lunes, 23 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 43

 


Se bajó y se quedó en la acera mientras el coche se alejaba. Luego se volvió hacia la multitud y se preguntó a qué se enfrentaría primero. No a qué, sino a quién. Con una sensación de irrealidad se abrió paso entre la multitud hasta donde estaba el señor Sears.


—Yo… —alzó las manos y las dejó caer—. Gracias.


—No, gracias a ti —y le sonrió mientras ella se preguntaba si antes lo había visto sonreír alguna vez—. Paula, en este pueblo nos ayudamos.


—Significa mucho para mí —le devolvió la sonrisa. Echó un vistazo alrededor y lo que vio la llenó de esperanza. «Si pudieras ver esto, mamá», pensó—. ¿Qué hago? —le preguntó al señor Sears.


—Carmen y yo nos apañamos solos aquí, de momento. ¿Verdad, Carmen?


—Sí, mi capitán —respondió ella haciendo el saludo militar con las tenazas.


—Audra Lavender y Lloyd Longbottom están dentro dirigiéndolo todo —le indicó el señor Sears.


—¿La señora Lavender y el señor Longbottom?


—Eso es —el señor Sears le guiñó el ojo—. Parece que hoy es un día milagroso.


—Creo que tiene razón —dijo Pau sonriendo. Dio media vuelta y se dirigió a la librería.


—Paula, querida —la señora Lavender le sonrió de oreja a oreja al verla—. Espero que tu brazo esté bien.


—Sí, muy bien. Gracias.


La señora Lavender había arrimado dos mesas a la pared de la parte trasera para servir en ellas el queso y el vino que Pau había encargado para las lecturas de la tarde. Y había distribuido los taburetes por los espacios libres. Perfecto.


—Y después, los escritores pueden utilizar las mesas para firmar ejemplares. Seguro que, cuando la gente escuche a nuestros tres invitados, querrán comprar libros. Y, sí, tenemos muchos —añadió antes de que Pau pudiera preguntárselo.


Esta vio al señor Longbottom colocando botellas de vino en el almacén y lo señaló con la cabeza.


—¿Qué ha pasado? —susurró.


—Esta mañana le dije que necesitaba ayuda para la feria y que no sabía a quién más pedírsela.


—¿Así de fácil?


—Bueno, me dijo que, si cenaba con él esta noche, estaba a mi entera disposición. Y me lo pidió de un modo tan agradable que no pude rechazarlo.


Pau pensó en cómo Pedro le había dicho que la quería, como si no pudiera hacer nada más que decírselo, como si no tuviera ningún otro pensamiento en la cabeza.


—Me alegro mucho por usted.


—Gracias —se le habían empañado los ojos—. Creo que Boyd y yo ya hemos perdido demasiado tiempo por un malentendido del pasado.


—Gracias por todo lo que ha hecho, señora Lavender.


—¿Creías que te íbamos a dejar en la estacada?


—No creía que fuera a cargar con todo esto.


—¿Por qué no?


Paula no supo qué responder.


—Me has hecho revivir. Has proporcionado a tus empleados un entorno laboral divertido y armonioso. La feria nos ha impulsado a trabajar juntos. Has conseguido que nos sintamos importantes.


—¡Es que lo sois!


—Justamente, Paula. Somos importantes. Tú también —y antes de que Pau pudiera responder, se apresuró a añadir—: Y no sé lo que has hecho para seducir al señor Sears, pero bien hecho está. En cuanto nos vio a Boyd y a mí peleándonos con la barbacoa, salió disparado de la panadería como un cohete. Tomó las riendas y todo ha ido bien.


—Le estoy muy agradecida.


—Paula, querida, eres uno de los nuestros. Y, a los nuestros, los cuidamos.


Paula se sintió arropada por la comunidad, y la sensación que experimentó fue tan maravillosa como siempre creyó que sería.


—Ya que estoy aquí, ¿qué hago?


—Mézclate con la gente. Habla con ellos y muéstrate encantadora. Disfruta del éxito de la feria. Y cuídate el brazo, porque, de lo demás, ya nos encargamos nosotros. Si te necesitamos, te llamaremos —concluyó antes de que Paula pudiera protestar.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 42

 


Recorrieron en silencio el trayecto de quince minutos de Katoomba a Clara Falls. A Paula le dolía el corazón con cada latido. La fuerza de las palabras de Pedro seguía resonando en su interior, y no entendía nada. Creía que había comenzado a hacer las cosas bien, pero… Pedro la quería. Parte de ella estaba exultante, pero no se dejó dominar por esa alegría. ¿Pedro y ella?


