martes, 22 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 32

 


Paula separó su boca de la suya y gimió su nombre, mientras sus pezones se erguían en sus manos. Pedro le besó la barbilla y deslizó la lengua por su cuello.


Pedro —susurró entonces Paula—. Espera...


Pedro se detuvo con el corazón palpitante. Sí, necesitaban un preservativo. Probablemente eso era lo que Paula quería decirle. En alguna parte podría...


—No podemos hacer esto —musitó Paula.


Pedro alzó la cabeza para buscar sus ojos, para asegurarle que podían hacerlo. Pero la expresión de Paula lo dejó sin habla. Habría jurado que estaba arrepentida de lo ocurrido. Arrepentida.


—Podría estar casada.


Un dolor insoportable buscó cobijo en el pecho de Pedro.


—Pero no lo estás.


—No lo sabemos.


—Entonces no lo estás.


Pestañeando para apartar las lágrimas de sus ojos, Paula se estrechó contra él y le dio un beso en la mejilla.


—Tengo que averiguarlo —musitó.


Pedro cerró los ojos y apoyó su frente en la de Paula. No podía, no quería dejarla marchar. Paula posó las manos en las de Pedro, que todavía descansaban en sus senos.


—Lo siento. Sé que no debería haberte devuelto el beso.


Pedro respiró hondo, aspirando todo el oxígeno que necesitaba, y la soltó. Se levantó lentamente, temblando como si acabara de meter los dedos en un enchufe, se pasó la mano por el pelo y se acercó a la ventana, frente a la que permaneció con la mirada perdida en la oscuridad del exterior.


Poco a poco, iba recuperando la razón, y de la forma más dolorosa. Por mucho que odiara enfrentarse a ello, Paula había hecho bien al detenerlo. Era posible que estuviera casada. Que estuviera casada con otro hombre del que podía estar enamorada, aunque no fuera capaz de recordarlo. Incluso era posible que tuviera hijos, una familia.


Su situación se complicaba cada vez más. Pedro deseaba romper algo, darle un puñetazo a la pared, gritar, vociferar.


Y, sobre todo, hacer el amor con ella.


¿Qué diablos le estaba ocurriendo? Tenía ante él la vida que siempre había deseado. Estaba satisfecho de su éxito profesional y le agradaba vivir en Sugar Falls. No necesitaba para nada a Paula Flowers, si es que era aquél su verdadero nombre. No tenía ninguna necesidad de ella.


Pero el caso era que la sentía.


Se volvió hacia ella y descubrió que se había levantado y estaba cerca de la puerta. A Pedro le dio un vuelco el corazón. Se estaba preparando para marcharse.


—Si ahora prefieres llevarme a un hotel, lo comprenderé.


—Si crees que voy a permitir que te vayas a algún lugar que no sea la habitación de al lado —contestó con voz ronca—, es que no has comprendido nada en absoluto —se acercó hacia ella, deseando estrecharla entre sus brazos—. ¿Cuánto tiempo crees que te durará el dinero si te vas a un hotel?


—No mucho —admitió—. ¿Podrías considerar la posibilidad de darme un préstamo? Te lo devolveré con intereses. Es posible que me lleve algún tiempo, pero...


—Te daré todo el dinero que necesites —le prometió, anulando la escasa distancia que los separaba—, pero no quiero que te quedes en un hotel —apoyó el brazo contra la pared, muy cerca de donde ella estaba—. Quédate aquí, Paula. Puedes quedarte en la habitación que tengo para los invitados.


—No puedo quedarme en Sugar Falls si no tengo trabajo, y en cuanto se empiece a extender el rumor de que Laura me ha echado, dudo que nadie quiera contratarme. Hoy nos ha visto juntos mucha gente, y no tengo referencias de otros trabajos para demostrar que se puede confiar en mí. Ni siquiera tengo cartilla de la seguridad social.


Pedro comprendió entonces por qué le daba tanto valor al trabajo que tenía en casa de Laura. Y se dio cuenta de lo difícil que sería para ella encontrar trabajo en Sugar Falls. Al día siguiente, la gente que podría haberse permitido el lujo de contratarla le cerraría todas las puertas. Como le había ocurrido a él cuando era un adolescente...


—Conozco a alguien que podría necesitar ayuda en casa.


—¿Quién es?


—Yo.


—No, tú no necesitas a nadie.


