lunes, 23 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 42

 


Recorrieron en silencio el trayecto de quince minutos de Katoomba a Clara Falls. A Paula le dolía el corazón con cada latido. La fuerza de las palabras de Pedro seguía resonando en su interior, y no entendía nada. Creía que había comenzado a hacer las cosas bien, pero… Pedro la quería. Parte de ella estaba exultante, pero no se dejó dominar por esa alegría. ¿Pedro y ella?


No.


Tragó saliva y trató de sentarse erguida. Estaban a punto de llegar a la calle principal de Clara Falls y se dio cuenta de que todavía llevaba el jersey de Pedro alrededor de los hombros. Aspiró por última vez su aroma y lo dejó doblado en el asiento, a su lado.


Trató de prepararse para ver la librería cerrada y sin clientes, para las hadas y los piratas que, con toda razón, le exigirían que los pagase. Trató de olvidar cuánto dinero había invertido en publicidad, en encargar las salchichas y en alquilar la barbacoa. Intentó pensar en cómo suavizar la decepción de los escritores que le habían prometido que le dedicarían su tiempo sin cobrar, como favor a la comunidad.


Por el rabillo del ojo vio que Pedro la miraba.


—Crees que la señora Lavender y los demás habrán tenido que cancelar la feria, ¿verdad?


Ella deseaba con todas sus fuerzas ponerle la mano en el hombro y decirle que no había sido su intención herirlo. Pero no lo hizo. No serviría de nada.


—Sí.


—¿Por qué? ¿Te crees indispensable?


—¡Claro que no! —no creía que para él lo fuera. Un día encontraría a otra mujer a la que amar. Y quería que lo hiciera. Apretó los dientes. De verdad que lo deseaba. Merecía ser feliz. Recordó que estaban hablando de la librería.


—El señor Sears habrá hallado el modo de sabotear la feria —y si ella no estaba para aguantar su acoso…


Al entrar en la calle principal, se le hizo un nudo en el estómago. En aquel extremo de la calle no había el número de turistas habitual, a pesar de que hacía un día muy bueno, por desgracia, ya que a ella le habría gustado que el cielo estuviera gris y que granizara, lo cual habría hecho que se sintiera mejor. Reprimió un suspiro y miró hacia delante con obstinación. A medida que se acercaban a la librería, quiso cerrar los ojos, pero no lo hizo. Sin embargo, bajó la vista y se negó a seguir mirando hacia delante. No tenía valor para hacerlo ni para volver a mirar a Pedro.


Deseó que el coche se averiase, que los dejara tirados a medio camino y no pudieran llegar a la librería antes de la hora de cierre. Aparecieron algunos turistas más. Se consoló pensando que su negocio no era el único que no estaba vendiendo aquel día. Entonces, comenzó a oler a cebolla frita. ¡A cebolla!


Alzó la vista… y vio a gente, a montones y montones de gente riendo y charlando fuera de la librería. Pedro detuvo el coche. Cuando la gente la vio, la vitorearon.


¿La vitoreaban a ella? Se quedó boquiabierta al ver quién dirigía a la multitud. ¡El señor Sears! Y no sólo la dirigía, sino que estaba a cargo de la barbacoa. Carmen, que estaba a su lado, sonrió y la saludó con la mano. Paula, sin saber cómo, consiguió alzar la mano y devolverle el saludo.


La librería estaba atestada de clientes. Se hallaba tan llena que casi parecía tener vida propia. Paula reconoció a dos empleados en medio de aquel caos, vio a un hada y no pudo evitar preguntarse dónde estarían los piratas. Se volvió hacia Pedro.


—Pero ¿qué…?


—¿Por qué no te bajas aquí? —le sugirió él encogiéndose de hombros y sin sonreír—. Voy a aparcar en la parte de atrás.


Ella no quería bajarse del coche. No quería dejarlo así. Lo había herido… pero ya no podía ayudarlo.





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