miércoles, 16 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 12

 

Hasta las propias montañas parecían haberse vestido de primavera para la fiesta. Las flores silvestres, rosas, amarillas, azules..., tejían un intrincado encaje sobre sus laderas verdes, proporcionándole al campo de golf de Laura un marco digno de una artista.


Sin embargo, el lejano retumbar de un trueno y la luz de un relámpago, supusieron un rápido cambio de planes: la cena ya no podía celebrarse al aire libre. Así que, evitando a duras penas las enormes gotas de agua que comenzaban ya a caer, Paula y el camarero contratado trasladaron la mesa al comedor, mientras Laura daba la bienvenida a los invitados en el espacioso salón de su mansión.


Paula esperaba poder estar fuera de escena durante toda la noche, y dedicarse a trabajar en la cocina. André tenía mucha experiencia en servir fiestas y cenas, de modo que podría manejárselas perfectamente en aquella cena de diez comensales.


A través de las puertas que separaban el comedor del salón, Paula pudo echar un vistazo a los invitados charlando entre las bandejas de entremeses que habían dispuesto en distintas mesas. La mayor parte de ellos, por lo que André le había contado, eran miembros del club de campo o de la estación de esquí de la que Laura era propietaria.


La joven se preguntaba si el doctor Alfonso no habría llegado todavía.


Pero, aunque hubiera llegado, no iba a fijarse en ella, se prometió. Y aunque lo hiciera, no podía ocurrirle nada. Por insultado que se hubiera podido sentir cuando había decidido aplazar la revisión hasta que llegara el otro médico, no iba a mencionarlo en una situación como aquélla. Por supuesto que no. Posiblemente, ni siquiera repararía en su presencia. En ocasiones como aquélla, los sirvientes eran prácticamente invisibles.


Aun así, soltó un suspiro de alivio cuando puso el último plato en la mesa del comedor y pudo regresar al refugio que le proporcionaba la cocina, donde se dedicó a continuar preparando bandejas de aperitivos.


En realidad, comprendió entonces, no era la reacción del doctor Alfonso la que le preocupaba. Era la suya. Se había sentido tan violentamente atraída hacia él que había hecho el ridículo el día que había estado en su consulta. Había permanecido en silencio durante la mayor parte de la visita y lo único que se le había ocurrido había sido un absurdo comentario sobre los callos de sus manos. Y como no podía confiar su capacidad de mantener cierto decoro en su presencia, tenía que procurar mantenerse a una prudente distancia.


—¿Puedes servir cuatro copas de Chardonnay, querida? —le preguntó André—. Ahora volveré a por ellas.


Paula sonrió, admirando el entusiasmo y la energía de aquel camarero. Ella necesitaría parte de esa energía, porque la suya estaba seriamente debilitada. El día había sido muy largo y había estado repleto de emociones demasiado agitadas.


No quería ver al doctor Pedro Alfonso otra vez. Porque le bastaba pensar en él para que el pulso se le acelerara.


Obligándose a mantenerlo fuera de su mente, sirvió el vino en cuatro delicadas copas de cristal. La luz se filtraba a través de aquel líquido fragante. Y de pronto un recuerdo se materializó. Ella había estado con una de esas copas en la mano, elevándola para hacer un brindis.


¡Era un recuerdo! ¡Un recuerdo auténtico! Dejó la botella en la mesa, intentando retener aquel recuerdo, mientras estallaba una alegría desbordante en su interior. Tenía tanto miedo de no volver a recuperar nunca la memoria... y de pronto allí estaba. Cerró los ojos y saboreó el recuerdo de aquella escena mientras intentaba recordar algo más, ver el rostro de las personas con las que estaba, o identificar al menos el lugar.


Pero no emergía ningún nuevo detalle a la superficie.


Aunque desilusionada en cierta manera, terminó de servir las copas mucho más animada de lo que anteriormente había estado. Por lo menos había recuperado un fragmento de memoria. Y aunque no podía estar del todo segura, creía que aquel brindis había sido en su honor. Era una celebración de algún tipo. ¿Pero qué estaría celebrando?


Estaba tan distraída en sus especulaciones, que cuando llegó hasta sus oídos una voz masculina particularmente grave procedente del salón la sorprendió con la guardia completamente baja. Reconoció aquella voz... y reaccionó inmediatamente a ella.


