lunes, 27 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 26
Pedro recibió el vaso de agua de manos de Gabriel y se tomó uno de los analgésicos que le había recetado el médico. Había retrasado ese momento todo lo posible para poder mantener despejada la cabeza, pero el dolor estaba empezando a imponerse.
—Le agradezco que me haya atendido tan tarde, señor Dayan.
—Podríamos posponer esta conversación hasta mañana —dijo Gabriel, volviendo a colocar el vaso sobre el escritorio—. Me parece que usted necesita descansar.
Pedro se recolocó en la silla, buscando una postura más cómoda. Su lado derecho era el que había sufrido más: cada centímetro de ese flanco le recordaba el golpe contra el parachoques del taxi y el asfalto de la calle.
Habría dado cualquier cosa por acostarse, pero Sebastian se había dormido y tenía que aprovechar la oportunidad para hablar con Gabriel en privado. Aunque Paula había desaprobado la idea, se había quedado a vigilar al niño hasta que regresara.
—No, prefiero hablar con usted ahora. Seré breve.
Sentado ante su escritorio, Gabriel abrió su carpeta y desenroscó su pluma. Su despacho era pequeño y sin ventanas: una habitación puramente funcional.
—Adelante —lo animó Gabriel—. Transmitiré su información a la policía de Nápoles.
—No se trata del atropello de hoy, sino de otro asunto.
—Usted dirá.
—Tiene que ver con mi hijo adoptado, Sebastian.
—Sí, me acuerdo. El niño ruso.
Pedro observó al jefe de seguridad. Gabriel parecía un tipo competente y responsable. Otra cosa era que se dignara tomarse en serio sus preocupaciones. De todas formas, tenía que intentarlo.
—Temo que Sebastian haya sufrido algún tipo de maltrato en alguno de los orfanatos donde estuvo.
Gabriel se inclinó sobre la mesa.
—¿Quiere que lo examine nuestro equipo médico?
Ésa era una de las preguntas más difíciles que Pedro había tenido que hacerse. Intentó responder con la mayor tranquilidad de que fue capaz, aunque la sola idea le ponía enfermo.
—No creo que a estas alturas eso le reporte ningún bien. No tiene heridas recientes o que no tengan fácil explicación. Por otro lado, tampoco se comporta como un niño que haya sufrido maltrato sexual.
—Si no tiene ninguna herida física… ¿por qué sospecha que ha sido maltratado? ¿Se lo ha contado él?
—No.
—¿Entonces?
—Ha tenido pesadillas con un monstruo. Y creyó ver a ese mismo monstruo conduciendo el coche que me atropello. Por eso se alteró tanto.
—Sueña con monstruos. Ya.
Pero Pedro insistió, pese al escepticismo que destilaba la voz de Gabriel.
—Su descripción de ese monstruo es muy detallada y específica… por eso creo que podría tratarse de una persona real.
—Cree que el monstruo de la pesadilla podría ser alguien de ese orfanato.
—Sí. Sebastián fue muy feliz antes de que murieran sus padres y luego estuvo en varios orfanatos. Ése debe de ser el origen de su ansiedad.
Gabriel tamborileó con su pluma en el escritorio.
—O tal vez se trate simplemente de una pesadilla. Sin más.
Pedro sacudió la cabeza. Tuvo que apretar los dientes para combatir la sensación de mareo que lo estaba asaltando.
—Eso es lo que yo pensé la primera vez que le sucedió. Pensaba que sólo era un incidente aislado, pero se ha convertido en una especie de pauta. No puedo ignorar la posibilidad de que mi hijo esté intentando decirme algo.
—¿Hablándole de un monstruo?
—Sí, no hay muchas vías de comunicación abiertas para un niño que tiene miedo de un adulto, especialmente de un cuidador. Nadie se muestra muy dispuesto a creer algo así.
—Lo entiendo, pero…
—No, me parece que no lo entiende, señor Dayan. Lo único que necesita un maltratador para quedar impune es que una sola persona desprecie o ignore los terrores de un niño.
—Los niños tienen una imaginación muy activa.
—Desde luego. Se inventan cosas continuamente. Pero eso no quiere decir que se lo inventen todo. Sea cual sea el motivo, mi hijo está aterrorizado por un hombre con una cicatriz en la cara.
Gabriel volvió a enroscar su pluma y se levantó.
—No sé muy bien qué es lo que espera que haga por su hijo, señor Alfonso. Me encargo de la seguridad de este barco. Mi autoridad no se extiende más allá.
