domingo, 22 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 40

 


Estuvieron cuatro horas en el hospital. ¡Cuatro horas!


Pedro quería ponerse a gritar al personal, arrancarse el pelo, quitarle el dolor a Pau… Llamó a su padre para que recogiera a Melly, y a la señora Lavender para contarle lo que había pasado. Le dio la mano a Pau hasta que se la llevaron y no lo dejaron ir con ella.


Revivía una y otra vez el momento en que Pau se había lanzado a agarrar a su hija para que no se hiciera daño. Había sido un estúpido al gritar a Mel de aquella manera. Revivió el miedo que había sentido cuando creyó que Mel y Paula caerían rodando juntas por las escaleras. Tuvo la certeza absoluta de que, desde aquel momento, trataría de que Paula estuviera protegida de cualquier daño. Siempre. No era demasiado tarde para ellos. ¡No podía serlo!


Pau volvió. Sus mejillas habían recuperado parte de su color y llevaba el brazo vendado. Le sonrió.


—Ya estoy como una rosa —le mostró un papel—. Me han dado esta receta.


La enfermera que la acompañaba se cruzó de brazos.


—¿Qué más le ha dicho el doctor, señorita Harper?


—Le prometo que comeré al llegar a casa.


—De ninguna manera —la enfermera miró a Pedro—. Llévela a la cafetería y no deje que se vaya hasta que se haya tomado un sándwich y un zumo de naranja. ¿Me ha entendido?


—Sí, señora.


—Pero la feria…


—No discutas —le dijo él—. Llevas aquí cuatro horas. Da igual que te quedes veinte minutos más.


—Me dijiste que no tardaríamos nada —lo fulminó con la mirada al tiempo que resoplaba.


No podía culparla. Quería abrazarla, pero no lo hizo, sino que la llevó a la cafetería. Se sentaron en la terraza. Pedro se quitó el jersey y se lo puso a Paula alrededor de los hombros. Cuando ella se lo colocó mejor para que la abrigara más, tuvo que reprimir el deseo de calentarla de un modo mucho más primitivo.


—¿Cómo estás? —le preguntó cuando ella se hubo tomado el sándwich.


—Como si no me hubiera pasado nada —al ver su expresión de escepticismo, añadió—: ¡De verdad! Me duele un poco el brazo, pero, aparte de eso, me siento aliviada.


—¿Aliviada?


—Por como me mirabais Melly y tú, creía que, como mínimo, me darían veinte puntos. Y sólo me han dado tres.


—¿Tres? Creí que…


—Creíste que iba a perder el brazo.


—Ya veo que es verdad que estás bien —dijo él riéndose.


—Sí.


—Muy bien. Entonces, puedo hacer esto —se inclinó y la besó, saboreando su dulzura con una lentitud destinada a proporcionarle tanto placer como el que recibía. Cuando los labios de ella temblaron bajo los suyos, tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para controlarse. Se separó de ella, le acarició la mejilla con el dedo y le sonrió.


—Te quiero, Pau —le dijo con la misma naturalidad con que respiraba. Después, volvió a besarla.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 39

 


Pau se levantó mucho antes de que llamaran discretamente a la puerta del piso, a las siete y media. A las seis, mientras se tomaba la primera taza de café del día, había repasado el programa, aunque se lo sabía de memoria desde principios de la semana. Luego comenzó a cortar cebollas y a untar de mantequilla el pan para las salchichas. ¿Quién podía llamar tan suavemente, como si le preocupara molestarla tan temprano? Tal vez fueran los de la barbacoa.


Se preguntó si Pedro se presentaría para encargarse de las salchichas como le había prometido. Trató de apartarlo de sus pensamientos y se apresuró a abrir.


—¡Melly!


Allí estaba Melly, saltando de un pie a otro como si no pudiera contener la excitación.


—¿Te he despertado?


—No, llevo horas despierta —la condujo a la cocina, acercó un taburete y le sirvió un vaso de zumo de naranja—. ¿Qué haces aquí?


—Tenía que enseñarte esto —le tendió un sobre blanco que llevaba en la mano mientras sonreía de oreja a oreja.


Paula lo agarró, leyó la tarjeta que había en su interior y sonrió tanto como Melly.


—Es una invitación para la fiesta que da Yvonne Walker esta noche. ¡Y te puedes quedar a dormir con ella!


Melly asintió con tanta fuerza que casi se cayó del taburete. Paula la abrazó.


—Me alegro mucho por ti, cariño.


—Ya sabía que te alegrarías. Quería haber venido ayer a decírtelo, pero papá me dijo que estabas ocupada. ¿Lo estás ahora?


—No para ti.


—Entonces, ¿me podrías peinar esta tarde y hacerme una cola de caballo? Quiero estar guapa.


—Claro que sí. Los dejarás sin habla —le prometió Paula—. Tu padre sabe que estás aquí, ¿verdad?


—No. Estaba durmiendo y no he querido despertarlo. Ha estado despierto casi toda la noche.


Paula se preguntó por qué. Y luego se dio cuenta de que si se despertaba y no veía a Melly allí…



—¿Estás enfadada conmigo?


—Claro que no, Melly. Pero ¿cómo te sentirías si, al despertarte, no encontraras a tu padre en ningún sitio?


—Me asustaría.


—¿Y cómo crees que se va a sentir tu padre cuando vea que no estás?


—¿Se asustará también? —preguntó con los ojos muy abiertos.


—Se preocupará mucho.


—Puede que todavía no se haya despertado —dijo la niña poniéndose en pie de un salto—, y si corro muy deprisa…


—Será mejor que te lleve —contestó Pau mientras agarraba las llaves del coche. Echó una ojeada a todos los preparativos que había iniciado e hizo un gesto negativo con la cabeza. Sólo tardaría un par de minutos en llevar a Melly a su casa. Todavía le quedaba mucho tiempo hasta las diez, hora en la que se inauguraría la feria.