No.


Tragó saliva y trató de sentarse erguida. Estaban a punto de llegar a la calle principal de Clara Falls y se dio cuenta de que todavía llevaba el jersey de Pedro alrededor de los hombros. Aspiró por última vez su aroma y lo dejó doblado en el asiento, a su lado.


Trató de prepararse para ver la librería cerrada y sin clientes, para las hadas y los piratas que, con toda razón, le exigirían que los pagase. Trató de olvidar cuánto dinero había invertido en publicidad, en encargar las salchichas y en alquilar la barbacoa. Intentó pensar en cómo suavizar la decepción de los escritores que le habían prometido que le dedicarían su tiempo sin cobrar, como favor a la comunidad.


Por el rabillo del ojo vio que Pedro la miraba.


—Crees que la señora Lavender y los demás habrán tenido que cancelar la feria, ¿verdad?


Ella deseaba con todas sus fuerzas ponerle la mano en el hombro y decirle que no había sido su intención herirlo. Pero no lo hizo. No serviría de nada.


—Sí.


—¿Por qué? ¿Te crees indispensable?


—¡Claro que no! —no creía que para él lo fuera. Un día encontraría a otra mujer a la que amar. Y quería que lo hiciera. Apretó los dientes. De verdad que lo deseaba. Merecía ser feliz. Recordó que estaban hablando de la librería.


—El señor Sears habrá hallado el modo de sabotear la feria —y si ella no estaba para aguantar su acoso…


Al entrar en la calle principal, se le hizo un nudo en el estómago. En aquel extremo de la calle no había el número de turistas habitual, a pesar de que hacía un día muy bueno, por desgracia, ya que a ella le habría gustado que el cielo estuviera gris y que granizara, lo cual habría hecho que se sintiera mejor. Reprimió un suspiro y miró hacia delante con obstinación. A medida que se acercaban a la librería, quiso cerrar los ojos, pero no lo hizo. Sin embargo, bajó la vista y se negó a seguir mirando hacia delante. No tenía valor para hacerlo ni para volver a mirar a Pedro.


Deseó que el coche se averiase, que los dejara tirados a medio camino y no pudieran llegar a la librería antes de la hora de cierre. Aparecieron algunos turistas más. Se consoló pensando que su negocio no era el único que no estaba vendiendo aquel día. Entonces, comenzó a oler a cebolla frita. ¡A cebolla!


Alzó la vista… y vio a gente, a montones y montones de gente riendo y charlando fuera de la librería. Pedro detuvo el coche. Cuando la gente la vio, la vitorearon.


¿La vitoreaban a ella? Se quedó boquiabierta al ver quién dirigía a la multitud. ¡El señor Sears! Y no sólo la dirigía, sino que estaba a cargo de la barbacoa. Carmen, que estaba a su lado, sonrió y la saludó con la mano. Paula, sin saber cómo, consiguió alzar la mano y devolverle el saludo.


La librería estaba atestada de clientes. Se hallaba tan llena que casi parecía tener vida propia. Paula reconoció a dos empleados en medio de aquel caos, vio a un hada y no pudo evitar preguntarse dónde estarían los piratas. Se volvió hacia Pedro.


—Pero ¿qué…?


—¿Por qué no te bajas aquí? —le sugirió él encogiéndose de hombros y sin sonreír—. Voy a aparcar en la parte de atrás.


Ella no quería bajarse del coche. No quería dejarlo así. Lo había herido… pero ya no podía ayudarlo.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 41

 


—Pero ¿Qué demonios…? —Pau lo empujó con tanta fuerza que se habría caído si él no la hubiera sujetado por la cintura—. ¿Qué estás haciendo? —se puso en pie de un salto temblando.


Él se habría echado a reír a carcajadas si la expresión de ella no lo hubiera dejado helado hasta la médula.


—Me parece que es evidente —trató de sonreír con la sonrisa que, según ella le había dicho ocho años antes, conseguía que le temblaran las rodillas, la que indicaba que no podía pensar en nada mejor que en hacerle el amor.


Ella se fijó en su boca y dio un paso atrás.


—Esto no puede ser.


—¿Por qué no? —preguntó él mientras se levantaba a su vez.


—¿Cómo que por qué no? Lo sabes perfectamente —dijo ella con voz temblorosa.


