Pedro llevó a Paula al dormitorio y la tumbó sobre la cama.
—Ahora me toca a mí.
Le quitó el tanga y empezó a acariciarla con unos dedos que parecían tener un toque mágico. Una tensión nueva empezó a crecer en el vientre de Paula. Cuando se movió, la seda de la colcha creaba una deliciosa fricción contra su espalda, contra sus muslos.
Pedro tocó el diminuto botón en el centro de su ser, y ella abrió aún más las piernas, dejando escapar un suspiro de placer. Él movía los dedos y se quedaba sin aliento. Cerrando los ojos, decidió olvidarse de todo. No existía nada más que aquella habitación, aquel hombre… aquellas caricias.
Y entonces sintió el calor de su boca, de su lengua. Pedro volvió a lamerla, y Paula tomó su cabeza entre las manos.
—Quiero más…
Él debió de haberla entendido porque un segundo después oía cómo rasgaba un paquetito que había sacado de la mesilla. Enseguida se colocó encima, el torso cubierto de sudor contra sus pechos hinchados, besándola de forma tan apasionada que Paula empezó a levantar las caderas, impaciente.
Pedro se movió. Podía sentir la punta de su erección deslizándose sobre ella. Estaba preparada.
Él empujó un poco y se deslizó en su interior por completo. Paula dejó escapar un gemido, un sonido primitivo, extraño incluso a sus oídos. Luego enredó las piernas en su cintura, apretándose contra él todo lo que le era posible.
Durante un momento, Pedro se quedó parado, llenándola por completo. Pero enseguida se apartó un poco y volvió a hundirse en ella. La fricción era intensa, el ritmo aumentaba poco a poco.
Paula cerró los ojos, concentrándose en esa fricción, la sensación viajando desde su vientre hasta sus piernas, sus pechos, su lengua…
Hubo un momento de oscuridad, el mundo se volvió negro y, de repente, estaba temblando en medio de la luz.
Pedro dejó escapar una especie de rugido, y Paula lo sintió latiendo dentro de ella.
—Nunca había sido así —dijo con voz ronca—. Nunca.
La luz desapareció, y Paula sintió un escalofrío de aprensión.
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