martes, 15 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 8

 

—Me dijiste que era un hombre mayor, Ana, un hombre mayor, dulce y sabio. No un joven sexy y atractivo.


Ana Tompkins se encogió de hombros.


—Pensé que te atendería el doctor Brenkowski. Me había olvidado de que Pedro Alfonso compartía ahora la consulta con él. ¿Pero qué más te da que el doctor fuera joven y sexy? Esa no es razón para renunciar a la revisión médica que necesitas.


—No he renunciado a ella, sólo la he pospuesto hasta que Brenkowski regrese a la ciudad.


—Te has acobardado —antes de que Paula pudiera decir nada, Ana alzó la mano y entrecerró ligeramente los ojos, para protegerse del sol que entraba a raudales por la ventana de su cocina—. No quiero excusas. Lo que tienes que hacer es ir a hora mismo a la consulta de ese médico y pedirle que te examine las heridas —y con voz burlona añadió—: Y no me obligues a forzarte.


Paula se inclinó contra el respaldo de la silla, relajándose por primera vez desde que había salido de la consulta del doctor Alfonso aquella mañana. No se imaginaba a aquella pequeña profesora jubilada utilizando otra fuerza que la de la persuasión. Sin embargo, la fuerza de la persuasión de Ana Tompkins era digna de ser tenida en cuenta. De hecho, si no hubiera sido por ella, Paula no habría terminado allí tras salir del hospital de Denver.


Respirando el perfume de los manzanos silvestres y los ciruelos que arrastraba la brisa, Paula pensó en cuánto se alegraba de haberse ido con Ana. Porque aunque todavía no se había permitido establecer relación con la gente de Sugar Falls, el lugar en sí mismo la ayudaba a tranquilizarse. Se sentía relativamente a salvo en aquella comunidad escondida entre las Rocosas de Colorado.


Robando algunos minutos, antes de regresar al trabajo, se había acercado a casa de Ana, donde estaba disfrutando de un delicioso té. La fabulosa mansión en la que trabajaba, por lujosa que fuera, no le parecía en absoluto tan confortable.


—Estoy estupendamente, Ana, de verdad.


—¡Estupendamente! —el sol formaba un halo sobre los rojizos rizos de Ana, haciéndole parecer un ángel—. Ayer mismo sufriste uno de tus mareos y, por lo que me ha dicho Laura Hampton, estuviste a punto de desmayarte encima del cesto de la ropa sucia.


Paula frunció el ceño. Su patrona no tenía ningún derecho a hablarle a nadie de sus mareos.


—La enfermera me ha hecho unos análisis y me ha dado vitaminas. El médico cree que los mareos se deben al cambio de altitud, y también quizá al agotamiento. Tengo que beber más agua, descansar un par de días y me pondré bien.


—¿Agotamiento? El trabajo en casa de Laura te está resultando demasiado duro, ¿verdad?


—Por supuesto que no. Me gusta trabajar. Prefiero mantenerme ocupada. El único problema es que no estoy durmiendo bien, eso es todo —lo cual era completamente cierto.




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