Pedro recogió sus muletas y se levantó también.
—Pero sí que puede contactar con gente que tenga esa autoridad, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Sebastian estuvo en dos orfanatos: uno en Murmansk y otro en San Petersburgo. Contacte con la policía de esos lugares. Pregúnteles si en la plantilla de esos centros hay alguien alto, que le guste vestir de oscuro y con una cicatriz en la cara con forma de hoz. Quizá siga trabajando allí. Quizá solamente se trate de una visita. Quizá no sea más que un producto de la imaginación de mi hijo. Pero si existe, hay que investigarlo.
—¿A partir de la única base de las pesadillas de su hijo?
—Me doy cuenta de que suena ridículo, pero… ¿qué daño pueden hacer unas cuentas llamadas?
—Señor Alfonso, puedo ver que es usted sincero, pero, francamente, creo que sería una pérdida de tiempo molestar a la policía partiendo de algo tan insustancial.
—Maldita sea, ¿qué es lo que tiene que perder? Puede que haya un monstruo suelto por ahí maltratando niños… Sebastian está ahora a salvo. Yo siempre lo protegeré. Pero… ¿quién protegerá a esos otros niños? ¿A los niños que se han quedado dentro, en esos centros?
Gabriel pareció reflexionar y finalmente asintió con la cabeza.
—Déme los números de teléfono de esos orfanatos. Haré algunas averiguaciones por mi cuenta.
No era todo lo que Pedro había esperado, pero por la expresión de Dayan sabía que no iba a conseguir mucho más. Agarró con fuerza las muletas, sobreponiéndose a otra punzada de dolor. Le dolían las rodillas y los moratones.
Pero no todo el dolor procedía de sus heridas.
También le dolían los recuerdos.
Desde el principio, había percibido que Sebastián y él compartían algo. Y, desde luego, esperaba que no fuera eso.
—Gracias, señor Dayan. Ruego a Dios que esté equivocado.
—Yo también, señor Alfonso.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 25
Al principio, le temblaban los labios. Intentó recordar sus heridas y ser extremadamente cuidadosa. Pero cuando sintió su boca moviéndose contra la suya, se puso de puntillas para intensificar el contacto.
Besaba de la misma manera que sonreía. No con aquellas sonrisas frías y educadas, sino con las verdaderas: las que apenas dejaban vislumbrar la pasión que tanto se empeñaba en contener. Ladeando la cabeza, empezó a bordear el contorno de sus labios con la punta de la lengua y…
—¡Papá! ¡Tía Pau!
Al oír la voz de Sebastian, Paula abrió los ojos.
Apartándose, parpadeó varias veces para poder enfocar bien el rostro de Pedro. Seguía sin saber qué decir. Aparentemente, él tampoco.
—¡Monstruo! ¡He visto al monstruo!
Ambos bajaron la mirada. Sebastian seguía aferrado a su pierna izquierda con un brazo y se había agarrado a la falda de Paula con la otra mano. Le temblaba la barbilla, como si estuviera a punto de ponerse a llorar otra vez.
—No pasa nada, hijo —le aseguró Pedro con voz ronca. Se aclaró la garganta—. No te preocupes por los monstruos. Yo te protegeré, te lo prometo.
Sebastián miró entonces a Paula y le dijo algo en ruso, hablando tan rápidamente como cuando tuvo la última pesadilla. Le describió al ogro de la misma manera que antes: pálido, con el rostro marcado por una cicatriz y con alas negras.
Pero esa vez no lo había visto ni en su pesadilla ni en el muelle… sino al volante del coche que había atropellado a Pedro.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 24
—¿Por qué tardan tanto? —inquirió Paula—. Los paramédicos lo estuvieron revisando antes de subirlo al barco. ¿Es que ha surgido algún problema?
La enfermera le apretó cariñosamente un hombro y la guió hacia el sofá de la sala de espera.
—Tranquilícese, señora Alfonso. Su marido se encuentra perfectamente, teniendo en cuenta lo que ha pasado. Ha tenido mucha suerte. Sólo le estamos haciendo una revisión exhaustiva para asegurarnos de que podremos atenderlo convenientemente en el barco.
—No es mi marido —replicó Paula—. Sólo somos… —se interrumpió. Seguía sin encontrar la palabra adecuada que pudiera definir su relación con Pedro—. ¿Cuándo podremos verlo?
—Supongo que no tardará mucho. El médico saldrá dentro de poco para hablar con usted. Por favor, tome asiento.
