Jeremías le propuso matrimonio en su treinta y dos cumpleaños, pero entonces llegó el desastre… Había pasado un año y medio desde aquella fiesta de Navidad del barrio. Jeremías le había dicho que no podía acompañarla porque tenía una cena de trabajo en el hotel Terrigal a la que no podía faltar. Ella le estaba enseñando el anillo de compromiso a todo el mundo, pasándoselo bien… Y entonces Pedro Alfonso se la había llevado a un rincón… Ese año la fiesta era en casa de los Alfonoso… Y le había contado algo horrible.
Al principio su primera reacción había sido negarlo rotundamente. No podía ser cierto. Su prometido no era gay. No podía serlo… Pero al oír la dulzura en la voz de Pedro, y la compasión que había en su mirada, se había dado cuenta de que le estaba diciendo la verdad, sobre todo porque Pedro Alfonso no solía tratarla así. Terriblemente afectada, se había ido de la fiesta al momento y le había enviado un mensaje urgente a Jeremías.
Habían quedado en verse en el parque que estaba enfrente del hotel Terrigal, y allí mismo le había dicho lo que Pedro le había contado. Él se lo había negado todo, pero ella no estaba dispuesta a dejarse engañar más, así que le había presionado hasta hacerle confesar. Él le había rogado que no le dijera nada a nadie y así, sin más, se había roto el compromiso…
La Navidad de ese año no fue precisamente un tiempo feliz, ni tampoco el día de Año Nuevo. Destrozada, Paula dejó su trabajo, pues no soportaba seguir viendo a Jeremías, y regresó a su puesto en la peluquería. De eso ya hacía más de un año, pero su estado de ánimo no había mejorado mucho. Nunca le había contado a nadie la verdad sobre Jeremías, ni siquiera a su madre. A ella solo le había dicho que se había enterado de que la engañaba.
Sus amigas se portaron muy bien con ella y la animaron a seguir saliendo con chicos, pero ella no estaba de humor para ponerse en el mercado de nuevo. Se sentía como una tonta, un completo fracaso… Por suerte, no obstante, Pedro Alfonso no había vuelto a casa en las últimas Navidades. No quería verle de nuevo, y sentir su mirada de pena… «Ya te lo dije…», casi podía oírle diciendo las palabras.
Al parecer, se había roto una pierna escalando una montaña en América del Sur y no podía viajar, así que tampoco estaría en la fiesta de ese día. Un gran alivio… Tenía pensado asistir, pero su vuelo, proveniente de Río de Janeiro, había sufrido un retraso a causa de una nube de ceniza volcánica. Los elementos se habían puesto de su parte, por una vez.
En el fondo era una estupidez sentir vergüenza delante de Pedro Alfonso, pero no podía evitarlo. Además, no era un tipo fácil de tratar. Era bastante guapo, pero sus habilidades sociales dejaban mucho que desear. Tenía un cerebro privilegiado, no obstante. Ella lo sabía muy bien… Habían ido a las mismas clases en el colegio, desde párvulos hasta los exámenes finales…
Pero ser vecinos y compañeros de clase no había forjado una amistad entre ellos. Pedro nunca jugaba con los otros chicos del vecindario, aunque ella se lo pidiera… A él solo le importaba estudiar e ir a hacer surf; la playa estaba relativamente cerca.
Paula todavía recordaba lo mal que le había sentado que su madre le pidiera que estuviera pendiente de ella en el autobús del colegio, cuando los ataques de gamberros estaban a la orden del día. Había cuidado de ella; eso no podía negarlo. Incluso había llegado a pelearse con un chico que la había insultado y eso le había costado un día de expulsión, por no hablar de la nariz rota… Después de aquello, parecía haberla odiado más aún, no obstante…
No le había dicho nada directamente, pero al darle las gracias, él le había puesto una cara horrible. Paula recordaba también haberle pedido ayuda con un problema de matemáticas cuando estaban en el instituto. Él le había dicho que dejara de ser tan vaga y que lo resolviera ella misma.
Evidentemente ella se había defendido y le había gritado que era el chico más idiota y egoísta que había conocido en toda su vida, y que nunca volvería a pedirle ayuda, aunque le fuera la vida en ello; una declaración de lo más dramática, pero en aquel momento lo decía de verdad.
Al terminar el instituto, se había ido a la universidad de Sídney a estudiar Geología, y después de eso le había visto más bien poco. Se había ido al extranjero a trabajar al acabar la carrera y solo aparecía por la casa de sus padres en Navidades, para quedarse una semana o dos solamente. Y cuando estaba en la casa, pasaba casi todo el tiempo solo, haciendo surf. Por lo menos, no obstante, sí que se dignaba a aparecer en la fiesta de Navidad del vecindario, que celebraban todos los años, y ahí sí que se encontraban siempre. Pedro era bastante desagradable y hosco con ella, y las conversaciones que mantenían apenas eran comunicativas o afectuosas. Lo poco que sabía de su vida lo sabía a través de su madre, que estaba en el mismo grupo de costura que la suya. Según Carolina Alfonso, su hijo había ganado mucho dinero con el petróleo que había encontrado en Argentina, y el gas natural que había hallado en otro país de América del Sur. También se había comprado una casa en Río, así que era poco probable que volviera a Australia a vivir.