—Mira a tu alrededor. Tengo cajas y muebles empaquetados por todas las habitaciones. Hace tres meses que me he mudado y todavía no he tenido tiempo de sacar todas mis cosas. Tengo un horario muy apretado —pero la verdad era que no había sentido la necesidad de sacar nada más de lo que iba a utilizar—. No cocino mucho, me alimento a base de embutido y comidas rápidas. Eso es suficiente para matar a alguien. Me salvarías la vida si aceptaras trabajar para mí.


—¿De verdad quieres que me quede a trabajar aquí? —preguntó Paula esperanzada.


—Sí —en realidad esperaba de ella mucho más que eso.


Cuando sus miradas se encontraron, Paula preguntó de nuevo en un susurro:—¿Crees que será una decisión inteligente?


—No.


Paula se sonrojó y desvió la mirada. Pedro casi podía leer sus pensamientos mientras ella daba vueltas a las alternativas que le quedaban y decidió interrumpir el proceso haciéndola volverse hacia él.


—Jamás te presionaré a hacer nada que no quieras —le juró—. No puedo decir que no te deseo, ni que no voy a pensar en besarte cada vez que estés cerca de mí...


—Y yo no puedo asegurarte que vaya a encontrar siempre la fuerza de voluntad suficiente para detenerte.


Pedro tomó aire, batallando contra la necesidad de volver a besarla. Tenía que mantener la cabeza fría. No podía aprovecharse de su vulnerabilidad.


—Tendremos que averiguar quién eres. No podemos limitarnos simplemente a esperar que algún día recuperes la memoria.


—Tengo un plan que podría ayudarme a recuperar algunos recuerdos.


—¿Qué plan?


—He pensado volver a Denver, al escenario del accidente, y dar un paseo por allí. Quizá acuda a mi mente algún recuerdo.


—Te llevaré allí cuando decidas que estás preparada. Y si no consigues recordar nada importante, alquilaré un detective privado. Siempre y cuando tú lo apruebes, claro está.


—¿Un detective privado? Eso tiene que costar una fortuna.


—Yo lo pagaré.


—Oh, Pedro —enmarcó su rostro con las manos—. Ya has hecho demasiado por mí. Me siento culpable por todo lo que te estoy haciendo. Primero te beso y luego te obligo a apartarte... Aceptaré el trabajo que me ofreces, pero...


—¿Estás aceptando?


—Supongo que sí.


Pedro sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa.


Y aunque sabía que no debería hacerlo, Pedro recibió la noticia con un enorme abrazo. Y a ella no pareció importarle en absoluto.


—Voy a sacar tu maletín del coche —dijo Pedro entusiasmado—. Puedes quedarte en la habitación de invitados. Aunque no hay nada más que una cama y varias cajas cerradas.


—Será perfecto. Gracias, Pedro, por todo lo que estás haciendo por mí.


—Y, como médico, puedo hacer algo más.


Paula lo miró con expresión interrogante.


—Le preguntaste a mi enfermera si podría decirte si alguna vez habías sido madre —le apartó un mechón de pelo de la cara—. Podría hacerlo, Paula. Podría hacerlo y decírtelo esta misma noche.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 31

 


El fuego crepitaba en la chimenea mientras ambos descansaban sobre los cojines que Pedro tenía esparcidos por la alfombra. Acababan de terminar los sándwiches que Pedro había preparado, con un estupendo pan casero y estaban disfrutando de sendas copas de vino.


Paula le había contado todo lo que recordaba, incluida su certeza de que alguien la perseguía antes del accidente.


—Así que mentiste a los médicos del hospital —resumió Pedro—. Les dijiste que habías recuperado la memoria porque tenías miedo de que te retuvieran allí y dieran a conocer la noticia sobre tu amnesia.


—Exacto. Temía que la persona que estaba persiguiéndome pudiera encontrarme y... —un relámpago de miedo oscureció su mirada—. Tenía una sensación muy fuerte de estar en peligro. Quería alejarme de allí sin dejar pistas.


—Y por eso no querías que ni yo ni nadie nos enteráramos de lo de tu amnesia. Temías que la noticia llegara a oídos de alguien que pudiera hacerte daño.


—Ésa era una de las razones, y la otra que la gente no confía en una desconocida que dice tener amnesia. Le oí decir al marido de Ana que no me creía. No podía arriesgarme a que todo el mundo sospechara de mí, de esa forma no habría podido encontrar trabajo.