El centro médico del crucero estaba perfectamente equipado para hacer frente a cualquier emergencia. La plantilla parecía muy competente. Los paramédicos que habían tratado a Pedro en la calle habían diagnosticado heridas leves, unos pocos moratones y un esguince de rodilla, dado que el coche no había llegado a golpearlo de lleno. No había requerido hospitalización, pero Paula todavía no podía creer que hubiera salido tan bien parado. De lleno o no, lo había atropellado un coche.
Si hubiera estado sola, habría ignorado a la enfermera y habría entrado en la sala para confirmar el buen estado de Pedro por sí misma.
Pero tenía que pensar en Sebastian. No había vuelto a pronunciar una palabra desde el incidente. De hecho, había vuelto a meterse el pulgar en la boca. Los únicos sonidos que emitía eran gimoteos y sollozos. Lo ocurrido debía de haberle despertado horribles recuerdos.
Se sentó en el sofá, abrazó a Sebastian y enterró la nariz en su pelo. Todo aquello era culpa suya. No debió hacerle cruzar la calle para comprarle un helado. Debió haber mirado bien antes de cruzar. Debió haberse fijado en aquel conductor temerario.
Pero no lo había hecho. Y ahora Pedro estaba herido y Sebastián traumatizado, y todo porque se había enfadado con él por culpa de aquella aburrida excursión turística. No, había sido más que eso. Había querido demostrarle a Pedro que podía entretener a Sebastián mucho mejor que él. Y, al mismo tiempo, había querido poner alguna distancia entre ella y aquella devastadora sonrisa suya.
Y Pedro se lo había pagado salvándole la vida.
¿Y si no la hubiera empujado a tiempo? ¿Y si el coche hubiera atropellado a Sebastian? Se estremeció. Sebastián estaba sano y salvo. En aquel momento podía sentir el calor de su cuerpecillo. Por su bien, tenía que conservar la calma.
—Hey, Sebasochka —le dijo, meciéndolo dulcemente—. ¿Te acuerdas de la canción de la caja de los pajaritos?
Alzó la cabeza para mirarla. Tenía los ojos hinchados, pero ya no lloraba. Paula sonrió y se puso a tararear la melodía del Doctor Zhivago, de la caja de música que le había regalado. Aunque le habría gustado que no fuera tan triste porque…
—¿Señora Alfonso?
Al oír aquella voz masculina, levantó rápidamente la mirada. El hombre que se había detenido frente a ella llevaba un uniforme de oficial de crucero, no de médico.
—Me llamo Paula Chaves —dijo—. Soy una… —«¿qué?», volvió a preguntarse. ¿Enemiga? ¿Admiradora? ¿Amiga?— conocida del señor Alfonso
Era un hombre atractivo, no tan alto como Pedro, pero igual de atlético.
—Soy Gabriel Dayan —le tendió la mano—. El jefe de seguridad del crucero.
—¿Han detenido ya al conductor?
—Acabo de hablar con la policía de Nápoles. Han encontrado el vehículo a varias manzanas del lugar del incidente, pero sin rastro alguno del conductor.
Ya había sido interrogada por la policía, pero apenas había podido facilitarles información alguna. No había visto nada hasta que oyó el grito de Sebastián y Pedro los empujó a los dos.
—Era un taxi.
—Sí, están buscando al propietario.
—Quienquiera que sea debería estar encerrado. Es una amenaza. Si no hubiera sido por Pedro… —le falló la voz. Tampoco pudo completar el pensamiento. Apretando los labios, abrazó de nuevo a Sebastian.
—He pedido a las autoridades de Nápoles que me mantengan informado mientras continúan investigando el accidente.
—Supongo que detendrán al conductor en cuanto lo encuentren, ¿verdad?
—Sí. Disponen de sus declaraciones, así como de las de otros testigos que se encontraban en el escenario del incidente.
—Bien.
—Si recuerda algún detalle más, o si quiere que la mantengamos al corriente de las últimas investigaciones, póngase por favor en contacto conmigo.
—Lo haré.
—Mientras tanto, si hay algo que podamos hacer para hacerle más cómoda su estancia aquí, sólo tiene que decírmelo.
—Gracias, pero lo que realmente me gustaría saber es cómo se encuentra el señor Alfonso… —se interrumpió cuando vio abrirse una de las puertas de la zona de tratamiento. El hombre que salió por ella no era ningún médico, sino Pedro.
Llevaba una ancha venda en la frente y otra en el antebrazo, por debajo del codo. Se había duchado y cambiado de ropa. Parecía casi normal.