Además, tampoco parecía que fuera a casarse pronto. Paula no tenía duda de eso. Los solitarios como Pedro no pasaban por el altar.
Sin embargo, Paula estaba segura de que había una mujer… o varias, en su vida. Los tipos guapos con mucho dinero no pasaban sin el sexo, aunque fueran unos bastardos antisociales con tanto encanto personal como serpientes de cascabel.
Paula frunció el ceño. No era propio de ella pensar y criticar de esa forma, pero Pedro Alfonso sacaba lo peor de ella. Además, no soportaba verle tan autosuficiente, sin necesitar a nadie, tan soberbio y comedido. No podía imaginarse a Pedro Alfonso con el corazón roto. Debía de ser un trozo de piedra igual que esas preciadas rocas que estudiaba.
–Será mejor que nos vayamos, Paula–le dijo su madre desde el cuarto de baño–. Son las doce y veinticinco.
Después de ahuyentar todos esos pensamientos perniciosos, Paula volvió rápidamente a su dormitorio. Se puso unos pendientes de plata y circonitas y regresó al salón, donde la esperaba su madre. Ya se había vestido antes. Se había puesto un traje color crema con una blusa en un tono caramelo debajo.
–¿Sabes, mamá? –dijo, mirando a su madre de arriba abajo–. No parece que tengas más de cincuenta años –añadió. Su madre había cumplido sesenta y dos en su último cumpleaños.
–Gracias, cariño. Y yo te echaría unos veinte.
–Eso es porque tengo unos buenos genes.
–Cierto –dijo Julia. Sin embargo, hubo algo que sí se le pasó por la cabeza en ese momento. A lo mejor su hija había heredado otro gen que no era precisamente deseable. Ella misma había tenido muchos problemas para quedarse embarazada, y por eso había tenido solo una hija–. Vamos –le dijo.
No era el momento para sacar el tema.
La señora tomó el regalo que había dejado encima de la encimera de la cocina. Dentro había una jarra de agua fina con vasos a juego en color rojo. Lo había encontrado en una tienda de antigüedades y estaba segura de que a Carolina le encantaría. A Martin no le gustaría tanto, no obstante. Era de esos hombres que rara vez mostraban entusiasmo por algo. Lo único que realmente le gustaba era estar con su nieto. El pequeño de Melisa, Oliver, era el niño de sus ojos.
–No llevo chaqueta, ¿verdad?
–No te hace falta –dijo Paula–. Y creo que yo tampoco llevo el bolso. Dame. Te sujeto el regalo mientras cierras.
Salieron por la puerta principal. Paula se alegró al ver que el cielo se había despejado. El sol de junio ya empezaba a calentar el aire. El invierno acababa de llegar, pero ya estaba siendo uno de los más fríos de la década. Y uno de los más húmedos. Afortunadamente, no había llovido ese día, lo cual significaba que no tendrían que quedarse dentro de casa para la fiesta. A juzgar por el número de coches aparcados delante de la casa, la reunión estaría muy concurrida.
Para Paula, no obstante, no había nada peor que un montón de gente, abarrotando dos salones. La casa de los Alfonso, de dos plantas, era muy espaciosa, con salones abiertos… Pero aun así…
–Ha tenido mucha suerte con el tiempo –le dijo a su madre mientras cruzaban la calle.
–Ya lo creo.
Su madre iba a decir algo, pero en ese momento llegaron a la puerta de los Alfonso y alguien abrió de golpe. Carolina salió a toda prisa. Parecía muy sofocada, pero feliz.
–No os vais a creer lo que ha pasado –dijo con emoción–. Acabo de recibir una llamada de Pedro. Al final el avión sí que pudo despegar anoche. Salieron con mucho retraso, pero gracias al viento favorable, llegaron a buena hora y aterrizaron en Mascot hace un par de horas. Me llamó hace un rato, pero yo tenía la línea ocupada, así que se subió al primer tren. Bueno, llega a la estación de Gosford en unos veinte minutos. El tren acaba de pasar por la estación de Woy Woy. Me dijo que tomaría un taxi, pero ya sabéis que suele haber muy pocos los domingos, así que le dije que esperara fuera, en Mann Street, y que alguien iría a buscarle. Él me dijo que no me molestara, claro, pero eso es una tontería. Si pudo volar hasta aquí desde Brasil, nosotros podemos recogerle en la estación. Cuando colgué, no obstante, me puse a pensar en quién podría ir a recogerle. No quiero dejar a mis invitados solos y no quería pedírselo a Martin. Y entonces te vi por la ventana y pensé… ¿Quién mejor que Paula? No te importa, ¿verdad, cariño?
Paula forzó una sonrisa.
–Claro que no. Será un placer.
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