—No, no lo sé. Amé a la chica que eras hace ocho años y amo aún más a la mujer que eres ahora. No entiendo por qué no podemos estar juntos.


Ella lo miró con los ojos como platos. Por unos instantes, su cuerpo se inclinó hacia él, lo cual lo llenó de júbilo.


—No hay nada que nos impida estar juntos, Pau. Nada en absoluto —se lo demostraría. Dio un paso hacia ella, extendió los brazos…


—Ya te lo he dicho —afirmó ella mientras retrocedía—. ¡Es demasiado tarde!


Pedro se sintió invadido por la ira y el miedo. No podía perderla por segunda vez.


—¿Cuándo vas a dejar de huir?


—No huyo. He vuelto a Clara Falls, ¿no? Y no voy a marcharme hasta que la librería vuelva a funcionar. No me parece que eso sea precisamente huir.


Al mencionar la librería, su rostro se contrajo en una mueca de dolor. Pedro pensó en el crédito que le habían concedido a un interés escandaloso. Le habría dado él mismo el dinero si ella lo hubiese consentido. Se habría ofrecido a prestárselo, pero sabía que también se habría negado. Algo le decía que Paula no sobreviviría al cierre de la librería.


—¿Por qué es tan importante la librería, Pau?


—Conseguir que salga adelante es lo único que puedo hacer por mi madre.


De pronto, todo encajaba. Ella no había vuelto al pueblo por orgullo ni por deseos de venganza, ni para demostrarles a todos que era mucho mejor de lo que creían, sino por amor. Lo único que siempre la había llevado a actuar era el amor. Y, sin embargo, se sentía responsable de la muerte de su madre.


—¿Cuándo vas a dejar de castigarte y a permitirte ser feliz?


—No puedo hacerlo —susurró ella.


—¿Por qué no? —preguntó él, conmovido por su tono dolorido. Quería abrazarla, pero sabía que con eso sólo conseguiría que se recluyera aún más en sí misma. Apretó los puños para contenerse.


—Al creer que te había engañado, me partiste el corazón, Pedro.


Él sintió una fuerte opresión en el pecho. Se merecía que estuviera resentida con él y no era digno de que lo perdonara.


—He tratado de disculparme, Pau. No tengo palabras para expresar cuánto siento el error que cometí. Si pudiera retroceder…


—Lo sé, pero no es eso a lo que me refiero. Los dos nos equivocamos y lo sentimos —hizo una pausa para abrigarse mejor con el jersey, como si tuviera frío y no pudiera calentarse por mucho que lo intentara—. Lo que trato de decirte es que, después de aquello, me convertí en otra persona: más amarga, dura y destructiva. No te estoy echando la culpa; no la tenías. Fue culpa mía. Me convertí en una persona que se negó a volver a Clara Falls aunque su madre se lo suplicara y aunque supiera lo mucho que significaba para ella. ¿No resulta increíble? —cerró los ojos—. Es como si yo misma le hubiera dado el frasco de pastillas de dormir.


—Es imposible que creas lo que dices.


—Pues así es —le temblaban las manos.


—No puedes sentirte responsable de las acciones de otros, Pau.


—Si hubiera vuelto, habría comprobado cómo estaban las cosas. Podría haberla ayudado, salvado —dijo en un susurro. Luego echó la cabeza hacia atrás y lo miró con ojos brillantes—. Pero no lo hice porque me había convertido en un monstruo sin sentimientos. Por eso, tú y yo no tenemos futuro. No puedo arriesgarme a volver a querer así. ¿A quién destruiré o haré sufrir la próxima vez que el amor fracase?


—¿Quién dice que fracasará? —preguntó él con la boca seca.


—Lo siento, Pedro —tenía la mirada herida, fatigada, resuelta—, pero es un riesgo que no estoy dispuesta a correr.


Él sintió que se desmoronaba y que su vida se hacía pedazos al escuchar su tono irrevocable. Estaba equivocada al desterrar el amor de aquella manera… ¡y al desterrarlo a él! Se la había imaginado en sus brazos para siempre. Que se la arrebataran de aquella manera le resultaba casi imposible de soportar. Paula estaba hecha para el amor, pero lo rechazaba, lo cual implicaba que también lo vetaba para él, porque nunca volvería a conformarse con otra que no fuera ella.


—Entonces, según tu filosofía, lo mejor que puedo hacer es no volver a enamorarme.