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Antes de que Paula pudiera levantarse del sofá, Sebastián saltó como un rayo, corrió hacia él y se abrazó a su pierna derecha. Pedro, repentinamente lívido, estiró una mano para cambiarlo de pierna y acariciarle la cabeza.
—Hola, hijo… Tienes que estar hambriento. ¿Qué te parece si nos cenamos una pizza?
Paula estaba equivocada. No estaba bien.
Estaba muy pálido, con ojeras. Obviamente, no debería haberse bajado de la camilla tan pronto. ¿En qué diablos habría estado pensando?
Pero entonces vio la sonrisa en la cara de Sebastian, y comprendió por qué lo había hecho. Por supuesto. No había querido preocupar a Sebastian con su aspecto. Por eso había encontrado tiempo para lavarse y cambiarse de ropa, y se había obligado a levantarse.
Se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos y fue a reunirse con ellos. De cerca, pudo ver que tenía un rasguño en el pómulo derecho, sin vendar. Detestaba imaginar la cantidad de ellos que tendría debajo de aquella ropa limpia.
Debería estar en la cama. Qué hombre más absurdamente testarudo… Probablemente estaría sufriendo. Con exquisito cuidado, le acunó tiernamente el rostro entre las manos y se estiró para darle un beso.
No había planeado besarlo. Había pensado en ello, sí, pero nunca se había decidido. Esa vez fue diferente. Porque en ningún idioma existían palabras que pudieran expresar lo que en aquel momento estaba sintiendo.
domingo, 26 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 23
Ilya Fedorovich rara vez tenía algún motivo para visitar Nápoles. No tenía ningún negocio allí: las organizaciones criminales de Italia estaban bien establecidas y eran reacias a contratar extranjeros, de manera que el territorio no le resultaba familiar. De todas formas, confiaba en que el taxista no estuviera relacionado con la camorra, porque el hombre había demostrado demasiada curiosidad para su propio bien.
No había sido asunto suyo el motivo por el cual Ilya le había pedido que siguiera al autobús turístico por las calles de Nápoles, haciéndolo esperar mientras los turistas comían en un restaurante. Y no debería haberle preguntado nada cuando Ilya le dijo que aparcara para poder vigilar a la pareja con el niño rubio, y menos aún cuando le ordenó que siguiera adelante en el instante en que apareció un coche de policía.
No, un hombre lo suficientemente imprudente como para hacer preguntas de ese tipo no podía tener conexiones con la mafia local. Ilya escudriñó el callejón una vez más para asegurarse de que no lo estaba viendo nadie, abrió la puerta y empujó el cadáver fuera.
No le remordía en absoluto la conciencia. Le había dado una muerte rápida, instantánea.
Además, las personas habían nacido para morir.
Él solamente se limitaba a decidir el momento.
Escupió al suelo, se ajustó el asiento del conductor y salió del callejón rumbo a la plaza donde se hallaba aparcado el autobús turístico.
Sólo disponía de tres horas antes de que el crucero abandonara Nápoles. Quería terminar con el asunto ese mismo día: otros negocios lo estaban esperando en Moscú. Ya se había demorado más de lo previsto.
Había estado a punto de terminar el trabajo dos días atrás, en Dubrovnik. Había espiado a la pareja con el niño cuando desembarcaron del crucero, pero los había perdido una vez que se dedicaron a recorrer la ciudad saltando de taxi en taxi. No había vuelto a verlos hasta que regresaron al puerto. Entonces habría podido actuar si no hubiera sido por el par de policías que escogieron aquel momento para bajar del barco y dirigirse hacia su coche patrulla.
Ilya sospechaba que el niño lo había reconocido, dada su reacción en el muelle. Ésa era una complicación que no había previsto. El número de turistas presentes era otra. Alfonso y Chaves habían salido del muelle con el grupo de excursión, de modo que Ilya se había visto obligado a esconderse a la espera de una oportunidad para actuar.
Se frotó la mejilla de la cicatriz. Matar al taxista había atenuado el dolor, pero volvería. Siempre lo hacía. Frunciendo el ceño, barrió la plaza con la mirada hasta que localizó al chico. Estaba caminando por el borde de una fuente, de la mano de su tía. La mujer iba vestida de rojo fuego, con lo que destacaba fácilmente sobre los demás. Todo lo contrario del atuendo beige de Alfonso. Los dos formaban una pareja muy extraña, pero parecían haber unido sus esfuerzos en la tenaz vigilancia del niño.
