martes, 8 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 6

 



Paula buscó a Pedro con la vista rápidamente, pero, al no encontrarle entre la multitud de invitados que se habían reunido en el jardín, volvió a entrar en la casa. Dentro solo estaba su madre, sacando un par de botellas de vino de la nevera. El amplio salón estaba vacío. No había ni rastro de Pedro.


–Ah, Paula –dijo su madre–. Muchas gracias por haber ido a buscar a Pedro.


–De nada, señora Alfonso. ¿Dónde está, por cierto?


–Arriba, en su dormitorio –le dijo Carolina.


Parecía un poco molesta.


–Me dijo que iba a buscar mi regalo de aniversario, pero yo creo que solo está evitando a la gente. ¿Te importaría ir a ver si baja? La comida está lista. Por cierto, estás guapísima hoy, cariño –añadió, sin darle tiempo a contestar algo.


En realidad tampoco le importaba subir. Así podría ver si todavía tenía todos esos pósters de chicas en las paredes.


No los tenía. En la habitación no quedaba ni rastro de todos esos recuerdos adolescentes. Pedro estaba junto a la ventana, mirando hacia la calle.


Su dormitorio daba al frente de la casa. Su bolsa estaba encima de la cama, sin abrir. Paula miró a su alrededor, pero no vio ningún regalo.


–Me han pedido que venga a buscarte –le dijo desde la puerta.


Él se volvió y sonrió con tristeza.


–Pobre Paula –dijo con ironía–. Hoy te ha tocado lo peor.


Paula no lo negó, aunque en realidad ir a buscarle a la estación no le había molestado tanto como había pensado en un primer momento. Y subir a la habitación tampoco había sido para tanto… Pero eso no se lo iba a decir.


–¿Encontraste el regalo de tu madre?


–Sí –dijo él y se tocó el bolsillo derecho de la cazadora de cuero.


–¿Algo pequeño y escandalosamente caro?


–Podría ser.


–Déjame adivinar… Un rubí auténtico.


–¿Qué otra cosa podría regalarle un hijo geólogo a su madre en sus bodas de rubí? Siempre fuiste una chica lista.


–Y tú siempre has sido un imbécil sarcástico.


Él frunció el ceño y entonces sonrió.


–Te diré una cosa. Te prometo que bajo y entretengo a mis invitados si te quedas a mi lado todo el tiempo.


–Bueno, y yo qué saco de todo eso.


Pedro sonrió de oreja a oreja.


–¿Disfrutar de mi agradable compañía?


–Me temo que no es suficiente. No creo que tu compañía se vaya a volver agradable de repente. Tendrás que darme algo más.


–¿Y qué tal un diamante auténtico?


Paula no sabía si hablaba en serio o si solo le estaba tomando el pelo.


Pero tenía ganas de seguir bromeando.


–¿Para qué quiero yo un diamante? –respondió en un tono altivo–. Bueno, a no ser que venga en una alianza de oro, junto con una propuesta de matrimonio.


La cara que puso Pedro no tenía precio.


–¿No? –le preguntó ella y siguió adelante–. Qué pena. Tampoco estás tan mal después de todo. Y estás podrido en dinero. Por no mencionar que no eres gay. ¿Qué más podría querer una chica?


–Buen intento, Paula. Me lo creí durante una fracción de segundo.


Ella sonrió.


–Sí, ¿verdad? La venganza es dulce.


–¿Venganza por qué?


–Por todas esas veces en la que deseé matarte.


–Mea culpa –dijo él.


–Ahí tienes razón. Pero hoy tiene que ser un buen día, así que voy a dejar a un lado las viejas rencillas y haré lo que me pides. No tienes que pagarme con nada.Bueno, tampoco pensaba que fueras a darme un diamante de verdad.


–Si tenía intención de dártelo, ahora ya has perdido tu oportunidad. No obstante, si eres agradable y simpática durante el resto del día, a lo mejor sí que te lo doy.


–En tus sueños, cielo.


Él se rio a carcajadas.


–Ahí sí que tienes razón, Paula… Vamos –esbozó una sonrisa cálida y le ofreció el brazo–. Será mejor que bajemos antes de que nos manden al equipo de búsqueda.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 5

 


Paula se quedó de piedra. Ese hombre guapísimo, parado delante de la estación, con camiseta, chaqueta y vaqueros negros, era Pedro Alfonso.


No se dio cuenta de inmediato, no obstante; ni siquiera cuando él dio un paso adelante y le dio un golpecito en la ventanilla. Al principio pensó que era un extraño que quería preguntarle por alguna calle.


Pero en cuanto bajó el cristal y le vio quitarse las gafas, supo que era él.


–¡Dios, Pedro! –exclamó, mirando aquellos ojos azules.


–Sí. Soy yo.


Paula apenas le reconocía sin el pelo largo. No era que estuviera más guapo… Siempre había sido muy guapo, pero sí parecía más masculino.


Además, nunca le había visto vestido así. Estaba acostumbrada a verle con pantalones cortos y camisetas, listo para hacer surf.


De repente se dio cuenta de que le estaba mirando demasiado, así que apartó la vista.


–No te reconocí –le dijo con brusquedad–. ¿Y el pelo?


