miércoles, 9 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 9

 


Paula se quedó boquiabierta. No podría haberse sorprendido más aunque le hubiera sugerido que se quedara embarazada por el Espíritu Santo.


Tenía que haber gato encerrado. Tenía que ser una broma…


–¡Tienes que estar de broma!


–En realidad, no. No estoy bromeando.


–Pero… pero… ¿Por qué?


–¿Y por qué no? Cumplo los requisitos, ¿no? Soy alto, razonablemente guapo, tengo el pelo oscuro, los ojos azules… Por desgracia, mi cociente intelectual es un poco más alto de ciento treinta, pero eso tampoco importa tanto, ¿no? Te prometo que te dejaré criar a tu hijo como quieras y que no me meteré donde no me llaman. No será tan distinto a lo que tenías pensado, aunque sí que me gustaría ver al niño de vez en cuando. Además, los otros abuelos vivirán enfrente. Y aunque mi padre no fuera un gran padre, hoy he visto que sí tiene madera de abuelo. Eso pasa a veces. Su padre, mi abuelo, decía que había sido un padre patético, pero que cuando se convirtió en abuelo mejoró mucho.


Paula sacudió la cabeza.


–Me está costando mucho asimilar todo esto.


–Tómate tu tiempo.


Paula parpadeó y entonces frunció el ceño.


–Todavía no veo por qué me haces esta oferta.


–A veces sí que puedo ser amable y empático, ¿sabes?


Por lo menos eso creía Bianca.


–Esto es algo más que ser amable y empático –sacudió la cabeza de nuevo–. Debo decir que me siento tentada. Mi madre se sentiría más tranquila sabiendo que tú eres el padre.


–Supongo que sí. Le caigo muy bien. Ya lo sabes. Siempre le he caído muy bien, desde aquel día en que le prometí que cuidaría de ti en el autobús del colegio.


Paula puso los ojos en blanco.


–Creo recordar que no te hizo mucha gracia entonces.


–No me importó en absoluto.


–¡Mentira! Vamos, Pedro, nunca has tenido madera de buen samaritano precisamente. Y es por eso que esa oferta que me haces suena tan rara. Dios, no sé qué pensar ni qué decir.


–Di que sí y ya está.


–Pero es una decisión muy difícil. Quiero decir que… Es una gran responsabilidad tener un hijo contigo… Es distinto a estar enamorado de alguien y…


Pedro resopló.


–Los dos sabemos muy bien que estar enamorado no es garantía de felicidad para el futuro. La gente se desenamora todo el tiempo hoy en día.


–Pero es importante que los padres se gusten y se respeten.


–¿Y crees que no me gustas y que no te respeto?


–No hemos sido precisamente buenos amigos durante estos años.


–Pero todo eso forma parte del pasado. Solo éramos críos estúpidos. Hoy nos hemos llevado muy bien, ¿no?


–Sí –dijo ella, no sin reticencia–. Sí que nos hemos llevado bien. Ay, Dios, aún no sé qué decir. Si hacemos esto, ¿qué demonios les vamos a decir a todos?


–Ya nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento. La prioridad en este momento es que te quedes embarazada, ¿no? Es evidente que tu cuerpo no responde bien a ese donante que has escogido –añadió, haciendo uso de esa lógica fría que le caracterizaba–. Tienes que probar con alguien distinto.


Paula sabía que si fallaba otra vez con el donante, terminaría arrepintiéndose de no haber aceptado la propuesta de Pedro.


«Ahora o nunca…», dijo una voz en su interior.


–Muy bien. Muy bien. Al diablo con todo. Digo que sí.


–Estupendo –dijo Pedro–. ¿Cuál es el plan?


–Contactaré con la clínica a primera hora y te pediré una cita para que vayas a dejar la muestra de esperma. Entonces…


–¡Espera un momento! –Pedro la interrumpió de inmediato–. ¡No lo vamos a hacer así! ¡Ni hablar!


–¿Qué quieres decir?


–Quiero decir que no pienso convertirme en padre dejando una muestra en un tubito. Si vamos a hacerlo, hagámoslo bien.


–Quieres decir que… ¿Quieres acostarte conmigo?




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 8

 


Paula no tuvo más remedio que mirar las imágenes y pasar por todo el repertorio de exclamaciones apropiadas para la ocasión. ¿Cómo iba a hacer otra cosa, sin hacer el ridículo? Melisa insistió en enseñárselas a su hermano también y este no tuvo más remedio que echarles un vistazo.


Por suerte, no hizo comentario alguno, no obstante. En algún momento sus madres volvieron a entrar en la cocina. Paula se preparó para soportar el discurso entusiasta de Carolina Alfonso…


–Me alegro tanto de que vayas a tener una niña, cariño –le dijo a su hija, radiante de felicidad–. Y los abuelos estamos encantados de tenerte viviendo tan cerca…


Después añadió que era más que evidente que Pedro no iba a darles nietos y que, si por algún extraño milagro los hacía abuelos, probablemente nunca llegarían a conocerlos, puesto que él prefería vivir en Brasil.


