Cuando salieron a la calle, Pedro seguía furioso. En silencio, caminaba por el paseo con Paula a su lado, sus tacones repiqueteando sobre el suelo de baldosas.
—Siento lo que ha pasado.
Él se encogió de hombros.
—Tenía que ocurrir tarde o temprano. Y sólo es una cuestión de tiempo que vuelva a ocurrir otra vez.
—¿Qué quieres decir?
—Que otro hombre resurgirá de las cenizas de tu pasado.
—Pero yo no lo recuerdo —protestó Paula.
—¿Y tampoco recuerdas a los otros? Pobres. Casi me dan pena.
Sin embargo, Pedro debía admitir que le satisfacía que no recordase al francés. Especialmente después de lo que pasó…
—Yo sí recuerdo a Jean-Paul Moreau. Lo vi con mis propios ojos y puedo darte detalles de cómo estabas sentada a horcajadas sobre él, tus rodillas en sus caderas, tus pechos saltando arriba y abajo, las sábanas de satén, mis sábanas de satén, arrugadas a vuestro alrededor. Tu piel desnuda como una perla…
—¡Cállate! No quiero oír nada de eso —lo interrumpió Paula.
—Si te digo lo que vi, lo que sigo viendo claramente, quizá eso te ayude a recordar —Pedro sabía que su amargura era evidente, pero quería hacerle daño. Humillarla como ella lo había humillado—. ¿Cuántos hombres como Jean-Paul ha habido en tu vida? ¿Hombres que no recuerdas?
Paula sintió un escalofrío.
—Dime, ¿cuántos más?
—No lo sé. ¡Y deja de hacerme preguntas como si tuvieras algún derecho a hacerlas! —replicó ella—. Te estás comportando como un neandertal.
—¡Un neandertal! ¿Un neandertal?
—Sí, exactamente. Como un gorila…
Pedro clavó los dedos en sus hombros.
—Así que soy un gorila…
Sin decir nada más, inclinó la cabeza y buscó sus labios, hambriento. Acariciaba el interior de su boca con la lengua y un extraño anhelo empezó a crecer dentro de Paula. El deseo que Pedro había encendido con el primer beso volvió con toda su fuerza. ¿Qué le estaba pasando?
Pero Pedro estaba excitado, y eso la hizo sentir cierta euforia. Sus caderas parecían haber desarrollado vida propia y se movían, haciendo círculos, buscándolo.
El ardiente aliento masculino quemaba su boca y empezaron a temblarle las rodillas.
Paula, nerviosa, dio un paso atrás, los tacones de sus zapatos clavándose en la hierba. Pedro la siguió, sus muslos moviéndose contra ella como en una danza erótica, sus bocas devorándose…
El tronco de un árbol detuvo a Paula, pero no a Pedro. Escondidos entre las ramas, siguió besándola, enredando los dedos en su pelo. Sus pechos se hinchaban con las caricias masculinas, los pezones marcándose bajo la tela del vestido.
Cuando Pedro por fin levantó la cabeza, Paula gimió una protesta. En el silencio de la noche, el sonido de sus jadeos era oscuro, ronco, desconocido. El puso las manos a su espalda para soltar las tiras del escote halter y descubrir sus pechos, acariciándolos con manos ardientes, apretando sus pezones con los dedos… Paula se arqueó, tensa al sentir una tormenta de lava ardiente bajos su braguitas.
Poniéndose de puntillas, se frotó contra él, concentrándose en su zona más sensible, la parte que más lo excitaba aunque hubiera un pedazo de tela separándolos. Pero enseguida Pedro separó las piernas para que lo que había bajo el pantalón se colocara justo entre las suyas.
Paula echó la cabeza hacia atrás y siguió frotándose, frotándose hasta que supo que estaba al borde del precipicio. Pedro seguía apretando sus pezones casi con furia y, al notar las embestidas de su lengua, Paula sintió que una corriente eléctrica la recorría de la cabeza a los pies.
Excitada como nunca, dejó escapar un gemido casi inaudible. El punto más sensible de su anatomía encendido como una hoguera cuando empezaron las convulsiones…
Tuvo que apoyarse en el tronco del árbol, mareada y exhausta, su pulso latiendo furiosamente. Las piernas no la sostenían y, si el árbol no la hubiera sujetado, habría caído al suelo.
Pedro levantó la cabeza y apartó la mano de sus pechos, su expresión indescifrable.
—Quizá esto te haya ayudado a recordar.
Cómo lo odiaba. Al oír esas palabras, Paula intentó abrocharse las tiras del vestido, pero le temblaban las manos y, por fin, con un murmullo de impaciencia, tuvo que hacerlo Pedro.
Paula buscaba desesperadamente algo que decir para romper el silencio. ¿Pero qué podía decirle a un hombre que le había dado tal placer sin molestarse en quitarle el vestido o las braguitas siquiera? Y ella, a pesar de odiarlo, había dejado que hiciera lo que quisiera…
Paula tembló, avergonzada de sí misma.
Decirse que lo despreciaba no servía de nada. Había dejado que la tocase, ella misma se había frotado contra él sin vergüenza alguna… no quería ni pensarlo.
Vestido de los pies a la cabeza, Pedro la había tocado con los dedos y la boca y le había dado más placer del que recordaba haber sentido nunca.
Paula quería salir corriendo. Esconderse en alguna parte.
—Iré sola a mi habitación. No tienes por qué acompañarme.
—No, prefiero acompañarte —la voz de Pedro era más fría que el invierno—. Cuanto antes termine tu contrato y te vayas de Strathmos, mejor para los dos.
—Me iré mañana. Y déjame en paz. No quiero tu compañía.
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