martes, 24 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO FINAL

 



Los ojos de él se oscurecieron y a ella se le aceleró el pulso. Él se le acercó… y empezó a llover.


—¡Ahora no! —murmuró Paula. Miró al cielo y luego a Pedro—. Podemos ir a mi piso.


Con ojos brillantes, él la tomó de la barbilla.


—Si me invitas a subir, Pau, tardaré un buen rato en marcharme.


—¿Dónde está Melly? —atinó ella a preguntar.


—Con mis padres. Mi padre la llevará a la fiesta de Yvonne esta noche.


—¿Así que no tienes que irte a ningún sitio?


—No.


—Entonces… Bésame, Pedro —gimió ella.


Lo hizo. Y cuando levantó la cabeza, ella apenas podía respirar ni sostenerse en pie. Cuando recuperó las fuerzas, lo agarró de la mano y se dirigió a la escalera que conducía al piso.


—Vamos.


Pedro le quitó las llaves de las manos y la obligó a mirarlo, sin importarle la lluvia.


—No estoy dispuesto a perderte otra vez, Pau. Quiero que sepas que esto —indicó la puerta con un gesto de la cabeza— es para siempre. Y necesito saber que sientes lo mismo.


Pau creyó que el corazón le iba a estallar.


—Para siempre —murmuró. En su vida había estado más segura de nada.


—Te quiero con toda mi alma, Paula —dijo él apoyando la frente en la de ella—. Prométeme que no volverás a huir. Creo que no podría soportarlo.


Se le oscurecieron los ojos al recordar el dolor. Ella le retiró el pelo de la frente.


—Te lo prometo —y lo besó con todo el amor que había en su corazón.


Ambos jadeaban cuando se separaron.


—A cambio —dijo él con voz ronca, mirándola a los ojos—, prometo que te escucharé siempre y que no sacaré conclusiones estúpidas de manera precipitada.


—Ya lo sé —respondió ella. Pero se le ocurrió que, aunque lo hiciera, ambos eran más fuertes. Juntos, lo superarían todo.


Sin saber por qué, se echó reír entre sus brazos, contenta de estar cerca de él y de amarlo.


—¿Qué hacéis ahí arriba, jovencitos? —gritó la señora Lavender escandalizada—. ¿No os dais cuenta de que está lloviendo? Entrad antes de que os pongáis enfermos.


—Será mejor que hagamos lo que dice la señora —observó Pedro sonriendo al tiempo que abría la puerta.


—Desde luego —respondió Paula casi sin poder respirar.


Él extendió la mano. Ella le dio la suya. Y juntos cruzaron el umbral.







VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 46

 


¡No! No quería que se marchara. Sintió la boca seca. No quería que se marchara bajo ningún concepto. Se dio cuenta en ese momento de que al negarse la posibilidad de una vida junto a Pedro, de estar con él, se estaba haciendo tanto daño como le había hecho la falta de confianza de él ocho años antes. ¿Implicaba eso que se convertiría en la persona desesperada y destructiva a quien tanto temía?


Contuvo el aliento, se clavó las uñas en las palmas de las manos, bajó la cabeza y esperó a que la oscuridad y la ira la invadieran de nuevo… y siguió esperando.


Alzó un poco la cabeza, tomó aire temblorosa y contó hasta tres. Levantó la cabeza un poco más y lentamente se percató de que la oscuridad no volvería. Había aprendido de los errores del pasado; era mayor, más fuerte y más sensata y ¡ya no tenía miedo! Quería ponerse a cantar y a bailar.


Miró a Pedro y el deseo de cantar y bailar desapareció bruscamente. ¿No sería demasiado tarde? ¿Se le habrían agotado la paciencia y el amor? Miró el retrato de Frida y volvió a mirar a Pedro.


—Te quiero —dijo ella con sencillez y naturalidad, como él lo había hecho aquel día. No sabía si sería demasiado tarde para decirlo, pero sí que tenía que hacerlo.


Pedro se quedó inmóvil.


—¿Qué has dicho?


Pau se dio cuenta de que las personas más cercanas a ellos se habían dado la vuelta y los miraban. Se arrimó más a él y le susurró:

—Te quiero, Pedro.