Pedro no sabía qué había puesto tan nerviosa a Paula, pero, a juzgar por la cara que tenía, estaba deseando salir de allí; al igual que él. Y cuanto antes, mejor.


–Siento tener que dejaros… –dijo Pedro cuando su madre dejó de hablar un momento–. Pero le pregunté a Paula si salíamos esta noche y me dijo que sí. Así que… si no os importa, nos vamos.


La agarró de la mano sin más dilación y se dirigió hacia la puerta de entrada.


–No nos esperéis –les dijo, hablando por encima del hombro–. Nos llevamos tu coche, pero no te preocupes, yo puedo conducir –le dijo a Paula al oído–. Solo me he tomado dos cervezas sin alcohol en toda la tarde.


Paula hubiera accedido a cualquier cosa en ese momento. Sentía un alivio tan grande al poder escapar de Melisa y sus fotos de bebés…


Cinco minutos más tarde, Pedro estaba sacando el coche del garaje.


–Buen coche, Paula –le dijo, cuando ya estaban en camino–. La última vez que estuve por aquí, conducías un montón de chatarra.


–Bueno, he decidido darme algún capricho que otro este año.


Un coche nuevo, un bebé…


De repente esas lágrimas que llevaban tanto tiempo amenazando con salir rodaron por sus mejillas. Paula no tuvo más remedio que echar la cabeza adelante y esconderla entre las manos.


Pedro no supo qué hacer durante una fracción de segundo. Sabía que le pasaba algo, pero tampoco había esperado algo así. No era propio de ella en absoluto.


Seguir conduciendo parecía un poco cruel, así que se echó hacia el arcén y paró el motor.


Se quedó quieto, en silencio. De repente le pareció la mejor opción.


Cuando dejó de llorar por fin, ella misma abrió la guantera y sacó una cajita de pañuelos. Se sonó la nariz y entonces le dedicó una mirada sufrida.


–Gracias.


–¿Por qué?


–Por sacarme de allí.


–¿Te puedo preguntar por qué estás así?


–No –ella arrugó el pañuelo y apartó la mirada de él.


–¿No? Paula Chaves, no nos vamos a mover de aquí hasta que me digas qué te pasa.


De repente se le encendió la bombilla. Melisa había bajado con las fotos de la ecografía, y después había llegado su madre, quejándose de que él nunca le daría nietos, lo cual era más que probable.


–A lo mejor es por el embarazo de Melisa –le dijo con esa arrogancia masculina tan típica que venía después de haber adivinado algo.


Paula lo miró de golpe. Sus ojos echaban chispas.


–Sí. Claro. Por supuesto. Fue el embarazo de tu preciosa hermanita. Y la forma en que me restregó todas esas fotos en la cara. ¿Cómo crees que me sentí cuando me dijo que va a tener a una niña preciosa para acompañar al nene encantador que ya tiene, cuando yo daría lo que fuera por tener un bebé, fuera del sexo que fuera?


–Pero lo tendrás, Paula. Algún día.


–Oh, ¿de verdad? ¿Me lo puedes garantizar tú, Pedro? Tengo treinta y cuatro años y sigo sin tener éxito en los temas del amor. Bueno, probablemente dentro de poco ya empiece a tener problemas para quedarme embarazada. Si no lo tengo pronto, todo se va a poner muy difícil.


–No digas tonterías, Paula. Hoy en día hay un montón de mujeres que tienen hijos con cuarenta años y más.


–No es ninguna tontería, y las mujeres de cuarenta años no tienen hijos todo el tiempo. La mayoría de las madres mayores de las que se oye hablar son celebridades y actrices que tienen acceso a las mejores clínicas de fertilidad del mundo. ¿Te has fijado en cuántas tienen gemelos? No creerás de verdad que esos niños son concebidos de forma natural, ¿no?


Pedro nunca había reparado en eso.


–Bueno, seguro que sabes más que yo del tema, pero todavía no tienes cuarenta años, Paula. Te falta mucho. No hay motivo para sucumbir al pánico.


–Tengo todos los motivos para dejarme llevar por el pánico.


–Mira, si estás tan desesperada por tener un bebé, ¿por qué no sales por ahí y te quedas embarazada? Eres guapísima. Seguro que te harán muchas ofertas.


Scarlet le miró con ojos perplejos.


–¿Pero crees que me voy a quedar embarazada del primero que me encuentre? Y ya no hablemos del riesgo de contraer enfermedades. No, gracias. No tengo intención de hacer algo así.


–¿Entonces vas a seguir esperando al Príncipe Azul?


–En realidad, Pedro, tampoco tengo intención de hacer eso.


–Oh… Bueno, entonces dime… ¿Qué quieres hacer?


–Bueno, ya que preguntas, ya lo estoy haciendo.


–¿Qué estás haciendo?


Paula se dio cuenta de que se había metido en la trampa ella sola.


