Paula no necesitó mirarse al espejo para saber que estaba roja como un tomate. La dependienta, obviamente, estaba convencida de que Pedro era una especie de Pigmalión y ya había avisado a una de las chicas de la sección de maquillaje.
–Enseguida habré terminado con los retoques.
¿Retoques?
–¿Forma parte del servicio?
–Nos gusta cuidar de nuestros mejores clientes –la dependienta sonrió.
Debía estar gastándose una fortuna.
Paula se sentó en la silla del espacioso probador y se dejó «retocar». Tras unos segundos se miró al espejo, sorprendida de que pudiera conseguirse ese efecto con unos cuantos brochazos. El tono elegido para el carmín era perfecto.
–Necesitará uno para más tarde.
–Claro que sí –contestó Paula–. Añádalo a la cuenta.
–Estaría bien que terminaras hoy –exclamó Pedro al otro lado de las cortinas.
–No le haga caso –susurró Paula a la dependienta–. Haga como yo.
Tardó otros diez minutos más en terminar de arreglarse y armarse del valor necesario para salir del probador. Se moría de ganas de ver la reacción de Pedro.
–¿Qué estás comprando? –preguntó mientras contemplaba un paquete envuelto en papel de seda que la dependienta metió en una bolsa junto a otra completamente llena.
–Nada –él le dedicó una sonrisa traviesa–. Un regalo de boda.
–¿Vas a regalarle a la nueva esposa de tu padre unas braguitas con volantes?
Paula no lo miró a la cara, pero no le pasó desapercibido el detalle del puño cerrado.
–¿Qué le ha pasado a tu brazo? –preguntó él sin rastro de humor en la voz.
–Nada –maldito fuera, lo había visto a través del echarpe.
–Entonces, ¿para qué la tirita?
Era la más fina que había encontrado, pero también era grande y cuadrada.
–De acuerdo –Paula rezó para que reaccionara con fría indiferencia–. Tengo un tatuaje.
–¿Qué? –Pedro le retiró el echarpe y levantó el borde de la tirita–. ¿Desde cuándo?
–Me lo hice en Mnemba.
–¿Mnemba? –preguntó él perplejo–. No vi ninguna tienda de tatuajes en la isla.
–Pues la había. Allí había de todo. Me lo hice el último día cuando me fui a dar un masaje mientras tú estabas nadando.
–Un tatuaje. Agujas. ¿Paula? ¿En África? –Pedro la agarraba con fuerza.
–Es de henna, Pedro –Paula puso los ojos en blanco–. Se borra con el tiempo.
–Entonces, ¿por qué te lo tapas? –él dejó escapar el aire mientras sus mejillas enrojecían.
–No es precisamente muy elegante mostrarlo en la boda de tu padre.
–La boda de papá no es elegante.
Le arrancó la tirita y ella se frotó instintivamente el brazo mientras esperaba que, por algún milagro, se hubiera borrado. Sin embargo, por la impenetrable máscara en que se había convertido el rostro de Pedro, supo que no había habido suerte.
Eran todo un espectáculo para las dependientas, discretas e impecablemente arregladas, pero incapaces de disimular sus sonrisas o su interés. Hubo un prolongado silencio durante el que las plantas que decoraban la tienda crecieron visiblemente, gracias al calor que irradiaba de su cara.
–¿Qué significa? –al fin Pedro habló.
–Sudáfrica.
Sus iniciales se enroscaban en el centro de un complejo torbellino y un diseño floral con forma ovalada cubría casi todo el brazo.
–Me parece que estás mal informada, no estuvimos en Sudáfrica sino en Tanzania.
–Fue idea de la chica –balbuceó ella–. El diseño… –aquello resultaba muy embarazoso–. Pensaban que estábamos de luna de miel.
–Porque yo se lo dije –contestó él en un susurro casi inaudible.
–Pensé que no sería más que un bonito dibujo –los balbuceos cesaron al sentir los dedos de Pedro deslizarse por las letras. La sonrisa había desaparecido por completo de su rostro.
–Me colocaré la tirita otra vez.
–Déjalo así.
–Llevo el echarpe… lo cubrirá. De todos modos hace frío y el vestido es demasiado corto.
–El vestido es espectacular.
–Será mejor que te quites la alianza –ella no le escuchaba –. ¿Por qué la llevas puesta?
–Porque en el trabajo soy el señor Hombre Casado. ¿Por qué no te has quitado la tuya?
–Lo hice. Hace varios meses.
–Mentirosa –él le tomó la mano–. Aún se ve la marca.
–Me la puse porque el guía sugirió que sería conveniente para una mujer que viajaba sola.
Pedro soltó un bufido que evidenciaba su incredulidad.
Paula lo fulminó con la mirada, olvidándose de las dependientas. Ajena a todo salvo a la cercanía del cuerpo de ese hombre que la miraba fijamente, acariciándola con los ojos.
–Esos zapatos son ridículos –observó él al fin.
–¿Demasiado altos? –apenas les separaban dos centímetros y medio, tanto en altura como en distancia.
–No –Pedro le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.
Paula se ruborizó nuevamente ante la sensación de su cuerpo.
–La altura es perfecta –susurró él con los labios casi pegados a los suyos.
Se apartó bruscamente y la arrastró con él fuera de la tienda.
Normalmente, Paula habría asociado esa prisa con azoramiento, pero Pedro nunca se azoraba. La gente los miraba mientras atravesaban la tienda. Pero eso también era normal. A ella siempre la miraban. Cosas que sucedían cuando se era más alta que la mayoría de los hombres. No obstante, con ese vestido, los zapatos y el carmín, se sentía espectacular. Y todo por la pasión que había visto en los ojos de Pedro.