—¿Te avergüenzas de tus sentimientos? —le preguntó él al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y la miraba con ojos centelleantes.


—No, no me avergüenzo de quererte —lo dijo en voz alta y orgullosa—. Como los hombres no suelen ser tan efusivos como las mujeres, creí que preferirías que te lo dijera en privado.


Él se limitó a mirarla, sin moverse, sin decir nada. Pau pensó que tenía que haber oído lo que le había dicho, ya que se lo había repetido tres veces.


—Lo habitual es que, llegados a este punto, el chico bese a la chica —señaló la señora Lavender—. Y si eso es lo que pretendes hacer, Pedro, te sugiero que lo hagas en privado.


Sus palabras fueron mágicas para Pedro. Tomó a Pau de la mano y la sacó de la librería. Una vez en la calle, la soltó y la miró.


—No me has besado —dijo Pau sin poder evitarlo.


—Aún no —la señaló con un dedo que temblaba—. Has dicho que me quieres.


—Sí.


—¿Por qué has cambiado de opinión?


—No he cambiado de opinión. Siempre te he querido —y sentía que él también la había querido siempre.


—¿Qué te ha hecho cambiar de idea con respecto a arriesgarte?


—Frida. No podía acabar su retrato porque estaba bloqueada. Y lo estaba por lo que me dijiste: no estaba viviendo como mi madre habría querido. Cuando vi el retrato acabado, por fin me di cuenta de lo que ella quería que hiciera.


—¿Decirme que me quieres?


—Ser feliz —lo corrigió ella con suavidad—. Y estar contigo es lo que me hace más feliz.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 45

 


Paula sintió que el corazón le latía aceleradamente.


Miró el retrato sin terminar de su madre en busca de guía. «¿Qué hago, mamá?». El retrato no le dio la más mínima pista. Tal vez si lo acabara… Pero no podía. Algo la bloqueaba. Algo se interponía entre ella y su capacidad para hallar y plasmar la esencia definitiva de Frida.


¿Querría su madre que se arriesgara de nuevo con Pedro? Paula volvió a mirar por la ventana. El pelo de Pedro brillaba al sol. Se apoderó de ella el deseo, pero…


¡No! Tenía miedo. No podía arriesgarse. Aquel día había conseguido mucho más de lo que había esperado. Debía contentarse con eso. Tendría que bastarle.


La tarde transcurrió plácidamente sin que Paula tuviera que preocuparse de nada. Todos coincidieron en que las lecturas habían sido un éxito, incluidos los escritores, que vendieron decenas de libros.


Pedro recogió la barbacoa y desapareció. Paula hizo lo que pudo para no prestarle atención y justo cuando creía que el día se estaba acabando, vio que Pedro se hallaba en el mismo sitio en que habían estado los escritores y pedía la atención de los presentes. Paula cruzó los brazos y adoptó un aire de despreocupación.


—Como la mayoría sabe, este día no habría sido posible si no hubiera sido por una mujer muy especial: Paula Chaves —dijo Pedro.


Ella tragó saliva y trató de sonreír mientras todos aplaudían.


—Pau ha vuelto a Clara Falls para honrar la memoria de su madre y hacer realidad su sueño. No sabéis cuánto me alegro de que tanta gente del pueblo haya venido a apoyarla.


Paula se percató de que la mayor parte de los turistas se había ido. Los que quedaban eran casi todos del pueblo. Pedro señaló el retrato de Frida que estaba detrás de él.


—Como veis, Pau tiene la intención de dejar un recuerdo perdurable de su madre en Clara Falls. Parece un final muy adecuado para este día que Paula dé los últimos toques al retrato de su madre. Los que estéis de acuerdo, aplaudid para que lo haga.


¡De ningún modo! Pedro no podía obligarla y ella no iba a hacerlo. No podía. Pero se había abierto un pasillo entre Pedro y ella y todo el mundo aplaudía. Algunos lanzaban vítores, otros golpeaban el suelo con los pies, por lo que Pau no tuvo más remedio que avanzar.


—¿Qué es esto? —preguntó ella entre dientes cuando llegó a la altura de Pedro—. ¿Una venganza?


—Acaba el maldito cuadro de una vez, Paula.