¿Por qué tenía que ser incapaz de mantener la boca cerrada?


–El caso es que… –le dijo, dudando todavía–. Yo… Um… He decidido tener un bebé por inseminación artificial.


Al ver que él no contestaba nada, Paula se volvió hacia él. Tenía el ceño fruncido, como si no entendiera nada.


–Lo he buscado todo perfectamente en Internet. Lo he pensado y lo he investigado todo perfectamente. He encontrado una clínica cercana donde tienen un buen catálogo de donantes de esperma. Tienes acceso a toda la información; rasgos personales, historial de salud, cociente intelectual… Escogí al que mejor me pareció. Es americano, alto, guapo, con pelo oscuro, ojos azules, y un cociente de ciento treinta. Algunos los tienen más altos… Casi todos los donantes son estudiantes universitarios, pero yo no quiero un bebé que sea un genio. Solo quiero que sea lo bastante listo como para desenvolverse bien en la vida sin pasarlo mal.


–Si ya lo has decidido, Paula, ¿por qué te pusiste así con lo del embarazo de Melisa?


Paula suspiró.


–Bueno, supongo que es mejor que te diga todo lo demás. El caso es que hasta ahora no ha funcionado. Ya lo he intentado dos veces, pero no me he quedado embarazada y… Yo… Yo… Bueno, cuando Melisa me enseñó las fotos de la ecografía, empecé a preocuparme y a pensar que me pasa algo, que nunca podré ser madre… Yo… –su voz se quebró.


–La verdad es que… –dijo Pedro, rellenando el silencio repentino–. Admiro que hayas decidido dar un paso para conseguir lo que quieres en la vida. Eres valiente. Pero al mismo tiempo no puedo evitar pensar que estás siendo egoísta al querer tener un hijo al que le niegas la posibilidad de tener una figura paterna en su vida.


Paula se sorprendió. Enfureció.


–Yo no diría que tener una figura paterna en la vida lo resuelve todo. Yo pensaba que tú serías la primera persona que lo entendería.


–Vaya. Ahí me has dado. Pero sí que tuve abuelo. Tu bebé ni siquiera tendrá eso.


–A lo mejor no, pero sí va a tener a una abuela que lo querrá mucho.


–Cierto. ¿Pero qué pasa cuando ella no esté? ¿Qué pasará entonces?


–No quiero pensar en esto ahora. Ya lo pensaré… mañana.


–Igual que tu tocaya en la ficción.


Ella le fulminó con la mirada.


–Yo pensaba que tú lo entenderías.


Pedro se encogió de hombros. No sabía muy bien por qué le inquietaba tanto que Paula tuviera un bebé de ese donante con un cociente de ciento treinta, pero lo cierto era que todo su cuerpo parecía resistirse a la idea.


–Querer un bebé no es muy complicado. Es un instinto natural en la mayoría de las mujeres. Y en muchos hombres también, según he oído – añadió en un tono incisivo.


–Supongo que debes de tener razón. Mira, es evidente que estás empeñada en hacer esto, pero tengo una sugerencia que hacerte que quizá sea mucho mejor que quedarte embarazada por un completo extraño que no le aportará nada a tu hijo, excepto un pack de genes que a lo mejor no son tan deseables como dice en los papeles. Al fin y al cabo, ¿qué sabes de ese donante de esperma? Todo es muy superficial. No sabes nada de su familia, ni de su estado mental. A lo mejor deberías alegrarte de no haber concebido a ese hijo todavía.


Paula no podía creerse que Pedro pudiera ser tan negativo. La vida siempre tenía un riesgo. Los planes perfectos no existían, ni tampoco las parejas perfectas…


–Bueno, Paula, en aras de la felicidad futura de tus descendientes, te propongo que dejes a ese donante de esperma y escojas a otro… a mí.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 7

 


Paula apenas podía creerse lo mucho que había disfrutado de la fiesta, y de la compañía de Pedro, aunque tampoco había sido agradable precisamente. Después de darle a su madre el rubí, en bruto, pero enorme, se había dignado a dar un pequeño discurso. Había alabado a sus padres por llevar tanto tiempo juntos, y les había deseado lo mejor para el futuro. Pero eso no había sido todo. Sorprendentemente, después de comer, había hecho el esfuerzo de hablar con su padre. La conversación había sido un poco tensa, no obstante. Paula estaba muy cerca, escuchándolo todo. Pero era Martin Alfonso quien sonaba más nervioso… Tras hablar con Pedro, pasó el resto de la tarde jugando con su nieto, el pequeño de Melisa. Oliver era un niño encantador, con una personalidad muy definida y dulce, pero Paula no podía evitar pensar que debería haberse quedado un rato más con su hijo, que había volado desde Brasil para asistir a la fiesta en un día tan especial.