El doctor Alfonso estaba allí.


Prometiéndose con renovado fervor pasar el resto de la noche en la cocina, encontró tareas más que suficientes para mantenerse ocupada mientras daba el toque final a los cócteles, la sopa, las ensaladas y el plato principal.


El problema llegó a la hora del postre.


—Mientras sirvo el pastel y el helado —le indicó André—, vete sirviendo el café —y no había forma de discutir aquella propuesta.


El helado se derretiría antes de que se sirviera el café si ella no lo hacía.


Consideró la posibilidad de fingirse enferma, pero no podía arruinarle la noche a André. Además, antes o después iba a tener que volver a encontrarse con el doctor Alfonso, sobre todo si continuaba saliendo con Laura.


Escudándose en aquel lúgubre pensamiento, agarró la cafetera y siguió al camarero. Al acercarse al arco que daba entrada a la zona del comedor, oyó el rumor de las conversaciones. Entre ellas destacaba la casi musical voz del doctor Alfonso, que estaba relatando alguna anécdota.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 11

 


Aquella resolución, por sabia que fuera, la condenaba a una terrible soledad. Y quizá fuera esa la razón por la que le había afectado tanto su visita al doctor Alfonso. Había estado prácticamente sola desde el accidente, Ana era la única persona con la que había podido hablar desde entonces... La soledad podía llegar a convertirse en un poderoso afrodisíaco, pensó. Especialmente cuando una se encontraba con un hombre tan viril como aquel médico.


—¡Pero eso es fantástico! —exclamó efusivamente Monica. A Paula le pareció detectar cierta nota de envidia en su voz—. No sé de nadie que haya salido con él desde que ha vuelto.


—Yo tampoco —replicó Laura sin poder disimular su satisfacción—. Y no sólo eso —se interrumpió, probablemente para tomar un sorbo de vino y mantener durante algunos segundos el suspense—, sino que va a venir a la cena que celebro esta noche.


—¡No me digas! Paty Jennings se va a poner verde de envidia.


—Debería haberse aferrado bien a él cuando estaba en el instituto.


—Cada vez que lo ve, echa espuma de rabia por la boca.


—¿Y no lo hacemos todas? —ambas mujeres se echaron a reír.


Con renovada curiosidad por quién podía ser aquel rompecorazones, Paula continuó limpiando, esperando alguna pista. Suponía que pronto lo averiguaría, puesto que Laura había insistido en que se encargara ella, junto con el camarero del club de campo que habían contratado para la ocasión, de la cena. Paula pensaba permanecer durante todo el mayor tiempo posible en la cocina. No quería arriesgarse a que alguien se fijara en ella. En una población tan pequeña como Sugar Falls, las preguntas surgían fácilmente. Y ella no estaba en condiciones de enfrentarse a ninguna pregunta.


Un grito procedente del solario puso fin a sus especulaciones,


—¡Mis sandalias! ¡Mis sandalias nuevas! Tofu, ¡eres un perro terrible! ¡Mira lo que has hecho!


Paula respingó y se asomó a la ventana. Tofu, un bonito Shih Tzu blanco y negro, estaba inclinado al lado del jacuzzi con una sandalia entre las garras. Paula deseó poderle evitar al perro el castigo que, estaba segura, se había ganado. Era un perro al que se trataba con excesiva dureza. La preferencia de Laura por su nuevo caniche, estaba interfiriendo con la necesidad de Tofu de hacer patente su condición de macho dominante. ¿Cómo era posible que Laura no se diera cuenta? Para Paula estaba perfectamente claro y...


—¡Paula!


Paula se sobresaltó ante la llamada de Laura. Dejó el plumero en la mesa y corrió al solario, donde la atractiva viuda y la elegante rubia permanecían sentadas, cada una en su jacuzzi, sin mover un solo dedo.


Antes de que Paula pudiera decir una sola palabra, Laura señaló hacia el perro, que la miraba con las orejas gachas.


—Mira lo que les ha hecho a mis sandalias. Las ha convertido en jirones de cuero. Limpia todo esto y encierra a Tofu en el armario de la limpieza. Tiene que aprender que todas esas maldades no van a servirle de nada —y le comentó a Monica—, está tan celoso desde que traje a Fluff-Fluff que se está dedicando a destrozar zapatos, ropas, muebles...