—¡Date prisa, Pau! No quiero que papá se preocupe.


Paula la agarró de la mano y echaron a correr. La soltó para echar la llave a la puerta y, al darse la vuelta, Melly ya había empezado a bajar las escaleras. Pau casi la había alcanzado cuando se oyó una voz fortísima.


—¡Melisa, te has metido en un buen lío!


¡Pedro! Se había despertado.


Al oír su voz, la niña se dio la vuelta y comenzó a subir las escaleras, pero tropezó. Paula estiró el brazo para agarrarla y la apretó contra sí. Trató, sin conseguirlo, de no perder el equilibrio y cayó sobre el brazo izquierdo contra la barandilla. Apretó los dientes al oír cómo se le rasgaba la camisa y sentir un fuerte dolor del codo al hombro. Se puso en pie con dificultad. Pedro no tardó ni dos segundos en llegar. Agarró a su hija y la examinó para ver si estaba herida.


—¿Está bien? —consiguió preguntarle Pau.


Él asintió.


—Tratábamos de llegar a casa muy deprisa —dijo Melly sollozando—. Pau dijo que te preocuparías si no me encontrabas. Lo siento mucho, papá.


Pau quiso decirle que no fuera muy duro con Melly, pero le ardía el brazo y a duras penas se mantenía de pie.


—Ya hablaremos después, Mel, pero prométeme que no volverás a hacerlo.


—Te lo prometo.


—Muy bien. Ahora quiero comprobar que Paula no se ha hecho daño.


Ella dejó de tratar de mantenerse de pie y se sentó. Ambos la miraron con los ojos como platos.


—Creo que me he hecho un rasguño en el brazo —trató de sonreír. No quería mirárselo. Podía soportar la sangre de los demás, pero la suya la mareaba. Y sabía que estaba sangrando.


—Estás sangrando, Paula —dijo Melly con los ojos llenos de lágrimas—. Mucho.


—¿Qué ha sido, Pedro? ¿Un clavo oxidado?


Pedro echó un vistazo a la barandilla y asintió.


—¡Estupendo! Ahora tendré que ponerme la antitetánica —era el día de la feria. No tenía tiempo para vacunas.


—Voy a cambiar toda la barandilla —dijo Pedro mientras le daba una patada—. Es peligrosa —luego agarró con suavidad el brazo de Paula para examinárselo.


Melly se sentó al lado de ésta y le acarició la mano derecha.


—Me has salvado la vida —susurró la niña.


—No, cariño —respondió ella con una sonrisa mientras le apretaba la mano—. Te he librado de que te cayeras rodando por las escaleras.


—Lo siento, Pau, pero me parece que vas a necesitar algo más que la antitetánica.


—¿Puntos? —tragó saliva al ver que él asentía—. Pero… Pero hoy no tengo tiempo. Está la feria. ¿No lo podemos aplazar hasta mañana, por favor?


—No tardarán nada —trató de tranquilizarla como si fuera una niña—. Mel y yo te llevaremos al hospital de Katoomba y será cuestión de un minuto, te lo prometo.


Tenía un aspecto tal de fortaleza y masculinidad que Paula quiso apoyar la cabeza en su pecho y quedarse allí.


—A papá se le da muy bien darme la mano cuando estoy en el médico. ¿Le darás la mano a Pau?


—Te lo prometo.


—¿Dices que no tardarán nada? —Pau trató de parecer valiente delante de Melly.


—Eso es —le rodeó la cintura con el brazo—. Vamos. Voy a ayudarte al llegar al coche.


Pau no tuvo más remedio que rendirse. «Lo siento, mamá», pensó.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 38

 


Pedro apareció al día siguiente cuando ella estaba citada con el director del banco.


—Pero ¿qué demonios…?


—¿No somos amigos? —la interrumpió él.


—Sí, pero…


—Entonces, confía en mí.


Aunque Paula no necesitaba un caballero de brillante armadura para defenderla, le agradó saber que Pedro estaba de su lado.


Obtuvo el crédito. Pedro dijo al director del banco que, si se lo denegaban, se llevaría su dinero, que no era poco, a otro banco. Incluso se propuso avalarla, pero ella se negó. Los términos del crédito disminuirían sus recursos, la librería tendría que comenzar a dar beneficios, y a hacerlo pronto, todos los planes sobre la galería de arte tendrían que esperar… Pero tenía el crédito.


—¿Te puedo ayudar en algo más? —le preguntó Pedro, una vez en la calle.


—Vamos a ver… —sonrió. Quería que él también lo hiciera—. No tengo a nadie que se encargue de asar las salchichas el sábado.


El sábado de esa semana, cuando se celebraba la feria del libro, que tenía que funcionar y hacerlo muy bien.


—De acuerdo. Allí estaré —se dio la vuelta y se alejó sin sonreír.


Paula pasó el resto de la semana ocupada con los preparativos de la feria. Comprobó que había libros disponibles de los escritores que harían una lectura por la tarde, que al hada y los piratas que había contratado para que leyeran a los niños no les habían surgido problemas de última hora, que la enorme barbacoa que había alquilado llegaría a primera hora de la mañana y que el carnicero tendría listas las decenas de salchichas que le había encargado. No estaba dispuesta a que nada saliera mal, porque no podía permitírselo. Pero no comprobó que Pedro fuera a encargarse de asar las salchichas, lo cual no implicaba que hubiera conseguido quitárselo de la cabeza.


Cada noche, en el piso, tenía que contenerse para no agarrar el teléfono. ¿Para decirle qué? «Para saber que está bien», se decía. Aunque sabía perfectamente que Pedro no llevaba los ocho años anteriores viviendo en el pasado ni huyendo de él. Por supuesto que estaba bien. Sus hombres habían terminado de trabajar en la librería y Pedro estaba tan bien que ni siquiera se había pasado a comprobar cómo había quedado.


