La llevó al Vellocino De Oro, un restaurante decorado con murales de Jasón y los argonautas. Aunque también había una mujer de largos cabellos que debía de ser Medea.
—Era un peligro Medea. Una bruja, una hechicera.
—Sí, bueno, pero Jasón no se portó nada bien con ella —sonrió Paula—. Medea lo ayudó a recuperar el vellocino de oro y, a cambio, él la llevó de vuelta a Corinto y se casó con ella. Pero luego decidió que era demasiado difícil estar casado con una mujer que era una bruja… y una extranjera, además. Así que decidió dejarla y casarse con otra.
—Pero Medea tenía otro plan —sonrió Pedro—. Veo que conoces bien la mitología griega.
—Mi padre es experto en los clásicos. Crecí rodeada por los antiguos mitos romanos y griegos.
Él la miró, sorprendido.
—No me lo habías contado.
—Sí, bueno, parece que no te había contado nada de mi vida.
—¿Y por qué terminaste siendo cantante?
—Mi madre toca el piano razonablemente bien, así que me enseñó a tocarlo cuando era niña. Me gustaba mucho cantar, de modo que empecé a tomar clases…
—Y lo de bailar… ¿Qué decía tu madre sobre eso?
Paula respiró profundamente. ¿Debía contárselo? Pedro estaba sonriendo de una forma tan encantadora. No, lo haría más tarde.
—En realidad, mi madre es responsable de eso también. Fue bailarina profesional de ballet y tuvo una academia durante muchos años. ¿Y tú? ¿Cuándo decidiste qué querías ser en la vida?
—Cuando cumplí trece años mi abuelo me llevó a comer y me dijo que un día heredaría su cadena de hoteles y que debía prepararme para dirigirlos. Mi primo Zaid heredaría la empresa naviera Kyriakos, y Tiziano, las refinerías de petróleo…
—No sabía que tu familia poseyera todo eso.
—¿No?
—Bueno… no me acuerdo —Paula carraspeó.
—Mi abuelo me prometió también que heredaría las tres islas que le pertenecían: Strathmos, Kalos y Dellinos. Pasé los primeros cinco años de mi vida en Strathmos, así que es la isla que mejor conozco. Intenté aprender todo lo que pude sobre el negocio…
Siguieron charlando durante la cena y, después, Pedro la acompañó a su habitación. El corazón de Paula latía dentro de su pecho.
—¿Quieres un café?
—¿Por qué no? —sonrió él. Paula se calmó un poco, pero el nerviosismo reapareció cuando Pedro volvió a mirar la fotografía de su hermana—. Sin azúcar, ¿verdad?
—Sí, gracias. ¿Cuándo piensas marcharte?
—Mañana. Pasaré un par de días en Atenas y luego tomaré un avión para Auckland.
—Es demasiado pronto, ¿no?
«Díselo. Díselo ahora».
—No voy a acostarme contigo.
—¿Quién ha dicho nada de acostarse? Es muy temprano —rió él, tomándola por la cintura—. Sólo quiero un beso.
Un beso, un beso de despedida. Paula se echó en sus brazos y fue como llegar a casa. Y eso creó en su interior una extraña mezcla de emociones: culpa, confusión, remordimiento y rabia por no haberlo conocido antes que Mariana.
—Tengo que irme a Kalos mañana —dijo Pedro entonces—. Ven conmigo. Puedes quedarte el tiempo que quieras.
—Pero…
—Quiero estar contigo… y no me refiero sólo a la cama.
Había un brillo de sorpresa en sus ojos, y Paula supo que Pedro sentía lo mismo que ella. Había un lazo entre los dos que ninguno quería romper, un lazo que la obligaba a reevaluar quién era y qué quería de la vida.
—Muy bien. Iré contigo.
Los ojos de Pedro se iluminaron.
—No lo lamentarás.
Paula lo miró, incrédula. Claro que iba a lamentarlo. Pero no podía dejar pasar la oportunidad de estar unos días más con él.