Pedro la miró con atención durante un largo rato.


—Sueñas con ello, ¿verdad? —le preguntó suavemente—. Sueñas que alguien te persigue, quiero decir.


Paula lo miró sorprendida.


—Sí, ¿cómo lo sabes?


Pedro se encogió de hombros.


—Me lo he imaginado. Esta tarde has tenido una pesadilla.


—¿De verdad? —apenas podía creerlo—. Normalmente me despierto cuando tengo una pesadilla.


—Y probablemente también te habría ocurrido esta vez —repuso Pedro—, si no te hubiera abrazado —su voz estaba teñida de la misma sensualidad que suavizaba su mirada—. Tu miedo puede ser una reacción al accidente, Paula, pero si realmente hay algún motivo para que lo sientas, te prometo que no dejaré que nadie te haga daño.


Aquella disposición la conmovió profundamente, pero al mismo tiempo, le produjo ansiedad. Ya había conseguido convencerlo de que no llamara a las autoridades para informar de su amnesia. Tendría que recordarle nuevamente su promesa de no intervenir.


Le preocupaba no sólo por sí misma, sino también por él. Temía que pudieran hacerle daño. Cualquier hombre que pretendiera ayudarla podía salir herido. Lo sabía con una certeza que la asustaba.


—Probablemente el miedo sea infundado —le aseguró con toda la convicción de la que fue capaz—, pero preferiría esperar a recuperar algunos recuerdos, antes de dar a conocer mi amnesia — fijó la mirada en la copa de vino—. No estoy preparada para que aparezca de pronto un desconocido... y me reclame.


—Te reclame... —repitió Pedro. Sus miradas volvieron a encontrarse—. Dios mío, podrías estar casada.


Paula asintió lentamente.


—Pero no llevabas alianza de matrimonio —añadió Pedro.


—No, no llevaba alianza.


—Y has dicho que Ana intentó enterarse de si había alguna denuncia sobre tu desaparición y no descubrió nada.


—Así es.


—Si estuvieras casada —razonó en voz alta—, tu marido habría informado de tu desaparición. Y se supone que tú llevarías una alianza... —tensó la mandíbula—. No creo que estés casada.


—Probablemente no.


Probablemente no. Pedro se sentó, la miró atentamente y soltó una maldición. Dejó su copa de vino a un lado y se volvió hacia el fuego.


—¿Estás segura de que no recuerdas nada, Paula?


—Nada en absoluto.


Pedro la miró entonces de reojo, con una repentina desconfianza.


—¿Ni siquiera a Mauro?


—¿Mauro?


—Dijiste ese nombre en sueños.


—¿De verdad? ¿Dije Mauro? —dejó la copa de vino en la repisa de la chimenea, mientras intentaba controlar su pulso acelerado. ¡Por fin tenía una pista! Una pista que podía abrir la puerta a nuevos recuerdos—. Mauro —repitió, buscando en su mente algún resquicio de reconocimiento.


Pero no lo encontró.


—¿Y cómo lo dije? —preguntó, frustrada por su incapacidad para recordar—. ¿Parecía asustada, aliviada o...?


—Simplemente lo dijiste —la miró sombrío—. Has gemido, has sollozado un poco y después has susurrado ese nombre.


Paula volvió a intentar ponerle un rostro a aquel nombre.


—No lo recuerdo —volvió a decir desilusionada—. Pero si he soñado con él, ¿por qué no puedo recordarlo?


Pedro soltó un bufido que podría haber pasado por una risa.


—Aquí estás, intentando poner en funcionamiento tu cerebro mientras yo casi deseo que no lo hagas. Sé que es una locura, y muy egoísta por mi parte, pero quien quiera que sea ese Mauro, no me apetece verlo ni en pintura. Te deseo, Paula —añadió en un ronco susurro—. Maldita sea, te deseo.


Y ella también lo deseaba.


Pedro lo leyó en sus ojos y, antes de que la razón pudiera detenerlo, la besó. Paula abrió sus labios para él, unos labios dulces y lujuriosos, y Pedro reencontró el sabor que había estado ansiando desde su último beso.


Entregado ya a la pasión, moldeó el cuerpo de la joven contra el suyo, desde los senos hasta los muslos, pero todavía no conseguía saciar su sed. Sus manos buscaban cada una de sus curvas, llenándose de la exquisita suavidad de su piel.


