Pasaron dos días sin que viese a Pedro. El miércoles por la mañana, Paula estaba tumbada al borde de la piscina del hotel. Había oído que Pedro solía nadar allí por la mañana, antes de que empezasen a llegar los clientes.
En el centro de la piscina había un grupo escultórico: cuatro caballos alados rodeando una fuente de la que manaba un chorro de agua que casi llegaba al techo.
Con los ojos medio cerrados, Paula casi podía imaginar las míticas bestias galopando por el cielo, conducidas por el dios del sol.
Un camarero acababa de llevarle una copa con una sombrillita rosa cuando oyó una voz familiar:
—Así que es aquí donde te escondes.
De repente, Paula deseó llevar algo más que aquel diminuto bikini.
—¿No tienes nada que hacer? Podrías trabajar en lugar de buscarme por todas partes.
Pedro hizo un gesto con la mano.
—Me dijiste que necesitabas dinero, ¿no?
—Sí…
—Pues acabo de descubrir que este contrato te parecía tan interesante que aceptaste un recorte en tu salario habitual. Y me gustaría saber por qué. ¿Cómo puedes permitírtelo cuando, supuestamente, tienes que pagar tantos gastos de hospital?
—Necesitaba urgentemente el dinero, por eso acepté un recorte en mis honorarios. No he trabajado mucho últimamente…
—Una vez me dijiste que lo mejor de ser bailarina exótica era que siempre tenías trabajo. Si necesitabas dinero, ¿por qué no has vuelto a bailar?
—Ya no hago eso. Me gusta cantar. Además, me pagan mejor —contestó Paula.
—¿Qué es esto? —preguntó Pedro entonces.
Ella levantó la mirada y vio que estaba señalando la copa.
—¿Es que no lo ves?
—No puedes beber nada antes de cantar.
—¿Ni siquiera un zumo de fruta? —preguntó Paula, irónica—. No contiene alcohol. Puedes olerlo si quieres.
—Muy lista. Como tu bebida preferida es el vodka, olerlo no serviría de nada.
Claro. Mariana siempre tomaba vodka…
—Mi único vicio —mintió Paula.
—¿Tu único vicio? —sonrió Pedro, irónico.
Los vibrantes ojos de color turquesa estaban rodeados por largas pestañas oscuras. Desde luego, Pedro Alfonso era el hombre más guapo que había visto nunca. Una pena que no fuera su tipo.
—Es el único que se me ocurre. Pero si lo pienso un rato, seguro que descubro alguno más.
—Inténtalo. Seguro que encuentras más vicios de los que recuerdas ahora. Como mentir, por ejemplo.
—¿Por qué dices eso?
—No estoy seguro… pero cuando descubrí que habías aceptado un recorte en tu salario pensé que me habías mentido.
—Ya ves que no.
Pedro la miró, en silencio.
—No me mientas nunca, Paula.
—No te he mentido. Necesito el dinero.
—¿Demasiadas compras, demasiadas fiestas?
Si él supiera… Mientras Mariana era de las que iban de fiesta en fiesta, Paula prefería pasar el tiempo al aire libre. Paseando, haciendo windsurf. O, sencillamente, asistiendo a un concierto en el parque. Placeres sencillos, no las fiestas sofisticadas a las que sus amantes querrían acudir.
¿Cómo podía averiguar dónde había ido a parar el dinero que su hermana había sacado de su tarjeta de crédito?
—Hace tres años no tenías deudas —dijo Pedro entonces—. Y poseías algunas joyas caras —añadió, mirando el anillo que Mariana le había regalado antes de morir y que él decía haberle comprado en Mónaco.
—No sé qué ha sido del dinero.
—¿No te acuerdas?
—No.
—Yo fui más que generoso contigo. Te compré ropa hasta que ya no te cabía en los armarios. Si te hubieras portado como una persona sensata, no tendrías estos problemas.
—¿Quieres decir si siguiera siendo tu amante? Si estuviera dispuesta a soportar tus exigencias…
—Pensé que lo habías olvidado todo. ¿Cómo es que recuerdas lo exigente que soy?
—He leído los cotilleos de las revistas. ¿Cómo crees que me enteré de que habíamos tenido una aventura?
—Entonces, no has venido sólo para ganar dinero. Quieres averiguar algo sobre nosotros.
Paula tragó saliva.
—Sé exactamente la clase de hombre que eres.
—¿De verdad? —murmuró él, mirándola a los ojos.
Demasiado cerca. Demasiado masculino. Demasiado… todo.
—No recuerdo nada —dijo Paula—. Pero sé lo que siento por ti.
—¿Y qué sientes? —preguntó Pedro, inclinando la cabeza…
—Me repugnas —contestó ella.
—Ah, me estás provocando —sonrió el magnate—. Quieres que te demuestre que estás mintiendo.
Ella lo pensó un momento. Quizá estaba utilizando una estrategia equivocada…
—La verdad es que no he sido sincera contigo.
—¿Ah, no? Qué sorpresa.
—No. Vine aquí para pedirte ayuda. Desperté sola en un hospital de Londres sin recordar cómo había llegado allí, con quién estaba o qué había pasado…
—¿La gente que presenció el accidente no te contó nada?
—Nadie sabía nada sobre mí. La única pista que tenía era una nómina de un sitio llamado el Palacio de Poseidón. Más tarde me enteré de que había trabajado allí… y de que había tenido una aventura contigo.
Más mentiras. Mariana le había enviado un correo electrónico desde Strathmos contándole que había conocido a un millonario que le daba todos los caprichos.
—Por eso estoy aquí. Pensé que… si volvía… si hablaba contigo, podría recordar algo de mi pasado.
—¿Y está funcionando?
—No —contestó Paula—. Pero quizá tú podrías ayudarme. Si me dejaras hacerte algunas preguntas…, eso me haría recordar.
Paula esperó conteniendo el aliento. No quería delatarse y esperaba que Pedro cayese en la trampa.
—Muy bien. Pero si eso no funciona, se acabó. Te irás en cuanto haya cumplido tu contrato.
—De acuerdo.
—Empezaremos esta noche, después del espectáculo.
—Prefiero que hablemos por la mañana.
—Yo soy un hombre muy ocupado, Paula. Si quieres mi ayuda, tendrá que ser esta noche. En mi suite.
—No —dijo ella a toda prisa. Lo último que deseaba era estar a solas con aquel hombre. La atracción que sentía por Pedro Alfonso le daba miedo. Aunque necesitaba saber qué le había pasado a su hermana gemela, no pensaba dejar que él la destrozase—. Te veré después del espectáculo en el bar Dionisio.
Pedro pareció pensarlo un momento.
—Muy bien, como quieras.
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