El viernes por la tarde, a la hora de cerrar, estaba tan nerviosa que no sabía si quería subirse por las paredes o desplomarse.


—Vas a volver locos a los empleados —le dijo la señora Lavender.


—No es mi intención —Pau se frotó las manos y miró por la ventana. Lo hacía constantemente. ¿Para qué? ¿Esperaba ver a Pedro?


—¿Qué le ha pasado a la mujer que cruzó la calle resuelta y decidida? —preguntó la señora Lavender.


—Sigo siendo la misma.


—¿De veras? Pues me parece que últimamente te dedicas a pensar en las musarañas.


—Eso no es verdad —no pensaba en las musarañas. ¿O sí? ¿Sus sentimientos por Pedro habían minado su determinación? No podía consentir que nadie, y mucho menos Pedro, la distrajera cuando tenía que hacer realidad el sueño de su madre—. Tiene razón —asintió lentamente.


Miró por la ventana, no en busca de Pedro, sino en dirección a la panadería. Justo en ese momento, Pedro pasó en el coche con Melly. Paula se negó a seguirlo con la mirada.


—Tengo que hacer una cosa —decidió ella de repente. No quería seguirlo aplazando.


—Cerraré yo la tienda.


—Gracias.


Subió corriendo las escaleras, agarró la lata con las cartas y se dirigió a la panadería. Esperó a que el señor Sears atendiera a dos clientes que había antes que ella y, una vez solos, se aproximó al mostrador.


—He encontrado algo que le pertenece —le entregó la lata.


El señor Sears frunció el ceño, la fulminó con la mirada, levantó la tapa… y se puso pálido. Parecía estar a punto de desmayarse, y Paula se preguntó si no debería pasar al otro lado del mostrador y conducirlo hasta una silla.


—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza. Con la lata en las manos, apoyó los brazos en el mostrador para sostenerse.


—Paz —susurró ella.


—¿Cuánto?


Paula tardó unos instantes en entender lo que le decía. ¿Creía que quería dinero?


—¿O ya has mandado copias a los periódicos?


—Soy hija de mi madre, señor Sears. ¿Alguna vez lo amenazó ella con las cartas? —como él no decía nada, añadió—: No he hecho copias. No las he fotografiado ni enseñado a ningún periodista chismoso.


Observó que el señor Sears hacía una mueca de incredulidad y se juró que no dejaría que el amor la desgarrara, desviara sus pensamientos e hiciera que se sintiera perdida, como había sucedido en el pasado. Como le sucedía en aquel momento al señor Sears.


—Usted quiso mucho a mi madre. Ella guardó sus cartas, lo que me indica que también debió de amarlo. Como está muerta, le pertenecen a usted y a nadie más. No he venido a este pueblo para que mi madre se avergüence de mí, señor Sears —se dio la vuelta y salió.


Sabía que él no la creía. El mes siguiente, los tres meses siguientes, tal vez durante toda la vida, abriría el periódico con temor, y cada vez que entrara en un sitio observaría si se producían risitas burlonas o se hacía el silencio. Hasta que dejara de tener miedo no hallaría la paz. Ella tampoco la tendría hasta que hiciera lo mismo. Se detuvo ante el escaparate de la librería, muy iluminado y con carteles que anunciaban la feria del día siguiente.


Dejar de tener miedo… No era miedo a que la librería fracasara, aunque deseaba de todo corazón que aquel sueño se hiciera realidad por su madre. No, era miedo a que un amor verdadero y apasionado como el que habían sentido Pedro y ella se torciera, y se volviera amarga y destructiva e hiciera sufrir incluso a las personas queridas. Apoyó la cara en el cristal. Cuando fuera capaz de aceptar que el amor era un terreno vedado para ella, el amor, el matrimonio, los hijos… Cuando lo consiguiera, tal vez se sentiría en paz.




sábado, 21 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 37

 

No hablaron durante el trayecto hasta la casa de Samuel ni al caminar hasta la puerta. El sábado anterior, Samuel le había dicho a Paula que estaría en el pueblo toda la semana.


—Hola, Samuel —lo saludó Paula cuando abrió la puerta—. Me dijiste que podía venir a ver mi trabajo. ¿Es éste un buen momento?


—Desde luego —los dejó pasar con una sonrisa y los condujo al dormitorio principal. Hizo un gesto hacia el retrato de tamaño natural que había en una de las paredes—. Aquí lo tienes. Llámame si me necesitas.


Paula murmuró un agradecimiento, pero no apartó la mirada de Pedro, que examinaba el retrato que ella había hecho a Leonora Hancock ocho años antes.


—Es la madre de Samuel —dijo ella por decir algo.


—Sí —Pedro se aproximó más al retrato.


—Fue aquí donde por primera vez me di cuenta de que tenía talento. Hasta entonces no había comprendido bien el efecto que mi pintura podía producir. Y me asusté.


Él se había vuelto a mirarla y no dejó de hacerlo.


—¿Por qué lo pintaste?


—El padre de Samuel tenía demencia senil y se pasaba el día recorriendo las calles buscando a Leonora, que había muerto dos años antes.


—¿Así que se la pintaste en la pared? ¿Por qué no me lo contaste?


—Porque Samuel y su hermana querían mantenerlo en secreto.


—¿Yo tampoco podía saberlo? —preguntó él apretando los puños.