Paula gemía y se movía contra él de tal manera que Pedro era presa de una excitación como no la había sentido en su vida. Jamás había deseado tanto con aquella urgencia. Nunca había besado a nadie impulsado por una necesidad como aquélla.


Descubrió sus senos bajo la camisa, atrapados por el bañador. Impaciente, bajó el escote y llenó sus manos de aquella sedosa perfección.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 30

 


Para el momento en el que Paula había abierto su puerta, él ya había cruzado el patio de la casa y subía a toda velocidad los escalones que conducían a la pintoresca cabaña de madera en la que al parecer vivía.


Había caído ya la noche y con ella las altas temperaturas del día. Paula salió del coche y lo siguió temblando.


—¡Pedro! —gritó—. Por favor, espera.


Pedro se detuvo en el porche y la miró en silencio.


—No puedo aceptar tu coche, ni tu tarjeta de crédito.


—¿Por qué no? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Para empezar, no puedo conducir —se abrazó a sí misma, intentando entrar en calor—. No tengo carné.


—¿Qué? —preguntó incrédulo.


—Y dudo que me dejen usar tu tarjeta de crédito, porque no dispongo de ningún tipo de identificación.


Pedro la miró fijamente.


Paula subió los escalones que los separaban y le tendió la tarjeta y las llaves.


Pero, en vez de tomarlas, Pedro le tomó la mano y lenta, pero insistentemente, la empujó hacia él y la recibió con un cálido abrazo. Suspirando frustrado, apoyó la barbilla en la sien de la joven.


—Tú tenías razón —admitió Paula, perdiendo repentinamente el temor a confiar en él. Pedro había estado dispuesto a permitir que se marchara. No sabía por qué, pero el caso era que el saberlo le hacía sentirse libre. Saber que Pedro le permitiría marcharse había puesto fin a la incomodidad que anidaba en su interior desde que había descubierto que la deseaba—. Te mentí.


Pedro no dijo nada, ni siquiera se movió. Se limitó a continuar abrazándola.


—Pero antes de decirte la verdad, quiero que me prometas algo —se separó ligeramente de él, pero sólo para poder mirarlo a los ojos—. Prométeme que no harás nada al respecto. Nada en absoluto. Dejarás el asunto completamente en mis manos.


Pedro la miró con el ceño fruncido, como si quisiera negarse a aceptarlo. Al cabo de unos segundos, contestó poco convencido:—De acuerdo, te lo prometo.


—¿Con la mano en el corazón?


A los ojos de Pedro asomó una sonrisa.


—No me presiones.


Paula sintió un alivio inmenso en su corazón.


—Te dije que no había sufrido ninguna pérdida de memoria tras el accidente —comenzó a decir—, pero no es cierto. La he sufrido, y bastante grave. Eh... en realidad no soy capaz de recordar nada sobre mi pasado —tragó saliva, invadida por una repentina oleada de tristeza—. No sé quién soy.




lunes, 21 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 29

 


Sin decir una sola palabra, se volvió a Pedro, que, rodeándole la cintura con la mano, la condujo hacia el coche.


Cuando la joven se instaló en el asiento de pasajeros, le preguntó: —¿Qué es lo que te ha regalado?


Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


—Un soldadito —se lo mostró y volvió bruscamente la cabeza—. Uno de sus preferidos —sollozó.


Y entonces Pedro se enamoró de ella. O quizá fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba enamorado. Quería llevarla a su casa y hacer el amor con ella durante el resto de su vida... Quería vivir con aquella mujer de ojos llorosos y tierna sonrisa.


Y comprendía perfectamente lo que Teo sentía.


Porque el también quería que se quedara a su lado.


Era una locura, por supuesto. Una locura similar a la obsesión de su padre por la naturaleza. Una locura como la fe ciega de su madre en el yin y el yang, el zodiaco o los poderes curativos de la música.


Enamorarse era la mayor de las locuras. Especialmente de Paula Flowers. Lo único que sabía de ella era que había mentido al rellenar un formulario médico, que había huido de él cada vez que había estado en su mano hacerlo, que lo había excitado terriblemente con un solo beso y que mientras dormía había susurrado el nombre de otro hombre.


Tenía un problema. Un serio problema. Había perdido la cabeza y tenía que encontrarla. Pero Paula lo necesitaba en ese momento y él, que el cielo lo ayudara, estaba dispuesto a tenderle una mano


—Vamos a cenar —sugirió—. Son las siete y media. Supongo que estás tan hambrienta como yo.