Ella se lo quedó mirando con la boca abierta, pero luego apretó los labios con fuerza. Era evidente el dolor que sentía, y él tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no abrazarla.


—¿Y si me vuelvo a dejar llevar por los celos aunque sólo sea un segundo? Teniendo en cuenta el pasado, es evidente que no tengo derecho a interferir en el corazón de una mujer.


—Sabes perfectamente que no es eso lo que he querido decir.


—Has dicho que lo único que puedes hacer por tu madre es salvar la librería, pero te equivocas. El mejor regalo que podías hacerle es vivir plenamente y sin miedo, dejar que el amor vuelva a tu vida. No lo entiendes, ¿verdad, Pau? Frida no quería que volvieras para su comodidad o tranquilidad de espíritu, sino para las tuyas. ¿Crees que se alegraría al ver lo que te estás haciendo?


Ella palideció.


—¿Crees que se sentiría orgullosa?


Pau se limitó a mirarlo, inmóvil, y él se preguntó si no habría ido demasiado lejos. Lo único que quería hacer era arrodillarse ante ella y rogarle que fuera feliz.


—Llévame a casa, por favor —dijo ella sin mirarlo mientras daba un paso hacia atrás—. Se supone que iba a dirigir una feria del libro. Voy a ver si aún puedo salvar algo.


Dio media vuelta y Pedro supo que era su última palabra. Lo que le había dicho no había conseguido derribar los muros que ella había levantado a su alrededor. Había fracasado.




domingo, 22 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 40

 


Estuvieron cuatro horas en el hospital. ¡Cuatro horas!


Pedro quería ponerse a gritar al personal, arrancarse el pelo, quitarle el dolor a Pau… Llamó a su padre para que recogiera a Melly, y a la señora Lavender para contarle lo que había pasado. Le dio la mano a Pau hasta que se la llevaron y no lo dejaron ir con ella.


Revivía una y otra vez el momento en que Pau se había lanzado a agarrar a su hija para que no se hiciera daño. Había sido un estúpido al gritar a Mel de aquella manera. Revivió el miedo que había sentido cuando creyó que Mel y Paula caerían rodando juntas por las escaleras. Tuvo la certeza absoluta de que, desde aquel momento, trataría de que Paula estuviera protegida de cualquier daño. Siempre. No era demasiado tarde para ellos. ¡No podía serlo!


Pau volvió. Sus mejillas habían recuperado parte de su color y llevaba el brazo vendado. Le sonrió.


—Ya estoy como una rosa —le mostró un papel—. Me han dado esta receta.


La enfermera que la acompañaba se cruzó de brazos.


—¿Qué más le ha dicho el doctor, señorita Harper?


—Le prometo que comeré al llegar a casa.


—De ninguna manera —la enfermera miró a Pedro—. Llévela a la cafetería y no deje que se vaya hasta que se haya tomado un sándwich y un zumo de naranja. ¿Me ha entendido?


—Sí, señora.


—Pero la feria…


—No discutas —le dijo él—. Llevas aquí cuatro horas. Da igual que te quedes veinte minutos más.


—Me dijiste que no tardaríamos nada —lo fulminó con la mirada al tiempo que resoplaba.


No podía culparla. Quería abrazarla, pero no lo hizo, sino que la llevó a la cafetería. Se sentaron en la terraza. Pedro se quitó el jersey y se lo puso a Paula alrededor de los hombros. Cuando ella se lo colocó mejor para que la abrigara más, tuvo que reprimir el deseo de calentarla de un modo mucho más primitivo.


—¿Cómo estás? —le preguntó cuando ella se hubo tomado el sándwich.


—Como si no me hubiera pasado nada —al ver su expresión de escepticismo, añadió—: ¡De verdad! Me duele un poco el brazo, pero, aparte de eso, me siento aliviada.


—¿Aliviada?


—Por como me mirabais Melly y tú, creía que, como mínimo, me darían veinte puntos. Y sólo me han dado tres.


—¿Tres? Creí que…


—Creíste que iba a perder el brazo.


—Ya veo que es verdad que estás bien —dijo él riéndose.


—Sí.


—Muy bien. Entonces, puedo hacer esto —se inclinó y la besó, saboreando su dulzura con una lentitud destinada a proporcionarle tanto placer como el que recibía. Cuando los labios de ella temblaron bajo los suyos, tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para controlarse. Se separó de ella, le acarició la mejilla con el dedo y le sonrió.