—No querían llevar a su padre a una residencia de ancianos, pero ambos trabajaban, y a la enfermera que venía a cuidarlo unas horas al día le resultaba cada vez más difícil controlarlo. Cuanta menos gente lo supiera, menos gente se entrometería —Paula tomó aliento. Tenía que contarle toda la verdad; se lo debía—. También me asustaba lo que sentía por ti, Pedro. Había días en que creía que me devorarías viva. Tenía que encontrar mi lugar en el mundo, separado del tuyo —y lo había encontrado del peor modo posible—. Pero nunca se me ocurrió que pudieras malinterpretar…


Él retrocedió. Tenía los labios tan apretados que casi se le habían puesto azules. Paula sintió un nudo en el estómago. ¿Sería él capaz de entender la inseguridad que había experimentado entonces?


—¿Funcionó? —preguntó Pedro mientras volvía a mirar el cuadro—. ¿O tuvieron que internar al señor Hancock en una residencia?


—Funcionó mucho mejor de lo que habíamos imaginado —Paula se mordió el labio al recordar la noche en que habían descubierto el retrato terminado para que lo viera el señor Hancock—. Al ver el cuadro, agarró una silla y comenzó a hablar a Leonora. Nunca olvidaré las primeras palabras. Le dijo: «Leonora, te he buscado por todas partes, amor mío. Y ya te he encontrado» —le habían partido el corazón y tuvo que salir corriendo de la habitación.


—Ésa fue la misma noche en que te encontré con Samuel, ¿verdad?


Ella vaciló, pero asintió.


—Y la reacción del señor Hancock te asustó y te dejó rendida, igual que lo hizo el tatuaje que le hiciste a Jeremías. Y Samuel trataba de consolarte.


Pau fue incapaz de articular una sola sílaba, así que se limitó a asentir.


—Cuando dijiste: «Detesto esto, pero también me encanta, y haga lo que haga, no voy a dejarlo», te referías a tu capacidad para dibujar con tanta precisión a las personas, no a tu relación con Samuel.


—¿Eso fue lo que pensaste? —lo miró horrorizada.


—Tenía que haberte creído a ti.


—Y yo tenía que haberme quedado y conseguir que me escucharas —pero, ocho años antes, estaba demasiado asustada para quedarse y luchar por él.


—¡Dios mío, Pau! ¡Lo siento! —extendió la mano hacia ella, pero la dejó caer antes de tocarla—. ¿Es muy tarde para pedirte que me perdones?


—Nunca es tarde para disculparse —respondió ella sonriendo.


—Entonces, perdóname por haberme precipitado en mis conclusiones. Perdóname por haberte acusado de engañarme. Perdóname por haberte hecho sufrir.


—Te perdono —sintió que se le quitaba un peso de encima.


Pedro extendió los brazos hacia ella, que supo que quería abrazarla y besarla. Ella también lo deseaba, más que ninguna otra cosa en el mundo. Sin embargo, dio un paso atrás. Le ardían los ojos y el corazón.


—No es tarde para disculparse, pero sí para tener esperanza. Lo siento, Pedro, pero es demasiado tarde para nosotros dos.


—¿Lo crees en serio? —preguntó él con voz ronca. Ella quería cerrar los ojos y apoyar la cabeza en su hombro, pero se obligó a mirarlo.


—Sí —era verdad—. ¿Significa eso que no podemos ser amigos? —susurró.


—¿Es eso lo que quieres?


—Sí —dijo ella sin conseguir sonreír.


—Pues seremos amigos —tampoco sonrió—. Vamos —la tomó del brazo—. Te llevo a casa.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 36

 


Paula no pensó en si ya había electricidad en el piso hasta que las sombras comenzaron a envolverla. Miró el interruptor de la pared de la cocina, pero no lo encendió.


Ricardo había llamado una hora antes: la reclamación del señor Sears era legítima. Paula tenía que conseguir cincuenta mil dólares en una semana o perder la librería.


Llamaron a la puerta, y Pau se apresuró a abrir.


—¡Señora Lavender! ¿Qué hace aquí? Entre.


—Vas a destrozarte la vista —la señora Lavender encendió inmediatamente la luz de la cocina—. Eso ya está mejor. No puedo quedarme. Te traigo provisiones.


—No tenía que haberse molestado —dijo Paula conmovida.


—No es ninguna molestia. Sólo es café, un cartón de leche y una barra de pan. Y unos huevos —dijo poniéndolos sobre la mesa—. No trabajes hasta muy tarde y no te olvides de comer.


—No lo haré —le prometió Paula abrazándola—. Gracias —la acompañó a la puerta y después fue a hacerse la cama. Buscó entre sus cosas el despertador, un par de novelas y una foto enmarcada de Frida. Ya parecía que alguien vivía allí.


Observó la habitación con los brazos en jarras y decidió que la cómoda estaría mejor en la pared de enfrente. Trató de moverla, pero sólo consiguió separarla de la pared. Miró el hueco que había quedado entre ambas. Había una tabla caída que debía de haberse desprendido de la pared. La apartó, colocó la cómoda donde quería y fue a examinar los daños.


Pedro le había dicho que la estructura de los dormitorios estaba en buenas condiciones, que lo único que necesitaban era una mano de pintura, moqueta, cortinas y persianas nuevas. Trató de colocar la tabla en su sitio, pero seguía cayéndose. Soltó una maldición. La dejó en el suelo con cuidado y se masajeó las sienes. Era cuestión de orgullo personal: tenía que averiguar cómo colocarla. Tardó cinco segundos en darse cuenta de que necesitaba una linterna y fue a por ella.


Volvió corriendo al dormitorio y examinó la tabla y la pared concienzudamente. Lo que tenía que hacer era… Algo brilló en el hueco. Pau miró con los ojos entrecerrados mientras lo enfocaba mejor con la linterna. ¿Sería una lata de galletas de Navidad? Vaciló antes de introducir la mano en el hueco. «¿Y si toco algo negro y peludo?», pensó.


Agarró la lata, la sacó y la dejó en el suelo mientras la miraba atentamente.