—Gracias, pero tengo que buscar un hotel. ¿Te importaría llevarme al más cercano?


—¿Un hotel? Yo pensaba que querrías ir a casa de Ana. Es tu prima, ¿no?


El recelo de la mirada de Paula hizo que Pedro se pusiera nuevamente en guardia.


—Ahora está de camping. No volverá hasta dentro de quince días.


Pedro apretó los labios y condujo en silencio.


—El hotel más cercano está en Beck. No tengo ni idea de cuál es tu situación financiera, pero pasar una noche allí podría costarte alrededor de cien dólares.


El pánico asomó a los ojos de Paula, pero no contestó.


—¿Piensas buscar otro trabajo en Sugar Falls? —insistió Pedro, quizá en un tono demasiado malhumorado—. ¿O has decidido marcharte?


—Yo... todavía no puedo decirlo.


—¿No puedes decirlo? —el enfado de Pedro aumentaba. Giró bruscamente el volante y dio media vuelta para dirigirse hacia su casa.


—¿Pedro? —Paula lo agarró del brazo y lo miró mientras él tomaba un desvío, pero Pedro no volvió a decir nada hasta que estuvo en su casa.


—No pienso suplicarte que confíes en mí —quitó las llaves del coche y las arrojó al regazo de Paula—. Toma el coche y vete a un hotel —abrió la guantera, sacó una billetera y le tendió una tarjeta de crédito—. Puedes utilizarla para pagar la habitación. Si decides marcharte, alquila un coche con ella. Llama después al ambulatorio y dime dónde puedo ir a recogerla.


Paula lo miraba sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo.


—¿Me estás confiando tu coche y tu tarjeta de crédito? ¡Pero si ni siquiera me conoces!


Pedro se volvió hacia ella y le dirigió una mirada a la vez íntima y furiosa.


—Te conozco, Paula. Aunque no sé una maldita cosa sobre ti y tú parezcas empeñada en que continúe sin saberla —abrió la puerta del coche y salió.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 28

 


Encontraron el maletín de Paula tras una de las columnas del porche de la mansión de Laura, con una nota doblada en el asa. Nada más. Algo que a Pedro le extrañó; al fin y al cabo, Paula había estado viviendo allí.


Y la vista de aquel maletín solitario le hizo sentirse todavía peor. Le había bastado mirar al rostro de Paula para comprender la importancia que aquel trabajo tenía para ella. Aunque no comprendía por qué. Una chica como Paula tenía muchas probabilidades de encontrar algo mejor. Aunque no parecía ser consciente de ello.


Pero no podía estar seguro de lo que la joven pensaba. Desde que habían salido del lago, prácticamente no había dicho una sola palabra.


Pedro la siguió cuando Paula fue a buscar su pequeña maleta y la vio abrir la cremallera de un pequeño compartimento en el que al parecer la joven guardaba su dinero. Tras contar los billetes, Paula tomó las monedas y las guardó en su monedero.


—¿Está todo?


—Por supuesto. En ningún momento he sospechado que pudiera faltarme dinero. Pero no recordaba cuánto había ahorrado.


Por su expresión desolada, Pedro sospechaba que no era mucho. Aunque seguramente, aquellos no eran todos sus ahorros. Por lo menos tendría una cuenta en el banco.


Pero su intuición le decía que la situación era muy diferente.


—¿Tienes coche aquí?


—No.


Paula leyó entonces la nota de Laura, y Pedro observó atentamente las emociones que aparecían en sus ojos. Enfado, aunque no parecía ir dirigido a él. Remordimiento, algo que no podía comprender en absoluto. Y, sobre todo, miedo.


¿Pero por qué el hecho de perder un trabajo como aquel le causaba miedo?


La negativa de Paula a dar rienda suelta a sus sentimientos sólo servía para avivar el enfado que Pedro sentía hacia sí mismo y hacia Laura. Estaba convencido de que ésta había actuado por despecho. Y él, maldito fuera, lo había hecho por puro egoísmo. Debería haber dejado a Paula en casa de Laura tras haberla sacado del club, pero quería estar con ella. Debería haber estado atento al reloj, pero había decidido olvidarse de la hora mientras la tenía entre sus brazos. Se había quedado dormido embriagado por su fragancia, por el calor de su cuerpo... un placer demasiado intenso para arrepentirse ni siquiera después de todo lo ocurrido.