—Te quiero, Pau —le dijo con la misma naturalidad con que respiraba. Después, volvió a besarla.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 39

 


Pau se levantó mucho antes de que llamaran discretamente a la puerta del piso, a las siete y media. A las seis, mientras se tomaba la primera taza de café del día, había repasado el programa, aunque se lo sabía de memoria desde principios de la semana. Luego comenzó a cortar cebollas y a untar de mantequilla el pan para las salchichas. ¿Quién podía llamar tan suavemente, como si le preocupara molestarla tan temprano? Tal vez fueran los de la barbacoa.


Se preguntó si Pedro se presentaría para encargarse de las salchichas como le había prometido. Trató de apartarlo de sus pensamientos y se apresuró a abrir.


—¡Melly!


Allí estaba Melly, saltando de un pie a otro como si no pudiera contener la excitación.


—¿Te he despertado?


—No, llevo horas despierta —la condujo a la cocina, acercó un taburete y le sirvió un vaso de zumo de naranja—. ¿Qué haces aquí?


—Tenía que enseñarte esto —le tendió un sobre blanco que llevaba en la mano mientras sonreía de oreja a oreja.


Paula lo agarró, leyó la tarjeta que había en su interior y sonrió tanto como Melly.


—Es una invitación para la fiesta que da Yvonne Walker esta noche. ¡Y te puedes quedar a dormir con ella!


Melly asintió con tanta fuerza que casi se cayó del taburete. Paula la abrazó.


—Me alegro mucho por ti, cariño.


—Ya sabía que te alegrarías. Quería haber venido ayer a decírtelo, pero papá me dijo que estabas ocupada. ¿Lo estás ahora?


—No para ti.


—Entonces, ¿me podrías peinar esta tarde y hacerme una cola de caballo? Quiero estar guapa.


—Claro que sí. Los dejarás sin habla —le prometió Paula—. Tu padre sabe que estás aquí, ¿verdad?


—No. Estaba durmiendo y no he querido despertarlo. Ha estado despierto casi toda la noche.


Paula se preguntó por qué. Y luego se dio cuenta de que si se despertaba y no veía a Melly allí…



—¿Estás enfadada conmigo?


—Claro que no, Melly. Pero ¿cómo te sentirías si, al despertarte, no encontraras a tu padre en ningún sitio?


—Me asustaría.


—¿Y cómo crees que se va a sentir tu padre cuando vea que no estás?


—¿Se asustará también? —preguntó con los ojos muy abiertos.


—Se preocupará mucho.


—Puede que todavía no se haya despertado —dijo la niña poniéndose en pie de un salto—, y si corro muy deprisa…


—Será mejor que te lleve —contestó Pau mientras agarraba las llaves del coche. Echó una ojeada a todos los preparativos que había iniciado e hizo un gesto negativo con la cabeza. Sólo tardaría un par de minutos en llevar a Melly a su casa. Todavía le quedaba mucho tiempo hasta las diez, hora en la que se inauguraría la feria.


—¡Date prisa, Pau! No quiero que papá se preocupe.


Paula la agarró de la mano y echaron a correr. La soltó para echar la llave a la puerta y, al darse la vuelta, Melly ya había empezado a bajar las escaleras. Pau casi la había alcanzado cuando se oyó una voz fortísima.


—¡Melisa, te has metido en un buen lío!


¡Pedro! Se había despertado.


Al oír su voz, la niña se dio la vuelta y comenzó a subir las escaleras, pero tropezó. Paula estiró el brazo para agarrarla y la apretó contra sí. Trató, sin conseguirlo, de no perder el equilibrio y cayó sobre el brazo izquierdo contra la barandilla. Apretó los dientes al oír cómo se le rasgaba la camisa y sentir un fuerte dolor del codo al hombro. Se puso en pie con dificultad. Pedro no tardó ni dos segundos en llegar. Agarró a su hija y la examinó para ver si estaba herida.


—¿Está bien? —consiguió preguntarle Pau.


Él asintió.


—Tratábamos de llegar a casa muy deprisa —dijo Melly sollozando—. Pau dijo que te preocuparías si no me encontrabas. Lo siento mucho, papá.


Pau quiso decirle que no fuera muy duro con Melly, pero le ardía el brazo y a duras penas se mantenía de pie.


—Ya hablaremos después, Mel, pero prométeme que no volverás a hacerlo.


—Te lo prometo.


—Muy bien. Ahora quiero comprobar que Paula no se ha hecho daño.


