martes, 22 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 31

 


El fuego crepitaba en la chimenea mientras ambos descansaban sobre los cojines que Pedro tenía esparcidos por la alfombra. Acababan de terminar los sándwiches que Pedro había preparado, con un estupendo pan casero y estaban disfrutando de sendas copas de vino.


Paula le había contado todo lo que recordaba, incluida su certeza de que alguien la perseguía antes del accidente.


—Así que mentiste a los médicos del hospital —resumió Pedro—. Les dijiste que habías recuperado la memoria porque tenías miedo de que te retuvieran allí y dieran a conocer la noticia sobre tu amnesia.


—Exacto. Temía que la persona que estaba persiguiéndome pudiera encontrarme y... —un relámpago de miedo oscureció su mirada—. Tenía una sensación muy fuerte de estar en peligro. Quería alejarme de allí sin dejar pistas.


—Y por eso no querías que ni yo ni nadie nos enteráramos de lo de tu amnesia. Temías que la noticia llegara a oídos de alguien que pudiera hacerte daño.


—Ésa era una de las razones, y la otra que la gente no confía en una desconocida que dice tener amnesia. Le oí decir al marido de Ana que no me creía. No podía arriesgarme a que todo el mundo sospechara de mí, de esa forma no habría podido encontrar trabajo.


Pedro la miró con atención durante un largo rato.


—Sueñas con ello, ¿verdad? —le preguntó suavemente—. Sueñas que alguien te persigue, quiero decir.


Paula lo miró sorprendida.


—Sí, ¿cómo lo sabes?


Pedro se encogió de hombros.


—Me lo he imaginado. Esta tarde has tenido una pesadilla.


—¿De verdad? —apenas podía creerlo—. Normalmente me despierto cuando tengo una pesadilla.


—Y probablemente también te habría ocurrido esta vez —repuso Pedro—, si no te hubiera abrazado —su voz estaba teñida de la misma sensualidad que suavizaba su mirada—. Tu miedo puede ser una reacción al accidente, Paula, pero si realmente hay algún motivo para que lo sientas, te prometo que no dejaré que nadie te haga daño.


Aquella disposición la conmovió profundamente, pero al mismo tiempo, le produjo ansiedad. Ya había conseguido convencerlo de que no llamara a las autoridades para informar de su amnesia. Tendría que recordarle nuevamente su promesa de no intervenir.


Le preocupaba no sólo por sí misma, sino también por él. Temía que pudieran hacerle daño. Cualquier hombre que pretendiera ayudarla podía salir herido. Lo sabía con una certeza que la asustaba.


—Probablemente el miedo sea infundado —le aseguró con toda la convicción de la que fue capaz—, pero preferiría esperar a recuperar algunos recuerdos, antes de dar a conocer mi amnesia — fijó la mirada en la copa de vino—. No estoy preparada para que aparezca de pronto un desconocido... y me reclame.


—Te reclame... —repitió Pedro. Sus miradas volvieron a encontrarse—. Dios mío, podrías estar casada.


Paula asintió lentamente.


—Pero no llevabas alianza de matrimonio —añadió Pedro.


—No, no llevaba alianza.


—Y has dicho que Ana intentó enterarse de si había alguna denuncia sobre tu desaparición y no descubrió nada.


—Así es.


—Si estuvieras casada —razonó en voz alta—, tu marido habría informado de tu desaparición. Y se supone que tú llevarías una alianza... —tensó la mandíbula—. No creo que estés casada.


—Probablemente no.


Probablemente no. Pedro se sentó, la miró atentamente y soltó una maldición. Dejó su copa de vino a un lado y se volvió hacia el fuego.


—¿Estás segura de que no recuerdas nada, Paula?


—Nada en absoluto.


Pedro la miró entonces de reojo, con una repentina desconfianza.


—¿Ni siquiera a Mauro?


—¿Mauro?


—Dijiste ese nombre en sueños.


—¿De verdad? ¿Dije Mauro? —dejó la copa de vino en la repisa de la chimenea, mientras intentaba controlar su pulso acelerado. ¡Por fin tenía una pista! Una pista que podía abrir la puerta a nuevos recuerdos—. Mauro —repitió, buscando en su mente algún resquicio de reconocimiento.


Pero no lo encontró.


—¿Y cómo lo dije? —preguntó, frustrada por su incapacidad para recordar—. ¿Parecía asustada, aliviada o...?


—Simplemente lo dijiste —la miró sombrío—. Has gemido, has sollozado un poco y después has susurrado ese nombre.


Paula volvió a intentar ponerle un rostro a aquel nombre.


—No lo recuerdo —volvió a decir desilusionada—. Pero si he soñado con él, ¿por qué no puedo recordarlo?


Pedro soltó un bufido que podría haber pasado por una risa.


—Aquí estás, intentando poner en funcionamiento tu cerebro mientras yo casi deseo que no lo hagas. Sé que es una locura, y muy egoísta por mi parte, pero quien quiera que sea ese Mauro, no me apetece verlo ni en pintura. Te deseo, Paula —añadió en un ronco susurro—. Maldita sea, te deseo.


Y ella también lo deseaba.


Pedro lo leyó en sus ojos y, antes de que la razón pudiera detenerlo, la besó. Paula abrió sus labios para él, unos labios dulces y lujuriosos, y Pedro reencontró el sabor que había estado ansiando desde su último beso.


Entregado ya a la pasión, moldeó el cuerpo de la joven contra el suyo, desde los senos hasta los muslos, pero todavía no conseguía saciar su sed. Sus manos buscaban cada una de sus curvas, llenándose de la exquisita suavidad de su piel.


Paula gemía y se movía contra él de tal manera que Pedro era presa de una excitación como no la había sentido en su vida. Jamás había deseado tanto con aquella urgencia. Nunca había besado a nadie impulsado por una necesidad como aquélla.


Descubrió sus senos bajo la camisa, atrapados por el bañador. Impaciente, bajó el escote y llenó sus manos de aquella sedosa perfección.




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