—Estaría bien que contuvieras cincuenta mil dólares —murmuró. Pasó la mano por la tapa, que no tenía polvo. Iluminó el hueco de la pared con la linterna y vio que estaba lleno de polvo. Se puso de pie, agarró la lata y fue a prepararse un café.


—¿Sabes que, si esto fuera una novela, encontraría cincuenta mil dólares en tu interior? Y como estamos encima de una librería… —dejó la taza y atrajo la lata hacia sí—. Con la suerte que tengo, será una bomba —rezongó. Levantó la tapa, miró en el interior y sonrió.


Había cartas dirigidas a Frida Harper, atadas con una cinta rosa y con olor a rosas.


—¡Ay, mamá! —suspiró—. ¿Quién se hubiera imaginado que en el fondo eras una romántica? —desató la cinta y tomó la primera carta. «Mi amada Frida», leyó. ¡Qué hermoso! Se llevó la mano al corazón. Dio la vuelta a la carta para ver quién la firmaba y… ¡No!


Dejó la carta y comprobó la firma de todas las demás, que era la misma. Se pellizcó y luego se echó a reír. Se puso en pie de un salto y comenzó a bailar.


—¡Hemos salvado la librería, mamá!


En la lata no había cincuenta mil dólares, sino cartas de amor dirigidas a su madre y escritas por Gaston Sears. Si su contenido se daba a conocer, la credibilidad del señor Sears quedaría destrozada para siempre en el pueblo.


Agarró la lata y las cartas y bajó corriendo a la librería para dirigirse a la pared donde estaba el retrato de su madre, que aún no había acabado. No podía.


—¡Mira! —le dijo mostrándole las cartas—. No sé si pretendías que las encontrara, pero como no las destruiste… No han podido aparecer en mejor momento. Puedo salvar la librería con ellas —por primera vez pudo sonreír al retrato. Comenzó a leer las cartas a su madre—. Yo debía de tener once años cuando recibiste ésta —pero a medida que continuó leyendo, su euforia comenzó a disminuir. Al acabar la tercera, se sentó en el suelo—. Debió de quererte mucho.


Su júbilo se transformó en compasión. Cerró la lata muy despacio, se la llevó al pecho y la abrazó. Así la encontró Pedro media hora después.


—¿Molesto?


—No —se puso la lata en el regazo.


—He visto que había luz y me he acordado de que no te había devuelto la llave.


Ella lo miró a la cara mientras se sentaba a su lado y soltó un bufido de incredulidad ante la excusa que había puesto.


—Ricardo ha hablado contigo, ¿verdad? ¿Es que no hay ética profesional en este pueblo?


—Lo único que me ha dicho es que podrías necesitar a un amigo, nada más.


—Ah.


—Aún no has terminado el retrato de Frida.


—He estado muy ocupada —no podía acabarlo y no sabía por qué. Tuvo la sensación de que él se había dado cuenta de que mentía.


—¿Quieres contarme lo que pasa?


—¿Por qué no? Muy pronto lo sabrá todo el pueblo. Mi madre pidió prestados cincuenta mil dólares a Gaston Sears. Y ahora, él reclama la deuda.


—¡Cincuenta mil dólares! ¿Lo dices en serio?


—Sí, y no tengo ese dinero. Pero tengo una cita con el director del banco mañana por la mañana —se pasó la mano por la cara. No quería pensar en lo que sucedería si el banco se negaba a concederle el crédito.


Pedro le dirigió una mirada compasiva y preocupada que la llenó de un calor inesperado. Era agradable tenerlo allí sentado a su lado. Tal vez Ricardo estuviera en lo cierto en lo de que necesitaba a un amigo. Quizá con el tiempo, y con un gran esfuerzo por su parte para no hacer caso de la atracción que experimentaba hacia él, Pedro y ella lograrían ser amigos.


—Gracias por pasarte a comprobar que estaba bien. Te lo agradezco de verdad.


—De nada —miró la lata en su regazo—. ¿Qué hay ahí?


Sin decir nada, Paula se la pasó y observó su expresión mientras leía la primera carta.


—¡Demonios, Pau! ¿Sabes lo que esto significa? Es tu baza para negociar. Si se las enseñas a Gastón Sears, es indudable que llegará a un acuerdo contigo sobre el préstamo. Son oro puro.


—Sí.


—No vas a usarlas, ¿verdad? —dijo él después de estudiar la expresión de su cara.


—No.


Pedro se recostó en la pared mientras la miraba como si no hubiera oído bien.


—No voy a usarlas para hacerle chantaje —no podía.


Trató de apartar de su mente la idea de ponerse a besar a Pedro en la boca hasta que ninguno de los dos fuera capaz de pensar con claridad.


—¿Por qué no?


—«Mi amada Frida» —leyó tras agarrar una carta—. «Con todo mi amor… Eternamente tuyo» —la volvió a dejar en la lata—. Utilizar eso para hacer chantaje sería profanar algo muy hermoso y no estoy dispuesta. Mi madre no querría que lo hiciera —hizo un gesto hacia el retrato. Quería que su madre se enorgulleciera de ella, no que se avergonzara.


Pedro la miró largo rato. Parecía que un gran peso le hubiera caído sobre los hombros. Apretó la boca y las arrugas en torno a ella y a los ojos se le acentuaron. Se puso pálido y sus ojos se oscurecieron.


—¿Qué te pasa? —le preguntó asustada.


—No me engañaste hace ocho años, ¿verdad? Me equivoqué. Fue una completa equivocación.


—No, no te engañé —acercó las rodillas al pecho y se las abrazó.