Dedicándose los peores insultos que se le ocurrieron, agarró el maletín y lo llevó al coche. Paula continuaba en el porche, leyendo la nota. Cuando terminó, alzó la barbilla, se acercó a la puerta de la casa y llamó.


Laura no atendió a su llamada. Con los hombros erguidos y la cabeza alta, Paula se alejó de la mansión.


Cuando llegó al coche, Pedro advirtió que había palidecido notablemente.


—¿Qué ponía en esa nota? —le preguntó.


Paula vaciló, dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros, como si le importara muy poco lo que la nota decía.


—Explica las razones por las que me ha despedido.


—¿Y cuáles son?


Aunque Paula intentaba permanecer impasible, estaba blanca como el papel.


—Porque dejé a los niños solos en la piscina del club mientras... —se interrumpió, como si estuviera intentando encontrar las palabras más adecuadas.


Pedro le arrebató la nota y la leyó por sí mismo. Paula había intentado evitar la parte en la que decía que se había «arrojado a los brazos de un hombre, escandalizando a todos los presentes con su conducta».


Pedro arrugó la nota y se quedó mirando con expresión furibunda hacia la casa.


—Sí, puedes estar segura de que voy a escandalizarte —musitó, y comenzó a caminar hacia allí.


Paula se interpuso rápidamente en su camino.


—Aprecio tu apoyo, Pedro, pero no eres tú el que tiene que librar esta batalla. Ha sido un simple malentendido. Y entiendo que haya llegado a esa conclusión. Salimos abrazados del club y al parecer alguien le ha dicho que hemos pasado la tarde en el lago. Si lo que te preocupa es tu relación con ella, te aconsejo que esperes hasta mañana. Para entonces ya se habrá tranquilizado y podrás explicarle que no hay nada entre nosotros.


—Pero eso sería mentir. Quieras o no, Paula, hay algo entre nosotros.


Se hizo entre ellos un incómodo silencio que interrumpió el grito de un niño.


—¡Paula! —entre las sombras de la mansión, asomó un niño descalzo y en pijama que corrió hacia ella.


—¡Teo! ¿No te das cuenta del frío que hace? Deberías haberte calzado.


—¡Paula! —se lamentó el niño. Y para sorpresa de Pedro, el auténtico terror de la liga de béisbol infantil, se aferró a las rodillas de Paula—. Por favor, no te vayas.


—Eh, eh, ¿a qué viene todo esto? —le preguntó Paula con una delicadeza conmovedora, mientras acariciaba su pelo.


Sonrojado y jadeante, el niño la miró con tristeza.


—Mamá ha echado a Tofu y ahora te echa a ti. No es justo. No te vayas, Paula. Julian y yo queremos que te quedes.


Paula se arrodilló a su lado y le sonrió con ternura.


—Oh, Teo, me encantaría quedarme, pero, bueno... Tengo que buscar otro trabajo.


—No, no... entonces no verás con nosotros los dibujos animados ni...


—Es posible que tengamos oportunidad de volver a jugar juntos. Incluso puedo ir a veros jugar al béisbol si me quedo aquí.


—¿Si te quedas aquí? —preguntó Pedro alarmado.


—¿Me lo prometes? —suplicó Teo—. ¿Lo prometes con la mano en el corazón y si no te morirás?


Paula hizo una mueca exageradamente cómica, pero se llevó la mano al corazón.


—Te prometo que, si me quedo en Sugar Falls, intentaré jugar con vosotros todas las veces que pueda. Ahora vuelve a casa. Están a punto de empezar Las Aventuras de un Monstruo en la Ciudad.


—¡Las Aventuras de un Monstruo! —exclamó el niño con vigor—. Voy a buscar el mando antes de que se lo quede Julián —y corrió de nuevo hacia la casa. Pero de pronto se detuvo, se volvió y buscó en el bolsillo de su pijama—. Casi se me olvidaba. Te he traído esto —se acercó a ella y le entregó su regalo—. Por si quieres jugar cuando yo no pueda jugar contigo.


Paula tomó el regalo, musitó las gracias y lo abrazó... Lo abrazó como una madre habría abrazado a su hijo. Teo la abrazó también, pero pronto se separó, despidiéndose con un grito:—¡Hasta luego, caimán!


