martes, 8 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 5

 


Paula se quedó de piedra. Ese hombre guapísimo, parado delante de la estación, con camiseta, chaqueta y vaqueros negros, era Pedro Alfonso.


No se dio cuenta de inmediato, no obstante; ni siquiera cuando él dio un paso adelante y le dio un golpecito en la ventanilla. Al principio pensó que era un extraño que quería preguntarle por alguna calle.


Pero en cuanto bajó el cristal y le vio quitarse las gafas, supo que era él.


–¡Dios, Pedro! –exclamó, mirando aquellos ojos azules.


–Sí. Soy yo.


Paula apenas le reconocía sin el pelo largo. No era que estuviera más guapo… Siempre había sido muy guapo, pero sí parecía más masculino.


Además, nunca le había visto vestido así. Estaba acostumbrada a verle con pantalones cortos y camisetas, listo para hacer surf.


De repente se dio cuenta de que le estaba mirando demasiado, así que apartó la vista.


–No te reconocí –le dijo con brusquedad–. ¿Y el pelo?


Él se encogió de hombros y se pasó una mano por la cabeza, casi rapada.


–Es más fácil de cuidar así. ¿Dónde quieres que ponga la bolsa? ¿En el asiento de atrás o en el maletero?


–Donde quieras –le dijo ella en un tono un tanto hosco y defensivo que intentaba esconder la sorpresa. No estaba acostumbrada a encontrar atractivo Pedro Alfonso.


–Mi madre no debería haberte pedido que vinieras –le dijo él, subiendo al coche–. Podría haber tomado un taxi –le dijo él, señalando la fila de taxis más adelante.


–Ahora ya da igual –dijo Paula, pasando por delante de los taxis.


–Supongo que sí. Pero prefiero esto antes que tomar un taxi. Gracias, Paula.


Paula se quedó anonadada. Jamás hubiera esperado semejante gesto de un hombre como Pedro Alfonso. Estaba distinto… Estuvo a punto de preguntarle qué le había pasado en ese último año y medio, el tiempo que había pasado desde su última visita, pero se lo pensó mejor y decidió guardar silencio. A lo mejor él también empezaba a hacerle preguntas…


–Tus padres han tenido mucha suerte con el tiempo –le dijo ella, atravesando la calle principal de Gosford, desierta a esa hora.


Él no dijo nada, pero el silencio no duró mucho.


–Mi madre me ha dicho que no has conocido a nadie más –le dijo él cuando se detuvieron delante de un semáforo cerca de East Gosford.


–No –dijo ella, poniéndose tensa.


–Lo siento, Paula. Sé lo mucho que querías casarte y tener una familia.


Ella le miró de golpe, repentinamente furiosa.


–Bueno, si lo tienes tan claro, entonces no deberías haberme dicho nada de Jeremías. Si no lo hubieras hecho, yo no me habría enterado de nada, y ahora ya estaría casada. Pero en vez de eso…


Se detuvo al sentir el picor de las lágrimas en los ojos. Apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.


Pedro se sorprendió al verla tan afectada, pero no se arrepintió de haberle dicho la verdad.


–Lo siento mucho, Paula. Pero no tuve elección. No podía dejar que te casaras con un hombre que te estaba utilizando.


–Bueno, hay cosas peores –le espetó ella, con resentimiento.


–No te quería, Paula.


–¿Pero tú qué sabes de esas cosas?


–Me lo dijo.


–¡Tú!


–Sí. Me dio pena. Le daba demasiado miedo admitir quién era públicamente. Ni siquiera yo me he visto tan perdido como él.


Paula se conmovió al oír la fuerza de sus palabras. Acababa de revelarle algo…


–La luz está en verde, Paula.


–¿Qué? Oh, lo siento.


Siguió adelante, confusa. De repente sentía una extraña simpatía por el hombre que estaba sentado a su lado. ¿Quién lo hubiera dicho unos años antes? Había empezado encontrándole increíblemente sexy y de repente sentía pena por él… La vida podía dar unos giros de lo más perversos…


–¿Por qué no has buscado a otra persona? –él seguía insistiendo.


Paula suspiró. Siempre había sido un hombre parco en palabras, y sus silencios eran lo único que se agradecía en él, pero de pronto parecía haberse convertido en todo un conversador.


–He dejado de buscar, ¿de acuerdo? –le contestó de una forma casi agresiva–. Podría hacerte la misma pregunta a ti –le dijo, contraatacando–. ¿Cómo es que tú nunca has encontrado a nadie? Nadie que te atrevieras a traer a casa…


Él se rio. Pedro Alfonso acababa de reírse. Las cosas cada vez eran más raras…


–Vamos, Paula, ya conoces a mi madre. Si traigo una chica a casa, enseguida me pregunta cuándo es la boda.


–Yo podría decírselo sin ningún problema. ¡Nunca!


–Me conoces demasiado bien, Paula.


