Cuando llegó al sauce, Paula tuvo que admitir que Pedro había elegido un sitio estupendo para una merienda. El río se deslizaba tranquilo, meditabundo, acariciando la orilla y… casi curando las heridas del alma. Se preguntó entonces si Pedro sentiría lo mismo. Quizá era por eso por lo que había decidido enterrarse allí.
Dejándose caer sobre la hierba, bajo la agradable sombra del árbol, pensó en el inusual rescate. Y en su más inusual salvador.
Pedro, llevando perritos calientes y una jarra de limonada, apareció entonces a su lado.
—Qué bien. Gracias.
—De nada.
El azul de su camisa destacaba el color de sus ojos. Los vaqueros gastados destacaban la firmeza de sus muslos. Y los latidos del corazón de Paula destacaban un desconocido afecto por aquellos estupendos muslos envueltos en tela vaquera.
—Gracias otra vez por… rescatarme.
—No hay de qué.
Paula apartó la mirada, intentando recrear la sensación de paz y bienestar que había experimentado unos segundos antes. Pero no podía dejar de mirar a Pedro por el rabillo del ojo.
—Ahora entiendo por qué vives aquí. Esto es precioso.
—¿No te imaginas a ti misma viviendo aquí?
—No.
No podría. Aquel sitio, aunque precioso, le daba un poco de miedo. Estaba tan apartado de todo…
—¿Eres una chica de ciudad?
—No, qué va. Vivo en un pueblo en la costa, a unas tres horas de aquí. Es precioso, sobre todo en esta época del año.
Cuando terminaba el verano y empezaba el otoño, cuando los días eran aún cálidos y las noches un poco más frescas.
—Si es tan bonito, ¿qué haces aquí?
Buena pregunta. Paula mordió su perrito caliente, pensativa.
—Mi padre murió… bueno, ya te lo he contado. Sufrió demencia senil durante unos años. Yo cuidé de él y… en fin, tenía que alejarme de allí durante un tiempo.
Pero a algún sitio divertido, alegre. Algún sitio donde pudiera cerrar los ojos y respirar con libertad. No un sitio en el que había que pelearse para hablar con alguien. Y tampoco había querido irse durante todo un mes. Una semana habría sido más que suficiente.
Paula tragó saliva. No debería ser tan ingrata.
—Supongo que fue muy difícil para ti —dijo Pedro.
Ella asintió con la cabeza, emocionándose al ver la amabilidad reflejada en sus ojos azules. Pedro Alfonso sabía lo que era la pena. Él tenía que entenderlo mejor que nadie.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro le apretó la mano y el corazón de Paula se aceleró al ver que miraba sus labios… con deseo. Ella lo deseaba también. Lo necesitaba. No recordaba haber deseado tanto las caricias de un hombre.
Sin pensar, se inclinó hacia él con los labios entreabiertos. Y el tiempo pareció detenerse. Deseaba acariciar su cara, respirar su aroma masculino, echarle los brazos al cuello y enredar los dedos en su pelo…
En los ojos de Pedro había un brillo de deseo pero luego, sacudiendo la cabeza, soltó su mano y miró hacia el río. Y Paula se sintió avergonzada.
—¿Quieres un trozo de pastel? —preguntó, por decir algo—. No sabía lo que te apetecería, así que he traído un poco de todo. También hay merengue…
—No habría sido buena idea —la interrumpió Pedro.
Paula sabía que no estaba hablando de los pasteles. Estaba hablando de besarla.
—Sí, lo sé —murmuró. Nerviosa, miró alrededor y se quedó sorprendida al ver la cantidad de gente que estaba llegando al merendero—. ¿De dónde han salido?
—De Gloucester —contestó Pedro—. Desde hace un par de años algunas de las especialidades locales se han hecho un buen nombre en la zona.
—¿Por ejemplo?
—¿Quieres decir además de la salsa de tomate y la miel? —bromeó él.
Paula soltó una carcajada. De modo que Pedro Alfonso también sabía hacer bromas.
—Dímelo, tonto.
—Los sándwiches de salchichas con pepinillos, por ejemplo.
—¿En serio?
—Nada está más rico que eso… salvo esto quizá —sonrió Pedro, señalando la tarta de chocolate—. Está mejor que buena.
—Ya te dije que me salía mejor si la hacía sin la mezcla ésa de sobre. ¿Qué más cosas se venden?
—El jabón casero de Chloe Isaac. La opinión popular se divide entre el de olor a fresa y el de limón.
—Ah, qué bien. Ése es el tipo de detalle que deberías poner en las cabañas. A la gente le encantaría. ¿Y la miel? ¿Tenéis buena miel por aquí?
Pedro tomó un trozo de tarta de chocolate, sonriendo.
—Tendré que presentarte a nuestro productor de miel local, Franco Todd. Vende tarros de miel recién sacada del panal. Y está buenísima.
—Estupendo —sonrió Paula—. ¿No quieres probar el merengue?
—¿Crees que necesito engordar?
—No te hace falta.
Desde luego que no.
—Lo guardaré para después —dijo él, señalando el mercadillo—. Pensé que querrías que fuéramos a comprar algo.
A Paula le gustó que hablase en plural. Eso significaba que no pensaba marcharse por el momento.
—Primero quiero disfrutar de esto.
—¿De qué?
—De ver a la gente pasándolo bien, de oírlos reír. Eso es lo que quería cuando les dije a mis hermanos que necesitaba un respiro.
—¿No quieres ser parte de la diversión?
—Sí, supongo… —Paula no dejaba de mirar a la gente—. Pero disfruto saboreándolo antes. Ah, mira, una pintora está colocando su caballete.
—Es uno de los tesoros de Martin's Gully. Ven, voy a enseñarte los productos locales —dijo Pedro, tomando su mano.
Ella estaba más que contenta de darle la mano, más que contenta de formar parte del grupo de gente que lo pasaba bien.