Esa actitud la había molestado un poco, y por eso se había acercado más a Pedro. Además, se había tomado unos cuantos vasos de vino y ya estaba más contenta y coqueta que de costumbre. Él, por su parte, no hacía más que buscarla cuando le dejaba solo durante demasiado tiempo, y cuando la encontraba le susurraba al oído… Le decía que no conseguiría ese diamante si seguía abandonando su puesto.


Cerca de las cinco y media, la fiesta tocaba a su fin y los invitados empezaban a irse. A las seis, la casa de los Alfonso estaba casi vacía. Paula y su madre se quedaron para ayudar a Carolina y a Melisa. Oliver dormía la siesta y Martin, Pedro y Leo estaban en el salón, viendo las noticias.


–El viernes me hicieron la ecografía de los cuatro meses –dijo Melisa de repente mientras llenaba el lavavajillas junto con Paula.


Sus madres habían salido en ese momento, para buscar más platos sucios.


Paula se puso tensa. Siempre que alguna chica empezaba a hablar de esos temas le pasaba lo mismo.


–Oh –dijo, intentando sonar natural–. Espero que todo vaya bien.


–Muy bien. Leo me acompañó. Claro. Casi lloró cuando le dijeron que era una niña. Y yo también. Oliver es un crío maravilloso, pero siempre hemos querido tener una niña también.


Paula casi sintió ganas de llorar. A ella le daba igual que fuera niño o niña. Solo quería tener un bebé.


–¿Te gustaría ver las imágenes de la ecografía? –le preguntó Melisa–. Las he traído para enseñárselas a mi madre. Las tengo arriba. Voy por ellas – añadió, sin darle tiempo a contestar.


Nada más entrar en la cocina, Pedro reparó en la cara de Paula.


–¿Qué pasa? –le preguntó directamente–. ¿Qué te pasa?


–Tengo que salir de aquí.


Demasiado tarde. Melisa regresó enseguida con las temidas fotos.





martes, 8 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 6

 



Paula buscó a Pedro con la vista rápidamente, pero, al no encontrarle entre la multitud de invitados que se habían reunido en el jardín, volvió a entrar en la casa. Dentro solo estaba su madre, sacando un par de botellas de vino de la nevera. El amplio salón estaba vacío. No había ni rastro de Pedro.


–Ah, Paula –dijo su madre–. Muchas gracias por haber ido a buscar a Pedro.


–De nada, señora Alfonso. ¿Dónde está, por cierto?


–Arriba, en su dormitorio –le dijo Carolina.


Parecía un poco molesta.


–Me dijo que iba a buscar mi regalo de aniversario, pero yo creo que solo está evitando a la gente. ¿Te importaría ir a ver si baja? La comida está lista. Por cierto, estás guapísima hoy, cariño –añadió, sin darle tiempo a contestar algo.


En realidad tampoco le importaba subir. Así podría ver si todavía tenía todos esos pósters de chicas en las paredes.


No los tenía. En la habitación no quedaba ni rastro de todos esos recuerdos adolescentes. Pedro estaba junto a la ventana, mirando hacia la calle.


Su dormitorio daba al frente de la casa. Su bolsa estaba encima de la cama, sin abrir. Paula miró a su alrededor, pero no vio ningún regalo.


–Me han pedido que venga a buscarte –le dijo desde la puerta.


Él se volvió y sonrió con tristeza.


–Pobre Paula –dijo con ironía–. Hoy te ha tocado lo peor.


Paula no lo negó, aunque en realidad ir a buscarle a la estación no le había molestado tanto como había pensado en un primer momento. Y subir a la habitación tampoco había sido para tanto… Pero eso no se lo iba a decir.


–¿Encontraste el regalo de tu madre?


–Sí –dijo él y se tocó el bolsillo derecho de la cazadora de cuero.


–¿Algo pequeño y escandalosamente caro?


–Podría ser.


–Déjame adivinar… Un rubí auténtico.


–¿Qué otra cosa podría regalarle un hijo geólogo a su madre en sus bodas de rubí? Siempre fuiste una chica lista.


–Y tú siempre has sido un imbécil sarcástico.


Él frunció el ceño y entonces sonrió.


–Te diré una cosa. Te prometo que bajo y entretengo a mis invitados si te quedas a mi lado todo el tiempo.


–Bueno, y yo qué saco de todo eso.


Pedro sonrió de oreja a oreja.


–¿Disfrutar de mi agradable compañía?


–Me temo que no es suficiente. No creo que tu compañía se vaya a volver agradable de repente. Tendrás que darme algo más.


–¿Y qué tal un diamante auténtico?


Paula no sabía si hablaba en serio o si solo le estaba tomando el pelo.


Pero tenía ganas de seguir bromeando.


–¿Para qué quiero yo un diamante? –respondió en un tono altivo–. Bueno, a no ser que venga en una alianza de oro, junto con una propuesta de matrimonio.


La cara que puso Pedro no tenía precio.


–¿No? –le preguntó ella y siguió adelante–. Qué pena. Tampoco estás tan mal después de todo. Y estás podrido en dinero. Por no mencionar que no eres gay. ¿Qué más podría querer una chica?