El tono de su voz era duro e implacable, pero cuando ella lo miró a los ojos vio que le brillaban.


—No puedo, Pedro —se avergonzaba de cómo le temblaba la voz, pero no podía evitarlo.


—¿En qué te fijas en las fotografías que transformas en tatuajes? —le preguntó él mientras la tomaba de la mano—. ¿Qué ves en esas personas que no conoces pero que captas tan bien que a sus seres queridos se les saltan las lágrimas?


—Detalles —susurró ella. Se centraba en los detalles, de uno en uno.


—¿Confías en mí? —le preguntó él.


—Sí —replicó ella después de mirarlo durante unos instantes. Sabía que no la llevaría por mal camino en algo tan importante, a pesar de que le había hecho daño. Trataría de ayudarla como ella lo había ayudado.


—Olvida que es tu madre —le aconsejó él mientras le entregaba la foto de Frida—. Olvida que la conociste y céntrate sólo en los detalles.


Ella miró la fotografía. Los detalles. Eso era lo que tenía que hacer.


—Pinta, Pau —le dijo él entregándole un pincel.


Entonces, Paula se dio cuenta de que había preparado las pinturas para ella. Y pintó. El aroma de él la envolvía, y pintó. Acabó los ojos y la nariz, la frente y el pelo. Después se centró en la boca, con los labios abiertos porque se reía y las arrugas saliéndole de las comisuras. Luego se centró en la mandíbula, fuerte y cuadrada, con el lunar; después, en el cuello y los hombros.


Como siempre sucedía, cuando acabó no tenía ni idea del tiempo transcurrido. Dejó el pincel y retrocedió, y los presentes lanzaron un grito ahogado. Pau lo entendió como lo que era: un grito reverencial. Había hecho un buen trabajo. Sin embargo, aún no podía mirarlo. Necesitaba que todos los detalles se le evaporaran de la mente.


Se presionó los ojos con las palmas de las manos. Estaba increíblemente cansada. Unos fuertes brazos la rodearon. Quiso que aquellos brazos, los de Pedro, la protegieran para siempre. Había estado detrás de ella todo el tiempo que estuvo pintando, animándola con su presencia, ordenándole que no perdiera la concentración. Y ella le había obedecido. Pero no podía quedarse en sus brazos, al menos, no para siempre. Ya había tomado esa decisión: no podía consentir que lo peor de su naturaleza volviera a liberarse.


Antes de que ella pudiera desprenderse de sus brazos, fue él quien la soltó.


—¿Estás lista para verlo?


Ella tomó aire y asintió con dificultad. Él la condujo hacia la multitud y luego hizo que se diera la vuelta para enfrentarse a su obra de arte. Paula miró el cuadro y se tambaleó ante el impacto que le produjo. Se habría caído si Pedro no la sujetara con un brazo alrededor de los hombros.


Frida se reía al sol. Su madre estaba frente a ella y se reía con la alegría y bondad típicamente suyas. Pau sintió deseos de extender la mano y tocarla. Así querría Frida que la recordara. Así querría que todos la recordaran.


«¡Oh, mamá! Te quería. Lo sabías, ¿verdad?».


«Sí». La palabra le llegó envuelta en una brisa con aroma otoñal y, de repente, comenzó a llorar. La opresión que sentía en el pecho fue disminuyendo.


«¿Qué hago, mamá?». Esa vez no obtuvo respuesta, pero en su corazón comenzó a hallarla cada vez con más claridad según observaba el retrato. Su madre le diría que fuera feliz, porque era lo único que siempre había querido.


¿Se atrevería a serlo? Se secó las lágrimas con manos temblorosas y se giró para mirar a los presentes, que se mantenían en silencio.


—Quiero daros las gracias a todos por venir, por apoyar la librería, a Frida y a mí. Sé que mi madre también os lo agradecería, si pudiera. Cuando volví aquí, lo hice con rencor en el corazón. Pero ya ha desaparecido. Por fin me he dado cuenta de que mi verdadero hogar se encuentra aquí, en Clara Falls, y es estupendo estar de vuelta —dijo con una sonrisa.


La gente rompió a aplaudir. Al cabo de un buen rato, el señor Sears consiguió que parara.


