—Le encantan los hombres altos —dijo la señora Koswolski mientras agarraba a Paula por el brazo y miraba con profundo aprecio a Pedro—. Cariño, eres un auténtico bombón.
—Gracias… señora —Pedro parecía avergonzado.
—No vienen muchos hombres de visita —comentó Ruth Jamison, una mujer de pelo corto y de una naturaleza romántica que quería mantener en secreto.
—Pues no saben lo que se pierden —dijo él sonriendo—. Yo no sabía que iba a conocer a tantas damas encantadoras jugando al bingo.
—También hay unos cuantos hombres aquí, pero ellas siempre buscan carne fresca —se quejó Bart desde su silla de ruedas. Era el hombre más viejo de Divine y había sobrevivido a tres esposas. Paula sabía que tenía el ojo echado a la cuarta, Ruth.
Desafortunadamente, también era el hombre más gruñón del pueblo, así que no había conseguido que ella le prestase atención.
—No le hagas ni caso —dijo Ruth mirando seriamente a Bart.
Pedro echó un vistazo a su abuelo, quien también estaba rodeado de mujeres y se dio cuenta de que todavía era un hombre guapo. Era alto y distinguido, tenía una gruesa mata de pelo blanco y era la atracción del bingo. Las mujeres hablaban con él sobre todos los temas, desde arte a noticias.
—Será mejor que me prepare para el juego —comentó Paula.
Ella había estado con Pedro desde que habían llegado y su brazo se quedó solo cuando se ella dirigió a la parte delantera de la habitación.
—Bueno, amigos, prepárense —dijo mientras hizo girar el bombo con los números—. Presiento que tenemos jugadores con suerte esta noche.
Todos se sentaron en sus mesas colocando los cartones frente a ellos.
Pedro se puso delante dos cartones, más que nada para aparentar, puesto que estaba más interesado en mirar a Paula, muy popular entre los inquilinos de la residencia. La habían abrazado, regañado porque, según ellos, había perdido peso, y aconsejado sobre cómo encontrar a su hombre. Además, lo habían hecho cuando Pedro estaba junto a ella y se había puesto colorada.
En cuanto a la pérdida de peso, Pedro trató de decidir si tenían razón. Sabía que ella estaba trabajando mucho, pero se tomaría cualquier comentario sobre su pérdida de peso como una crítica si viniera de él.
Aparentemente, «flaca» era un insulto, al igual que plana. Pero Paula no estaba plana y Pedro sólo quería que ella estuviera bien. Se sentiría fatal si le ocurriera algo, quería protegerla y asegurarse de que siempre estaría segura y feliz. Nada de eso lo convertía en un príncipe, sólo significaba que, por fin, Pedro había reconocido algo valioso que tenía que preservar.
—El primer número de la noche es el 10 B —dijo Paula al sacar una bola del bombo.
La mujer que estaba sentada al lado de Pedro no podía agarrar una ficha para ponerla en la casilla del 10 B de su cartón, así que Pedro la ayudó a hacerlo y recibió una tímida sonrisa a cambio.
—Gracias, cariño —murmuró.
—Aquí hay una buena. B17. ¿Tú no pilotaste B17 durante la guerra, Bart?
—¿Qué guerra? —refunfuñó Bart, aunque parecía complacido—. La Segunda Guerra Mundial —añadió.
—Bart se guarda estas cosas para él —dijo Paula con ironía—, así que quizá no sepáis que tiene dos Corazones Púrpura, una Estrella de Plata y una Medalla al Valor. Damas y caballeros, es todo un héroe.
Un sonido de aprobación recorrió la sala y algunas de las mujeres presentes se volvieron para sonreír a Bart, quien estaba tieso en su silla de ruedas y con la cara iluminada.
Paula prosiguió leyendo números, mientras hacía algún comentario sobre alguien en la sala. La mujer sentada al lado de Pedro había sido una profesora de música con mucho talento. Otra mujer sentada al fondo, había acogido temporalmente a diez niños en su casa y todos ellos se habían licenciado, vivían en Illinois y la iban a visitar con devoción.
A través de los ojos de Paula, Pedro comenzó a verlos, no como ancianos sin rostro confinados en la residencia, sino como individuos. Una vez fueron los granjeros, profesores y padres que habían mantenido todo en funcionamiento y no merecían menos respeto simplemente porque sus cuerpos tuvieran años y enfermedades.
Una mujer situada en el centro de la sala cantó bingo y recibió una bolsa de caramelos y una bata rosa como premio.
Sonreía como si se hubiera convertido en millonaria. Cuando comenzó el siguiente juego, Pedro buscó a su abuelo, que no estaba jugando porque mantenía una profunda conversación con otro hombre.
Estaban sentados en una esquina y asentían a la vez que conversaban. En un momento dado, el otro hombre, sin ninguna vergüenza, se secó una lágrima. Pedro tragó saliva y volvió a concentrarse en Paula.
—Creo que eso ha sido un récord de rapidez en ganar. Limpien sus cartones y a ver si alguien tiene el G 27.
La vecina de Pedro lo tenía y él ya tenía una ficha en la mano para que la colocaran juntos.