No creía que Pedro pudiera palidecer más, pero lo hizo. Quiso consolarlo de alguna manera, pero tuvo miedo. Siempre había sabido que sufriría una conmoción si averiguaba la verdad. Se percató del arrepentimiento, la culpa y el dolor que expresaban sus ojos. Tenía que haberse quedado ocho años antes y luchar por él. No podía cambiar el pasado, pero…


—¿Qué hora es?


—Sólo son las seis y media —dijo él tras mirar el reloj una eternidad.


—¿Tienes el coche ahí fuera? —al ver que asentía, Paula se puso de pie—. Vamos, quiero enseñarte algo.


—¿Adonde vamos? —le preguntó él mientras ponía el coche en marcha.


—A casa de Samuel Hancock.


Pedro volvió la cabeza y la miró, pero no dijo nada. ¿Creería que quería castigarlo? Pau observó la leve sonrisa en su boca y su expresión resuelta. Estaba dispuesto a soportar cualquier cosa.


«Pedro, no quiero hacerte sufrir más. Sólo deseo que lo entiendas y que halles un poco de paz», se dijo Pau.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 35

 


Paula se quedó parada en la puerta del piso de arriba jugueteando con la llave en la mano. Trató de calmar los latidos de su corazón y de recuperar el aliento. Con un movimiento de impaciencia, introdujo la llave en la cerradura, pero no la giró. Comenzó a retorcerse las manos.


Se había inventado todo tipo de excusas siempre que Pedro le había preguntado si quería echar un vistazo al piso. Y lo mismo había hecho cuando le pusieron la moqueta, las persianas y las lámparas. No podía seguir poniendo excusas. ¿Qué diría Guadalupe si seguía posponiendo la mudanza? «No quiero entrar en el lugar donde mi madre perdió la esperanza», pensó. Siguió sin moverse.


—Hola, Pau.


Se dio la vuelta de un salto mientras se llevaba la mano al corazón.


—¡Pedro! —tragó saliva—. No te he oído llegar.


Él estaba dos escalones más abajo del descansillo. Los escalones eran de madera y crujían, por lo que debería haberlo oído subir. Pedro miró la puerta cerrada y luego la miró a ella.


—¿Estás bien?


—Por supuesto.


—Entonces ¿qué haces?


—Iba a entrar.


Pedro llevaba un gran paquete en la mano. Ella se preguntó qué sería y qué hacía allí con él. Se sintió más animada al pensar que tal vez no hubiera terminado de trabajar todavía en el piso, lo cual le daría una excusa para volver corriendo a casa de Guadalupe.


—Es un regalo por la inauguración del piso —le explicó Pedro mientras señalaba el paquete.


—Eres muy amable, pero no era necesario que te molestaras.


—No es ninguna molestia. Además, quería hacerlo.


Sus ojos brillaron durante un instante y ella recordó con total claridad el tacto de su mano cuando se la había puesto en el abdomen el sábado por la noche, su aliento en el cuello.


—¿No abres?


—Desde luego —respondió ella, pero no lo hizo.


—Ya sabía que había un problema para que te negaras a ver el piso poniendo todo tipo de excusas —dijo él mientras subía los dos escalones que los separaban.


—No había ningún problema. Me fiaba de tu trabajo.


—Tu madre no murió ahí dentro, Pau.


—¡Ya lo sé! —había muerto más tarde, en el hospital—. Ya te he dicho que no pasa nada.


—Muy bien. Si te parece, puedo tomarte en brazos y llevarte dentro…


¡No, por Dios! No quería que la tocase. Pero una voz interior le susurró lo contrario. Bueno, pues no quería lo que eso podría producir. «¿Estás segura?», se preguntó.


—O puedo cubrirte las espaldas mientras entras.


Eso tampoco la entusiasmaba.


—O puedo entrar yo primero.


Ella lo miró a los ojos. No había dicho lo que era obvio: qué podía marcharse. Debería decírselo ella.


—Si entro primero, te puedo enseñar el piso y mostrarte lo que mis hombres y yo hemos hecho para que te quedes admirada ante las mejoras.


—Me parece bien.


—Pero quiero que seas tú quien abra la puerta, Paula.


Ella tragó saliva. Pedro la miró fija y pacientemente a los ojos. Ella no dirigió la vista a la puerta, sino que no dejó de mirarlo para absorber toda su fuerza y calidez. Con manos temblorosas, abrió la puerta. Él sonrió y ella deseó poder hacer lo mismo. Pedro se adelantó, la tomó de la mano y la introdujo en el piso.


—Ésta es la única puerta de entrada y salida. Así que, si se declara un incendio y estás en el otro extremo, tendrás que salir por la ventana para alcanzar el toldo de la tienda y saltar desde allí a la calle.


—Como si fuera Tarzán —masculló ella.


Él sonrió, y aunque ella no pudo hacer lo mismo, disminuyó parte de la opresión que sentía en el pecho. Pedro señaló a la izquierda.


—Hemos hecho el cuarto de baño nuevo.


—Muy bonito —aseguró ella mientras le echaba un vistazo.


—Ésta es la cocina, que también hemos tirado y construido de nuevo.


—Está muy bien —Pedro y sus hombres habían hecho un buen trabajo.


Él tiró de ella para subir los tres escalones que llevaban al enorme comedor y sala de estar, la condujo al centro y la soltó de la mano. Paula dio una vuelta completa sobre sí misma. A pesar de que todas sus cajas estaban allí, se hizo una idea de lo espacioso que era. Perfecto para cenar con amigos. Sintió que la tensión que experimentaba disminuía un poco más.


—¿Por qué no sigues viéndolo tú?


Ella asintió y se dirigió a un corto pasillo que daba a los dos dormitorios: uno pequeño a la izquierda y uno grande y luminoso donde estaban la cama, el armario y la cómoda.


La luz entraba a raudales por las dos ventanas. Miró por una de ellas: la vista era la calle principal de Clara Falls con las montañas al fondo.