Los propios padres de Ilya lo habían protegido casi tanto como aquella pareja al niño, con lo que no le habían hecho ningún favor. Débiles como eran, no lo habían preparado para la cruda realidad de la vida. Había sido, por tanto, una presa fácil. Hasta que lo mandaron a la guerra, con dieciocho años. Había sido el ejército quien le enseñó que el verdadero significado de la vida residía en la capacidad de dar muerte. En las montañas de Afganistán había dejado de ser presa para convertirse en depredador.
El niño saltó al suelo, riendo. Ilya tamborileó con los dedos en el volante. Lo único que necesitaba era un momento de distracción, un solo instante en que se vieran separados del grupo… Pero, por lo que podía ver, los turistas habían empezado a reunirse en torno al autobús.
Alfonso tomó a Chaves del codo como si quiera llevarla con los demás, pero ella sacudió la cabeza y señaló al niño.
Los labios de Ilya se curvaron en una sonrisa. Resultaba obvio que estaban discutiendo. No era la primera vez que sucedía. Bien. Eso los distraería.
Chaves estaba señalando una de las tiendas que había al otro lado de la calle: una heladería. Ilya deslizó la mano en el bolsillo y acarició su arma.
Dejarían de vigilar al chiquillo en cuanto pidieran el helado. Si presionaba el gatillo cuando pasara al lado…
¡Ya lo tenía! La tía del niño había dado la espalda a Alfonso y se dirigía hacia la heladería con el niño. Era la primera vez que los dos no escoltaban al crío. Un flanco había quedado descuidado. Ilya analizó rápidamente sus opciones. Era una buena oportunidad. Terminar el trabajo de los Gorsky de la misma manera que lo había empezado sería perfecto. El taxi no era tan sólido como el sedán que había utilizado en Murmansk, pero esa vez no lo emplearía contra otro vehículo, sino que atropellaría al pequeño con él.
Pisó a fondo el acelerador. Chirriaron los neumáticos. La mujer estaba mirando para otro lado y no lo vio acercarse, pero el niño sí. Por un instante, sus miradas se encontraron.
Una sensación de absoluto placer asaltó a Ilya cuando vio el horror reflejado en el rostro del niño. Cerró los dientes sobre la cara interior de la cicatriz, con lo que volvió a paladear el sabor de la sangre. La familiar nube roja enmarcó su visión, haciendo más nítido su objetivo central. Sí. Por fin.
Pero una fracción de segundo antes de que llegara a atropellar al niño, el tal Alfonso surgió de la nada. Y saltó delante del coche para empujar a la mujer y al niño.
Ilya dio un volantazo para corregir la dirección, pero era demasiado tarde. En lugar de atropellar al niño, atropello al hombre.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 22
Paula paseaba de un lado a otro del salón de su suite, con el teléfono pegado a la oreja.
—Quiero que hagas todo lo que sea necesario, Rodolfo. No me importa lo que me cueste, pero impide de una vez que ese hombre se lleve a mi sobrino.
—Estoy trabajando en ello, Paula.
—Necesitamos algo ahora. Seguro que conoces algún truco de abogado que…
—¿Qué ha pasado? ¿Es que le ha hecho daño a Sebastian?
—No, por supuesto que no.
—Podríamos pedir un mandamiento judicial en caso de que el niño se encontrara en peligro inminente.
—No es el caso. Pedro se porta maravillosamente con él.
—¿Entonces a qué viene tanta urgencia? Yo creía que seguías esperando a que cambiara de idea…
—Sí, pero me temo que va a ser más difícil de lo que esperaba. Es muy… —buscó la palabra adecuada. «Persuasivo». «Encantador»— perseverante. Decidido. Testarudo.
—Y yo que creía que no teníais nada en común… —comentó Rodolfo, irónico.
—Y no lo tenemos. La terquedad de Pedro le viene de la cabeza, no del corazón. Me propuso un trato privilegiado de visitas a Sebastian. Pensó que me conformaría con eso.
—Es una jugada inteligente. Demuestra una tendencia al compromiso.
—Fue un insulto. ¿Cómo se atreve a arrojarme sus migajas? Me suelta sermones como si fuera un profesor. Es un profesor. Cree que no sería una madre adecuada para Sebastian. Me dijo que podría visitar a Sebastián en Vermont tan a menudo como lo hacía en Murmansk. Como lo había hecho con Olga.
—Estoy seguro de que no pretendía insultarte.
