sábado, 29 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 20

 


Paula llegó a su despacho temprano para adelantar el trabajo que había descuidado. Con su secretaria Jhoana enferma, sabía que iba a estar muy atareada. Se sirvió un café en un tazón que rezaba «Yo soy la jefa» y se puso manos a la obra. Revisó rápidamente el correo y los mensajes del contestador.

Todo parecía tan normal como de costumbre. Hacía un día soleado y demasiado cálido para la estación. Sin embargo, a Paula nada le parecía igual desde que Pedro había reaparecido en su vida. La misma atmósfera de la ciudad se había cargado, realimentándose con nuevas energías.

Por mucho que luchara contra él, el pasado seguía atormentándola. La inesperada visita de Pedro hacía un par de noches, había abierto el dique a una marea de recuerdos que, por mucho que lo intentara, no podía dejar a un lado.

Paula jugueteó con los documento y los bolígrafos de su mesa, llevándolos de un lado a otro, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sabía que tenía que revisar las cuotas del plan de reparación de carreteras, pero no podía centrar la vista en las letras de la carta que tenía delante.

Estaba inquieta, nerviosa. También estaba enfadada consigo misma por haber reaccionado ante Pedro, por haberle permitido llevarle la mano, por haberle permitido acercarse, por haberle dejado besarla.

«¡Déjalo!».

Pero ése era el problema, que no podía dejarlo. No podía dejar de pensar en él. Se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Y el nerviosismo daba paso a un miedo creciente.

Hacía años, cuando la había abandonado, había fantaseado sobre cómo reaccionaría si volvían a encontrarse. Iba a mostrarse distante, fría, indiferente a su presencia excepto por una leve sonrisa con la que le daría a entender que no le importaba lo más mínimo. Bien, había madurado, y era lo bastante adulta como para darse cuenta de que tendría que hablar con él.

Hablar, comunicarse, no quería decir besarse.

Podía haberlo rechazado, haberle dicho no sin dejar lugar a dudas. No, había tenido que responderle, aceptarlo como si se hubiera estado muriendo de sed y él fuera un oasis. Los músculos del estómago se le tensaron al recordarlo. Aquel beso había sido algo más. Algo desesperado, sofocante como una noche de verano. Todas las emociones que creía enterradas habían salido a la superficie con la fuerza de una ola de marea.

Y todo con un simple beso.

Giró la silla y miró por su ventana situada en la segunda planta. La gente entraba y salía de los comercios. Oyó el martilleo abajo al mismo tiempo que se dio cuenta del pequeño camión todo terreno aparcado frente a su edificio.

—¿Qué demonios…?

Paula salió de su oficina y se dirigió a la recepción. El edificio no era demasiado grande. Ella compartía la segunda planta con la oficina de impuestos, pero la planta baja llevaba varios meses vacía. Bajó por la escalera de caracol siguiendo el sonido.

La puerta de la oficina se abrió al apoyar la mano descubriendo una habitación grande, con un mostrador de metal por todo mobiliario. Pedro estaba subido a una escalera de mano al fondo de la oficina, de espaldas a ella. El ruido ahogó el sonido de la puerta al cerrarse.

Pedro estaba vestido con una camiseta y unos vaqueros, ambos un tanto ajustados. Su cuerpo reflejaba la solidez de sus músculos mientras martilleaba. Debía hacer gimnasia. Entonces se preguntó por qué, con todo lo que tenía que decirle, aquel había sido el primer pensamiento en ocurrírsele. En ese momento, Pedro se bajó de la escalera y descubrió su presencia.

—Hola, Paula.

Pedro.

Durante un momento se quedaron mirando, una oficina y todo un pasado les separaban. Ella no lo había visto desde la noche del beso y tuvo que resistirse al impulso de salir corriendo. Él le mantuvo la mirada con unos ojos completamente carentes de la incomodidad que Paula sentía. Tenía que reconocer que le envidiaba por eso. Una parte de ella quería excavar un agujero en el suelo y esconderse. La otra parte quería que volviera a besarla. Apartó la mirada y se ajustó la chaqueta para ocultar su nerviosismo.

—¿Qué pasa? —preguntó él, mientras levantaba una estantería del suelo.

Volvió a subir la escalera y colocó cuidadosamente la estantería sobre las escuadras. Paula se sintió mejor en cuanto le dio la espalda y avanzó hasta el centro de la oficina. Involuntariamente, sus ojos subieron por los músculos de sus piernas, de sus nalgas, hasta sus anchas espaldas.