—Muy bien, amigos. Se clausura oficialmente la feria del libro —lanzó a Paula una mirada astuta—. Al menos, por este año.


Pau le dedicó una enorme sonrisa.


—Es hora de que me vaya, Pau—dijo Pedro tocándole el brazo.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 44

 


Y eso fue lo que hizo. Y se dio cuenta de que estaba a gusto allí, en Clara Falls. Más a gusto que en ningún otro lugar.


—A tu madre le habría encantado esto —dijo el señor Sears poniéndose a su lado mientras los escritores se preparaban para la lectura.


Todavía había olor a cebolla frita en el aire. Paula miró por la ventana. Pedro se había hecho cargo de la barbacoa.


—Sí, le habría encantado.


—No cometas el mismo error que Frida y yo —dijo el señor Sears siguiendo su mirada.


—¿Cuál? —no era asunto suyo, pero…


—Quise a tu madre desde el momento en que la vi. Entendí que no quisiera tener nada que ver conmigo cuando estaba casado, pero cuando mi esposa murió…


Hacía diez años que había fallecido, cuando Carmen y su hermano eran muy pequeños.


—No entendí por qué no quiso que tuviéramos una oportunidad. Sabía que me quería.


—¿Nunca le dio una explicación?


—Me dijo que no podríamos estar juntos hasta que los niños hubieran crecido, ya que su reputación les pondría las cosas muy difíciles. Y comprendí que le importaba más que yo lo que la gente pudiera pensar —hizo una breve pausa y prosiguió—: Quería quedarme con la librería porque sospechaba que las cartas estaban aquí. Y también porque formaba parte de ella. Te he tratado muy mal, Paula. Perdóname.


—Está perdonado —respondió ella sin dudar—. Pero, hablando de la librería, estoy buscando un socio.


—Los dos podríamos hacer realidad el sueño de Frida —dijo él con los ojos brillantes—. Tenemos que hablar.


—Esperaba que dijera eso.


—Dejé que mi desilusión por que Frida no se quisiera casar conmigo transformara mi amor en algo feo y distorsionado —le tocó levemente la mano—. No cometas el mismo error —y se alejó.




lunes, 23 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 43

 


Se bajó y se quedó en la acera mientras el coche se alejaba. Luego se volvió hacia la multitud y se preguntó a qué se enfrentaría primero. No a qué, sino a quién. Con una sensación de irrealidad se abrió paso entre la multitud hasta donde estaba el señor Sears.


—Yo… —alzó las manos y las dejó caer—. Gracias.


—No, gracias a ti —y le sonrió mientras ella se preguntaba si antes lo había visto sonreír alguna vez—. Paula, en este pueblo nos ayudamos.


—Significa mucho para mí —le devolvió la sonrisa. Echó un vistazo alrededor y lo que vio la llenó de esperanza. «Si pudieras ver esto, mamá», pensó—. ¿Qué hago? —le preguntó al señor Sears.


—Carmen y yo nos apañamos solos aquí, de momento. ¿Verdad, Carmen?


—Sí, mi capitán —respondió ella haciendo el saludo militar con las tenazas.


—Audra Lavender y Lloyd Longbottom están dentro dirigiéndolo todo —le indicó el señor Sears.


—¿La señora Lavender y el señor Longbottom?


—Eso es —el señor Sears le guiñó el ojo—. Parece que hoy es un día milagroso.


—Creo que tiene razón —dijo Pau sonriendo. Dio media vuelta y se dirigió a la librería.


—Paula, querida —la señora Lavender le sonrió de oreja a oreja al verla—. Espero que tu brazo esté bien.


—Sí, muy bien. Gracias.


La señora Lavender había arrimado dos mesas a la pared de la parte trasera para servir en ellas el queso y el vino que Pau había encargado para las lecturas de la tarde. Y había distribuido los taburetes por los espacios libres. Perfecto.


—Y después, los escritores pueden utilizar las mesas para firmar ejemplares. Seguro que, cuando la gente escuche a nuestros tres invitados, querrán comprar libros. Y, sí, tenemos muchos —añadió antes de que Pau pudiera preguntárselo.


Esta vio al señor Longbottom colocando botellas de vino en el almacén y lo señaló con la cabeza.


—¿Qué ha pasado? —susurró.