–Buen intento, Paula. Me lo creí durante una fracción de segundo.


Ella sonrió.


–Sí, ¿verdad? La venganza es dulce.


–¿Venganza por qué?


–Por todas esas veces en la que deseé matarte.


–Mea culpa –dijo él.


–Ahí tienes razón. Pero hoy tiene que ser un buen día, así que voy a dejar a un lado las viejas rencillas y haré lo que me pides. No tienes que pagarme con nada.Bueno, tampoco pensaba que fueras a darme un diamante de verdad.


–Si tenía intención de dártelo, ahora ya has perdido tu oportunidad. No obstante, si eres agradable y simpática durante el resto del día, a lo mejor sí que te lo doy.


–En tus sueños, cielo.


Él se rio a carcajadas.


–Ahí sí que tienes razón, Paula… Vamos –esbozó una sonrisa cálida y le ofreció el brazo–. Será mejor que bajemos antes de que nos manden al equipo de búsqueda.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 5

 


Paula se quedó de piedra. Ese hombre guapísimo, parado delante de la estación, con camiseta, chaqueta y vaqueros negros, era Pedro Alfonso.


No se dio cuenta de inmediato, no obstante; ni siquiera cuando él dio un paso adelante y le dio un golpecito en la ventanilla. Al principio pensó que era un extraño que quería preguntarle por alguna calle.


Pero en cuanto bajó el cristal y le vio quitarse las gafas, supo que era él.


–¡Dios, Pedro! –exclamó, mirando aquellos ojos azules.


–Sí. Soy yo.


Paula apenas le reconocía sin el pelo largo. No era que estuviera más guapo… Siempre había sido muy guapo, pero sí parecía más masculino.


Además, nunca le había visto vestido así. Estaba acostumbrada a verle con pantalones cortos y camisetas, listo para hacer surf.


De repente se dio cuenta de que le estaba mirando demasiado, así que apartó la vista.


–No te reconocí –le dijo con brusquedad–. ¿Y el pelo?


Él se encogió de hombros y se pasó una mano por la cabeza, casi rapada.


–Es más fácil de cuidar así. ¿Dónde quieres que ponga la bolsa? ¿En el asiento de atrás o en el maletero?


–Donde quieras –le dijo ella en un tono un tanto hosco y defensivo que intentaba esconder la sorpresa. No estaba acostumbrada a encontrar atractivo Pedro Alfonso.


–Mi madre no debería haberte pedido que vinieras –le dijo él, subiendo al coche–. Podría haber tomado un taxi –le dijo él, señalando la fila de taxis más adelante.


–Ahora ya da igual –dijo Paula, pasando por delante de los taxis.


–Supongo que sí. Pero prefiero esto antes que tomar un taxi. Gracias, Paula.


Paula se quedó anonadada. Jamás hubiera esperado semejante gesto de un hombre como Pedro Alfonso. Estaba distinto… Estuvo a punto de preguntarle qué le había pasado en ese último año y medio, el tiempo que había pasado desde su última visita, pero se lo pensó mejor y decidió guardar silencio. A lo mejor él también empezaba a hacerle preguntas…


–Tus padres han tenido mucha suerte con el tiempo –le dijo ella, atravesando la calle principal de Gosford, desierta a esa hora.


Él no dijo nada, pero el silencio no duró mucho.


–Mi madre me ha dicho que no has conocido a nadie más –le dijo él cuando se detuvieron delante de un semáforo cerca de East Gosford.


–No –dijo ella, poniéndose tensa.


–Lo siento, Paula. Sé lo mucho que querías casarte y tener una familia.


Ella le miró de golpe, repentinamente furiosa.


–Bueno, si lo tienes tan claro, entonces no deberías haberme dicho nada de Jeremías. Si no lo hubieras hecho, yo no me habría enterado de nada, y ahora ya estaría casada. Pero en vez de eso…


Se detuvo al sentir el picor de las lágrimas en los ojos. Apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.


Pedro se sorprendió al verla tan afectada, pero no se arrepintió de haberle dicho la verdad.


–Lo siento mucho, Paula. Pero no tuve elección. No podía dejar que te casaras con un hombre que te estaba utilizando.


–Bueno, hay cosas peores –le espetó ella, con resentimiento.


–No te quería, Paula.


–¿Pero tú qué sabes de esas cosas?


–Me lo dijo.


–¡Tú!


–Sí. Me dio pena. Le daba demasiado miedo admitir quién era públicamente. Ni siquiera yo me he visto tan perdido como él.


Paula se conmovió al oír la fuerza de sus palabras. Acababa de revelarle algo…


–La luz está en verde, Paula.


–¿Qué? Oh, lo siento.


Siguió adelante, confusa. De repente sentía una extraña simpatía por el hombre que estaba sentado a su lado. ¿Quién lo hubiera dicho unos años antes? Había empezado encontrándole increíblemente sexy y de repente sentía pena por él… La vida podía dar unos giros de lo más perversos…


–¿Por qué no has buscado a otra persona? –él seguía insistiendo.