Su madre había vivido en aquel piso sin calefacción y con la madera del suelo podrida en un extremo del cuarto de estar debido a una gotera del tejado, por no hablar del estado del suelo de la cocina y el cuarto de baño. Sin embargo, a su madre le habría parecido un precio pequeño por tener aquella vista. También le habrían encantado las paredes forradas de madera. Habría sido feliz allí.


Paula experimentó una enorme sensación de alivio. Se arrodilló ante la ventana, levantó la cara hacia el sol y murmuró una oración de agradecimiento. No había querido subir antes al piso porque temía que la desesperación que sintió su madre permaneciera en las habitaciones para acosarla, hacerle reproches y minar su fuerza y determinación. Incluso aquella mañana, después de llamar por teléfono a Ricardo para ponerle al corriente de las amenazas del señor Sears, había estado remoloneando por la librería hasta que el personal consiguió que se fuera prometiéndole que la avisarían si la necesitaban.


Pero no había nada en el ambiente que la ahogara, que la castigara por no haber vuelto antes a casa ni que le reprochara haber abandonado a su madre. Abrió los ojos. La luz del sol brillaba en la ventana y el piso olía a limpio y estaba lleno de promesas de futuro.


Se incorporó llena de energía. Tenía que desembalar las cajas. Pedro no la había seguido y el sonido de la puerta principal le indicó que se acababa de marchar. Él se había dado cuenta de los demonios que la perseguían y la había ayudado a hacerles frente. Y luego se había ido.


¡El regalo!


Corrió a la sala de estar y abrió el paquete. Se le hizo un nudo en la garganta. Le había regalado el botellero que tanto le había gustado al verlo en su garaje. Con mano temblorosa acarició la suave madera.


—Gracias —murmuró.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 34

 


Paula volvió y se sentó al lado de Pedro. El resto de las parejas bailaba. Paula tragó saliva: esperaba que él no volviera a sacarla a bailar. No sabía cuánto más podría resistir, sobre todo en aquellos momentos, cuando habían bajado las luces.


—¿Te diviertes?


—Sí —respondió ella con sinceridad—. Es estupendo volver a ver a la gente.


—No lleva alcohol —dijo él ofreciéndole una copa de ponche—. Sé que trabajas mañana.


—Gracias —no agarró la copa porque, de repente, se sintió sin fuerzas. Pedro parecía tan seguro y… masculino con aquel traje. Su cuerpo se había vuelto más musculoso, y sus hombros, más anchos. Y seguía provocando en ella un profundo deseo, como siempre había hecho.


Esperaba que no insistiera en que se quedara en Clara Falls para siempre. No funcionaría.


—Ya veo que has hablado con todo el mundo —dijo él sin sonreír.


—¿Es un cumplido? —preguntó ella con precaución ante el tono de sus palabras.


—Sí.


—Me estoy divirtiendo, pero esto no es lo mío.


—¿Qué es lo tuyo?


—Salir a tomar una cerveza y una pizza —suspiró con nostalgia.


—Pues no hay nadie en esta sala que crea que preferidas estar en otro sitio. Los has dejado encantados a todos.


—Un milagro, ¿verdad? —observó ella sonriendo—. La chica rebelde ha desarrollado habilidades sociales.


—Debes reconocer que es un gran cambio, Pau. ¿Dónde fuiste cuando decidiste no volver a Clara Falls? ¿Qué hiciste? ¿Cómo has conseguido que se produzca semejante transformación?


Paula se dio cuenta de que llevaba toda la noche esperando a que le hiciera esa pregunta.


—Después de despedirme de mi tía, me fui directamente al aeropuerto. Me marché a Estados Unidos.


—¿Por qué a Estados Unidos?


Había querido huir lo más lejos posible y empezar de nuevo donde no la conocieran. Y necesitaba hacer un gesto simbólico.


—¿Me creerías si te dijera que porque era joven y estúpida?


—Joven, sí —dijo él sonriendo—, pero no estúpida.


—Entré en el aeropuerto sin haber decidido si me iría a Europa o a Estados Unidos. Pedí un billete para el primer vuelo que saliera. Y así acabé en Los Ángeles, prácticamente sin dinero, sin trabajo y sin alojamiento. Así tienes que espabilarte, créeme.


—¿Qué hiciste?


—Tomé una habitación en un lúgubre hotel durante una semana, compré un bloc de dibujo y carboncillos y me pasé los siete días haciendo retratos a los turistas y cobrándoles cinco dólares. Así conocí a Carroll Carson que es el artista del tatuaje más conocido de la Costa Oeste. Se hizo cargo de mí y me propuso que aprendiera a tatuar. Tuve suerte.


Lo miró y experimentó una sensación extraña. Tal vez la señora Lavender tuviera razón al decirle que había hecho lo correcto marchándose de Clara Falls. Si no lo hubiera hecho, se habría pasado la vida viviendo a la sombra de Pedro, agradecida de que quisiera a una inadaptada como ella. Pero ya no lo era: había conquistado su sitio en el mundo y no necesitaba a ningún hombre.


—Fernanda fue una aventura de una noche —Pedro soltó las palabras como si fueran balas, y causaron el mismo impacto.


—¿Una aventura de una noche? —Pau lo miró fijamente y quiso decirle que no era asunto suyo.


—Fue ella quien me dijo lo de Samuel y tú. No estabas, te echábamos de menos, bebimos demasiado y… —se encogió de hombros—. Al día siguiente le dije que había sido un error y que no volvería a suceder.


—¿Cómo se lo tomó? —preguntó ella mientras trataba de comprender lo que Pedro le decía.


—No muy bien.


¿Había estado Fernanda enamorada de Pedro todo el tiempo? Pau se puso enferma al pensarlo.


—¿Por qué me cuentas todo esto? —se levantó temblando.