—¡Hasta luego, cocodrilo! —respondió ella.


Se levantó lentamente y se quedó mirando en la dirección en la que el niño se alejaba.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 27

 


Mientras intentaba encontrar en el fondo de su mente los motivos que le habían hecho llegar a aquella conclusión, Pedro se volvió y sacó por la ventanilla el teléfono móvil. De su expresión había desaparecido todo rasgo de cariño. Tenía una mirada dura, insondable.


Se había convertido nuevamente en un extraño.


Y era ella la que había decidido que lo hiciera.


Pedro —susurró en un impulso, y lo agarró del brazo.


Sintió endurecerse los músculos de Pedro bajo su mano, mientras la observaba con una pregunta implacable en la mirada.


Una extraña ternura manaba en el corazón de Paula. No podía olvidar el beso que habían compartido, ni los cuidados que Pedro le había prodigado. Ni cómo con su beso había vuelto a saborear la esencia de la vida.


Sonrió, y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Antes de que la situación con Laura empeore y tenga que marcharme de aquí, quiero agradecerte que me hayas ayudado —tragó saliva—. Te agradezco que me hayas sacado del club y te hayas quedado conmigo. Soy consciente de que tienes cosas mucho mejores que hacer.


De la mirada de Pedro desapareció toda prevención. Sus ojos se oscurecieron con una poderosa intensidad.


—No se me ocurre ninguna otra cosa mejor que pasar una tarde contigo. A no ser el poder disfrutar de tu compañía durante toda una noche.


Inmediatamente, Paula se descubrió envuelta en una nueva oleada de deseo. El solemne rostro de Pedro ocupaba todo su campo de visión. La promesa de otro beso le hacía olvidarse del mundo.


Pero una inesperada llamada telefónica se interpuso entre ellos. Paula retrocedió sobresaltada. Pedro soltó un juramento y se llevó el teléfono al oído. Tras una brusca contestación, se volvió de espaldas.


—Laura, estaba a punto de llamarte. Siento haberme retrasado. Si todavía quieres que vaya a buscarte, puedo...


Se interrumpió bruscamente.


—¿Que me has llamado? No, no he oído el teléfono. Lo he tenido toda la tarde en el coche —volvió a interrumpirse y buscó a Paula con la mirada—. Sí, todavía está conmigo.


Paula se mordió el labio, nerviosa. La expresión de Pedro era cada vez más sombría.


—Espera un momento, Laura. Estábamos intentando solucionar un problema relacionado con su salud. Creo que ya te advertí ayer por la noche que corría un serio peligro —permaneció en silencio algunos segundos—. ¡Has sido tú la que le has hecho ir a la piscina a cuidar a los niños...!


Volvió a callarse. Un suave rubor cubrió su rostro.


—¿El lago Juneberry? Sí, claro, estábamos allí, pero... —cerró los ojos e inclinó la cabeza. Al instante siguiente, saltó enfadado—: El caso es que lo que hayamos hecho o dejado de hacer no es asunto tuyo. Ya me he disculpado por llegar tarde y yo... ¿Laura?


Apretando los dientes, desconectó el teléfono y lo arrojó al interior del coche.


Temiéndose lo peor, Paula esperó las noticias que sabía iba a recibir a recibir a continuación. Tras un largo y sombrío silencio, Pedro se volvió hacia ella. Paula sentía su enfado, pero su mirada estaba cargada de arrepentimiento.


—Lo siento Paula, tenías razón. Laura te ha despedido. Te dejará tu maleta en el porche. Podrás ir a buscar el cheque con tu paga el próximo viernes.




domingo, 20 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 26

 

La ansiedad de Paula aumentaba por momentos. No tendría ningún lugar al que ir si Laura la despedía, ni prácticamente dinero para mantenerse hasta que encontrara otro trabajo. ¿Y cómo iba a buscarlo siquiera? No tenía carné de conducir, ni informes que presentar... ni siquiera una cartilla de la seguridad social.


Pedro se cruzó de brazos y la observó atentamente.


—No te preocupes por Laura. La llamaré y le contaré lo que ha sucedido. Antes de ir a su casa, pasaremos por la mía, para que pueda ducharme y cambiarme de ropa —se encogió de hombros—. Sólo vamos a llegar un poco tarde, eso es todo.


Paula inclinó la cabeza con un gesto burlón.


