado. El color abandonó por completo sus mejillas y su mirada se llenó de oscura rabia. Apartó la silla de la mesa con brusquedad y se levantó.


—Está en el Double B, visitando a su padre. Saldremos en media hora. Estate preparada.