Ella dejó de tratar de mantenerse de pie y se sentó. Ambos la miraron con los ojos como platos.


—Creo que me he hecho un rasguño en el brazo —trató de sonreír. No quería mirárselo. Podía soportar la sangre de los demás, pero la suya la mareaba. Y sabía que estaba sangrando.


—Estás sangrando, Paula —dijo Melly con los ojos llenos de lágrimas—. Mucho.


—¿Qué ha sido, Pedro? ¿Un clavo oxidado?


Pedro echó un vistazo a la barandilla y asintió.


—¡Estupendo! Ahora tendré que ponerme la antitetánica —era el día de la feria. No tenía tiempo para vacunas.


—Voy a cambiar toda la barandilla —dijo Pedro mientras le daba una patada—. Es peligrosa —luego agarró con suavidad el brazo de Paula para examinárselo.


Melly se sentó al lado de ésta y le acarició la mano derecha.


—Me has salvado la vida —susurró la niña.


—No, cariño —respondió ella con una sonrisa mientras le apretaba la mano—. Te he librado de que te cayeras rodando por las escaleras.


—Lo siento, Pau, pero me parece que vas a necesitar algo más que la antitetánica.


—¿Puntos? —tragó saliva al ver que él asentía—. Pero… Pero hoy no tengo tiempo. Está la feria. ¿No lo podemos aplazar hasta mañana, por favor?


—No tardarán nada —trató de tranquilizarla como si fuera una niña—. Mel y yo te llevaremos al hospital de Katoomba y será cuestión de un minuto, te lo prometo.


Tenía un aspecto tal de fortaleza y masculinidad que Paula quiso apoyar la cabeza en su pecho y quedarse allí.


—A papá se le da muy bien darme la mano cuando estoy en el médico. ¿Le darás la mano a Pau?


—Te lo prometo.


—¿Dices que no tardarán nada? —Pau trató de parecer valiente delante de Melly.


—Eso es —le rodeó la cintura con el brazo—. Vamos. Voy a ayudarte al llegar al coche.


Pau no tuvo más remedio que rendirse. «Lo siento, mamá», pensó.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 38

 


Pedro apareció al día siguiente cuando ella estaba citada con el director del banco.


—Pero ¿qué demonios…?


—¿No somos amigos? —la interrumpió él.


—Sí, pero…


—Entonces, confía en mí.


Aunque Paula no necesitaba un caballero de brillante armadura para defenderla, le agradó saber que Pedro estaba de su lado.


Obtuvo el crédito. Pedro dijo al director del banco que, si se lo denegaban, se llevaría su dinero, que no era poco, a otro banco. Incluso se propuso avalarla, pero ella se negó. Los términos del crédito disminuirían sus recursos, la librería tendría que comenzar a dar beneficios, y a hacerlo pronto, todos los planes sobre la galería de arte tendrían que esperar… Pero tenía el crédito.


—¿Te puedo ayudar en algo más? —le preguntó Pedro, una vez en la calle.


—Vamos a ver… —sonrió. Quería que él también lo hiciera—. No tengo a nadie que se encargue de asar las salchichas el sábado.


El sábado de esa semana, cuando se celebraba la feria del libro, que tenía que funcionar y hacerlo muy bien.


—De acuerdo. Allí estaré —se dio la vuelta y se alejó sin sonreír.


Paula pasó el resto de la semana ocupada con los preparativos de la feria. Comprobó que había libros disponibles de los escritores que harían una lectura por la tarde, que al hada y los piratas que había contratado para que leyeran a los niños no les habían surgido problemas de última hora, que la enorme barbacoa que había alquilado llegaría a primera hora de la mañana y que el carnicero tendría listas las decenas de salchichas que le había encargado. No estaba dispuesta a que nada saliera mal, porque no podía permitírselo. Pero no comprobó que Pedro fuera a encargarse de asar las salchichas, lo cual no implicaba que hubiera conseguido quitárselo de la cabeza.


Cada noche, en el piso, tenía que contenerse para no agarrar el teléfono. ¿Para decirle qué? «Para saber que está bien», se decía. Aunque sabía perfectamente que Pedro no llevaba los ocho años anteriores viviendo en el pasado ni huyendo de él. Por supuesto que estaba bien. Sus hombres habían terminado de trabajar en la librería y Pedro estaba tan bien que ni siquiera se había pasado a comprobar cómo había quedado.


El viernes por la tarde, a la hora de cerrar, estaba tan nerviosa que no sabía si quería subirse por las paredes o desplomarse.


