Encontraron el maletín de Paula tras una de las columnas del porche de la mansión de Laura, con una nota doblada en el asa. Nada más. Algo que a Pedro le extrañó; al fin y al cabo, Paula había estado viviendo allí.
Y la vista de aquel maletín solitario le hizo sentirse todavía peor. Le había bastado mirar al rostro de Paula para comprender la importancia que aquel trabajo tenía para ella. Aunque no comprendía por qué. Una chica como Paula tenía muchas probabilidades de encontrar algo mejor. Aunque no parecía ser consciente de ello.
Pero no podía estar seguro de lo que la joven pensaba. Desde que habían salido del lago, prácticamente no había dicho una sola palabra.
Pedro la siguió cuando Paula fue a buscar su pequeña maleta y la vio abrir la cremallera de un pequeño compartimento en el que al parecer la joven guardaba su dinero. Tras contar los billetes, Paula tomó las monedas y las guardó en su monedero.
—¿Está todo?
—Por supuesto. En ningún momento he sospechado que pudiera faltarme dinero. Pero no recordaba cuánto había ahorrado.
Por su expresión desolada, Pedro sospechaba que no era mucho. Aunque seguramente, aquellos no eran todos sus ahorros. Por lo menos tendría una cuenta en el banco.
Pero su intuición le decía que la situación era muy diferente.
—¿Tienes coche aquí?
—No.
Paula leyó entonces la nota de Laura, y Pedro observó atentamente las emociones que aparecían en sus ojos. Enfado, aunque no parecía ir dirigido a él. Remordimiento, algo que no podía comprender en absoluto. Y, sobre todo, miedo.
¿Pero por qué el hecho de perder un trabajo como aquel le causaba miedo?
La negativa de Paula a dar rienda suelta a sus sentimientos sólo servía para avivar el enfado que Pedro sentía hacia sí mismo y hacia Laura. Estaba convencido de que ésta había actuado por despecho. Y él, maldito fuera, lo había hecho por puro egoísmo. Debería haber dejado a Paula en casa de Laura tras haberla sacado del club, pero quería estar con ella. Debería haber estado atento al reloj, pero había decidido olvidarse de la hora mientras la tenía entre sus brazos. Se había quedado dormido embriagado por su fragancia, por el calor de su cuerpo... un placer demasiado intenso para arrepentirse ni siquiera después de todo lo ocurrido.
Dedicándose los peores insultos que se le ocurrieron, agarró el maletín y lo llevó al coche. Paula continuaba en el porche, leyendo la nota. Cuando terminó, alzó la barbilla, se acercó a la puerta de la casa y llamó.
Laura no atendió a su llamada. Con los hombros erguidos y la cabeza alta, Paula se alejó de la mansión.
Cuando llegó al coche, Pedro advirtió que había palidecido notablemente.
—¿Qué ponía en esa nota? —le preguntó.
Paula vaciló, dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros, como si le importara muy poco lo que la nota decía.
—Explica las razones por las que me ha despedido.
—¿Y cuáles son?
Aunque Paula intentaba permanecer impasible, estaba blanca como el papel.
—Porque dejé a los niños solos en la piscina del club mientras... —se interrumpió, como si estuviera intentando encontrar las palabras más adecuadas.
Pedro le arrebató la nota y la leyó por sí mismo. Paula había intentado evitar la parte en la que decía que se había «arrojado a los brazos de un hombre, escandalizando a todos los presentes con su conducta».
Pedro arrugó la nota y se quedó mirando con expresión furibunda hacia la casa.
—Sí, puedes estar segura de que voy a escandalizarte —musitó, y comenzó a caminar hacia allí.
Paula se interpuso rápidamente en su camino.
—Aprecio tu apoyo, Pedro, pero no eres tú el que tiene que librar esta batalla. Ha sido un simple malentendido. Y entiendo que haya llegado a esa conclusión. Salimos abrazados del club y al parecer alguien le ha dicho que hemos pasado la tarde en el lago. Si lo que te preocupa es tu relación con ella, te aconsejo que esperes hasta mañana. Para entonces ya se habrá tranquilizado y podrás explicarle que no hay nada entre nosotros.
—Pero eso sería mentir. Quieras o no, Paula, hay algo entre nosotros.
Se hizo entre ellos un incómodo silencio que interrumpió el grito de un niño.
—¡Paula! —entre las sombras de la mansión, asomó un niño descalzo y en pijama que corrió hacia ella.
—¡Teo! ¿No te das cuenta del frío que hace? Deberías haberte calzado.
—¡Paula! —se lamentó el niño. Y para sorpresa de Pedro, el auténtico terror de la liga de béisbol infantil, se aferró a las rodillas de Paula—. Por favor, no te vayas.
—Eh, eh, ¿a qué viene todo esto? —le preguntó Paula con una delicadeza conmovedora, mientras acariciaba su pelo.
Sonrojado y jadeante, el niño la miró con tristeza.
—Mamá ha echado a Tofu y ahora te echa a ti. No es justo. No te vayas, Paula. Julian y yo queremos que te quedes.
Paula se arrodilló a su lado y le sonrió con ternura.
—Oh, Teo, me encantaría quedarme, pero, bueno... Tengo que buscar otro trabajo.
—No, no... entonces no verás con nosotros los dibujos animados ni...
—Es posible que tengamos oportunidad de volver a jugar juntos. Incluso puedo ir a veros jugar al béisbol si me quedo aquí.
—¿Si te quedas aquí? —preguntó Pedro alarmado.
—¿Me lo prometes? —suplicó Teo—. ¿Lo prometes con la mano en el corazón y si no te morirás?
Paula hizo una mueca exageradamente cómica, pero se llevó la mano al corazón.
—Te prometo que, si me quedo en Sugar Falls, intentaré jugar con vosotros todas las veces que pueda. Ahora vuelve a casa. Están a punto de empezar Las Aventuras de un Monstruo en la Ciudad.
—¡Las Aventuras de un Monstruo! —exclamó el niño con vigor—. Voy a buscar el mando antes de que se lo quede Julián —y corrió de nuevo hacia la casa. Pero de pronto se detuvo, se volvió y buscó en el bolsillo de su pijama—. Casi se me olvidaba. Te he traído esto —se acercó a ella y le entregó su regalo—. Por si quieres jugar cuando yo no pueda jugar contigo.
Paula tomó el regalo, musitó las gracias y lo abrazó... Lo abrazó como una madre habría abrazado a su hijo. Teo la abrazó también, pero pronto se separó, despidiéndose con un grito:—¡Hasta luego, caimán!
—¡Hasta luego, cocodrilo! —respondió ella.
Se levantó lentamente y se quedó mirando en la dirección en la que el niño se alejaba.
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