Sin decir una sola palabra, se volvió a Pedro, que, rodeándole la cintura con la mano, la condujo hacia el coche.
Cuando la joven se instaló en el asiento de pasajeros, le preguntó: —¿Qué es lo que te ha regalado?
Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Un soldadito —se lo mostró y volvió bruscamente la cabeza—. Uno de sus preferidos —sollozó.
Y entonces Pedro se enamoró de ella. O quizá fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba enamorado. Quería llevarla a su casa y hacer el amor con ella durante el resto de su vida... Quería vivir con aquella mujer de ojos llorosos y tierna sonrisa.
Y comprendía perfectamente lo que Teo sentía.
Porque el también quería que se quedara a su lado.
Era una locura, por supuesto. Una locura similar a la obsesión de su padre por la naturaleza. Una locura como la fe ciega de su madre en el yin y el yang, el zodiaco o los poderes curativos de la música.
Enamorarse era la mayor de las locuras. Especialmente de Paula Flowers. Lo único que sabía de ella era que había mentido al rellenar un formulario médico, que había huido de él cada vez que había estado en su mano hacerlo, que lo había excitado terriblemente con un solo beso y que mientras dormía había susurrado el nombre de otro hombre.
Tenía un problema. Un serio problema. Había perdido la cabeza y tenía que encontrarla. Pero Paula lo necesitaba en ese momento y él, que el cielo lo ayudara, estaba dispuesto a tenderle una mano
—Vamos a cenar —sugirió—. Son las siete y media. Supongo que estás tan hambrienta como yo.
—Gracias, pero tengo que buscar un hotel. ¿Te importaría llevarme al más cercano?
—¿Un hotel? Yo pensaba que querrías ir a casa de Ana. Es tu prima, ¿no?
El recelo de la mirada de Paula hizo que Pedro se pusiera nuevamente en guardia.
—Ahora está de camping. No volverá hasta dentro de quince días.
Pedro apretó los labios y condujo en silencio.
—El hotel más cercano está en Beck. No tengo ni idea de cuál es tu situación financiera, pero pasar una noche allí podría costarte alrededor de cien dólares.
El pánico asomó a los ojos de Paula, pero no contestó.
—¿Piensas buscar otro trabajo en Sugar Falls? —insistió Pedro, quizá en un tono demasiado malhumorado—. ¿O has decidido marcharte?
—Yo... todavía no puedo decirlo.
—¿No puedes decirlo? —el enfado de Pedro aumentaba. Giró bruscamente el volante y dio media vuelta para dirigirse hacia su casa.
—¿Pedro? —Paula lo agarró del brazo y lo miró mientras él tomaba un desvío, pero Pedro no volvió a decir nada hasta que estuvo en su casa.
—No pienso suplicarte que confíes en mí —quitó las llaves del coche y las arrojó al regazo de Paula—. Toma el coche y vete a un hotel —abrió la guantera, sacó una billetera y le tendió una tarjeta de crédito—. Puedes utilizarla para pagar la habitación. Si decides marcharte, alquila un coche con ella. Llama después al ambulatorio y dime dónde puedo ir a recogerla.
Paula lo miraba sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
—¿Me estás confiando tu coche y tu tarjeta de crédito? ¡Pero si ni siquiera me conoces!
Pedro se volvió hacia ella y le dirigió una mirada a la vez íntima y furiosa.
—Te conozco, Paula. Aunque no sé una maldita cosa sobre ti y tú parezcas empeñada en que continúe sin saberla —abrió la puerta del coche y salió.
Me encanta lo que hizo Pedro, tiene que reaccionar Pau. Está buenísima esta historia.
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