—Vas a volver locos a los empleados —le dijo la señora Lavender.


—No es mi intención —Pau se frotó las manos y miró por la ventana. Lo hacía constantemente. ¿Para qué? ¿Esperaba ver a Pedro?


—¿Qué le ha pasado a la mujer que cruzó la calle resuelta y decidida? —preguntó la señora Lavender.


—Sigo siendo la misma.


—¿De veras? Pues me parece que últimamente te dedicas a pensar en las musarañas.


—Eso no es verdad —no pensaba en las musarañas. ¿O sí? ¿Sus sentimientos por Pedro habían minado su determinación? No podía consentir que nadie, y mucho menos Pedro, la distrajera cuando tenía que hacer realidad el sueño de su madre—. Tiene razón —asintió lentamente.


Miró por la ventana, no en busca de Pedro, sino en dirección a la panadería. Justo en ese momento, Pedro pasó en el coche con Melly. Paula se negó a seguirlo con la mirada.


—Tengo que hacer una cosa —decidió ella de repente. No quería seguirlo aplazando.


—Cerraré yo la tienda.


—Gracias.


Subió corriendo las escaleras, agarró la lata con las cartas y se dirigió a la panadería. Esperó a que el señor Sears atendiera a dos clientes que había antes que ella y, una vez solos, se aproximó al mostrador.


—He encontrado algo que le pertenece —le entregó la lata.


El señor Sears frunció el ceño, la fulminó con la mirada, levantó la tapa… y se puso pálido. Parecía estar a punto de desmayarse, y Paula se preguntó si no debería pasar al otro lado del mostrador y conducirlo hasta una silla.


—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza. Con la lata en las manos, apoyó los brazos en el mostrador para sostenerse.


—Paz —susurró ella.


—¿Cuánto?


Paula tardó unos instantes en entender lo que le decía. ¿Creía que quería dinero?


—¿O ya has mandado copias a los periódicos?


—Soy hija de mi madre, señor Sears. ¿Alguna vez lo amenazó ella con las cartas? —como él no decía nada, añadió—: No he hecho copias. No las he fotografiado ni enseñado a ningún periodista chismoso.


Observó que el señor Sears hacía una mueca de incredulidad y se juró que no dejaría que el amor la desgarrara, desviara sus pensamientos e hiciera que se sintiera perdida, como había sucedido en el pasado. Como le sucedía en aquel momento al señor Sears.


—Usted quiso mucho a mi madre. Ella guardó sus cartas, lo que me indica que también debió de amarlo. Como está muerta, le pertenecen a usted y a nadie más. No he venido a este pueblo para que mi madre se avergüence de mí, señor Sears —se dio la vuelta y salió.


Sabía que él no la creía. El mes siguiente, los tres meses siguientes, tal vez durante toda la vida, abriría el periódico con temor, y cada vez que entrara en un sitio observaría si se producían risitas burlonas o se hacía el silencio. Hasta que dejara de tener miedo no hallaría la paz. Ella tampoco la tendría hasta que hiciera lo mismo. Se detuvo ante el escaparate de la librería, muy iluminado y con carteles que anunciaban la feria del día siguiente.


Dejar de tener miedo… No era miedo a que la librería fracasara, aunque deseaba de todo corazón que aquel sueño se hiciera realidad por su madre. No, era miedo a que un amor verdadero y apasionado como el que habían sentido Pedro y ella se torciera, y se volviera amarga y destructiva e hiciera sufrir incluso a las personas queridas. Apoyó la cara en el cristal. Cuando fuera capaz de aceptar que el amor era un terreno vedado para ella, el amor, el matrimonio, los hijos… Cuando lo consiguiera, tal vez se sentiría en paz.




sábado, 21 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 37

 

No hablaron durante el trayecto hasta la casa de Samuel ni al caminar hasta la puerta. El sábado anterior, Samuel le había dicho a Paula que estaría en el pueblo toda la semana.


—Hola, Samuel —lo saludó Paula cuando abrió la puerta—. Me dijiste que podía venir a ver mi trabajo. ¿Es éste un buen momento?


—Desde luego —los dejó pasar con una sonrisa y los condujo al dormitorio principal. Hizo un gesto hacia el retrato de tamaño natural que había en una de las paredes—. Aquí lo tienes. Llámame si me necesitas.