—¿Paula?

—¿Hum?

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó él, volviéndose a mirarla.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 19

 



Había estado casada, había conocido la pasión en los brazos de otro hombre, pero aquello era algo diferente, algo que quedaba más allá de su experiencia, algo puro y salvaje, pecaminoso y divino que a duras penas podía soportar, pero que tampoco podía terminar.

Las piernas le fallaron y Pedro la aprisionó entre su cuerpo y el poyo de la cocina. Sintió la dureza de su miembro e instintivamente respondió a su excitación aumentando la presión de su cuerpo. Aquello era todo lo que Pedro necesitaba. Le puso las manos en las nalgas y la levantó contra él mientras que su boca no cesaba de devorarla. El deseo salvaje la tenía dominada y ella se entregó por completo.

No supo cuánto había durado. El tiempo cedió a la sensación y perdió todo significado. Fue Pedro quien retrocedió, quien se retiró. Su respiración era agitada, los ojos brillantes como señales luminosas en la oscuridad. Paula se apoyó la cocina para no caer. Lo miró, demasiado asombrada para hablar, demasiado perpleja para sentir.

—Yo creo que eso contesta a tu pregunta, ¿no?

Pedro se quitó la bata, la dejó sobre una silla y se dirigió a la puerta del patio. Paula fue tras él.

—¿Dónde vas? —preguntó cuando pudo encontrar su voz.

—A casa.

—No puedes llevar esa moto acuática por la noche. Es demasiado peligroso.

Pedro abrió la puerta y recogió el traje de goma. Cuando se dio la vuelta para mirarla, tenía aquella sonrisa característica en los labios.

—No tan peligroso como quedarse aquí, pequeña. Ni la mitad.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 18

 


Paula no podía creer que fuera tan audaz. Sacudió la cabeza, no iba a dale la satisfacción de saber que todavía le molestaba el pasado. Cuando él dejó la copa vacía sobre la mesa, ella extendió el brazo para llenársela y sus manos se tocaron. Paula se quedó mirando las manos. Le llevó un momento darse cuenta de que Pedro también se había quedado inmóvil y la observaba.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Tú. Has cambiado. Has madurado.

—Sucede de vez en cuando.

—Supongo que sí. Sólo que es una especie de trauma cultural para mí. Volver la ciudad y ver a todo el mundo. Todos están igual, sólo que más viejos.

—Tú también.

—Sí, yo también —dijo inclinándose y tomándola de la mano—. Me gusta estar contigo, Paula. Me he preguntado muchas veces lo que había sido de ti.

«¿Entonces por qué nunca has llamado o escrito?».

Paula sintió la punzada de dolor en lo más hondo y se apresuró a retirar la mano.

—Eso fue hace mucho tiempo. Tú mismo lo has dicho varias veces, es historia pasada.

—Tienes razón, pero hay algo en ti que hace que lo recuerde con intensidad. No sé por qué será, pero no puedo evitarlo.

Paula miró al fondo de aquellas profundidades azules y se odió a sí misma por desear creerlo. Por supuesto, no lo creyó. Lo conocía de sobra. Toda la escena era una locura. Ellos dos allí sentados frente al fuego, tan amigables, tan hogareños, tan íntimos, que Paula no pudo evitar que sus antenas se desplegaran alarmadas.

—¿Por qué has venido, Pedro?

—Ya te lo he dicho. Vi tu coche desde el agua y decidí hacerte una visita.

—Un impulso, vamos.

—Justamente.

—¿Sin otro motivo?

—Sin otro motivo.

Paula se levantó, apiló los platos y los llevó a la cocina. Él la siguió.

—¿Por qué piensas tú que he venido?

—Puede que a conseguir información.

Lavó los platos y los secó sin dirigirle una sola mirada.

—¿Acerca del proyecto? Puedo conseguirla con una simple llamada a Pablo. Se muere por contarme todo lo que sabe. Había tres mensajes suyos en mi contestador cuando he vuelto esta tarde. No te necesito, pequeña, no para conseguir información.

Paula tiró el estropajo al fregadero y se dio la vuelta encarándose con él.

—Entonces, ¿para qué me necesitas, Pedro? ¿A qué viene este repentino interés al cabo de tantos años? Hace mucho que está muerto y enterrado.

Paula vio que los músculos de su mandíbula se contraían, los vio pulsar por un momento antes de que él se le acercara.