—Quería que supieras la verdad —Pedro también se puso de pie.


La preocupación que transmitían los ojos de Pedro la envolvió cálidamente, del mismo modo que sus brazos al bailar, cuando el pulso se le había desbocado. Pero no había futuro para los dos juntos. Carecía de sentido preguntarse qué sentiría al apoyar la cabeza en su hombro o al acariciarle el cuello con la cara, deslizar la mano bajo su camisa y trazar el contorno de sus músculos. Sin embargo, aunque no tuviera sentido, no podía dejar de pensar en ello.


—Hola, chicos. ¿Os divertís? —Guadalupe tenía las mejillas encendidas de bailar.


—Mucho —consiguió decir Pau.


—Desde luego —respondió Pedro—. ¿Y tú? Tienes un aspecto espléndido.


—¿Vas a bebértelo? —le preguntó Guadalupe señalando el ponche.


—Todo tuyo —Paula se lo dio.


—Gracias —se lo bebió de un trago—. Mira, allí está Tim Wilder. Nos vemos luego.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro a Paula—. Tienes cara de buscar pelea. ¿Qué he hecho esta vez?


—Es más bien lo que no has hecho; o lo que no has dicho. ¿No estoy atractiva esta noche?


—Sí. ¿Por qué?


—Porque a todas las mujeres que has saludado les has dicho lo guapas o maravillosas que estaban. ¡A todas excepto a mí!


—¿Tanto te importa mi opinión, Pau? —preguntó él con una sonrisa mientras se acercaba a ella.


—Claro que no —contestó ella con brusquedad—. Sólo ha sido un momento de inseguridad femenina.


Trató de pasar a su lado, pero, al hacerlo, él la tomó por la cintura y la apretó de espaldas contra sí. Con exasperante lentitud le acarició el estómago y fue bajando la mano. Ella reprimió un gemido. Si seguía moviendo la mano, si movía aunque sólo fuera el meñique, se derretiría en sus brazos.


—No tienes motivos para sentirte insegura, Paula.


Ella sintió su aliento en la oreja y cerró lo ojos. Sólo la llamaba Paula cuando hacían el amor. Y en los ocho largos años que habían transcurrido, ella no había tenido otro amante. Sintió escalofríos y se puso a temblar, revelando su deseo.


—Pero si empiezo a decirte lo sexy que estás con ese vestido, cómo el peinado te realza los ojos y cómo ante el brillo de tus labios se me hace la boca agua, acabaría diciéndote que quiero arrancarte el vestido y hacerte el amor toda la noche, deprisa y frenéticamente la primera vez, despacio y sensualmente la segunda, observando todos los detalles de tu rostro la tercera.


Ella fue incapaz de decir nada. Había comenzado a jadear suavemente.


—Pero, dadas las circunstancias —añadió él—, no sería sensato —la apretó con más fuerza para que ella no tuviera más remedio que percatarse de su masculinidad presionándole la espalda—. Ardo de deseo por ti, igual que antes, Paula.


Sus dientes le rozaron la oreja. Pau gimió.


—Y siento que el mismo deseo te consume. Siento cómo tiembla tu cuerpo. Quiero llevarte a casa y hacerte el amor. Dime que sí —murmuró— y nos vamos. ¡Dímelo! —le ordenó.


¡Sí! Pasar una noche gloriosa de placer y libertad en brazos de Pedro. ¡Sí! Acariciarlo como sus dedos y labios ardían en deseos de hacerlo, llegar a la cima con él y… No. Retiró los dedos de Pedro de su estómago uno a uno y se separó de él.


—¿Y mañana, Pedro? ¿Y pasado mañana? ¿Qué pasará la próxima vez que me encuentres con otro hombre en una situación que no te puedas explicar? ¿Vas a perder los estribos y a acusarme otra vez de engañarte? No confiabas en mí ni confías ahora —y lo más importante, ella no se fiaba de sí misma. ¿A quién haría sufrir la próxima vez que Pedro le partiera el corazón? Pero no habría próxima vez, ya que no tenía intención alguna de volver a entregárselo. Ningún hombre era digno de esa dase de sufrimiento—. Perdona, pero necesito una copa de ponche —y se dio la vuelta para dirigirse a la mesa de los refrescos. Se sirvió el ponche e iba a dar un sorbo cuando Gaston Sears apareció de repente a su lado.


—Te he buscado por todas partes, Pau.


—¿Y eso, señor Sears? ¿Quería sacarme a bailar?


—No, quería avisarte de que el lunes por la mañana llevaré unos papeles a tu abogado.


—¿Qué papeles? —Paula sintió un nudo en el estómago.


—Seguro que sabes que presté a tu madre cincuenta mil dólares. ¿No te lo dijo? —preguntó con la cara llena de satisfacción—. Sería un descuido de su parte.


—No me lo creo —murmuró Paula. ¿Por qué iba su madre a pedirle dinero prestado?


—Lo necesitaba para comprar la librería. Y ahora voy a reclamar la deuda. Si no me pagas dentro de una semana, la librería será mía.


¡Cincuenta mil dólares! No los tenía. El señor Sears debía de estar mintiendo.


—¿Pasa algo? —preguntó Pedro situándose entre ambos.


—Pronto estará resuelto —dijo el señor Sears echándose a reír mientras se alejaba.


—¿Qué pasa?


—Que el señor Sears quiere crear problemas, como siempre —pero la voz le temblaba.


—¿Y lo ha conseguido?


—Claro que no. Pero ¿por qué no ha sido ésta una noche de pizza y cerveza? —le vendrían bien en aquel preciso instante. La ayudarían a pensar. Y a dormir.


—¿Te encuentras bien, Pau? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Perfectamente.


—Pareces cansada. ¿Quieres que nos marchemos?