Él se encogió de hombros y se pasó una mano por la cabeza, casi rapada.


–Es más fácil de cuidar así. ¿Dónde quieres que ponga la bolsa? ¿En el asiento de atrás o en el maletero?


–Donde quieras –le dijo ella en un tono un tanto hosco y defensivo que intentaba esconder la sorpresa. No estaba acostumbrada a encontrar atractivo Pedro Alfonso.


–Mi madre no debería haberte pedido que vinieras –le dijo él, subiendo al coche–. Podría haber tomado un taxi –le dijo él, señalando la fila de taxis más adelante.


–Ahora ya da igual –dijo Paula, pasando por delante de los taxis.


–Supongo que sí. Pero prefiero esto antes que tomar un taxi. Gracias, Paula.


Paula se quedó anonadada. Jamás hubiera esperado semejante gesto de un hombre como Pedro Alfonso. Estaba distinto… Estuvo a punto de preguntarle qué le había pasado en ese último año y medio, el tiempo que había pasado desde su última visita, pero se lo pensó mejor y decidió guardar silencio. A lo mejor él también empezaba a hacerle preguntas…


–Tus padres han tenido mucha suerte con el tiempo –le dijo ella, atravesando la calle principal de Gosford, desierta a esa hora.


Él no dijo nada, pero el silencio no duró mucho.


–Mi madre me ha dicho que no has conocido a nadie más –le dijo él cuando se detuvieron delante de un semáforo cerca de East Gosford.


–No –dijo ella, poniéndose tensa.


–Lo siento, Paula. Sé lo mucho que querías casarte y tener una familia.


Ella le miró de golpe, repentinamente furiosa.


–Bueno, si lo tienes tan claro, entonces no deberías haberme dicho nada de Jeremías. Si no lo hubieras hecho, yo no me habría enterado de nada, y ahora ya estaría casada. Pero en vez de eso…


Se detuvo al sentir el picor de las lágrimas en los ojos. Apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.


Pedro se sorprendió al verla tan afectada, pero no se arrepintió de haberle dicho la verdad.


–Lo siento mucho, Paula. Pero no tuve elección. No podía dejar que te casaras con un hombre que te estaba utilizando.


–Bueno, hay cosas peores –le espetó ella, con resentimiento.


–No te quería, Paula.


–¿Pero tú qué sabes de esas cosas?


–Me lo dijo.


–¡Tú!


–Sí. Me dio pena. Le daba demasiado miedo admitir quién era públicamente. Ni siquiera yo me he visto tan perdido como él.


Paula se conmovió al oír la fuerza de sus palabras. Acababa de revelarle algo…


–La luz está en verde, Paula.


–¿Qué? Oh, lo siento.


Siguió adelante, confusa. De repente sentía una extraña simpatía por el hombre que estaba sentado a su lado. ¿Quién lo hubiera dicho unos años antes? Había empezado encontrándole increíblemente sexy y de repente sentía pena por él… La vida podía dar unos giros de lo más perversos…


–¿Por qué no has buscado a otra persona? –él seguía insistiendo.


Paula suspiró. Siempre había sido un hombre parco en palabras, y sus silencios eran lo único que se agradecía en él, pero de pronto parecía haberse convertido en todo un conversador.


–He dejado de buscar, ¿de acuerdo? –le contestó de una forma casi agresiva–. Podría hacerte la misma pregunta a ti –le dijo, contraatacando–. ¿Cómo es que tú nunca has encontrado a nadie? Nadie que te atrevieras a traer a casa…


Él se rio. Pedro Alfonso acababa de reírse. Las cosas cada vez eran más raras…


–Vamos, Paula, ya conoces a mi madre. Si traigo una chica a casa, enseguida me pregunta cuándo es la boda.


–Yo podría decírselo sin ningún problema. ¡Nunca!


–Me conoces demasiado bien, Paula.


–Te conozco lo bastante bien como para saber que eso a ti no te va. Si estuvieras interesado, ya te habrías casado. No creo que tuvieras problema en encontrar a una mujer.


–Gracias por el cumplido. Pero tienes razón. El matrimonio no es para mí.


–Pero eso no es razón para que no lleves a casa a alguna chica de vez en cuando.


–En eso sí que te doy la razón. Ya hay bastante tensión en casa cada vez que vengo.


Eso era cierto. Paula no podía negarlo. Pedro y su padre no se llevaban muy bien precisamente. Ella siempre le había echado la culpa a Pedro; siempre había sido un chico tan difícil… Sin embargo, en ese momento no podía evitar preguntarse si habría algún motivo oculto que explicara ese comportamiento tan antisocial, algo que hubiera ocurrido antes de que ella y su madre llegaran al barrio… La curiosidad acababa de picarla.


–¿Tienes a alguien en Brasil ahora? –le preguntó, mirándole.


De repente, su rostro cambió. El gesto sonriente se le borró de golpe.


–La tenía. Hasta hace poco.


–Lo siento.


–Y yo. Bueno, creo que ya hemos cubierto el cupo de información personal por hoy.


Paula apretó los dientes. Debería haberse imaginado que lo de ser afable no duraría mucho.


–¿Por qué no has seguido por la calle principal? –le preguntó él al ver que giraba a la derecha para tomar Terrigal Drive–. Es más rápido.