—Quizá no esté muerto, puede que sólo esté durmiendo. Averigüémoslo.

La rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí. Su boca ardía, reclamó sus labios en un beso caliente que no admitía negativa. Pedro inclinó la cabeza mientras la atraía más hacia él. Hundió la mano en los cabellos de su nuca para evitar que se moviera.

No fue una caricia entre dos personas, sino más bien un fuego incontrolado que giraba en torbellinos ardientes. Desde el momento en que sintió sus labios, Paula supo que estaba perdida, extraviada en un mundo de sensaciones olvidadas. Un mundo peligroso y erótico que durante demasiado tiempo sólo había existido en su imaginación.

Se aferró a su hombro con una mano, al principio para apartarle, pero cuando su lengua la tocó, el fuego prendió en sus entrañas y no pudo evitar atraerle contra ella.

Los sabores del café, el brandy y el mar se entremezclaron. Paula sintió antes que escuchó su propio gemido. Le acarició el pecho, los cabellos, mientras notaba que se iba quedando sin fuerzas entre sus brazos.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 17

 


Murmurando una excusa, fue a registrar en su armario, buscando una vieja bata de Andres que tenía que estar por alguna parte. Al sacudirla, se dio cuenta de que sería demasiado pequeña. Suspiró. Tendría que servir. No podía soportar la idea de sentarse junto a un Pedro medio desnudo mientras cenaban.

El fuego había prendido y las chispas subían por la chimenea cuando entró en el estudio.

—¿Qué es eso? —preguntó Pedro.

—Una bata. Pensé que tendrías frío.

Pedro miró hacia el fuego y después a ella. Sonrió.

—Claro, pequeña. Déjamela.

Cuando pasó los brazos por las mangas se descubrió que le quedaban un poco más abajo del codo. La bata le llegaba por encima de las rodillas. No pudo cerrarla, pero se ató el cinturón. Por lo que a Paula concernía, le tapaba varias áreas vitales para su tranquilidad mental.

—¿Mejor? —preguntó él, remedando un pase de modelos.

—Mucho mejor.

El microondas avisó, Pedro la ayudó con los platos y lo llevaron todo al estudio. Paula lo observó mientras comía. Parecía muy tranquilo, pero ella estaba a punto de subirse por las paredes. Habían pasado quince años, pero podía recordar vividamente cada detalle, la mirada de sus ojos antes de besarla, el tacto de sus manos en la espalda, la dureza de su cuerpo mientras se apretaba contra ella a la luz de la luna….

Sacudió la cabeza. Eran ideas tontas, pensamientos peligrosos.

—¿Te apetece un café?

—Claro. Si no te es mucha molestia.

—No, ya lo tengo hecho. Y tengo un brandy estupendo para acompañarlo.

—¡Hum! —suspiró él, cuando olió primero el café y luego la copa de brandy—. Es magnífico.

Paula sonrió. Dejó que el calor del fuego y su aprobación la envolvieran.

—Has mencionado que quieres volver con tu madre. ¿Lo decías en serio?

—Sí. En cuanto el proyecto esté acabado enviaré a buscarla. Tengo planeado pasar un tiempo arreglando la casa. Aparte de Pablo y de ti, nadie le tiene tanto cariño como mi madre.

Paula se sintió incómoda con aquella referencia a que su madre había limpiado la casa para su familia. Siempre había sido muy sensible a ese tema. Pero no sabía si todavía lo era, ahí estaba el problema. Aquel nuevo y mejorado Pedro era una mercancía desconocida.

—¿Cómo se encuentra?

—Si me preguntas si logró superar la muerte de mi padre, la respuesta es sí. Ha hecho grandes progresos en los últimos años, sobre todo desde que empecé a ganar dinero y pude retirarla. Le debo mucho.

—Yo la recuerdo como una persona muy reservada y tranquila. No hacía mucha vida social.

Pedro soltó una risa sarcástica.

—Bueno, ser la madre del gamberro oficial no contribuyó a aumentar su popularidad.

—Lo siento.

—Me lo he preguntado a menudo —dijo él mirándola.

—¿A qué te refieres?

—Si de verdad lo sentías.

—Sólo es una expresión. No me estaba disculpando contigo. No tengo nada de lo que disculparme.

—No, ¿verdad? —preguntó él, más para sí mismo que para Paula.

Pedro

—Dejémoslo. Historia pasada.


ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 16

 


Paula acarició el teléfono. Acababa de hablar con su hermano en un intento de despejar sus dudas sobre Pedro y su proyecto. La ciudad era un hervidero. No había visto tanta actividad desde la celebración del bicentenario hacía tres años. No le gustaba admitirlo, pero la llegada de Pedro le había infundido a la ciudad algo de lo que había carecido durante mucho tiempo, esperanza. Aunque no estaba del todo convencida de sus intenciones, no podía negar que era el pinchazo que necesitaban para ponerse en movimiento.

Las noticias viajaban con rapidez, por la tarde había recibido tres llamadas de los alcaldes de otras tantas ciudades de la bahía interesándose por el proyecto de Maiden Point. Querían saber si Lenape Bay había aceptado el plan y si no, que les diera el nombre del inversor. Todos tenían un terreno de primera que le venía que ni pintado al proyecto.

El frenesí se había contagiado a los periódicos del área, los rumores volaban como ráfagas de un huracán furioso. Se había pasado la mayor parte del día intentando separar la verdad de la ficción y había perdido un tiempo precioso para meditar en profundidad la propuesta de Pedro y juzgar sus méritos.

Tenía la sensación de ser la única persona que se preocupaba de ese aspecto del problema. Todo el mundo con quien había hablado daba el proyecto como cosa hecha. Ningún hombre de negocios había perdido el tiempo en llamar por teléfono y comprobar la lista de inversores, ni siquiera para comparar aquel plan con otros proyectos que Pedro había puesto como ejemplo para Maiden Point.

Sabía que no le correspondía a ella hacerlo. Era responsabilidad de Pablo y del resto de concejales, pero no estaba dispuesta a sentarse de brazos cruzados y dejar que comprometieran a la ciudad en lo que podía ser un enorme error o un regalo del cielo.

Necesitaba tiempo, en un mes ella y su secretaria podían recabar toda la información necesaria para tomar una decisión ponderada. Pero antes tenía que convencer a Pablo y al resto del ayuntamiento de que se tranquilizaran, se lo tomaran con calma y lo meditaran con las cabezas frías.

Mucho se temía que iba a ser algo más fácil de decir que de hacer.

Paula giró sobre sus talones al oír que se abría la mosquitera de la puerta del patio. Con una mano en el corazón, se relajó al ver que era Pedro.

—¡Casi me matas del susto! —dijo abriéndole la puerta de seguridad—.Una ráfaga de viento helado la golpeó mientras él entraba y se apresuró a cerrarla de nuevo.

—Lo siento —se disculpó él—. Vi la luz y pensé en dejarme caer por aquí. Pero si estás ocupada…

—No, no. Pasa. Tienes que estar helado.

—No. El viento es frío, pero el agua está caliente. Aunque me parece que estoy mojando tú alfombra.

—¿No llevas nada debajo del traje de agua?

—Depende en lo que estés pensando —dijo él sonriendo.

—Saca tu mente de la alcantarilla, Alfonso. Me refería a que te pusieras algo seco.

Él rió y se bajó la cremallera, revelando que llevaba puesto un bañador. El vello de su pecho brillaba de humedad, una zona dorada que se iba estrechando hasta desaparecer en la cintura del bañador. Paula tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada, su cuerpo era demasiado duro, demasiado masculino, demasiado viril para echarle tan sólo una ojeada.

Se descubrió a sí misma yendo hacia el armario de la ropa blanca.

—Toma —dijo dándole una toalla de baño enorme—. Sécate.

—Gracias.

Pedro se quitó el traje de goma y lo dejó fuera antes de secarse. Paula observó hipnotizada cómo se frotaba vigorosamente el pecho, los brazos, las piernas. Cuando se echó la toalla sobre la cabeza para secarse el pelo, Paula aprovechó la oportunidad para estudiarlo. Tenía unas piernas largas y musculosas, y su traje de baño, aunque de tipo pantalón, era lo suficientemente corto y ceñido como para dar una buena idea de lo que había debajo.

Sintió que le ardían las mejillas. Había pasado mucho tiempo sin un hombre. Y aquel era el peor que podía elegir para cambiar aquella situación. Su raciocinio sabía que era verdad, pero su corazón y su cuerpo tenían recuerdos propios que no eran fáciles de dejar a un lado. El pulso se le aceleró latiéndole en los oídos hasta que no pudo escuchar ningún otro sonido. La toalla dejó al descubierto la cabeza. Como si hubiera escuchado su canto de sirena, los ojos de Pedro se oscurecieron mientras su miradas se encontraban.

