martes, 18 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 41




—Miau.


—Vale, sube.

Pedro vio cómo su abuelo se daba unas palmaditas en la pierna y cómo Vincent subía a su regazo ronroneando. Nadie podía ignorar a Vincent, era una fuerza imparable. Como Paula. Sólo que Paula deleitaba la vista con su sonrisa y su feminidad, mientras que Vincent tenía cara de gángster. Pedro se inclinó hacia delante envalentonado por lo que había visto desde el vestíbulo la noche anterior.

—Abuelo, tienes que ir al médico. Tenemos que preguntarle sobre la medicación para la depresión o, al menos, tienes que explicarle qué pasa y cómo te sientes, en lugar de fingir que todo va bien cuando vas a verlo.

—No estoy deprimido —respondió el abuelo.

—Sí, claro. Entonces, ¿por qué te sientas durante horas mirando la nada? ¿Por qué cuando no estás mirando la nada estás dormido? Y qué me dices de haber vendido el retrato de la bisabuela Helena por cinco dólares en el mercadillo, o de repente haber notado, después de tres años que el jardín estaba hecho un asco.

Se miraron el uno al otro.

—Piénsalo —añadió 
Pedro—. No hay nada malo en recibir ayuda… Además, a la abuela no le gustaría que estuvieras así.

—Vale, me lo pensaré —respondió tras un largo silencio.

Pedro respiró aliviado. No sabía si había hecho lo correcto, pero al menos había hecho algo. Se sentó a beberse el café con la mirada puesta en las puertas de cristal que daban al jardín. Paula solía entrar a esas horas de la mañana por la puerta de atrás temiendo despertar a alguien. Él se había acostumbrado a levantarse al amanecer y rara vez estaba en la cama cuando ella llegaba. Dormía poco porque se quedaba trabajando hasta tarde, pero merecía la pena.

¿La merecía? Ese pensamiento lo hizo sonreír. Había habido un tiempo en el que no hubiera dejado que nada lo distrajese de su trabajo. Pero cuanto más tiempo pasaba con Paula, mejor comprendía que el trabajo era interesante y gratificante, pero que sólo era trabajo y que la vida era algo más.

Minutos después, Paula apareció y él la saludó con la mano, intentando aparentar que se estaba relajando bebiéndose el café. Pero no lo estaba. La llegada de Paula se había convertido en el engranaje de sus días y de los de su abuelo.

—Buenos días —dijo Paula al entrar por las puertas de cristal—. He traído donuts y atún.

Las orejas de Vincent se levantaron al oír la palabra «atún». Aprendía rápido y en pocos días era capaz de distinguir el sonido del abrelatas desde el otro lado de la casa.

—¡Miau!

—Hola, pequeño —le rascó la nuca y él cerró los ojos de gusto—. Me temo que no estarás tan cariñoso conmigo después de que hoy te lleve al veterinario.

—Por eso lo sobornas con el atún —dijo 
Pedro.

Él también ronronearía si ella lo tocara de esa forma.

Pedro recordaba vagamente cuando pensaba que una mujer tenía que tener abundantes pechos. En aquel momento miraba a Paula y veía un bonito equilibrio, lo que le parecía más que todo lo que aquellas otras mujeres tenían. Debió de ser la forma en la que ella lo miró lo que hizo que su pulso se acelerase.

—Sí, el soborno funciona. Pero he estado pensando… —parecía preocupada de repente—, no estoy segura de si a mi gato le va a gustar tener un competidor. Da Vinci puede ponerse muy celoso y eso no es bueno para Vincent.

Pedro se atragantó y se tapó la boca. No le molestaba en absoluto la dulce manipulación de Paula y el hechizo que ejercía en su abuelo y en él era placentero.

—Puede quedarse aquí un tiempo si tú quieres —ofreció el abuelo.

—¿De verdad? —parecía aliviada—. ¡Eso es genial! Pero no quiero que sea una molestia, así que traeré otra caja para su arena y el veterinario me recomendará la comida apropiada cuando lo examine, así que se la compraré allí.

—Dile que envíe aquí la factura —dijo el abuelo.

—No puedo hacer eso. ¿Has decidido ya qué vamos a plantar en el huerto? —añadió rápidamente.

—Tomates —murmuró mientras acariciaba a Vincent.

—A mí también me gustan. ¿Alguien quiere donuts? Voy por servilletas.

Paula no esperó la respuesta sino que se dirigió a la cocina tan rápidamente como si le estuvieran mordiendo los talones.

Pedro la siguió.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Te has puesto rígida cuando el abuelo ha sugerido pagar la factura del veterinario. Los dos sabemos que Vincent se va a quedar aquí, así que, ¿por qué no dejas que el abuelo pague la cuenta?

—Yo puedo pagar mis facturas, gracias.

—Paula, tú ayudas a todo el mundo. De vez en cuando podrías dejar que alguien hiciera algo por ti. Sé que te ganas la vida muy bien y que puedes pagar tus cosas, ¿por qué es un asunto tan espinoso?

El tema espinoso era que había crecido con un padre que no podía llegar a fin de mes y donde no había dinero para pagar lo necesario, como comida o el alquiler. 

El asma que tenía lo mantuvo inactivo un largo período, al igual que su incapacidad para llevarse bien con la gente.

—¿Paula?

—Algunas veces me tomo mal las cosas, eso es todo. Es por mi infancia. Fue duro crecer como la niña que siempre tenía que comprar en tiendas de segunda mano o que nunca compraba el almuerzo del instituto porque era demasiado caro —aclaró odiando cómo sonaba lo que acababa de decir. No estaba avergonzada de su infancia, pero la había afectado.

—Pero aun así te has convertido en la persona más generosa del mundo. Eres una mujer excepcional, Paula. Ojalá yo hubiera sido alguien mejor cuando éramos niños, porque podría haber aprendido mucho de ti —dijo 
Pedro mientras la estrechaba entre sus brazos.

—Tuviste tus momentos.

—Sí, momentos de los que no me siento orgulloso.



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