Paula suspiró. Siempre había sido un hombre parco en palabras, y sus silencios eran lo único que se agradecía en él, pero de pronto parecía haberse convertido en todo un conversador.


–He dejado de buscar, ¿de acuerdo? –le contestó de una forma casi agresiva–. Podría hacerte la misma pregunta a ti –le dijo, contraatacando–. ¿Cómo es que tú nunca has encontrado a nadie? Nadie que te atrevieras a traer a casa…


Él se rio. Pedro Alfonso acababa de reírse. Las cosas cada vez eran más raras…


–Vamos, Paula, ya conoces a mi madre. Si traigo una chica a casa, enseguida me pregunta cuándo es la boda.


–Yo podría decírselo sin ningún problema. ¡Nunca!


–Me conoces demasiado bien, Paula.


–Te conozco lo bastante bien como para saber que eso a ti no te va. Si estuvieras interesado, ya te habrías casado. No creo que tuvieras problema en encontrar a una mujer.


–Gracias por el cumplido. Pero tienes razón. El matrimonio no es para mí.


–Pero eso no es razón para que no lleves a casa a alguna chica de vez en cuando.


–En eso sí que te doy la razón. Ya hay bastante tensión en casa cada vez que vengo.


Eso era cierto. Paula no podía negarlo. Pedro y su padre no se llevaban muy bien precisamente. Ella siempre le había echado la culpa a Pedro; siempre había sido un chico tan difícil… Sin embargo, en ese momento no podía evitar preguntarse si habría algún motivo oculto que explicara ese comportamiento tan antisocial, algo que hubiera ocurrido antes de que ella y su madre llegaran al barrio… La curiosidad acababa de picarla.


–¿Tienes a alguien en Brasil ahora? –le preguntó, mirándole.


De repente, su rostro cambió. El gesto sonriente se le borró de golpe.


–La tenía. Hasta hace poco.


–Lo siento.


–Y yo. Bueno, creo que ya hemos cubierto el cupo de información personal por hoy.


Paula apretó los dientes. Debería haberse imaginado que lo de ser afable no duraría mucho.


–¿Por qué no has seguido por la calle principal? –le preguntó él al ver que giraba a la derecha para tomar Terrigal Drive–. Es más rápido.


–Ya no. Hay unas obras horribles. Si vinieras a casa más a menudo, lo sabrías. Además, yo soy quien conduce. Tú eres el pasajero. El pasajero no le dice al conductor adónde va y cómo tiene que ir.


Él volvió a reírse.


–Me alegra ver que no has cambiado, Paula.


–Yo estaba pensando lo mismo de ti. Pareces distinto por fuera, Pedro Alfonso… No me cabe duda de que ahora te vistes mejor… Pero por dentro sigues siendo el mismo listillo que se creía superior que los demás.


Esa vez él no replicó y Paula no tardó en avergonzarse. Se había excedido, para no variar. Pedro siempre le sacaba lo peor del carácter.


–Lo siento –dijo rápidamente, intentando llenar ese silencio–. Eso ha sido una grosería por mi parte.


–Oh, no sé –dijo él, sorprendiéndola con una sonrisa seca–. Tampoco andabas tan mal encaminada. Puedo llegar a ser muy arrogante.


Esa vez Paula no pudo evitarlo. Le devolvió la sonrisa. Sus miradas se encontraron durante unos segundos. Paula fue la primera que apartó la vista.


–Deja de mirarme –le dijo con hosquedad, manteniendo la vista al frente.


–No te estaba mirando. Solo estaba pensando.


–¿En qué? –le preguntó ella.


–No olvides que hay un radar con cámara por aquí.


Paula puso los ojos en blanco.


–Por Dios, Pedro. Vivo aquí los trescientos sesenta y cinco días del año. Sé que hay una cámara.


–Bueno, ¿y entonces por qué vas a más de ochenta kilómetros hora?


–Puedo ir a esta velocidad. No es día lectivo.


–La señal decía sesenta. Hay obras más adelante.


Paula pisó el freno, justo a tiempo.


–Si se ponen a hacer obras en otra calle más, creo que voy a ponerme a gritar como una loca.


–Nada de gritos. No aguanto a las gritonas.


Ella le fulminó con una mirada. Pero él siguió sonriendo.


Pedro Alfonso… No me puedo creer que hayas adquirido cierto sentido del humor.


–Bueno, hoy parece que sí lo he adquirido. Y me alegro. Ya casi he llegado a casa.


Era cierto.


La calle en la que vivía Paula era igual que todas las demás calles de Central Coast, compuesta por dos hileras de casas variopintas. Era una calle familiar en la que siempre se encontraba a la misma gente.


–Parece que ha venido mucha gente –le dijo él cuando doblaron la esquina.