Paula se pasó la lengua por los labios.

—¿Has comido… algo?

—No —dijo él, mientras sus labios formaban una sonrisa lenta.

—¿Quieres acompañarme?

—Me encantaría.

—Sólo tengo las sobras de un solomillo —dijo ella entrando en la cocina.

—Estupendo. No he comido nada en todo el día.

Paula puso el plato en el microondas y apretó unos cuantos botones.

—¿Un día ocupado?

—¿Tú también? —preguntó él.

—La verdad es que has logrado que la ciudad se estremeciera.

—Era lo que intentaba. Necesito que todo el mundo me preste atención.

—Puedes apostar a que ya lo has conseguido.

Pedro se apoyó en el quicio de la puerta y cruzó las piernas. Ella decidió que era demasiado grande para su cocina, su presencia empequeñecía la habitación. La empequeñecía a ella. De repente, necesitaba espacio para respirar.

—Comamos en el estudio. Hace bastante frío como para encender la chimenea, ¿no?

—Claro. Déjame a mí —dijo cogiéndole el encendedor de las manos.

Mientras él se agachaba frente al hogar, Paula cruzó las manos sobre el pecho para evitar extenderlas y acariciar su espalda. Algo no marchaba bien. Si tenía que cenar con él, necesitaba que se cubriera.


viernes, 28 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 15

 


Su naturaleza dulce y atenta fue demasiado para que un cínico y joven Pedro pudiera resistirse. Paula rompió sus muros defensivos, llegó a lo más profundo y vio cosas que las demás no podían ver. Había sido la única persona en el mundo, aparte de sus padres, a la que le había confiado sus más secretos sentimientos e ideas. Nunca habría creído que fuera capaz de hacerle lo que le hizo.

Un chorro de espuma le salpicó la cara. Podía recordar con la claridad del cristal aquella mañana después del baile de graduación en la que se había sentado patéticamente en el suelo de la cabaña, en el punto exacto donde habían hecho el amor. El saco de dormir entre las piernas mientras esperaba impaciente a que ella volviera, su mente tan llena de proyectos que no oyó el motor de los coches que se acercaron.

El sol acababa de salir cuando la puerta se abrió de un portazo y apareció el cuerpo voluminoso de Claudio Chaves. El odio en los ojos del viejo era fuerte, pero ni la mitad de amenazador que el bate de béisbol que blandía en las manos. Cuando la cara estragada de Pablo apareció detrás de su padre, Pedro pensó que estaba perdido.

Pero Claudio no usó el bate, no tuvo necesidad. Se plantó delante de él con las piernas abiertas, golpeando el bate contra la palma de su mano mientras hablaba con tanta suavidad como si se encontrara en la iglesia.

—Este es el final de la carrera, muchacho, el final. Tienes una hora para salir de Lenape Bay, o haré que te metan en la cárcel tan rápido que tu cabeza de niño bonito no sabrá ni dónde estás.

—No malgastes saliva —respondió él con el corazón en un puño pero la mirada helada—. Tengo listo el equipaje, pero no me iré solo.

Claudio entrecerró los ojos un momento antes de distender los labios en una sonrisa amplia.

—¿De verdad lo crees?

—Sé que es así.

Pablo gruñó e hizo ademán de atacarle, pero su padre le contuvo.

—¿Y a quién te crees que vas a llevar contigo?

—Lo sabes perfectamente. Vendrá en cualquier momento.

—No cuentes con ello.

—Ella vendrá.

Claudio se echó a reír a carcajadas.

—Alfonso, si de verdad piensas eso no eres tan listo como yo creía. Y, además, no tienes ni idea de cómo son las mujeres.

—¿Qué quieres decir?

—Muchacho, ¿cómo te crees que te he encontrado? ¿Cómo crees que he dado con la cabaña? ¿Cómo iba a saber que estabas aquí? ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

Pedro tragó saliva, el nudo en su garganta crecía con cada palabra de Claudio.

—No contestas, ¿eh, chico listo? Bueno, te lo diré de todas maneras. Paula me lo contó anoche… todo. Nada más que por eso, podría hacer que te encerraran, pero me siento magnánimo esta mañana. Voy a dejar que te vayas.

—No te creo.