—Ya que lo menciona, señora Hampton —intervino Paula, olvidándose de su habitual prudencia—, en realidad no son los celos los causantes del problema. Lo que está haciendo Tofu es definir su territorio. Castigarlo no va a servir de nada. Ya ve...


—Paula —la arrulló Laura, con su más meloso tono de voz—. Ahora que ya eres parte de la familia, puedes llamarme señorita Laura.


Frustrada por aquella interrupción, Paula forzó una sonrisa. Se preguntaba qué otro miembro de la familia la llamaría señorita Laura.


—Señorita Laura, entonces. Pues como iba diciendo, el resentimiento de Tofu probablemente sea debido a...


—Supongo que no vas a ponerte a discutir conmigo sobre cómo debo tratar a mi perro — bajo la amable sonrisa de Laura, brillaban destellos de hielo.


—No pretendía discutir, pero...


—Estupendo. Ahora limpia todo este desastre y hazme el favor de encerrar al perro. Y si todavía no has terminado de limpiar la plata, te sugiero que te concentres en ello durante las horas que quedan hasta la cena —Laura reclinó la cabeza sobre el borde del jacuzzi, cerró los ojos y elevó su rostro al sol—. Los niños tienen un partido de fútbol después del colegio. Quiero que los acompañes. Tienen que llegar puntuales. Después del partido, dales de cenar y procura que se bañen antes de acostarse.


Mordiéndose la lengua para evitar una contestación, Paula tomó en brazos al perro. Si no fuera por lo mucho que necesitaba aquel trabajo, le diría a Laura unas cuantas cosas sobre la relación entre los perros, los niños y los amos. Desgraciadamente, necesitaba aquel trabajo como pocas cosas en el mundo.


Intentando superar una repentina oleada de cansancio, que sospechaba estaba más relacionada con el agotamiento mental que con el físico, se llevó al perro al interior de la casa. Mientras se alejaba, le oyó decir a Laura.


—No tiene carné de conducir. ¿Puedes creértelo? Tiene que ir andando a todas partes. Es irritante.


Paula estuvo a punto de soltar una carcajada. Así que a Laura le resultaba irritante. Pero la que tenía que lidiar con el problema era ella. Era horrible no poder meterse en un coche, ponerse tras el volante e ir a donde le apeteciera. ¿Pero cómo iba a conseguir un carné de conducir sin saber quién era?


A través de la ventana, escuchó a Monica compadeciéndose de Laura.


—Es taaan difícil encontrar buen servicio.


Paula elevó los ojos al cielo mientras se dirigía a la cocina. Esperaba que el sol hiciera estragos en las arrugas de aquel par de ociosas.


Medio avergonzada de sí misma por aquel pensamiento, dejó a Tofu en el armario, no sin meterle algunos juguetes y golosinas. A continuación, alzó la cabeza con orgullo y regresó al solario a limpiar lo que quedaba de la sandalia. Al acercarse, comprobó aliviada que ambas mujeres habían dejado de hablar de los problemas causados por el servicio.


—No te importa que salga con él, ¿verdad?


—¡Importarme! ¿Por qué iba a importarme?


—Oh, vamos, Moni. ¿Por qué otra razón sino escogiste ese trabajo? —Laura dejó escapar una risita—. No puedo culparte por esperar tener una oportunidad de conocerlo un poco mejor.


Tras algunas protestas, Monica rió tímidamente.


—Bueno, supongo que ése es uno de los beneficios de algunos trabajos... llegar a entablar amistad con el jefe.


Paula se quedó completamente helada. Estaban hablando del doctor Alfonso. Tenía que ser él. Mónica trabajaba en su oficina... y él era definitivamente guapísimo. Y eso quería decir que el médico le había pedido a Laura una cita. Una extraña tristeza cubrió el corazón de Paula.


Tristeza que desapareció en cuanto recordó la primera parte de aquella conversación y comprendió que el médico iba a ir a cenar en esa casa esa misma noche.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 10

 


Allí estaba Paula de nuevo, sentada en la camilla, con otra de esas batas que apenas ocultaban su desnudez. Al principio, había sentido frío, pero en cuanto había oído sus pasos acercándose, la temperatura había aumentado a la par que la sensibilidad de su piel.