—¿Y cómo piensas explicarle el motivo por el que hayamos llegado tarde? ¿Vas a decirle que nos hemos quedado dormidos y hemos perdido el sentido del tiempo?


A los labios de Pedro asomó una minúscula sonrisa.


—Quizá no sea la mejor forma de explicárselo.


Paula dejó escapar un suspiro.


—Puedes decirle lo que quieras. El daño ya está hecho. Estoy segura de que me va a despedir.


Pedro contemplaba el movimiento de sus caderas mientras la joven paseaba nerviosa ante él, algo que Paula advirtió a través de uno de los espejos exteriores del coche.


—No sé por qué —replicó Pedro—. Ayer por la noche le advertí que necesitabas un par de días de descanso. La principal responsable de lo ocurrido es ella por no haber insistido en que descansaras.


—Realmente no ha sido culpa de Laura. Ella no me ha sacado a rastras de la cama —se detuvo ante él—. Yo... supongo que debería haberte hecho caso.


—Desde luego —contestó el médico, complacido por aquella admisión.


—Aunque quizá no me hubiera quedado dormida en la piscina si no hubiera sido por culpa de ese refresco de cola, Punch Cola creo que se llama.


—¿Punch Cola? ¿Te refieres a esa cafeína líquida que venden como si fuera un simple refresco?


—Pensaba que me ayudaría a permanecer despierta —avergonzada por la desaprobación que veía en su mirada, dejó de caminar y se apoyó a su lado en el coche—. Supongo que en mí ha tenido el efecto contrario.


—¿Quieres decir que te has dormido por efecto de la cafeína? —arqueó una ceja, con expresión de interés—. Humm. Me resulta raro. He leído que puede darse esa reacción en algunos casos, pero —se interrumpió un momento y frunció el ceño— si sabías que la cafeína te provocaba sueño, ¿por qué te has bebido ese refresco de cola?


Paula intentó encontrar rápidamente alguna explicación coherente.


—Había olvidado que la cafeína me producía sueño. Bueno... el caso es que no bebo ni café ni refrescos de cola muy a menudo, y nunca en grandes cantidades —lo que era cierto, por lo menos referido a las siete semanas posteriores a su accidente.


—¿Tienes veinticinco años y jamás en tu vida has bebido ni demasiado café ni demasiados refrescos de cola?


Paula desvió rápidamente la mirada.


—Sabes los años que tengo por el informe médico, ¿verdad?


—Exacto.


—¿Qué pasa? —preguntó exasperada—. ¿Qué te dedicas a memorizar hasta el último dato de tus pacientes?


—¿Y si lo hiciera que problema habría? Al fin y al cabo, es parte de mi trabajo.


—¿Recordar mi fecha de cumpleaños?


—¿La recuerdas tú, Paula? —en aquella ocasión, la joven no tenía forma de escapar a su mirada—. ¿Recuerdas la fecha que escribiste en el informe?


No, no la recordaba. La verdad era que no había prestado demasiada atención a la fecha que había escogido. Pero sí recordaba la fecha que Pedro le había dicho en la piscina.


—El quince de septiembre.


—Te equivocas. El dieciséis de septiembre.


Paula se quedó sin habla: Pedro le había tendido una trampa.


—No comprendo por qué tienes que mentir sobre una cuestión como ésa —le regañó—, o sobre cualquiera de las que aparecen en el formulario, porque supongo que casi todo lo has rellenado a base de mentiras, ¿no?


—¡No eran mentiras! —se sentía inexplicablemente ofendida por aquella acusación—. Quizá la información no fuera exactamente precisa, pero...


—¿Por qué no?


Ante el obstinado silencio de Paula, Pedro tensó los labios.


—Sigue guardándote tus secretos —le reprochó con un ronco susurro—, si eso te hace sentirte a salvo. Pero quiero que comprendas una cosa —clavó en ella su mirada—. No sé en qué tipo de problemas estás metida, ni de qué estás huyendo, pero puedes confiar en mí. No haré nada sin tu consentimiento, y lo último que querría es hacerte daño.


Paula sintió un nudo de emoción en su garganta. Necesitaba llorar. ¿Debería contarle lo de su amnesia? Ante los ojos de Pedro, la verdad no iba a hacerla más sospechosa de lo que ya era.


Quería confiar en él. De hecho, confiaba en él. Pero eso la asustaba: no era la primera vez que confiaba ciegamente en alguien, y sabía que los resultados podían ser desastrosos.