–Ya no. Hay unas obras horribles. Si vinieras a casa más a menudo, lo sabrías. Además, yo soy quien conduce. Tú eres el pasajero. El pasajero no le dice al conductor adónde va y cómo tiene que ir.


Él volvió a reírse.


–Me alegra ver que no has cambiado, Paula.


–Yo estaba pensando lo mismo de ti. Pareces distinto por fuera, Pedro Alfonso… No me cabe duda de que ahora te vistes mejor… Pero por dentro sigues siendo el mismo listillo que se creía superior que los demás.


Esa vez él no replicó y Paula no tardó en avergonzarse. Se había excedido, para no variar. Pedro siempre le sacaba lo peor del carácter.


–Lo siento –dijo rápidamente, intentando llenar ese silencio–. Eso ha sido una grosería por mi parte.


–Oh, no sé –dijo él, sorprendiéndola con una sonrisa seca–. Tampoco andabas tan mal encaminada. Puedo llegar a ser muy arrogante.


Esa vez Paula no pudo evitarlo. Le devolvió la sonrisa. Sus miradas se encontraron durante unos segundos. Paula fue la primera que apartó la vista.


–Deja de mirarme –le dijo con hosquedad, manteniendo la vista al frente.


–No te estaba mirando. Solo estaba pensando.


–¿En qué? –le preguntó ella.


–No olvides que hay un radar con cámara por aquí.


Paula puso los ojos en blanco.


–Por Dios, Pedro. Vivo aquí los trescientos sesenta y cinco días del año. Sé que hay una cámara.


–Bueno, ¿y entonces por qué vas a más de ochenta kilómetros hora?


–Puedo ir a esta velocidad. No es día lectivo.


–La señal decía sesenta. Hay obras más adelante.


Paula pisó el freno, justo a tiempo.


–Si se ponen a hacer obras en otra calle más, creo que voy a ponerme a gritar como una loca.


–Nada de gritos. No aguanto a las gritonas.


Ella le fulminó con una mirada. Pero él siguió sonriendo.


Pedro Alfonso… No me puedo creer que hayas adquirido cierto sentido del humor.


–Bueno, hoy parece que sí lo he adquirido. Y me alegro. Ya casi he llegado a casa.


Era cierto.


La calle en la que vivía Paula era igual que todas las demás calles de Central Coast, compuesta por dos hileras de casas variopintas. Era una calle familiar en la que siempre se encontraba a la misma gente.


–Parece que ha venido mucha gente –le dijo él cuando doblaron la esquina.


–La culpa es de tu madre. Si no diera tan buenas fiestas, nadie aceptaría su invitación. Siempre pasa lo mismo cuando les toca a tus padres dar la fiesta de Navidad. Mira, tu madre y tu hermana están en el porche, esperándote –Paula se dio cuenta de que faltaba su padre–. Voy a parar delante de mi casa y te bajas. Quiero meter el coche en el garaje.


–Muy bien –dijo él, saliendo. Tomó la bolsa del asiento trasero y le dio las gracias.


Ella apretó el botón del control remoto del garaje y se quedó mirándole por el espejo retrovisor mientras la puerta se abría. Realmente estaba impresionante… Tenía un buen trasero con esos vaqueros. Un cuerpo de infarto… De haberse tratado de cualquier otra persona, quizá se hubiera sentido tentada de flirtear un poco.


El pensamiento la hizo echarse a reír. 


Flirtear con Pedro Alfonso… 


¿Qué sentido podía tener hacer algo así? 


Volvió a reírse…


Y aún seguía riéndose cuando regresó a la fiesta.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 4

 



Leo le caía muy bien. Era uno de los buenos. Para casarse con su hermana había que ser un pedazo de pan. Melisa era, sin ningún género de dudas, la hermana más consentida del mundo, incluso más que Paula.


Paula…


Tenía ganas de verla en la fiesta. Quería saber si le había perdonado por fin por haberle dicho lo de Jeremías. Cuando las noticias eran malas, la gente siempre culpaba al mensajero. Paula se había puesto furiosa con él esa noche. Le había llamado mentiroso, pero al final no había tenido más remedio que calmarse un poco y escuchar lo que le decía.


Seguramente todavía debía de seguir odiándole. Nunca había sido santo de su devoción y lo de Jeremías solo había empeorado las cosas.


De repente una voz anunció que estaban llegando a la estación de Gosford. Muchos de los viajeros se levantaron y fueron hacia las puertas. Pedro sabía que no había necesidad de darse prisa, así que se quedó donde estaba, contemplando el río por la ventanilla; la superficie del agua estaba como un plato. Había muchos botes amarrados, meciéndose suavemente. Alrededor de ese enorme meandro se extendía Gosford, la salida hacia las playas de Central Coast. Pero Gosford no era una ciudad de playa. El mar estaba a unos cuantos kilómetros. El tren traqueteó un poco sobre un puente y pasó por delante de BlueTongue Stadium. Antes había un enorme parque allí.


En cuestión de segundos llegaron a la estación. Pedro se tomó su tiempo para bajar.


Poco a poco había adquirido esa costumbre cada vez que volvía a casa.