—¿No? Pues entonces quédate sentado y ya verás lo que pasa. No va a venir, chico, ésa es la verdad. ¿En serio crees que va a echar a perder su beca para vagabundear por el país con un perdedor como tú?

—Nos queremos.

—Paula ha cometido un desliz. Ha sido un experimento, ahora seguirá con su vida como lo teníamos planeado, sin ti.

—Quizá no me marche.

—¡Oh! Te irás ahora mismo o tu madre pagará las consecuencias.

—Deja a mi madre fuera de esto.

—No puedo. No sólo trabaja para mí sino que también tengo la hipoteca de su casa. ¿Te has olvidado de que me la entregaste en bandeja de plata? —rió haciendo que su barriga se balanceara—. Y no me llevará ni un minuto reunir todos los papeles para hacerla efectiva. ¿No me crees? Prueba, chico. Tú ponme a prueba y la verás en la calle antes de lo que canta un gallo.

—¡Bastardo!

—Hace falta uno para reconocer a otro —dijo Claudio empujando a Pablo para que se fuera—. No estés aquí cuando vuelva, Pedro. No seré tan amable la próxima vez. Y otra cosa. No quiero volver a ver tu cara nunca más.

Pedro viró a la derecha para cortar hacia la costa. Claudio no había vuelto a verle la cara, en eso se había salido con la suya. La había esperado, había sido la espera más larga de su vida, allí sentado, con el sol entrando por las ventanas hasta que estuvo alto en el cielo.

Se había portado como un cabezota. Aun así, había pasado con la moto por delante de su casa de camino a la carretera general. Pablo le esperaba en la puerta, dispuesto a pelear con él. Pedro había acelerado el motor para hacerle saber a Paula que estaba allí, mientras ignoraba las bravatas de su hermano diciendo que ella no quería volver a verlo. Estuvo a punto de tirarse de la moto y arrollar a Pablo cuando vio un movimiento en las cortinas de su habitación. Al mirar otra vez, ella dio un paso atrás y las cortinas se quedaron quietas.

Pedro todavía recordaba el vacío en su estómago devorándole las entrañas, convirtiéndole en piedra. Se había ido de la ciudad con un nudo en la garganta y una brecha en el corazón. El orgullo había evitado que volviera. Una vez, meses más tarde, después de haber bebido, la había llamado. Claudio había cogido el teléfono y él había colgado.

La traición de Paula había sido la píldora más amarga que había tenido que tragar en toda su vida, el vacío de su alma nunca había llegado a curarse del todo. Había habido otras mujeres en su vida, pero ninguna le había llegado tan dentro como ella. Había llenado el vacío con odio y una sed de venganza tan intensa que le había impulsado durante todos aquellos años, centrándole, dándole fuerzas para continuar, con los ojos puestos en la meta final: la destrucción de los Chaves hasta que no quedara ninguno.

Pedro detuvo el motor y se acercó al malecón de Paula. Se lanzó al agua y subió a tierra firme pensando que sus sentimientos estaban entremezclados. Era mejor tratar con ella en su despacho, mejor tratarla como la alcaldesa Wallace que como Paula. Sospechaba de él y eso no presagiaba nada bueno. Necesitaba que estuviera a su lado, quizá más que ningún otro. Convencerla de su sinceridad iba a ser una batalla ardua, por decirlo suavemente. Pero no había nada que le gustara más que un buen desafío.

Se sacudió, el viento frío le helaba, sabía que tenía que tomar rápidamente la decisión de quedarse o irse. No podía quedarse allí toda la noche, contemplando la luz que salía de la granja, tratando de decidir qué era lo que más quería, si ver a Paula otra vez o mantenerse a salvo.

Pedro amarró la moto al malecón y anduvo el sendero que llevaba a su puerta trasera




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 14

 


El aire estaba frío, el agua caliente. Pedro puso en marcha el motor de la moto acuática y se deslizó hacia el centro de la bahía. El sol se encontraba muy bajo, aunque oscurecido por un palio de nubes. Puso rumbo directo a aquella luz tamizada.

Era su hora preferida en la bahía. De pequeño, se escapa hasta allí y se sentaba en el muelle para mirar el atardecer mientras tiraba trozos de conchas rotas al mar y soñaba sueños de niño. Ser adulto, ser capaz de hacer lo que quisiera cuando le viniera en gana.