–La culpa es de tu madre. Si no diera tan buenas fiestas, nadie aceptaría su invitación. Siempre pasa lo mismo cuando les toca a tus padres dar la fiesta de Navidad. Mira, tu madre y tu hermana están en el porche, esperándote –Paula se dio cuenta de que faltaba su padre–. Voy a parar delante de mi casa y te bajas. Quiero meter el coche en el garaje.


–Muy bien –dijo él, saliendo. Tomó la bolsa del asiento trasero y le dio las gracias.


Ella apretó el botón del control remoto del garaje y se quedó mirándole por el espejo retrovisor mientras la puerta se abría. Realmente estaba impresionante… Tenía un buen trasero con esos vaqueros. Un cuerpo de infarto… De haberse tratado de cualquier otra persona, quizá se hubiera sentido tentada de flirtear un poco.


El pensamiento la hizo echarse a reír. 


Flirtear con Pedro Alfonso… 


¿Qué sentido podía tener hacer algo así? 


Volvió a reírse…


Y aún seguía riéndose cuando regresó a la fiesta.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 4

 



Leo le caía muy bien. Era uno de los buenos. Para casarse con su hermana había que ser un pedazo de pan. Melisa era, sin ningún género de dudas, la hermana más consentida del mundo, incluso más que Paula.


Paula…


Tenía ganas de verla en la fiesta. Quería saber si le había perdonado por fin por haberle dicho lo de Jeremías. Cuando las noticias eran malas, la gente siempre culpaba al mensajero. Paula se había puesto furiosa con él esa noche. Le había llamado mentiroso, pero al final no había tenido más remedio que calmarse un poco y escuchar lo que le decía.


Seguramente todavía debía de seguir odiándole. Nunca había sido santo de su devoción y lo de Jeremías solo había empeorado las cosas.


De repente una voz anunció que estaban llegando a la estación de Gosford. Muchos de los viajeros se levantaron y fueron hacia las puertas. Pedro sabía que no había necesidad de darse prisa, así que se quedó donde estaba, contemplando el río por la ventanilla; la superficie del agua estaba como un plato. Había muchos botes amarrados, meciéndose suavemente. Alrededor de ese enorme meandro se extendía Gosford, la salida hacia las playas de Central Coast. Pero Gosford no era una ciudad de playa. El mar estaba a unos cuantos kilómetros. El tren traqueteó un poco sobre un puente y pasó por delante de BlueTongue Stadium. Antes había un enorme parque allí.


En cuestión de segundos llegaron a la estación. Pedro se tomó su tiempo para bajar.


Poco a poco había adquirido esa costumbre cada vez que volvía a casa.


No tenía ninguna prisa por bajar del tren y siempre hacía todo lo que podía por acortar la visita. Seguía sin estar de humor para esa fiesta, pero ya no sentía esa tensión que le provocaba saber que iba a estar con su padre. Y eso era bueno… No obstante, tampoco tenía pensado quedarse mucho. No era masoquista.


No había nadie, así que dejó el equipaje en el suelo y esperó. Unos treinta segundos más tarde, un coche subió por la rampa a toda velocidad y se detuvo justo delante de él. No reconocía el coche, pero sí reconoció a la preciosa rubia que iba al volante.


Era Paula.



lunes, 7 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 3

 


EL VIAJE en tren desde Sídney a Gosford fue muy agradable. Nada más salir de la ciudad, el tren se había vaciado y había conseguido un asiento en la parte superior, del lado derecho. Después de pasar por el río Hawkesbury, las vías seguían el trazado del agua, zigzagueando a capricho y ofreciendo al viajero las vistas más turísticas y relajantes. Pero Pedro tampoco estaba cansado. Esa era la ventaja de viajar en primera clase. Podía subirse a un avión y llegar a su destino totalmente renovado y listo para cualquier cosa. 


Cualquier cosa…


Eso debía de ser lo que esperaba ese día. Las fiestas no eran precisamente su pasatiempo favorito. No le gustaba beber alcohol y esas conversaciones vacías le ponían de mal humor. Sin embargo, esa vez no había podido negarse a asistir al cuarenta aniversario de bodas de sus padres.


Quería mucho a su madre y no quería hacerle daño por nada del mundo. Su padre, en cambio, estaba hecho de otra pasta. Era difícil querer a un padre que le había rechazado cuando solo era un niño… Pero Pedro lo había intentando con todas sus fuerzas y recientemente se había dado cuenta de que lo había logrado. Unas semanas antes su madre le había llamado para decirle que su padre había tenido un amago de infarto y en ese momento había comprendido por fin lo mucho que le quería. Por primera vez había entendido que su padre podía morir… Y se había llevado un gran alivio al saber que no había sido nada serio.


No obstante, no era capaz de superar lo que su padre había hecho tantos años antes. Afortunadamente, por aquel entonces tenía a su abuelo. Si no hubiera sido por él, las cosas podrían haberle salido muy mal.


Probablemente se hubiera ido de casa y habría terminado viviendo en la calle.