No tenía ninguna prisa por bajar del tren y siempre hacía todo lo que podía por acortar la visita. Seguía sin estar de humor para esa fiesta, pero ya no sentía esa tensión que le provocaba saber que iba a estar con su padre. Y eso era bueno… No obstante, tampoco tenía pensado quedarse mucho. No era masoquista.


No había nadie, así que dejó el equipaje en el suelo y esperó. Unos treinta segundos más tarde, un coche subió por la rampa a toda velocidad y se detuvo justo delante de él. No reconocía el coche, pero sí reconoció a la preciosa rubia que iba al volante.


Era Paula.



lunes, 7 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 3

 


EL VIAJE en tren desde Sídney a Gosford fue muy agradable. Nada más salir de la ciudad, el tren se había vaciado y había conseguido un asiento en la parte superior, del lado derecho. Después de pasar por el río Hawkesbury, las vías seguían el trazado del agua, zigzagueando a capricho y ofreciendo al viajero las vistas más turísticas y relajantes. Pero Pedro tampoco estaba cansado. Esa era la ventaja de viajar en primera clase. Podía subirse a un avión y llegar a su destino totalmente renovado y listo para cualquier cosa. 


Cualquier cosa…


Eso debía de ser lo que esperaba ese día. Las fiestas no eran precisamente su pasatiempo favorito. No le gustaba beber alcohol y esas conversaciones vacías le ponían de mal humor. Sin embargo, esa vez no había podido negarse a asistir al cuarenta aniversario de bodas de sus padres.


Quería mucho a su madre y no quería hacerle daño por nada del mundo. Su padre, en cambio, estaba hecho de otra pasta. Era difícil querer a un padre que le había rechazado cuando solo era un niño… Pero Pedro lo había intentando con todas sus fuerzas y recientemente se había dado cuenta de que lo había logrado. Unas semanas antes su madre le había llamado para decirle que su padre había tenido un amago de infarto y en ese momento había comprendido por fin lo mucho que le quería. Por primera vez había entendido que su padre podía morir… Y se había llevado un gran alivio al saber que no había sido nada serio.


No obstante, no era capaz de superar lo que su padre había hecho tantos años antes. Afortunadamente, por aquel entonces tenía a su abuelo. Si no hubiera sido por él, las cosas podrían haberle salido muy mal.


Probablemente se hubiera ido de casa y habría terminado viviendo en la calle.


A lo mejor hubiera acabado en la cárcel… Se había sentido tan mal después de la muerte de su hermano. Mal, confuso, furioso…


Sí. Se había puesto furioso. A veces, cuando recordaba los años de instituto, se sentía culpable… Se había comportado tan mal, con mucha gente, con Paula… Con ella había sido despreciable… Pero eso era por lo mucho que le gustaba. Había sido cruel con ella, pero por aquel entonces, sentir algo por alguien le daba mucho miedo. No quería sentir nada por nadie, no quería quererla, ni necesitarla. Y la había apartado de su vida, desde el primer momento, desde aquel día en que había llamado a la puerta de su casa y le había invitado a jugar con ella…


Pero la chica no solía aceptar un «no» por respuesta. Siempre había sido testaruda, con una voluntad de hierro. Al final, no obstante, había captado el mensaje por fin y había dejado de invitarle a salir a jugar. Y qué rabia le había dado entonces… Se había comportado como un niño malcriado. Si ella hacía algo, él tenía que hacerlo mejor. Por desgracia, siempre les ponían en la misma clase, la clase de los listos, así que ignorarla del todo había sido un poco difícil. Pero él lo intentaba con todas sus fuerzas. Y más tarde, en el instituto, habían vuelto a terminar en la misma aula.


Lo peor aún estaba por llegar, no obstante. Durante ese primer año de instituto, ambos habían madurado mucho. Paula se había convertido en una chica preciosa, mientras que él había pasado a ser un jovenzuelo flacucho cargado de hormonas incontrolables. Y así había empezado a pensar en ella como un loco, lo cual le había hecho comportarse todavía peor.


Pedro esbozó una sonrisa. ¿Cómo hubiera reaccionado de haber sabido lo mucho que fantaseaba con ella en el instituto? Tampoco era que quisiera decírselo. ¿Qué sentido tenía? Ella le había dejado muy claro a lo largo de los años que no le soportaba. Y tampoco podía culparla. Él había sido quien había empezado con las hostilidades.


Esa era una de las muchas cosas de las que se arrepentía. Paula siempre había sido una chica encantadora, aunque un poco mimada, pero nunca había merecido que la trataran tan mal. Y tampoco se merecía que Jeremías Heath la engañara. Decirle la verdad sobre aquel bastardo era algo de lo que no se arrepentía. Ella lo había pasado mal, pero por lo menos le había evitado un sufrimiento mayor. El tipo nunca la había querido; solamente la usaba como coartada.


Se preguntaba si ella estaría en la fiesta ese día… Quería verla y charlar un rato quizá… Su madre le había dicho por teléfono que había tardado mucho en recuperarse de la infidelidad de Jeremías… Al parecer, esa era la historia que había contado para explicar la ruptura del compromiso.