Algunos de sus mejores recuerdos de Lenape Bay eran de allí, lejos de la ciudad, lejos de los profesores, los tenderos y de la gente normal que hacía su vida tan miserable. Aquel lugar representaba la libertad, incluso ahora que ya era un adulto que podía hacer lo que quería cuando le venía en gana, descubría que lo que más añoraba era la paz espiritual que encontraba sentado en el malecón.

Rodeó una boya para adentrarse en el mar. Se preguntó si se comportaría de una manera distinta de tener la oportunidad de volver a repetirlo. Lo dudaba. Había algo en su interior, algo que nadie parecía entender, una energía que le impulsaba a hacer las cosas de esa manera. Nunca había entendido por qué todo el mundo quería que se conformara con comportarse como ellos, cuando su manera funcionaba perfectamente.

Lo había demostrado de múltiples formas desde que se había marchado, aunque ninguna tan espectacular como su carrera en el negocio inmobiliario donde había comprado propiedades que los expertos habían calificado de inservibles para convertirlas en oro puro.

Pedro sonrió mientras levantaba su rostro al viento y a la espuma. Su madre siempre había dicho que su lema debía ser «¡No me digas qué he de hacer!». Tenía razón. No había un modo mejor de asegurarse de que hiciera algo que decirle que no era capaz de hacerlo.

Describiendo una amplia curva, puso rumbo al sur. La moto rebotaba con rudeza sobre las olas, de modo que tenía que sujetarse con fuerza para mantener el control. Le encantaba la velocidad, siempre le había gustado. Le daba igual que fuera en tierra, en el aire o en el mar, ninguna otra cosa le proporcionaba aquella sensación de poder. También le obligaba a concentrarse tanto que todas las tensiones desaparecían de su mente.

Había sido un día muy largo. Había trabajado mucho desde primera hora de la mañana. Se había quedado a disposición de los miembros del ayuntamiento para contestar sus preguntas durante el resto de la jornada. Cuando había vuelto a casa, el teléfono no había dejado de sonar con llamadas de otra gente interesada en lo que tenía que decir.

Con todo, había ido bien, mejor incluso de lo que él había esperado. Pablo Chaves había desarrollado todo su potencial como tonto del pueblo tal como él se lo había imaginado. El viejo cabeza hueca, orgullo del fútbol local, se había convertido en el cabeza hueca que presidía el banco. Se preguntó si Claudio estaría por ahí arriba, o mejor dicho, por ahí abajo, contemplando toda su charada, sacudiendo la cabeza y descargando su puño, rojo de ira. No sería otra cosa que justicia, pero el destino le había arrebatado aquella carta de las manos. Pedro se había reconciliado con el hecho de que alguien infinitamente más poderoso y justo que él le estaba dando su merecido.

Se estaba levantando viento y decidió que era hora de regresar. Se dio cuenta de que se había alejado mucho de su casa y que se acercaba a la bocana de la bahía. Había oscurecido, pero podía ver las luces de una granja en una pequeña ensenada. El descapotable rojo en el camino le dijo que se trataba de la casa de Paula.

Redujo la velocidad mientras sopesaba si era inteligente hacerle una visita sorpresa. La alcaldesa Paula Wallace era definitivamente parte de su plan, incluso el punto más importante. Pensó en la reunión de por la mañana. Se había convertido en la hija de Claudio, con su mirada condescendiente y su aire de fría superioridad. Era divertido que no se hubiera dado cuenta mientras crecían juntos, él, que siempre lo sabía todo. Y era todavía más divertido que se hubiera enamorado tanto de ella hasta el punto de estar ciego a sus mentiras. Lo más divertido de todo era el modo en que ella había descubierto su juego.

La primera vez que le había pedido una cita sólo había pretendido que Claudio se sintiera despechado. Conocía a Paula, pero no se movían en los mismo círculos. Ella era la perfecta chica americana, la jefa de las animadoras, la ganadora de becas que iba a comerse el mundo. Él era el hijo de un obrero de la construcción que venía del lado equivocado de la sociedad. Su educación estricta la hacía parecer demasiado rígida para sus gustos.

Pero aún así, no se sorprendió cuando ella aceptó. Aunque no era una estrella del deporte, ni de los que iban al club de campo, las chicas se morían por salir con él. No se engañaba, sabía que era su atractivo y su aura de peligro lo que las atraía, y él sabía aprovecharse de las ventajas. Al principio, Paula había sido una de tantas, un medio para conseguir un fin, pero luego su plan fracasó estrepitosamente.

Se enamoró hasta la médula de ella.