—Esta mañana le dije que necesitaba ayuda para la feria y que no sabía a quién más pedírsela.


—¿Así de fácil?


—Bueno, me dijo que, si cenaba con él esta noche, estaba a mi entera disposición. Y me lo pidió de un modo tan agradable que no pude rechazarlo.


Pau pensó en cómo Pedro le había dicho que la quería, como si no pudiera hacer nada más que decírselo, como si no tuviera ningún otro pensamiento en la cabeza.


—Me alegro mucho por usted.


—Gracias —se le habían empañado los ojos—. Creo que Boyd y yo ya hemos perdido demasiado tiempo por un malentendido del pasado.


—Gracias por todo lo que ha hecho, señora Lavender.


—¿Creías que te íbamos a dejar en la estacada?


—No creía que fuera a cargar con todo esto.


—¿Por qué no?


Paula no supo qué responder.


—Me has hecho revivir. Has proporcionado a tus empleados un entorno laboral divertido y armonioso. La feria nos ha impulsado a trabajar juntos. Has conseguido que nos sintamos importantes.


—¡Es que lo sois!


—Justamente, Paula. Somos importantes. Tú también —y antes de que Pau pudiera responder, se apresuró a añadir—: Y no sé lo que has hecho para seducir al señor Sears, pero bien hecho está. En cuanto nos vio a Boyd y a mí peleándonos con la barbacoa, salió disparado de la panadería como un cohete. Tomó las riendas y todo ha ido bien.


—Le estoy muy agradecida.


—Paula, querida, eres uno de los nuestros. Y, a los nuestros, los cuidamos.


Paula se sintió arropada por la comunidad, y la sensación que experimentó fue tan maravillosa como siempre creyó que sería.


—Ya que estoy aquí, ¿qué hago?


—Mézclate con la gente. Habla con ellos y muéstrate encantadora. Disfruta del éxito de la feria. Y cuídate el brazo, porque, de lo demás, ya nos encargamos nosotros. Si te necesitamos, te llamaremos —concluyó antes de que Paula pudiera protestar.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 42

 


Recorrieron en silencio el trayecto de quince minutos de Katoomba a Clara Falls. A Paula le dolía el corazón con cada latido. La fuerza de las palabras de Pedro seguía resonando en su interior, y no entendía nada. Creía que había comenzado a hacer las cosas bien, pero… Pedro la quería. Parte de ella estaba exultante, pero no se dejó dominar por esa alegría. ¿Pedro y ella?


No.


Tragó saliva y trató de sentarse erguida. Estaban a punto de llegar a la calle principal de Clara Falls y se dio cuenta de que todavía llevaba el jersey de Pedro alrededor de los hombros. Aspiró por última vez su aroma y lo dejó doblado en el asiento, a su lado.


Trató de prepararse para ver la librería cerrada y sin clientes, para las hadas y los piratas que, con toda razón, le exigirían que los pagase. Trató de olvidar cuánto dinero había invertido en publicidad, en encargar las salchichas y en alquilar la barbacoa. Intentó pensar en cómo suavizar la decepción de los escritores que le habían prometido que le dedicarían su tiempo sin cobrar, como favor a la comunidad.


Por el rabillo del ojo vio que Pedro la miraba.


—Crees que la señora Lavender y los demás habrán tenido que cancelar la feria, ¿verdad?


Ella deseaba con todas sus fuerzas ponerle la mano en el hombro y decirle que no había sido su intención herirlo. Pero no lo hizo. No serviría de nada.


—Sí.


—¿Por qué? ¿Te crees indispensable?


—¡Claro que no! —no creía que para él lo fuera. Un día encontraría a otra mujer a la que amar. Y quería que lo hiciera. Apretó los dientes. De verdad que lo deseaba. Merecía ser feliz. Recordó que estaban hablando de la librería.


—El señor Sears habrá hallado el modo de sabotear la feria —y si ella no estaba para aguantar su acoso…


Al entrar en la calle principal, se le hizo un nudo en el estómago. En aquel extremo de la calle no había el número de turistas habitual, a pesar de que hacía un día muy bueno, por desgracia, ya que a ella le habría gustado que el cielo estuviera gris y que granizara, lo cual habría hecho que se sintiera mejor. Reprimió un suspiro y miró hacia delante con obstinación. A medida que se acercaban a la librería, quiso cerrar los ojos, pero no lo hizo. Sin embargo, bajó la vista y se negó a seguir mirando hacia delante. No tenía valor para hacerlo ni para volver a mirar a Pedro.