Aquella vez estaba dispuesta a hacerlo. Permitiría que el doctor deslizara sus manos bajo la bata y se estrecharía contra él, guiándolo hacia él lugar que más deseaba que acariciara... y entonces le rodearía el cuello con los brazos y lo besaría haciéndole inclinarse sobre ella, hasta que terminaran haciendo el amor en la camilla...


Paula tomó aire, dejó a un lado el plumero y se llevó las manos a su acalorado rostro. ¿Por qué no era capaz de dejar de soñar despierta en ese tipo de cosas?


Sus fantasías habían ido en aumento durante el curso de las semanas. Al principio, eran fantasías bastante inocentes. Pensaba en las miradas que habían compartido y se imaginaba manteniéndolas. Después, había añadido algunos susurros, alguna conversación un tanto íntima... y la cosa había ido progresando hasta llegar a aquel punto. Por al amor de Dios, sólo había visto a ese hombre una vez en su vida y no era capaz de sacarlo de su mente... ni de sus más salvajes fantasías.


Mientras se obligaba a concentrarse de nuevo en la limpieza de los muebles, oyó una pregunta que inmediatamente despertó su curiosidad. Procedía del solario donde Monica Whittenhurst, la espectacular rubia que había encontrado en la consulta del médico, disfrutaba del jacuzzi junto a Laura Hampton.


—¿Me estás diciendo que te ha pedido una cita?


—Va a llevarme al Baile de Caridad de la Primavera —contestó Laura.


Sin verle siquiera la cara, Paula podía imaginarse perfectamente su presuntuosa sonrisa.


Y se descubrió preguntándose con quién se habría citado. Realmente, no tenía demasiada importancia para ella: su interés en la vida privada de Laura era escaso y además no era probable que conociera al que iba a ser su acompañante. Deliberadamente, había evitado a los habitantes de Sugar Falls desde su llegada. Cualquier relación personal podía comprometer su secreto. Hasta que no hubiera recuperado la memoria, tenía que mantenerse estrictamente aislada.



martes, 15 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 9

 


Las preguntas e inseguridades sobre su pasado la mantenían despierta durante la mayor parte de la noche, y cuando el sueño llegaba terminaban despertándola las pesadillas.


—Estás muy estresada, y la culpa es mía.


—No empieces otra vez.


—Pero es que es verdad —en el delgado rostro de Ana volvieron a reflejarse la culpa y la preocupación. Por muchas veces que Paula le asegurara que no tenía sentido que se culpara por el accidente, Ana seguía atormentándose a sí misma con sentimientos de culpabilidad—. Lo siento tanto, Paula. Si no hubiera sido por mí, no te encontrarías ahora en esta difícil situación. Debería haber prestado más atención, quizá así hubiera evitado atropellarte.


—El accidente fue culpa mía, no tuya. Si no hubiera sido tu coche, habría terminado atropellándome otro —Paula tomó la mano de su amiga—. Tú has sido mi ángel de la guarda, Ana. Me llevaste al hospital y te quedaste conmigo durante tres días, pagaste las cuentas, me has traído a tu casa y me has ayudado a encontrar trabajo.


—Sí, un trabajo que te está dejando completamente exhausta —sacudió la cabeza con tristeza—. Tú no eres mujer para trabajar limpiando casas, y trabajar con Laura no creo que sea nada fácil. Es una esnob y sus hijos son muy revoltosos. Sé que espera que te ocupes de ellos, aunque teóricamente eso no forma parte de tu trabajo.


—El trabajo está bien. Y no sabes cuánto te agradezco que me ayudaras a encontrarlo.


Pero Ana no estaba dispuesta a dejar que acallaran su conciencia. Surcaban su frente pequeñas arrugas de inquietud.


—Sé que no te gusta hablar de esto, Paula, pero han pasado ya seis semanas y todavía no has recordado quién eres, ni dónde vivías. He estado revisando por Internet los informes sobre personas desaparecidas, he ido a casi todas las comisarías de Denver, he visto docenas de fotos y todavía no tengo una sola pista —se interrumpió un instante. Paula se estremeció al imaginarse lo que le iba a decir a continuación—. Creo que ya es hora de que informes a las autoridades o te decidas a utilizar los medios de comunicación.


—No —un escalofrío de terror recorrió la espalda de Paula. No era capaz de soportar la idea de proclamar su debilidad al mundo y tener que esperar a que algún desconocido llegara a reclamarla—. Todavía no estoy preparada para decírselo a nadie.


