Hasta las propias montañas parecían haberse vestido de primavera para la fiesta. Las flores silvestres, rosas, amarillas, azules..., tejían un intrincado encaje sobre sus laderas verdes, proporcionándole al campo de golf de Laura un marco digno de una artista.
Sin embargo, el lejano retumbar de un trueno y la luz de un relámpago, supusieron un rápido cambio de planes: la cena ya no podía celebrarse al aire libre. Así que, evitando a duras penas las enormes gotas de agua que comenzaban ya a caer, Paula y el camarero contratado trasladaron la mesa al comedor, mientras Laura daba la bienvenida a los invitados en el espacioso salón de su mansión.
Paula esperaba poder estar fuera de escena durante toda la noche, y dedicarse a trabajar en la cocina. André tenía mucha experiencia en servir fiestas y cenas, de modo que podría manejárselas perfectamente en aquella cena de diez comensales.
A través de las puertas que separaban el comedor del salón, Paula pudo echar un vistazo a los invitados charlando entre las bandejas de entremeses que habían dispuesto en distintas mesas. La mayor parte de ellos, por lo que André le había contado, eran miembros del club de campo o de la estación de esquí de la que Laura era propietaria.
La joven se preguntaba si el doctor Alfonso no habría llegado todavía.
Pero, aunque hubiera llegado, no iba a fijarse en ella, se prometió. Y aunque lo hiciera, no podía ocurrirle nada. Por insultado que se hubiera podido sentir cuando había decidido aplazar la revisión hasta que llegara el otro médico, no iba a mencionarlo en una situación como aquélla. Por supuesto que no. Posiblemente, ni siquiera repararía en su presencia. En ocasiones como aquélla, los sirvientes eran prácticamente invisibles.
Aun así, soltó un suspiro de alivio cuando puso el último plato en la mesa del comedor y pudo regresar al refugio que le proporcionaba la cocina, donde se dedicó a continuar preparando bandejas de aperitivos.
En realidad, comprendió entonces, no era la reacción del doctor Alfonso la que le preocupaba. Era la suya. Se había sentido tan violentamente atraída hacia él que había hecho el ridículo el día que había estado en su consulta. Había permanecido en silencio durante la mayor parte de la visita y lo único que se le había ocurrido había sido un absurdo comentario sobre los callos de sus manos. Y como no podía confiar su capacidad de mantener cierto decoro en su presencia, tenía que procurar mantenerse a una prudente distancia.
—¿Puedes servir cuatro copas de Chardonnay, querida? —le preguntó André—. Ahora volveré a por ellas.
Paula sonrió, admirando el entusiasmo y la energía de aquel camarero. Ella necesitaría parte de esa energía, porque la suya estaba seriamente debilitada. El día había sido muy largo y había estado repleto de emociones demasiado agitadas.
No quería ver al doctor Pedro Alfonso otra vez. Porque le bastaba pensar en él para que el pulso se le acelerara.
Obligándose a mantenerlo fuera de su mente, sirvió el vino en cuatro delicadas copas de cristal. La luz se filtraba a través de aquel líquido fragante. Y de pronto un recuerdo se materializó. Ella había estado con una de esas copas en la mano, elevándola para hacer un brindis.
¡Era un recuerdo! ¡Un recuerdo auténtico! Dejó la botella en la mesa, intentando retener aquel recuerdo, mientras estallaba una alegría desbordante en su interior. Tenía tanto miedo de no volver a recuperar nunca la memoria... y de pronto allí estaba. Cerró los ojos y saboreó el recuerdo de aquella escena mientras intentaba recordar algo más, ver el rostro de las personas con las que estaba, o identificar al menos el lugar.
Pero no emergía ningún nuevo detalle a la superficie.
Aunque desilusionada en cierta manera, terminó de servir las copas mucho más animada de lo que anteriormente había estado. Por lo menos había recuperado un fragmento de memoria. Y aunque no podía estar del todo segura, creía que aquel brindis había sido en su honor. Era una celebración de algún tipo. ¿Pero qué estaría celebrando?
Estaba tan distraída en sus especulaciones, que cuando llegó hasta sus oídos una voz masculina particularmente grave procedente del salón la sorprendió con la guardia completamente baja. Reconoció aquella voz... y reaccionó inmediatamente a ella.
El doctor Alfonso estaba allí.
Prometiéndose con renovado fervor pasar el resto de la noche en la cocina, encontró tareas más que suficientes para mantenerse ocupada mientras daba el toque final a los cócteles, la sopa, las ensaladas y el plato principal.
El problema llegó a la hora del postre.
—Mientras sirvo el pastel y el helado —le indicó André—, vete sirviendo el café —y no había forma de discutir aquella propuesta.
El helado se derretiría antes de que se sirviera el café si ella no lo hacía.
Consideró la posibilidad de fingirse enferma, pero no podía arruinarle la noche a André. Además, antes o después iba a tener que volver a encontrarse con el doctor Alfonso, sobre todo si continuaba saliendo con Laura.
Escudándose en aquel lúgubre pensamiento, agarró la cafetera y siguió al camarero. Al acercarse al arco que daba entrada a la zona del comedor, oyó el rumor de las conversaciones. Entre ellas destacaba la casi musical voz del doctor Alfonso, que estaba relatando alguna anécdota.