lunes, 27 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 24
—¿Por qué tardan tanto? —inquirió Paula—. Los paramédicos lo estuvieron revisando antes de subirlo al barco. ¿Es que ha surgido algún problema?
La enfermera le apretó cariñosamente un hombro y la guió hacia el sofá de la sala de espera.
—Tranquilícese, señora Alfonso. Su marido se encuentra perfectamente, teniendo en cuenta lo que ha pasado. Ha tenido mucha suerte. Sólo le estamos haciendo una revisión exhaustiva para asegurarnos de que podremos atenderlo convenientemente en el barco.
—No es mi marido —replicó Paula—. Sólo somos… —se interrumpió. Seguía sin encontrar la palabra adecuada que pudiera definir su relación con Pedro—. ¿Cuándo podremos verlo?
—Supongo que no tardará mucho. El médico saldrá dentro de poco para hablar con usted. Por favor, tome asiento.
El centro médico del crucero estaba perfectamente equipado para hacer frente a cualquier emergencia. La plantilla parecía muy competente. Los paramédicos que habían tratado a Pedro en la calle habían diagnosticado heridas leves, unos pocos moratones y un esguince de rodilla, dado que el coche no había llegado a golpearlo de lleno. No había requerido hospitalización, pero Paula todavía no podía creer que hubiera salido tan bien parado. De lleno o no, lo había atropellado un coche.
Si hubiera estado sola, habría ignorado a la enfermera y habría entrado en la sala para confirmar el buen estado de Pedro por sí misma.
Pero tenía que pensar en Sebastian. No había vuelto a pronunciar una palabra desde el incidente. De hecho, había vuelto a meterse el pulgar en la boca. Los únicos sonidos que emitía eran gimoteos y sollozos. Lo ocurrido debía de haberle despertado horribles recuerdos.
Se sentó en el sofá, abrazó a Sebastian y enterró la nariz en su pelo. Todo aquello era culpa suya. No debió hacerle cruzar la calle para comprarle un helado. Debió haber mirado bien antes de cruzar. Debió haberse fijado en aquel conductor temerario.
Pero no lo había hecho. Y ahora Pedro estaba herido y Sebastián traumatizado, y todo porque se había enfadado con él por culpa de aquella aburrida excursión turística. No, había sido más que eso. Había querido demostrarle a Pedro que podía entretener a Sebastián mucho mejor que él. Y, al mismo tiempo, había querido poner alguna distancia entre ella y aquella devastadora sonrisa suya.
Y Pedro se lo había pagado salvándole la vida.
¿Y si no la hubiera empujado a tiempo? ¿Y si el coche hubiera atropellado a Sebastian? Se estremeció. Sebastián estaba sano y salvo. En aquel momento podía sentir el calor de su cuerpecillo. Por su bien, tenía que conservar la calma.
—Hey, Sebasochka —le dijo, meciéndolo dulcemente—. ¿Te acuerdas de la canción de la caja de los pajaritos?
Alzó la cabeza para mirarla. Tenía los ojos hinchados, pero ya no lloraba. Paula sonrió y se puso a tararear la melodía del Doctor Zhivago, de la caja de música que le había regalado. Aunque le habría gustado que no fuera tan triste porque…
—¿Señora Alfonso?
Al oír aquella voz masculina, levantó rápidamente la mirada. El hombre que se había detenido frente a ella llevaba un uniforme de oficial de crucero, no de médico.
—Me llamo Paula Chaves —dijo—. Soy una… —«¿qué?», volvió a preguntarse. ¿Enemiga? ¿Admiradora? ¿Amiga?— conocida del señor Alfonso
Era un hombre atractivo, no tan alto como Pedro, pero igual de atlético.
—Soy Gabriel Dayan —le tendió la mano—. El jefe de seguridad del crucero.
—¿Han detenido ya al conductor?
—Acabo de hablar con la policía de Nápoles. Han encontrado el vehículo a varias manzanas del lugar del incidente, pero sin rastro alguno del conductor.
Ya había sido interrogada por la policía, pero apenas había podido facilitarles información alguna. No había visto nada hasta que oyó el grito de Sebastián y Pedro los empujó a los dos.
—Era un taxi.
—Sí, están buscando al propietario.
—Quienquiera que sea debería estar encerrado. Es una amenaza. Si no hubiera sido por Pedro… —le falló la voz. Tampoco pudo completar el pensamiento. Apretando los labios, abrazó de nuevo a Sebastian.
—He pedido a las autoridades de Nápoles que me mantengan informado mientras continúan investigando el accidente.
—Supongo que detendrán al conductor en cuanto lo encuentren, ¿verdad?
—Sí. Disponen de sus declaraciones, así como de las de otros testigos que se encontraban en el escenario del incidente.
—Bien.
—Si recuerda algún detalle más, o si quiere que la mantengamos al corriente de las últimas investigaciones, póngase por favor en contacto conmigo.
—Lo haré.
—Mientras tanto, si hay algo que podamos hacer para hacerle más cómoda su estancia aquí, sólo tiene que decírmelo.
—Gracias, pero lo que realmente me gustaría saber es cómo se encuentra el señor Alfonso… —se interrumpió cuando vio abrirse una de las puertas de la zona de tratamiento. El hombre que salió por ella no era ningún médico, sino Pedro.
Llevaba una ancha venda en la frente y otra en el antebrazo, por debajo del codo. Se había duchado y cambiado de ropa. Parecía casi normal.
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Antes de que Paula pudiera levantarse del sofá, Sebastián saltó como un rayo, corrió hacia él y se abrazó a su pierna derecha. Pedro, repentinamente lívido, estiró una mano para cambiarlo de pierna y acariciarle la cabeza.
—Hola, hijo… Tienes que estar hambriento. ¿Qué te parece si nos cenamos una pizza?
Paula estaba equivocada. No estaba bien.
Estaba muy pálido, con ojeras. Obviamente, no debería haberse bajado de la camilla tan pronto. ¿En qué diablos habría estado pensando?
Pero entonces vio la sonrisa en la cara de Sebastian, y comprendió por qué lo había hecho. Por supuesto. No había querido preocupar a Sebastian con su aspecto. Por eso había encontrado tiempo para lavarse y cambiarse de ropa, y se había obligado a levantarse.
Se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos y fue a reunirse con ellos. De cerca, pudo ver que tenía un rasguño en el pómulo derecho, sin vendar. Detestaba imaginar la cantidad de ellos que tendría debajo de aquella ropa limpia.
Debería estar en la cama. Qué hombre más absurdamente testarudo… Probablemente estaría sufriendo. Con exquisito cuidado, le acunó tiernamente el rostro entre las manos y se estiró para darle un beso.
No había planeado besarlo. Había pensado en ello, sí, pero nunca se había decidido. Esa vez fue diferente. Porque en ningún idioma existían palabras que pudieran expresar lo que en aquel momento estaba sintiendo.
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