Después de colgar, sopesó todo el trabajo que debía llevar a cabo esa tarde con pasar el tiempo con Matías y Paula. Ellos ganaron.
Apagó el ordenador, se levantó y recogió el abrigo. Su secretaria, Laura, alzó la vista cuando pasó al lado de ella, sorprendida de verlo con el abrigo puesto.
–Hoy me voy temprano. Por favor, ¿podrías cancelar mis citas para el resto del día?
–¿Va todo bien? –preguntó preocupada.
Era triste que estuviera tan atado al trabajo que su secretaria no pudiera dejar de pensar que algo iba mal si se marchaba temprano.
–Perfecto. Tengo algunas cosas personales de las que ocuparme. Mañana llegaré temprano. Llámame si surge algo urgente.
De camino al ascensor, se encontró con Adrian, el presidente ejecutivo.
Adrián miró su reloj de pulsera.
–¿Me he quedado dormido sobre mi escritorio? ¿Ya son las ocho pasadas?
Pedro sonrió.
–Me voy temprano. Tiempo personal.
–¿Va todo bien?
–Solo unas pocas cosas de las que necesito ocuparme. A propósito, ¿cómo está Katie? –la esposa de Adrián, Katie, vivía a dos horas de distancia en Peckins, Texas, una pequeña comunidad agrícola, donde Adrián y ella estaban construyendo una casa y esperando el nacimiento de su primer hijo.
–De maravilla. Ya empieza a ponerse enorme.
Estaba seguro de que la relación a larga distancia debía de ser dura, pero la sonrisa radiante de Adrián le indicó que estaban logrando que funcionara.
–De hecho, esta semana se encuentra en la ciudad –indicó Adrián–. Estaba pensando en organizar una pequeña reunión el sábado. Solo para unas pocas personas del trabajo y un par de amigos. Espero que puedas venir.
Había pensado en pasar el sábado por la noche con Paula y Matías, pero con el puesto de presidente ejecutivo en juego, no era el momento de rechazar invitaciones del jefe.
–Comprobaré mi agenda y te lo comunicaré.
–Sé que es una invitación de último minuto. Intenta venir si puedes.
–Lo haré.
En un abrir y cerrar de ojos aparcó ante la casa de Paula. Al ir al porche, lo envolvió una ráfaga de viento frío del norte. Llamó a la puerta, con la esperanza de que no se enfadara por presentarse sin haberse anunciado con antelación.
Abrió con Matías apoyado en una cadera, claramente sorprendida de verlo.
–Pedro, ¿qué estás…? –calló, notando su pelo revuelto y la ropa informal–. Vaya. Eres tú, ¿verdad?
Pero el pequeño no mostró ninguna confusión ni sorpresa. Chilló encantado y se lanzó hacia él. Paula no tuvo más opción que entregárselo.
–Hola, amigo –saludó Pedro, besándole la mejilla, y le dijo a Paula–: Hoy he salido temprano, así que pensé que podría pasarme para ver qué hacían.
Ella retrocedió para dejarlo pasar y cerrar ante el frío. Llevaba puestos unos vaqueros ceñidos y una sudadera, descalza y con el pelo recogido en una coleta. «Es bonita», tuvo que reconocerse él. El deseo de tomarla en brazos y darle un beso fue tan fuerte como lo había sido hacía un año y medio.
–¿Que has salido temprano? –repitió Paula–. Creía que estabas agobiado de trabajo.
Se encogió de hombros.
–Pues mañana llegaré antes.
–Pero no teníamos organizada una visita.
–Quería ver a Matías. Supongo que lo echaba de menos. Pensé que valía la pena correr el riesgo y comprobar si estabas ocupada.
–Se puede decir que tenemos planes. Íbamos a tomar una cena temprana y luego ir a comprar un árbol de Navidad.
–Suena divertido –dijo, más o menos invitándose.
–Tú odias las fiestas –afirmó ella.
–Bueno, quizá ya es hora de que alguien me haga cambiar de parecer. ¿Sigue abierto ese local tailandés que tanto te gustaba?
–Sí.
–Pues pediremos que nos traigan algo.