—Sigues teniendo miedo, ¿verdad?


Paula vaciló, deseando poder eludir la pregunta.


—Estoy convencida de que alguien me perseguía cuando me puse a cruzar corriendo esa carretera. No recuerdo quién ni por qué, pero recuerdo perfectamente la sensación de pánico y la certeza de que tenía que alejarme de allí. Tú misma dijiste que parecía estar huyendo de algo.


—Eso es cierto —Ana la miró un tanto desconcertada—. Pero también es posible que estuvieras intentando parar a un taxi. Tu miedo podría ser un síntoma del accidente. Al fin y al cabo, te diste un golpe terrible.


—Estoy segura de que alguien me seguía. Alguien que estaba enfadado, una persona violenta y cruel —se estremeció ante aquella sombra de recuerdo que continuaba amenazando su sueño—. Hasta que no recuerde algo más sobre mi situación, no quiero informar a las autoridades. Pero tengo un plan para comenzar a buscar pistas sobre mi pasado. Volveré a Denver, a la calle en la que sucedió todo, para ver si recupero la memoria.


—Podría funcionar —se mostró de acuerdo Ana, aunque la preocupación no había desaparecido de su rostro—. ¿Pero cómo piensas ir hasta allí? No puedes conducir y yo no puedo llevarte. Teo insiste en que nos vayamos mañana de camping. Ha estado planeando este viaje durante todo el año y no consigo quitárselo de la cabeza.


—Pues ve y procura disfrutar, por el amor de Dios. Necesitas un descanso tanto como él. Y, por favor, no te preocupes por mí. Cuando esté lista para volver al escenario del accidente, ya encontraré la forma de ir hasta allí. Es posible que los recuerdos fluyan entonces por sí solos —sonrió, decidida a mostrarse optimista—. Es posible incluso que alguien haya puesto carteles sobre mi desaparición.


Ana asintió y sonrió, pero Paula veía la duda en sus ojos. Y un intenso dolor la golpeó al pensar que aquella amiga a la que prácticamente no conocía podía ser la única persona del mundo a la que le importara.


—No quiero que te preocupes por mí, Ana.


—Entonces vuelve a ver al doctor Alfonso y cuéntale lo de la amnesia. No quiero que te ocurra nada mientras estoy fuera. Te diste un golpe muy serio en la cabeza. Debería haber algún médico pendiente de ti.


—Lo siento, pero no puedo —cada vez que pensaba en confiarle a alguien, a quien fuera, su secreto, una terrible sensación de pavor la detenía. Una historia como aquélla podía acabar en los periódicos, incluso en la televisión. Y después de una aparición así, cualquiera podría presentarse en la puerta de su casa con intención de llevársela. Un sudor frío cubría las palmas de sus manos cuando pensaba en ello.


Haciendo un gran esfuerzo, apartó el miedo hasta el último rincón de su mente. No podía permitir que el terror la dominara.


Pero había otras razones más prácticas por las que prefería mantener en secreto lo de la amnesia. En primer lugar, no era un trastorno que mucha gente comprendiera. El marido de Ana, la única persona que además de ella estaba al corriente de su enfermedad, todavía no confiaba en ella. Paula le había oído decirle a Ana que toda la historia de la amnesia era un simple montaje y que, aunque estaba dispuesto a mantener la boca cerrada, iba a estar atento a cada uno de sus movimientos.


Paula se imaginaba perfectamente lo que ocurriría si el secreto de su amnesia se extendía. Todo el mundo comenzaría a sospechar posibles motivos, a cada cual más terrible, por los que había decidido quedarse en aquel lugar. Perdería su trabajo. Entonces tendría que marcharse de allí y comenzar de nuevo en cualquier otra parte, sin conocer a nadie.


Ni siquiera a sí misma.


—Por lo menos prométeme —le suplicó Ana—, que si vuelves a tener un mareo irás a ver al doctor Alfonso, incluso en el caso de que no quieras mencionarle lo de la amnesia. Lo conozco desde que era un crío. Le enseñé Matemáticas. Y, francamente, no puedo recordar un estudiante más capaz y más digno de confianza —Ana sacudió la cabeza—. Ese chico estaba decidido a conseguir una beca e hizo todo lo que estuvo en su mano para que así fuera. Consiguió una beca en Harvard. Siempre lo he admirado por ello, especialmente considerando la familia de la que procede.