Paula murmuró un agradecimiento, pero no apartó la mirada de Pedro, que examinaba el retrato que ella había hecho a Leonora Hancock ocho años antes.


—Es la madre de Samuel —dijo ella por decir algo.


—Sí —Pedro se aproximó más al retrato.


—Fue aquí donde por primera vez me di cuenta de que tenía talento. Hasta entonces no había comprendido bien el efecto que mi pintura podía producir. Y me asusté.


Él se había vuelto a mirarla y no dejó de hacerlo.


—¿Por qué lo pintaste?


—El padre de Samuel tenía demencia senil y se pasaba el día recorriendo las calles buscando a Leonora, que había muerto dos años antes.


—¿Así que se la pintaste en la pared? ¿Por qué no me lo contaste?


—Porque Samuel y su hermana querían mantenerlo en secreto.


—¿Yo tampoco podía saberlo? —preguntó él apretando los puños.


—No querían llevar a su padre a una residencia de ancianos, pero ambos trabajaban, y a la enfermera que venía a cuidarlo unas horas al día le resultaba cada vez más difícil controlarlo. Cuanta menos gente lo supiera, menos gente se entrometería —Paula tomó aliento. Tenía que contarle toda la verdad; se lo debía—. También me asustaba lo que sentía por ti, Pedro. Había días en que creía que me devorarías viva. Tenía que encontrar mi lugar en el mundo, separado del tuyo —y lo había encontrado del peor modo posible—. Pero nunca se me ocurrió que pudieras malinterpretar…


Él retrocedió. Tenía los labios tan apretados que casi se le habían puesto azules. Paula sintió un nudo en el estómago. ¿Sería él capaz de entender la inseguridad que había experimentado entonces?


—¿Funcionó? —preguntó Pedro mientras volvía a mirar el cuadro—. ¿O tuvieron que internar al señor Hancock en una residencia?


—Funcionó mucho mejor de lo que habíamos imaginado —Paula se mordió el labio al recordar la noche en que habían descubierto el retrato terminado para que lo viera el señor Hancock—. Al ver el cuadro, agarró una silla y comenzó a hablar a Leonora. Nunca olvidaré las primeras palabras. Le dijo: «Leonora, te he buscado por todas partes, amor mío. Y ya te he encontrado» —le habían partido el corazón y tuvo que salir corriendo de la habitación.


—Ésa fue la misma noche en que te encontré con Samuel, ¿verdad?


Ella vaciló, pero asintió.


—Y la reacción del señor Hancock te asustó y te dejó rendida, igual que lo hizo el tatuaje que le hiciste a Jeremías. Y Samuel trataba de consolarte.


Pau fue incapaz de articular una sola sílaba, así que se limitó a asentir.


—Cuando dijiste: «Detesto esto, pero también me encanta, y haga lo que haga, no voy a dejarlo», te referías a tu capacidad para dibujar con tanta precisión a las personas, no a tu relación con Samuel.


—¿Eso fue lo que pensaste? —lo miró horrorizada.


—Tenía que haberte creído a ti.


—Y yo tenía que haberme quedado y conseguir que me escucharas —pero, ocho años antes, estaba demasiado asustada para quedarse y luchar por él.


—¡Dios mío, Pau! ¡Lo siento! —extendió la mano hacia ella, pero la dejó caer antes de tocarla—. ¿Es muy tarde para pedirte que me perdones?


—Nunca es tarde para disculparse —respondió ella sonriendo.


—Entonces, perdóname por haberme precipitado en mis conclusiones. Perdóname por haberte acusado de engañarme. Perdóname por haberte hecho sufrir.


—Te perdono —sintió que se le quitaba un peso de encima.


Pedro extendió los brazos hacia ella, que supo que quería abrazarla y besarla. Ella también lo deseaba, más que ninguna otra cosa en el mundo. Sin embargo, dio un paso atrás. Le ardían los ojos y el corazón.


—No es tarde para disculparse, pero sí para tener esperanza. Lo siento, Pedro, pero es demasiado tarde para nosotros dos.


—¿Lo crees en serio? —preguntó él con voz ronca. Ella quería cerrar los ojos y apoyar la cabeza en su hombro, pero se obligó a mirarlo.


—Sí —era verdad—. ¿Significa eso que no podemos ser amigos? —susurró.


—¿Es eso lo que quieres?


—Sí —dijo ella sin conseguir sonreír.


—Pues seremos amigos —tampoco sonrió—. Vamos —la tomó del brazo—. Te llevo a casa.