–Te conozco lo bastante bien como para saber que eso a ti no te va. Si estuvieras interesado, ya te habrías casado. No creo que tuvieras problema en encontrar a una mujer.


–Gracias por el cumplido. Pero tienes razón. El matrimonio no es para mí.


–Pero eso no es razón para que no lleves a casa a alguna chica de vez en cuando.


–En eso sí que te doy la razón. Ya hay bastante tensión en casa cada vez que vengo.


Eso era cierto. Paula no podía negarlo. Pedro y su padre no se llevaban muy bien precisamente. Ella siempre le había echado la culpa a Pedro; siempre había sido un chico tan difícil… Sin embargo, en ese momento no podía evitar preguntarse si habría algún motivo oculto que explicara ese comportamiento tan antisocial, algo que hubiera ocurrido antes de que ella y su madre llegaran al barrio… La curiosidad acababa de picarla.


–¿Tienes a alguien en Brasil ahora? –le preguntó, mirándole.


De repente, su rostro cambió. El gesto sonriente se le borró de golpe.


–La tenía. Hasta hace poco.


–Lo siento.


–Y yo. Bueno, creo que ya hemos cubierto el cupo de información personal por hoy.


Paula apretó los dientes. Debería haberse imaginado que lo de ser afable no duraría mucho.


–¿Por qué no has seguido por la calle principal? –le preguntó él al ver que giraba a la derecha para tomar Terrigal Drive–. Es más rápido.


–Ya no. Hay unas obras horribles. Si vinieras a casa más a menudo, lo sabrías. Además, yo soy quien conduce. Tú eres el pasajero. El pasajero no le dice al conductor adónde va y cómo tiene que ir.


Él volvió a reírse.


–Me alegra ver que no has cambiado, Paula.


–Yo estaba pensando lo mismo de ti. Pareces distinto por fuera, Pedro Alfonso… No me cabe duda de que ahora te vistes mejor… Pero por dentro sigues siendo el mismo listillo que se creía superior que los demás.


Esa vez él no replicó y Paula no tardó en avergonzarse. Se había excedido, para no variar. Pedro siempre le sacaba lo peor del carácter.


–Lo siento –dijo rápidamente, intentando llenar ese silencio–. Eso ha sido una grosería por mi parte.


–Oh, no sé –dijo él, sorprendiéndola con una sonrisa seca–. Tampoco andabas tan mal encaminada. Puedo llegar a ser muy arrogante.


Esa vez Paula no pudo evitarlo. Le devolvió la sonrisa. Sus miradas se encontraron durante unos segundos. Paula fue la primera que apartó la vista.


–Deja de mirarme –le dijo con hosquedad, manteniendo la vista al frente.


–No te estaba mirando. Solo estaba pensando.


–¿En qué? –le preguntó ella.


–No olvides que hay un radar con cámara por aquí.


Paula puso los ojos en blanco.


–Por Dios, Pedro. Vivo aquí los trescientos sesenta y cinco días del año. Sé que hay una cámara.


–Bueno, ¿y entonces por qué vas a más de ochenta kilómetros hora?


–Puedo ir a esta velocidad. No es día lectivo.


–La señal decía sesenta. Hay obras más adelante.


Paula pisó el freno, justo a tiempo.


–Si se ponen a hacer obras en otra calle más, creo que voy a ponerme a gritar como una loca.


–Nada de gritos. No aguanto a las gritonas.


Ella le fulminó con una mirada. Pero él siguió sonriendo.


Pedro Alfonso… No me puedo creer que hayas adquirido cierto sentido del humor.


–Bueno, hoy parece que sí lo he adquirido. Y me alegro. Ya casi he llegado a casa.


Era cierto.


La calle en la que vivía Paula era igual que todas las demás calles de Central Coast, compuesta por dos hileras de casas variopintas. Era una calle familiar en la que siempre se encontraba a la misma gente.


–Parece que ha venido mucha gente –le dijo él cuando doblaron la esquina.


–La culpa es de tu madre. Si no diera tan buenas fiestas, nadie aceptaría su invitación. Siempre pasa lo mismo cuando les toca a tus padres dar la fiesta de Navidad. Mira, tu madre y tu hermana están en el porche, esperándote –Paula se dio cuenta de que faltaba su padre–. Voy a parar delante de mi casa y te bajas. Quiero meter el coche en el garaje.


–Muy bien –dijo él, saliendo. Tomó la bolsa del asiento trasero y le dio las gracias.


Ella apretó el botón del control remoto del garaje y se quedó mirándole por el espejo retrovisor mientras la puerta se abría. Realmente estaba impresionante… Tenía un buen trasero con esos vaqueros. Un cuerpo de infarto… De haberse tratado de cualquier otra persona, quizá se hubiera sentido tentada de flirtear un poco.


El pensamiento la hizo echarse a reír. 


Flirtear con Pedro Alfonso… 


¿Qué sentido podía tener hacer algo así? 


Volvió a reírse…


Y aún seguía riéndose cuando regresó a la fiesta.




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