—¿De qué lado estás tú, Rodolfo?
El abogado se quedó por un momento en silencio.
—Eso no necesitas preguntármelo.
—Lo siento. Sé que al final se te ocurrirá algo.
—Hay una cosa…
—¿Qué?
—Se trata del error cometido con el apellido de Sebastian. Los documentos originales que preparó el abogado de Alfonso tuvieron que ser corregidos.
—Sí, ya me lo dijo él.
—Cuanto más papeleo, más posibilidades tendremos de encontrar otros errores. Quizá podríamos seguir esa estrategia por el momento, en vez de impugnar la propia adopción.
—No entiendo.
—Si pudiéramos localizar algún descuido en los documentos, un juez podría declararlos no válidos.
—¿Eso anularía la adopción?
—No la adopción, sino los documentos de viaje.
—¿Qué quiere decir eso?
—Si los documentos de viaje de Sebastian son invalidados, Alfonso no podrá llevarse a tu sobrino a Estados Unidos.
Paula se detuvo en seco:
—Entonces Sebastian tendría que regresar a Rusia hasta que se resolviese el pleito, ¿verdad?
—Sí.
—Rodolfo, eso es perversamente brillante.
—Sólo sería una solución temporal, Paula. Y tampoco puedo prometerte que lo consigamos, ya que nos queda muy poco tiempo. Y si Alfonso decide abandonar el crucero antes de tiempo y llevarse a Sebastian directamente a casa antes de que yo pueda hacerme cargo de los papeles, entonces legalmente no tendremos nada que hacer.
—No lo abandonará antes de tiempo. Sebastián está disfrutando mucho y Pedro aún cree que puede convencerme.
—¿Entonces sigo adelante?
Paula no supo por qué dudó. Cuando Pedro se mostró de acuerdo en discutir con ella de la custodia de Sebastián, no dejaron sentada ninguna regla. En realidad, no sería jugar sucio. Además, Pedro ya lo había hecho cuando se aprovechó de un error burocrático para arrebatarle a su sobrino.
—Sí —respondió al fin—. Adelante, Rodolfo. Haz todo lo que sea necesario —terminó la llamada, lanzó el auricular sobre el sofá y se sentó en el sillón.
«A veces la renuncia es la mejor forma de amor». Aquella frase de Pedro se le había quedado grabada. Pero el comentario era absurdo: ¿cómo podía demostrar el amor que sentía por su sobrino renunciando a él? ¿Qué clase de mujer sería si renunciaba? ¿Cómo podía concebir siquiera el pensamiento de despedirse de Sebastian? Él era su único familiar. Si renunciaba a Sebastian, se quedaría sola. Dejándolo ir, solamente demostraría una cosa: que Olga siempre había tenido razón. Que no valía para ser madre.
Pedro era un hombre muy persuasivo. Y también sabía mucho sobre cómo educar a un niño. Pero, por lo que se refería al amor, estaba absolutamente equivocado. El amor no tenía nada que ver con la renuncia. Entendía su posición, ya que al fin y al cabo su propia madre biológica había renunciado a él. De su matrimonio no le había dicho nada, pero sospechaba que era su esposa quien había cortado la relación, y no al revés. Era demasiado responsable para romper cualquier compromiso por iniciativa propia.
Si Paula alguna vez llegaba a amar a un hombre, jamás renunciaría a él. De hecho, lo seguiría hasta el fin del mundo. Y no necesitaría ni de su trabajo ni de su dinero para ser feliz: se conformaría con poder ver cada día aquellos ojos y aquella sonrisa que…
Lentamente se deslizó del sillón al suelo. Y hundió la cara entre las manos. Era por eso por lo que le había pedido a Rodolfo que no vacilara en hacer todo lo posible por recuperar a Sebastian.
Porque cuanto más tiempo pasaba con Pedro, más confundida se sentía. Aquel hombre tenía una sonrisa que podía vencer su resistencia. Y la atracción, en vez de disminuir, parecía aumentar a cada minuto.
Intentó decirse que la culpa la tenía la soledad, la cercanía, las hormonas, el deseo… quizá incluso toda aquella atmósfera de vacaciones. A excepción de sus viajes a Murmansk, Paula nunca se tomaba vacaciones. Su trabajo era su vida. Esos días en el barco le estaban dando demasiado tiempo para pensar. No era de sorprender que Pedro le estuviera produciendo aquel efecto.
Pero no era amor. Definitivamente, no. Ni siquiera ella era tan imprudente o insensata como para conceptuarlo así.
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