Los profesores del instituto no habían sido los únicos que se habían llevado una gran sorpresa al enterarse de que no iba a ir a la universidad. Él también se había quedado de piedra y recordaba habérselo dicho… Después de todo, siempre había sido tan lista como él.


Pedro se rio para sí, reconociendo la arrogancia en sí mismo. Por lo menos él no era de los que iban por ahí haciendo alarde de sus logros. Bianca solía decirle que era más bien de los silenciosos, los fuertes…


El corazón de Pedro se encogió. Siempre le ocurría al pensar en Bianca.


Algún día, quizá, lograría superar su muerte. El recuerdo estaba demasiado fresco… Aún le dolía. Pero había algo de lo que sí estaba seguro, no obstante… Nunca volvería a Brasil. Esa parte de su vida había terminado.


Seguiría viviendo y trabajando en Australia durante un par de años, pero no en Central Coast. Allí no había industria minera y, además, nunca se sentía cómodo pasando tiempo en casa.


Lo mejor era establecerse en Darwin, donde ya tenía un apartamento en el que pasaba unas cuantas semanas todos los años. Su familia, no obstante, no sabía nada de eso. Si les decía que veraneaba en Australia todos los inviernos, sin duda se enfadarían con él porque no iba a visitarles, ni les había invitado a su casa… Su madre se hubiera enojado más que nadie… Pero pronto tendría que decirles algo, aunque tampoco podía contarles toda la verdad.


Durante las dos semanas anteriores, había terminado de atar todos los cabos sueltos en Río. Le había dejado su casa a la familia de Bianca. No quería tener ningún recuerdo… Lo único que se había llevado consigo había sido la billetera, el pasaporte, los teléfonos y la ropa. Mientras esperaba en el aeropuerto, se había comprado algo de ropa de invierno en una de las boutiques y también se había cortado el pelo casi al cero. Se había acostumbrado a tenerlo así desde su paso por el hospital el año anterior. Una de las enfermeras le había obligado a cortarse esa melena rebelde.


De repente el tren se paró en la estación de Point Clare, devolviéndole al presente. Estarían en Gosford en unos minutos. ¿Quién iría a recogerle? No sería su padre. A lo mejor Melisa… O Leo, el marido de Melisa. Sí, probablemente sería Leo.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 2

 

Jeremías le propuso matrimonio en su treinta y dos cumpleaños, pero entonces llegó el desastre… Había pasado un año y medio desde aquella fiesta de Navidad del barrio. Jeremías le había dicho que no podía acompañarla porque tenía una cena de trabajo en el hotel Terrigal a la que no podía faltar. Ella le estaba enseñando el anillo de compromiso a todo el mundo, pasándoselo bien… Y entonces Pedro Alfonso se la había llevado a un rincón… Ese año la fiesta era en casa de los Alfonoso… Y le había contado algo horrible.


Al principio su primera reacción había sido negarlo rotundamente. No podía ser cierto. Su prometido no era gay. No podía serlo… Pero al oír la dulzura en la voz de Pedro, y la compasión que había en su mirada, se había dado cuenta de que le estaba diciendo la verdad, sobre todo porque Pedro Alfonso no solía tratarla así. Terriblemente afectada, se había ido de la fiesta al momento y le había enviado un mensaje urgente a Jeremías.


Habían quedado en verse en el parque que estaba enfrente del hotel Terrigal, y allí mismo le había dicho lo que Pedro le había contado. Él se lo había negado todo, pero ella no estaba dispuesta a dejarse engañar más, así que le había presionado hasta hacerle confesar. Él le había rogado que no le dijera nada a nadie y así, sin más, se había roto el compromiso…


La Navidad de ese año no fue precisamente un tiempo feliz, ni tampoco el día de Año Nuevo. Destrozada, Paula dejó su trabajo, pues no soportaba seguir viendo a Jeremías, y regresó a su puesto en la peluquería. De eso ya hacía más de un año, pero su estado de ánimo no había mejorado mucho. Nunca le había contado a nadie la verdad sobre Jeremías, ni siquiera a su madre. A ella solo le había dicho que se había enterado de que la engañaba.


Sus amigas se portaron muy bien con ella y la animaron a seguir saliendo con chicos, pero ella no estaba de humor para ponerse en el mercado de nuevo. Se sentía como una tonta, un completo fracaso… Por suerte, no obstante, Pedro Alfonso no había vuelto a casa en las últimas Navidades. No quería verle de nuevo, y sentir su mirada de pena… «Ya te lo dije…», casi podía oírle diciendo las palabras.


Al parecer, se había roto una pierna escalando una montaña en América del Sur y no podía viajar, así que tampoco estaría en la fiesta de ese día. Un gran alivio… Tenía pensado asistir, pero su vuelo, proveniente de Río de Janeiro, había sufrido un retraso a causa de una nube de ceniza volcánica. Los elementos se habían puesto de su parte, por una vez.


En el fondo era una estupidez sentir vergüenza delante de Pedro Alfonsopero no podía evitarlo. Además, no era un tipo fácil de tratar. Era bastante guapo, pero sus habilidades sociales dejaban mucho que desear. Tenía un cerebro privilegiado, no obstante. Ella lo sabía muy bien… Habían ido a las mismas clases en el colegio, desde párvulos hasta los exámenes finales…


Pero ser vecinos y compañeros de clase no había forjado una amistad entre ellos. Pedro nunca jugaba con los otros chicos del vecindario, aunque ella se lo pidiera… A él solo le importaba estudiar e ir a hacer surf; la playa estaba relativamente cerca.