—¿De qué familia procede?


Ana se sonrojó ligeramente y vaciló, como si se arrepintiera de haber sacado a colación aquel tema.


—Oh, sus padres siempre fueron un poco... diferentes, eso es todo. No quiero decir que fueran malos. Simplemente, su modo de vida le hizo las cosas un tanto difíciles a Pedro —al cabo de algunos segundos de reflexión, sacudió la mano, como si quisiera olvidarse de aquello—. El caso es que, por encima de todos los obstáculos, Pedro consiguió una beca para estudiar en Harvard. Y estoy convencida de que es un magnífico médico.


—No lo dudo —musitó Paula, distraída por la imágenes que Ana acababa de despertar en su mente. Casi tuvo que morderse la lengua para no seguir haciendo preguntas sobre él. ¿Pero por qué quería más información sobre él? Por bueno que fuera, lo único cierto era que representaba un serio peligro para ella.


—Por favor, Paula —insistió Ana—. Prométeme que si necesitas ayuda cuando yo esté fuera, volverás a verlo.


Paula miró a su amiga, aquel ángel que la miraba con expresión suplicante.


Lo que tenía que hacer, se dijo, era asegurarse de que no iba a necesitar ayuda de ningún tipo mientras Ana estuviera fuera. Y, en segundo lugar, dejar de pensar de una vez por todas en el doctor Pedro Alfonso.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 8

 

—Me dijiste que era un hombre mayor, Ana, un hombre mayor, dulce y sabio. No un joven sexy y atractivo.


Ana Tompkins se encogió de hombros.


—Pensé que te atendería el doctor Brenkowski. Me había olvidado de que Pedro Alfonso compartía ahora la consulta con él. ¿Pero qué más te da que el doctor fuera joven y sexy? Esa no es razón para renunciar a la revisión médica que necesitas.


—No he renunciado a ella, sólo la he pospuesto hasta que Brenkowski regrese a la ciudad.


—Te has acobardado —antes de que Paula pudiera decir nada, Ana alzó la mano y entrecerró ligeramente los ojos, para protegerse del sol que entraba a raudales por la ventana de su cocina—. No quiero excusas. Lo que tienes que hacer es ir a hora mismo a la consulta de ese médico y pedirle que te examine las heridas —y con voz burlona añadió—: Y no me obligues a forzarte.


Paula se inclinó contra el respaldo de la silla, relajándose por primera vez desde que había salido de la consulta del doctor Alfonso aquella mañana. No se imaginaba a aquella pequeña profesora jubilada utilizando otra fuerza que la de la persuasión. Sin embargo, la fuerza de la persuasión de Ana Tompkins era digna de ser tenida en cuenta. De hecho, si no hubiera sido por ella, Paula no habría terminado allí tras salir del hospital de Denver.


Respirando el perfume de los manzanos silvestres y los ciruelos que arrastraba la brisa, Paula pensó en cuánto se alegraba de haberse ido con Ana. Porque aunque todavía no se había permitido establecer relación con la gente de Sugar Falls, el lugar en sí mismo la ayudaba a tranquilizarse. Se sentía relativamente a salvo en aquella comunidad escondida entre las Rocosas de Colorado.


Robando algunos minutos, antes de regresar al trabajo, se había acercado a casa de Ana, donde estaba disfrutando de un delicioso té. La fabulosa mansión en la que trabajaba, por lujosa que fuera, no le parecía en absoluto tan confortable.


—Estoy estupendamente, Ana, de verdad.


—¡Estupendamente! —el sol formaba un halo sobre los rojizos rizos de Ana, haciéndole parecer un ángel—. Ayer mismo sufriste uno de tus mareos y, por lo que me ha dicho Laura Hampton, estuviste a punto de desmayarte encima del cesto de la ropa sucia.


Paula frunció el ceño. Su patrona no tenía ningún derecho a hablarle a nadie de sus mareos.


—La enfermera me ha hecho unos análisis y me ha dado vitaminas. El médico cree que los mareos se deben al cambio de altitud, y también quizá al agotamiento. Tengo que beber más agua, descansar un par de días y me pondré bien.