A lo mejor hubiera acabado en la cárcel… Se había sentido tan mal después de la muerte de su hermano. Mal, confuso, furioso…


Sí. Se había puesto furioso. A veces, cuando recordaba los años de instituto, se sentía culpable… Se había comportado tan mal, con mucha gente, con Paula… Con ella había sido despreciable… Pero eso era por lo mucho que le gustaba. Había sido cruel con ella, pero por aquel entonces, sentir algo por alguien le daba mucho miedo. No quería sentir nada por nadie, no quería quererla, ni necesitarla. Y la había apartado de su vida, desde el primer momento, desde aquel día en que había llamado a la puerta de su casa y le había invitado a jugar con ella…


Pero la chica no solía aceptar un «no» por respuesta. Siempre había sido testaruda, con una voluntad de hierro. Al final, no obstante, había captado el mensaje por fin y había dejado de invitarle a salir a jugar. Y qué rabia le había dado entonces… Se había comportado como un niño malcriado. Si ella hacía algo, él tenía que hacerlo mejor. Por desgracia, siempre les ponían en la misma clase, la clase de los listos, así que ignorarla del todo había sido un poco difícil. Pero él lo intentaba con todas sus fuerzas. Y más tarde, en el instituto, habían vuelto a terminar en la misma aula.


Lo peor aún estaba por llegar, no obstante. Durante ese primer año de instituto, ambos habían madurado mucho. Paula se había convertido en una chica preciosa, mientras que él había pasado a ser un jovenzuelo flacucho cargado de hormonas incontrolables. Y así había empezado a pensar en ella como un loco, lo cual le había hecho comportarse todavía peor.


Pedro esbozó una sonrisa. ¿Cómo hubiera reaccionado de haber sabido lo mucho que fantaseaba con ella en el instituto? Tampoco era que quisiera decírselo. ¿Qué sentido tenía? Ella le había dejado muy claro a lo largo de los años que no le soportaba. Y tampoco podía culparla. Él había sido quien había empezado con las hostilidades.


Esa era una de las muchas cosas de las que se arrepentía. Paula siempre había sido una chica encantadora, aunque un poco mimada, pero nunca había merecido que la trataran tan mal. Y tampoco se merecía que Jeremías Heath la engañara. Decirle la verdad sobre aquel bastardo era algo de lo que no se arrepentía. Ella lo había pasado mal, pero por lo menos le había evitado un sufrimiento mayor. El tipo nunca la había querido; solamente la usaba como coartada.


Se preguntaba si ella estaría en la fiesta ese día… Quería verla y charlar un rato quizá… Su madre le había dicho por teléfono que había tardado mucho en recuperarse de la infidelidad de Jeremías… Al parecer, esa era la historia que había contado para explicar la ruptura del compromiso.


Los profesores del instituto no habían sido los únicos que se habían llevado una gran sorpresa al enterarse de que no iba a ir a la universidad. Él también se había quedado de piedra y recordaba habérselo dicho… Después de todo, siempre había sido tan lista como él.


Pedro se rio para sí, reconociendo la arrogancia en sí mismo. Por lo menos él no era de los que iban por ahí haciendo alarde de sus logros. Bianca solía decirle que era más bien de los silenciosos, los fuertes…


El corazón de Pedro se encogió. Siempre le ocurría al pensar en Bianca.


Algún día, quizá, lograría superar su muerte. El recuerdo estaba demasiado fresco… Aún le dolía. Pero había algo de lo que sí estaba seguro, no obstante… Nunca volvería a Brasil. Esa parte de su vida había terminado.


Seguiría viviendo y trabajando en Australia durante un par de años, pero no en Central Coast. Allí no había industria minera y, además, nunca se sentía cómodo pasando tiempo en casa.


Lo mejor era establecerse en Darwin, donde ya tenía un apartamento en el que pasaba unas cuantas semanas todos los años. Su familia, no obstante, no sabía nada de eso. Si les decía que veraneaba en Australia todos los inviernos, sin duda se enfadarían con él porque no iba a visitarles, ni les había invitado a su casa… Su madre se hubiera enojado más que nadie… Pero pronto tendría que decirles algo, aunque tampoco podía contarles toda la verdad.


Durante las dos semanas anteriores, había terminado de atar todos los cabos sueltos en Río. Le había dejado su casa a la familia de Bianca. No quería tener ningún recuerdo… Lo único que se había llevado consigo había sido la billetera, el pasaporte, los teléfonos y la ropa. Mientras esperaba en el aeropuerto, se había comprado algo de ropa de invierno en una de las boutiques y también se había cortado el pelo casi al cero. Se había acostumbrado a tenerlo así desde su paso por el hospital el año anterior. Una de las enfermeras le había obligado a cortarse esa melena rebelde.


De repente el tren se paró en la estación de Point Clare, devolviéndole al presente. Estarían en Gosford en unos minutos. ¿Quién iría a recogerle? No sería su padre. A lo mejor Melisa… O Leo, el marido de Melisa. Sí, probablemente sería Leo.