Deseó que el coche se averiase, que los dejara tirados a medio camino y no pudieran llegar a la librería antes de la hora de cierre. Aparecieron algunos turistas más. Se consoló pensando que su negocio no era el único que no estaba vendiendo aquel día. Entonces, comenzó a oler a cebolla frita. ¡A cebolla!


Alzó la vista… y vio a gente, a montones y montones de gente riendo y charlando fuera de la librería. Pedro detuvo el coche. Cuando la gente la vio, la vitorearon.


¿La vitoreaban a ella? Se quedó boquiabierta al ver quién dirigía a la multitud. ¡El señor Sears! Y no sólo la dirigía, sino que estaba a cargo de la barbacoa. Carmen, que estaba a su lado, sonrió y la saludó con la mano. Paula, sin saber cómo, consiguió alzar la mano y devolverle el saludo.


La librería estaba atestada de clientes. Se hallaba tan llena que casi parecía tener vida propia. Paula reconoció a dos empleados en medio de aquel caos, vio a un hada y no pudo evitar preguntarse dónde estarían los piratas. Se volvió hacia Pedro.


—Pero ¿qué…?


—¿Por qué no te bajas aquí? —le sugirió él encogiéndose de hombros y sin sonreír—. Voy a aparcar en la parte de atrás.


Ella no quería bajarse del coche. No quería dejarlo así. Lo había herido… pero ya no podía ayudarlo.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 41

 


—Pero ¿Qué demonios…? —Pau lo empujó con tanta fuerza que se habría caído si él no la hubiera sujetado por la cintura—. ¿Qué estás haciendo? —se puso en pie de un salto temblando.


Él se habría echado a reír a carcajadas si la expresión de ella no lo hubiera dejado helado hasta la médula.


—Me parece que es evidente —trató de sonreír con la sonrisa que, según ella le había dicho ocho años antes, conseguía que le temblaran las rodillas, la que indicaba que no podía pensar en nada mejor que en hacerle el amor.


Ella se fijó en su boca y dio un paso atrás.


—Esto no puede ser.


—¿Por qué no? —preguntó él mientras se levantaba a su vez.


—¿Cómo que por qué no? Lo sabes perfectamente —dijo ella con voz temblorosa.


—No, no lo sé. Amé a la chica que eras hace ocho años y amo aún más a la mujer que eres ahora. No entiendo por qué no podemos estar juntos.


Ella lo miró con los ojos como platos. Por unos instantes, su cuerpo se inclinó hacia él, lo cual lo llenó de júbilo.


—No hay nada que nos impida estar juntos, Pau. Nada en absoluto —se lo demostraría. Dio un paso hacia ella, extendió los brazos…


—Ya te lo he dicho —afirmó ella mientras retrocedía—. ¡Es demasiado tarde!


Pedro se sintió invadido por la ira y el miedo. No podía perderla por segunda vez.


—¿Cuándo vas a dejar de huir?


—No huyo. He vuelto a Clara Falls, ¿no? Y no voy a marcharme hasta que la librería vuelva a funcionar. No me parece que eso sea precisamente huir.


Al mencionar la librería, su rostro se contrajo en una mueca de dolor. Pedro pensó en el crédito que le habían concedido a un interés escandaloso. Le habría dado él mismo el dinero si ella lo hubiese consentido. Se habría ofrecido a prestárselo, pero sabía que también se habría negado. Algo le decía que Paula no sobreviviría al cierre de la librería.


—¿Por qué es tan importante la librería, Pau?


—Conseguir que salga adelante es lo único que puedo hacer por mi madre.


De pronto, todo encajaba. Ella no había vuelto al pueblo por orgullo ni por deseos de venganza, ni para demostrarles a todos que era mucho mejor de lo que creían, sino por amor. Lo único que siempre la había llevado a actuar era el amor. Y, sin embargo, se sentía responsable de la muerte de su madre.