—¿Agotamiento? El trabajo en casa de Laura te está resultando demasiado duro, ¿verdad?


—Por supuesto que no. Me gusta trabajar. Prefiero mantenerme ocupada. El único problema es que no estoy durmiendo bien, eso es todo —lo cual era completamente cierto.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 7

 


Pedro cerró la puerta de su despacho, se dejó caer en la silla que había detrás de su escritorio y dejó escapar un pesado suspiro. Se sentía como si acabara de correr una maratón.


¿Qué demonios le había sucedido?


Fuera lo que fuera, era la primera vez que le ocurría. Había tratado a miles de mujeres a lo largo de su carrera y nunca había sentido por ninguna de ellas algo más que un interés puramente médico. En aquella ocasión, sin embargo, en cuanto había visto a Paula Flowers todo parecía haberse trastocado.


Lo había sabido en cuanto la había mirado a los ojos. Aquella mujer tenía algo que le afectaba de forma muy personal. Quería tocarla. Y en cuanto había posado la mano en su rostro, había deseado continuar acariciándola.


Cerró los ojos, apoyó la frente en sus manos y se maldijo a sí mismo. ¿Habría advertido ella su interés? ¿Sería esa la razón por la que había decidido posponer el chequeo hasta que regresara el doctor Brenkowski? Fuera cual fuera la razón, se alegraba de que lo hubiera hecho. En caso contrario, probablemente habría tenido que interrumpir el mismo la consulta. Porque había llegado a temer la posibilidad de perder el control.


¿Por qué le afectaría aquella mujer de forma tan intensa?


Oh, era muy hermosa, sí, con aquel precioso pelo, que parecía una nube de seda oscura sobre sus hombros. Y su cutis parecía estar pidiendo a gritos ser acariciado... por no hablar de los enormes ojos grises con los que Paula parecía ser capaz de desnudarle el alma. Pero la belleza física nunca había sido suficiente para sacar de él algo más que un breve reconocimiento, sobre todo cuando estaba trabajando.


Algo había ido mal. Drásticamente mal.


Al sentir su rostro entre sus manos, su cuerpo había respondido de una forma muy poco profesional.


Y le bastaba recordar cómo había señalado su paciente la curva de su cadera, descendiendo después hasta su muslo, para que un deseo absurdamente intenso volviera a apoderarse de él.


Ella no había pretendido parecer provocativa, de eso había podido darse cuenta. Tenía experiencia más que suficiente, sobre todo desde que había regresado a Sugar Falls, para saber cuándo una mujer estaba intentando seducirlo. En un par de ocasiones, al entrar en su consulta, había encontrado a alguna de sus pacientes adoptando la más lujuriosa de las posturas sobre la camilla.


Afortunadamente, Gladys siempre había sido muy útil para templar aquellas situaciones. Y en ninguna de ellas Pedro había llegado a excitarse, ni siquiera mínimamente.


Hasta aquel día. Hasta que había mirado a Paula Flowers a los ojos y había deseado acariciarla, más que cualquier cosa en el mundo.


No, no podía continuar examinándola. Pero Paula necesitaba atención médica. Parecía estar sufriendo un intenso agotamiento. Además, había tenido la sensación de que estaba particularmente estresada, y se preguntaba por qué.


Tampoco entendía la extraña pregunta que le había hecho a Gladys. Quería saber si un médico podía determinar si había tenido un hijo. Paula se había justificado diciendo que era una pregunta general. ¿Pero entonces por qué le había dicho a Gladys que quería saber todo lo que el médico pudiera decirle sobre sí misma?


Cuando le había preguntado que si alguna vez había dado a luz, no le había contestado. ¿Sería posible que no lo supiera? Si así era, eso indicaba que había sufrido una importante pérdida de memoria. Pero ella había negado que hubiera padecido amnesia tras el accidente.


Definitivamente, Paula Flowers representaba un misterio.


Le había pedido que dejara un número de teléfono y le había dicho que quería verla al cabo de una semana, para seguir al corriente de sus mareos.


Pero el número de teléfono que Paula le había dejado era falso, y no habían llegado a concertar una próxima cita. Tampoco había dejado dirección alguna, aunque sí un apartado de correos. Era un apartado de correos local, lo que quería decir que vivía en la ciudad y podría volver a verla otra vez.