Paula todavía recordaba lo mal que le había sentado que su madre le pidiera que estuviera pendiente de ella en el autobús del colegio, cuando los ataques de gamberros estaban a la orden del día. Había cuidado de ella; eso no podía negarlo. Incluso había llegado a pelearse con un chico que la había insultado y eso le había costado un día de expulsión, por no hablar de la nariz rota… Después de aquello, parecía haberla odiado más aún, no obstante…


No le había dicho nada directamente, pero al darle las gracias, él le había puesto una cara horrible. Paula recordaba también haberle pedido ayuda con un problema de matemáticas cuando estaban en el instituto. Él le había dicho que dejara de ser tan vaga y que lo resolviera ella misma.


Evidentemente ella se había defendido y le había gritado que era el chico más idiota y egoísta que había conocido en toda su vida, y que nunca volvería a pedirle ayuda, aunque le fuera la vida en ello; una declaración de lo más dramática, pero en aquel momento lo decía de verdad.


Al terminar el instituto, se había ido a la universidad de Sídney a estudiar Geología, y después de eso le había visto más bien poco. Se había ido al extranjero a trabajar al acabar la carrera y solo aparecía por la casa de sus padres en Navidades, para quedarse una semana o dos solamente. Y cuando estaba en la casa, pasaba casi todo el tiempo solo, haciendo surf. Por lo menos, no obstante, sí que se dignaba a aparecer en la fiesta de Navidad del vecindario, que celebraban todos los años, y ahí sí que se encontraban siempre. Pedro era bastante desagradable y hosco con ella, y las conversaciones que mantenían apenas eran comunicativas o afectuosas. Lo poco que sabía de su vida lo sabía a través de su madre, que estaba en el mismo grupo de costura que la suya. Según Carolina Alfonso, su hijo había ganado mucho dinero con el petróleo que había encontrado en Argentina, y el gas natural que había hallado en otro país de América del Sur. También se había comprado una casa en Río, así que era poco probable que volviera a Australia a vivir.


Además, tampoco parecía que fuera a casarse pronto. Paula no tenía duda de eso. Los solitarios como Pedro no pasaban por el altar.


Sin embargo, Paula estaba segura de que había una mujer… o varias, en su vida. Los tipos guapos con mucho dinero no pasaban sin el sexo, aunque fueran unos bastardos antisociales con tanto encanto personal como serpientes de cascabel.


Paula frunció el ceño. No era propio de ella pensar y criticar de esa forma, pero Pedro Alfonso sacaba lo peor de ella. Además, no soportaba verle tan autosuficiente, sin necesitar a nadie, tan soberbio y comedido. No podía imaginarse a Pedro Alfonso con el corazón roto. Debía de ser un trozo de piedra igual que esas preciadas rocas que estudiaba.


–Será mejor que nos vayamos, Paula–le dijo su madre desde el cuarto de baño–. Son las doce y veinticinco.


Después de ahuyentar todos esos pensamientos perniciosos, Paula volvió rápidamente a su dormitorio. Se puso unos pendientes de plata y circonitas y regresó al salón, donde la esperaba su madre. Ya se había vestido antes. Se había puesto un traje color crema con una blusa en un tono caramelo debajo.


–¿Sabes, mamá? –dijo, mirando a su madre de arriba abajo–. No parece que tengas más de cincuenta años –añadió. Su madre había cumplido sesenta y dos en su último cumpleaños.


–Gracias, cariño. Y yo te echaría unos veinte.


–Eso es porque tengo unos buenos genes.


–Cierto –dijo Julia. Sin embargo, hubo algo que sí se le pasó por la cabeza en ese momento. A lo mejor su hija había heredado otro gen que no era precisamente deseable. Ella misma había tenido muchos problemas para quedarse embarazada, y por eso había tenido solo una hija–. Vamos –le dijo.


No era el momento para sacar el tema.


La señora tomó el regalo que había dejado encima de la encimera de la cocina. Dentro había una jarra de agua fina con vasos a juego en color rojo. Lo había encontrado en una tienda de antigüedades y estaba segura de que a Carolina le encantaría. A Martin no le gustaría tanto, no obstante. Era de esos hombres que rara vez mostraban entusiasmo por algo. Lo único que realmente le gustaba era estar con su nieto. El pequeño de Melisa, Oliver, era el niño de sus ojos.


–No llevo chaqueta, ¿verdad?


–No te hace falta –dijo Paula–. Y creo que yo tampoco llevo el bolso. Dame. Te sujeto el regalo mientras cierras.


Salieron por la puerta principal. Paula se alegró al ver que el cielo se había despejado. El sol de junio ya empezaba a calentar el aire. El invierno acababa de llegar, pero ya estaba siendo uno de los más fríos de la década. Y uno de los más húmedos. Afortunadamente, no había llovido ese día, lo cual significaba que no tendrían que quedarse dentro de casa para la fiesta. A juzgar por el número de coches aparcados delante de la casa, la reunión estaría muy concurrida.


