Él maldijo en voz baja y la abrazó. Fue una sensación tan agradable. Al infierno con ser fuerte. Deseaba eso. Lo había anhelado durante tanto tiempo. Lo rodeó con los brazos y sintió como si nunca quisiera soltarlo. Cerró los ojos y aspiró la fragancia de Pedro, frotó la mejilla contra la sólida calidez de su torso. Resultaba tan familiar, y perfecto.
Se dijo que era patética. Ni siquiera intentaba oponer la más mínima resistencia. Y Pedro no facilitaba las cosas. En vez de apartarla, la abrazaba con más fuerza.
–Creo que solo soy una novedad –dijo–. Un juguete nuevo con el que jugar.
–No, de verdad que le encantaste. Es como si percibiera quién eres –lo miró–. Y eso es bueno. Es como debería ser. Es lo que quiero. Me estoy comportando de forma estúpida.
–Estoy seguro de que lo que sientes es absolutamente normal.
En vez de hacer que lo odiara, hacía todo bien. ¿Dónde estaban los defectos que se suponía que debía encontrar en él?
–Tienes que dejar de ser tan amable conmigo –dijo ella.
Él sonrió.
–¿Por qué?
–Porque haces que me sea imposible odiarte.
–Quizá no quiero que me odies.
Tenía que hacerlo. Era su única defensa.
Sonó el teléfono, y comprendió que debía ser Beatriz, que llamaba para evitar que cometiera alguna estupidez.
Demasiado tarde.
Rodeó el cuello de Pedro y le bajó la cabeza para besarlo. Él no mostró ni un ápice de vacilación. Bloqueó de su cerebro el sonido del teléfono y el susurro de sus propias dudas y se concentró en la suavidad de los labios de él, del sabor de esa boca. Santo cielo, no había duda de que sabía besar. Era tierno y al mismo tiempo exigente. Era adictivo, como una droga, y ella solo podía pensar en más. Su cuerpo anhelaba el contacto de él.
Las manos grandes de Pedro la alzaron del suelo y de pronto sus glúteos aterrizaron en la superficie dura de la encimera e instintivamente le rodeó la cintura con las piernas.
Quería estar más cerca de él. Necesitaba sentir que los pechos se le aplastaban contra el muro duro de ese torso. Pedro la agarró del trasero y la pegó a él, atrapando la protuberancia rígida de su erección contra el estómago. Subió las manos por el bajo de la blusa que llevaba ella y posó las palmas cálidas en la cintura.
Necesitaban estar desnudos ya. Quería sentir la piel de él, los bordes duros de los músculos que solían ser tan familiares como su propio cuerpo. Le liberó el bajo de la camisa de la cintura de los vaqueros; Pedro debía de tener lo mismo en la mente, porque le estaba sacando la blusa por la cabeza…
Entonces sonó el timbre, seguido de unos golpes urgentes a la puerta.
Pedro quebró el beso y retrocedió.
–Creo que ha venido alguien.
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