Pedro sacudió la cabeza perplejo por la ansiedad que le producía la posibilidad de volver a verla. Al parecer, llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. No había vuelto a tener una cita desde que había regresado a Sugar Falls y ya habían pasado tres meses.


¿Y por qué? Uno de los motivos por los que había regresado a Sugar Falls era que quería encontrar una mujer honesta y sencilla. Sencilla sobre todo. Las complicadas relaciones que había encontrado en Boston le habían enseñado muchas cosas, pero le habían dejado con una sensación de vacío y soledad que no conseguía sacudirse de encima.


Había pensado que regresar a casa podría ayudar, pero de momento no había sido así.


En realidad, sólo podía culparse a sí mismo de la falta de compañía femenina. Había recibido muchas invitaciones y algunas de mujeres a cuyas familias conocía desde hacía años, mujeres capaces de comprender el tipo de vida que deseaba para sí y que sabían disfrutar de la sencillez de vida de Sugar Falls.


Lo último que necesitaba era una aventura con una desconocida de ojos grises cargada de secretos.


Pero aquellos secretos lo intrigaban. Paula lo intrigaba. Y la idea de tener una aventura con ella lo excitaba de forma inexplicable.




lunes, 14 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 6

 



La enfermera de pelo gris irrumpió en aquel momento en la habitación, disculpándose por haber llegado tan tarde. El doctor no le hizo prácticamente caso, toda su atención estaba centrada en Paula, de la que esperaba una respuesta.


—He cambiado de opinión sobre el examen médico —dijo Paula, consciente del sonrojo de su rostro y la inseguridad de su voz—. Prefiero esperar hasta que vuelva el doctor Brenkowski.


El doctor Alfonso se quedó mirándola absolutamente sorprendido.


La enfermera parecía mucho más asombrada incluso.


—Puedo asegurarle, señorita Flowers, que el doctor Alfonso es uno de los mejores médicos con los que he trabajado —proclamó—. Fue el primero de su promoción en Harvard y estuvo trabajando en un hospital de Boston antes de...


—Gladys, ya esta bien —su mirada continuaba siendo exclusivamente para Paula—. Tienes perfecto derecho a ser atendida por el médico que desees, y el doctor Brenkowski es excelente. Pero tengo que advertirte que no regresará hasta dentro de un mes.


¡Un mes! ¿Cómo iba esperar durante tanto tiempo para conocer la respuesta a algo tan importante? Por otra parte, no podía permitir que aquel médico tan atractivo la examinara más íntimamente. Ni que adivinara lo poco que sabía sobre sí misma.


—Un mes, estupendo —le aseguró.


La enfermera parecía dispuesta a salir nuevamente en defensa de su adorado doctor Alfonso. Él, sin embargo, se mostraba inexplicablemente aliviado. ¡Aliviado! ¿Había esperado quizá que fuera a causarle algún problema?


—Aunque por lo menos, deberías dejarme echar un vistazo a tus lesiones —le ofreció—, para que nos aseguremos de que no está habiendo ningún obstáculo en el proceso de recuperación. También me gustaría hacerte análisis, quizá podamos averiguara qué se deben esos mareos.


—La verdad es que las heridas no me molestan mucho —replicó— Y en cuanto a los mareos...


—Puede llegar a ser peligroso. Es sobre todo en eso donde tengo que insistir. Aunque el doctor Brenkowski sea tu médico, ahora estoy yo en su lugar, y tengo la obligación de decirte que tienes que hacerte esas pruebas. Es posible que los mareos se deban a la altitud, pero quiero estar seguro. Además, necesitas descansar... pasa un par de días en cama. Tienes síntomas de estar físicamente agotada.


—¡Agotada! —no se lo esperaba, a pesar de que últimamente no dormía bien y su trabajo era verdaderamente agotador.


—Estás dispuesta a colaborar, ¿verdad?


Parecía tan decidido a salirse con la suya que Paula no pudo menos que sonreír.


—Sí, por supuesto, doctor Alfonso. Y le aseguro que en ningún momento he pretendido poner en duda su experiencia médica.


Aunque no de forma inmediata, la expresión de Alfonso por fin se dulcificó. Bajó la mirada hacia la boca de Paula, hacia su sonrisa, y sin ofrecerle otra a cambio, susurró de forma casi inaudible.


—En ningún momento he pensado que lo estuvieras haciendo.