Para Paula, no obstante, no había nada peor que un montón de gente, abarrotando dos salones. La casa de los Alfonso, de dos plantas, era muy espaciosa, con salones abiertos… Pero aun así…


–Ha tenido mucha suerte con el tiempo –le dijo a su madre mientras cruzaban la calle.


–Ya lo creo.


Su madre iba a decir algo, pero en ese momento llegaron a la puerta de los Alfonso y alguien abrió de golpe. Carolina salió a toda prisa. Parecía muy sofocada, pero feliz.


–No os vais a creer lo que ha pasado –dijo con emoción–. Acabo de recibir una llamada de Pedro. Al final el avión sí que pudo despegar anoche. Salieron con mucho retraso, pero gracias al viento favorable, llegaron a buena hora y aterrizaron en Mascot hace un par de horas. Me llamó hace un rato, pero yo tenía la línea ocupada, así que se subió al primer tren. Bueno, llega a la estación de Gosford en unos veinte minutos. El tren acaba de pasar por la estación de Woy Woy. Me dijo que tomaría un taxi, pero ya sabéis que suele haber muy pocos los domingos, así que le dije que esperara fuera, en Mann Street, y que alguien iría a buscarle. Él me dijo que no me molestara, claro, pero eso es una tontería. Si pudo volar hasta aquí desde Brasil, nosotros podemos recogerle en la estación. Cuando colgué, no obstante, me puse a pensar en quién podría ir a recogerle. No quiero dejar a mis invitados solos y no quería pedírselo a Martin. Y entonces te vi por la ventana y pensé… ¿Quién mejor que Paula? No te importa, ¿verdad, cariño?


Paula forzó una sonrisa.


–Claro que no. Será un placer.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 1

 


NO CREES que deberías vestirte?


Paula levantó la vista del periódico que llevaba más de una hora fingiendo leer. No tenía ganas de hablar, sobre todo porque la conversación siempre volvía al mismo tema; la decisión tan radical que había tomado ese año. Al principio su madre la había apoyado con la idea de tener un hijo por inseminación artificial, pero parecía estar cambiando de opinión. Y lo último que necesitaba Paula era que la desanimaran… Era cierto que el proceso no había funcionado las dos primeras veces, pero eso era normal, según le habían dicho en la clínica. Solo tenía que seguir intentándolo y más tarde o más temprano saldría bien. No tenía ningún problema físico, así que no había ningún impedimento que le imposibilitara quedarse embarazada.


–¿Qué hora es?


–Casi las doce de la mañana –le dijo su madre–. Deberíamos estar en casa de los Alfonso a la una menos cuarto. Sé que Carolina va a servir la comida a eso de la una y media.


Carolina y Martin Mitchell llevaban más de treinta años siendo sus vecinos y eran buenos amigos. Tenían dos hijos, Pedro, de la misma edad que Paula, y una chica, Melisa, cuatro años más pequeña. A lo largo de los años, Paula había llegado a conocer muy bien a la familia, aunque algunos miembros de la misma le caían mejor que otros. El señor Alfonso se había retirado recientemente y ese día cumplía cuarenta años de casado con su esposa… Una de esas parejas que ya no se veían…


El corazón de Julia Chaves se encogió al oír suspirar a su hija. Se había llevado una desilusión tan grande esa semana cuando le había venido el periodo… No era de extrañar que no tuviera ganas de ir a una fiesta.


–No tienes que ir si no quieres –le dijo con suavidad–. Puedo darles cualquier excusa. Les digo que no te sientes bien.


–No, no, mamá –dijo Paula con firmeza. Se puso en pie–. Estoy bien. Quiero ir. Me vendrá bien –se fue a su habitación, intentando convencerse de que sí le vendría bien.


Podría tomarse unas cuantas copas de vino… teniendo en cuenta que no estaba embarazada… Además, así no tendría que pasarse el resto del día defendiendo la decisión de tener un hijo sola, sobre todo porque nadie, aparte de su madre, sabía de su pequeño «proyecto bebé». Y estaba tan cansada de oírla decir lo difícil que era criar a un hijo sola…


No podía negar que tenía razón. Su padre había muerto en un accidente de coche cuando tenía tan solo nueve años de edad, y nadie sabía mejor que ella lo difíciles que habían sido las cosas para su madre en todos los sentidos.


Sin duda criar a un hijo sin la ayuda y el apoyo de un padre iba a ser complicado, pero tenía tantas ganas de tener un bebé… Siempre lo había deseado y solía soñar con conocer a un hombre maravilloso, un hombre tan cariñoso como su padre, alguien con quien pudiera casarse y formar una familia.


Siempre había creído que solo era cuestión de tiempo encontrar a esa persona tan especial, y querría haberse casado pronto para poder de disfrutar de sus hijos durante más tiempo… Jamás hubiera imaginado llegar a la edad de treinta y cuatro años sin ver cumplido su sueño. Era una romántica empedernida… No lo podía evitar. Pero su Príncipe Azul seguía sin aparecer.


Así le había salido la vida.


Algunas veces casi ni se lo podía creer.