—¿Cuándo vas a dejar de castigarte y a permitirte ser feliz?


—No puedo hacerlo —susurró ella.


—¿Por qué no? —preguntó él, conmovido por su tono dolorido. Quería abrazarla, pero sabía que con eso sólo conseguiría que se recluyera aún más en sí misma. Apretó los puños para contenerse.


—Al creer que te había engañado, me partiste el corazón, Pedro.


Él sintió una fuerte opresión en el pecho. Se merecía que estuviera resentida con él y no era digno de que lo perdonara.


—He tratado de disculparme, Pau. No tengo palabras para expresar cuánto siento el error que cometí. Si pudiera retroceder…


—Lo sé, pero no es eso a lo que me refiero. Los dos nos equivocamos y lo sentimos —hizo una pausa para abrigarse mejor con el jersey, como si tuviera frío y no pudiera calentarse por mucho que lo intentara—. Lo que trato de decirte es que, después de aquello, me convertí en otra persona: más amarga, dura y destructiva. No te estoy echando la culpa; no la tenías. Fue culpa mía. Me convertí en una persona que se negó a volver a Clara Falls aunque su madre se lo suplicara y aunque supiera lo mucho que significaba para ella. ¿No resulta increíble? —cerró los ojos—. Es como si yo misma le hubiera dado el frasco de pastillas de dormir.


—Es imposible que creas lo que dices.


—Pues así es —le temblaban las manos.


—No puedes sentirte responsable de las acciones de otros, Pau.


—Si hubiera vuelto, habría comprobado cómo estaban las cosas. Podría haberla ayudado, salvado —dijo en un susurro. Luego echó la cabeza hacia atrás y lo miró con ojos brillantes—. Pero no lo hice porque me había convertido en un monstruo sin sentimientos. Por eso, tú y yo no tenemos futuro. No puedo arriesgarme a volver a querer así. ¿A quién destruiré o haré sufrir la próxima vez que el amor fracase?


—¿Quién dice que fracasará? —preguntó él con la boca seca.


—Lo siento, Pedro —tenía la mirada herida, fatigada, resuelta—, pero es un riesgo que no estoy dispuesta a correr.


Él sintió que se desmoronaba y que su vida se hacía pedazos al escuchar su tono irrevocable. Estaba equivocada al desterrar el amor de aquella manera… ¡y al desterrarlo a él! Se la había imaginado en sus brazos para siempre. Que se la arrebataran de aquella manera le resultaba casi imposible de soportar. Paula estaba hecha para el amor, pero lo rechazaba, lo cual implicaba que también lo vetaba para él, porque nunca volvería a conformarse con otra que no fuera ella.


—Entonces, según tu filosofía, lo mejor que puedo hacer es no volver a enamorarme.


Ella se lo quedó mirando con la boca abierta, pero luego apretó los labios con fuerza. Era evidente el dolor que sentía, y él tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no abrazarla.


—¿Y si me vuelvo a dejar llevar por los celos aunque sólo sea un segundo? Teniendo en cuenta el pasado, es evidente que no tengo derecho a interferir en el corazón de una mujer.


—Sabes perfectamente que no es eso lo que he querido decir.


—Has dicho que lo único que puedes hacer por tu madre es salvar la librería, pero te equivocas. El mejor regalo que podías hacerle es vivir plenamente y sin miedo, dejar que el amor vuelva a tu vida. No lo entiendes, ¿verdad, Pau? Frida no quería que volvieras para su comodidad o tranquilidad de espíritu, sino para las tuyas. ¿Crees que se alegraría al ver lo que te estás haciendo?


Ella palideció.


—¿Crees que se sentiría orgullosa?


Pau se limitó a mirarlo, inmóvil, y él se preguntó si no habría ido demasiado lejos. Lo único que quería hacer era arrodillarse ante ella y rogarle que fuera feliz.


—Llévame a casa, por favor —dijo ella sin mirarlo mientras daba un paso hacia atrás—. Se supone que iba a dirigir una feria del libro. Voy a ver si aún puedo salvar algo.


Dio media vuelta y Pedro supo que era su última palabra. Lo que le había dicho no había conseguido derribar los muros que ella había levantado a su alrededor. Había fracasado.