Pedro salió del club Apolo con gesto de cansancio. Había tardado un buen rato en calmar a un cliente que protestaba porque, según él, uno de los jugadores de póquer hacía trampas.
Cuando iba a tomar el ascensor que llevaba a su suite miró el reloj. Paula estaría ahora en su habitación. Sonriendo, se detuvo en recepción un momento y pidió que lo pusieran con ella. Pero no contestaba nadie.
Quizá seguía en el bar, pensó, dirigiéndose hacia allí. En cuanto entró vio su melena roja…
Y no estaba sola.
Estaba con Jean-Paul Moreau.
¿Qué demonios hacía Paula con Moreau? Le había advertido que no se acercara a él.
El vestido plateado que llevaba destacaba sus curvas y la melena roja contrastaba vívidamente con el color pálido de la tela. Sentada en un taburete, con las piernas cruzadas, era la mujer más deseable del bar.
Tres años antes no había sentido más que rabia y desprecio por Paula y apenas había vuelto a pensar en ella desde entonces. ¿Qué había cambiado? ¿Por qué no podía dejar de mirarla? Sobre todo, después de comprobar que nada había cambiado. Al fin y al cabo, seguía con Moreau.
—¡Pedro! Pensé que…
—¿Estaba ocupado? —terminó Pedro la frase por ella.
—Sí.
—Pues ya ves que no.
—¿Otro vodka? —sonrió Moreau.
¿Vodka?
—Pensé que ya no bebías alcohol.
—Paula ya es mayorcita. Puede tomar lo que quiera —intervino el francés.
—Le dije que se alejara de ella —le recordó Pedro—. No, déjelo, da igual. He cambiado de opinión. Haz lo que te dé la gana, Paula. Bebe todo lo que quieras —añadió, antes de darse la vuelta.
No había cambiado en absoluto. Y cuanto antes dejase de pensar en ella, mejor.
—¡Pedro! —lo llamó ella cuando estaba en el vestíbulo.
—¿Qué?
—Quiero explicarte por qué estaba tomando una copa con Jean-Paul.
—Puedes beber con quien te dé la gana.
—Quería averiguar algo sobre lo que pasó cuando me fui de aquí…
—Olvídate del dinero. Ha desaparecido. Tienes deudas, ¿y qué? Todo el mundo las tiene. Eres joven, podrás pagarlas —le espetó Pedro—. En la cama, si es necesario.
La expresión de Paula cambió por completo. Pedro vio un brillo de furia en sus ojos antes de que levantase la mano y tuvo tiempo de apartarse para no recibir la bofetada. Pero un grupo de clientes que esperaba en el vestíbulo los miraba, perplejos.
Para no dar un escándalo, Pedro la tomó del brazo y la metió en uno de los ascensores.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —exclamó ella, mientras se cerraban las puertas.
—¿Cómo me atrevo? ¿Quién sabe? Quizá podrías convencerme para que volviese contigo si fueras muy, muy buena. A lo mejor yo podría ayudarte a pagar tus deudas.
—No me acostaría contigo aunque fueras…
—¿El último neandertal en la tierra? Lo has hecho antes, Paula. ¿Por qué tantos escrúpulos de repente? —Pedro la tomó por la cintura y buscó sus labios. Cuando introdujo la lengua en su boca sintió que ella se rendía y una familiar excitación empezó a recorrerlo.
¿Cómo podía haber olvidado lo suave que era su piel, lo rojo que era su pelo? ¿O los suaves gemidos que emitía cuando la besaba? No recordaba nada de eso… no recordaba que supiera tan bien.
Quizá también él sufría amnesia.
Pedro deslizó las manos por su espalda hasta agarrar sus nalgas, apretándola contra él. Y Paula no protestó; todo lo contrario. Se puso de puntillas, derritiéndose contra su torso como si se hubiera rendido.
Pedro sintió la tentación de desabrochar el lazo que sujetaba el vestido y meter la mano entre sus piernas. Quería comprobar si estaba suficientemente húmeda para recibirlo, para deslizarse en su interior sin esperar más. Sólo saber que estaban en un ascensor lo detuvo.
Un ascensor. Demonios. Con lo enfadada que estaba, Paula le daría un bofetón. No, sería mejor ir despacio, se dijo.
Sin decir una palabra, deslizó las manos apasionadamente por sus costados, notando la forma de sus costillas, la tira del tanga que no podría ocultar nada. Paula dio un paso adelante, arqueándose hacia él, y Pedro aprovechó para volver a introducir la lengua en su boca mientras empujaba hacia delante para hacerla sentir su erección.
Pero el ascensor se detuvo de repente.
—Si sigues así, olvidaré mis buenas intenciones. Vamos a mi suite, Paula. Tres pasos y estaremos en el salón. Tres minutos y los dos podemos estar desnudos. ¿Eso es lo que quieres?
—No —contestó ella—. No quiero eso… ¿Qué estoy haciendo, Dios mío?
Pedro la tomó por los hombros para sacarla del ascensor.
—Lo que hemos hecho muchas otras veces. Sí, ya sé que no te acuerdas. Pero eso da igual.
—No da igual…
—Voy a decirte una cosa. Es mejor ahora que en el pasado —la interrumpió él—. Es más… no sé, no puedo explicarlo. Pero no me canso de ti. De tu sabor, de tu cuerpo apretado contra el mío. Te deseo, Paula.
—Me da igual. No puedo…
—¿Por qué? Sé que tú también me deseas.
—Qué arrogante.
Aunque era cierto. Lo deseaba. Pero le daba miedo decirle que sí.
—No puedo hacer el amor contigo hasta que recupere la memoria. ¿Quién sabe? Podría haber otro hombre en mi vida…
—¿Alguien tan importante que no te acuerdas de él? ¿Alguien como Jean-Paul Moreau?
Paula apretó los dientes.
—Buenas noches, Pedro. Me voy a la cama. Sola.