Sacudiendo la cabeza, se quitó la bata de estar en casa y miró el vestido que había escogido para la ocasión. Lo había extendido sobre la cama esa mañana. Era un vestido tipo túnica color morado, de lana, con un polo de seda negro debajo, medias negras y botas negras hasta el tobillo. No le llevó mucho arreglarse. Ya se había duchado antes y se había secado el pelo… Fue hacia el cuarto de baño para peinarse y maquillarse. Nada más terminar, se miró en el espejo y frunció el ceño. ¿Por qué le habían salido tan mal las cosas? No era que fuera fea. En realidad era una chica bastante atractiva; una cara bonita, una nariz respingona, labios carnosos, pelo rubio, buena figura… Tenía los pechos más bien pequeños, pero la ropa solía sentarle bien, al ser alta y esbelta… Además, siempre había tenido una personalidad animada y extrovertida. Caía bien. Les gustaba a los hombres…


A pesar de eso, no obstante, había tenido muchos problemas para encontrar un novio estable a lo largo de los años. Retrospectivamente, podía ver que su profesión tampoco había ayudado mucho, pero eso no se le había ocurrido antes. Como no quería irse lejos de casa, ni de Central Coast, había entrado como aprendiz en un salón de belleza en el que su madre había trabajado, una decisión que había desconcertado a mucha gente. Después de todo, había sacado muy buenas notas en los exámenes y habría podido ir a la universidad si hubiera querido.


Pero hacerse periodista o abogado no era lo que ella quería en la vida.


Tenía otras prioridades que no incluían años de estudio, trepando por la pirámide profesional hasta conseguir aquello que otros llamaban éxito.


Además, le gustaba tener un trabajo interesante del que podía disfrutar.


A pesar de todas las advertencias de sus profesores, siempre le había encantado ser peluquera, disfrutaba de la amistad que surgía con sus compañeras, las clientas… Le encantaba esa sensación de felicidad que llegaba al terminar de dar un tinte o de hacer un corte de pelo original. No había tardado mucho en labrarse una buena reputación como estilista y cuando tenía veinticinco años de edad, su madre y ella habían abierto su propio salón de belleza en un pequeño centro comercial cerca de Erina Fair. Hubieran querido tener el local en Erina Fair, la zona comercial de Central Coast, pero los alquileres eran demasiado altos. Sin embargo, gracias a esa clientela fiel, el negocio había resultado todo un éxito de todos modos.


Pero todo tenía sus desventajas… Y tener un salón de belleza con una clientela primordialmente femenina no la ayudaba mucho a conocer miembros del sexo opuesto. Además, ser hija única también la condicionaba bastante. A lo mejor si hubiera tenido un hermano mayor…


Intentaba conocer a hombres de otras formas, no obstante. Tenía un grupo de amigas a las que conocía desde el colegio y con ellas solía ir a fiestas, discotecas, pubs… pero por alguna razón, siempre se le acercaban esos guaperas que solo estaban interesados en una cosa… No se había dado cuenta de ello, no obstante, hasta después de quemarse unas cuantas veces.


Una a una, sus amigas habían ido encontrado a chicos guapos y agradables con los que se iban a casar. Solían conocerlos a través del trabajo, o de la familia… Había hecho de dama de honor tantas veces que ya empezaba a aborrecer las bodas, por no hablar de la fiesta de después, cuando sus amigas recién casadas intentaban emparejarla con algún borracho que solo buscaba acostarse con alguna de ellas.


Cuando su última amiga soltera encontró pareja a través de un portal de citas de Internet, Paula decidió intentarlo por esa vía también, pero la cosa resultó un desastre absoluto. Por alguna razón, seguía atrayendo a los tipos inadecuados, esos que solo buscaban lo que buscaban.


Ella nunca había sido de las que querían tener sexo por tenerlo. Cuando era más joven, sí que lo había hecho, algunas veces, pero la experiencia nunca le había resultado muy placentera, y así, a la edad de veintiún años había decidido reservarse para un hombre que realmente le gustara.


Desafortunadamente, no obstante, algunos de esos guaperas con la cabeza hueca con los que había ligado sí que le habían gustado mucho, pero en la cama las campanas no habían sonado… Después de tantos encuentros fallidos solo podía sacar una conclusión: o bien necesitaba estar realmente enamorada para disfrutar del sexo, o llevaba toda la vida siendo una frígida.


Al cumplir treinta años, empezó a sentir cierta desesperación por enamorarse y ser correspondida, y entonces decidió dar un giro a su vida.


Empezó a ir a la universidad por las tardes, se sacó la licencia de agente inmobiliario y consiguió un trabajo en una de las agencias más grandes y prestigiosas de Central Coast.


En aquel momento, parecía una buena decisión. De repente se había visto rodeada de hombres jóvenes que la veían con muy buenos ojos; la última novedad. Tenía admiradores por todos sitios, pero uno de ellos destacaba entre los demás. Jeremías trabajaba para una inmobiliaria rival y era un chico del pueblo, como ella. Era un tipo encantador y muy guapo que provenía de una familia de la zona, y no había tratado de llevársela a la cama en la primera cita.


Cuando finalmente se habían acostado, el sexo no había estado nada mal y Paula había creído que por fin estaba enamorada, un sentimiento que había creído mutuo…