domingo, 26 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 23




Ilya Fedorovich rara vez tenía algún motivo para visitar Nápoles. No tenía ningún negocio allí: las organizaciones criminales de Italia estaban bien establecidas y eran reacias a contratar extranjeros, de manera que el territorio no le resultaba familiar. De todas formas, confiaba en que el taxista no estuviera relacionado con la camorra, porque el hombre había demostrado demasiada curiosidad para su propio bien.


No había sido asunto suyo el motivo por el cual Ilya le había pedido que siguiera al autobús turístico por las calles de Nápoles, haciéndolo esperar mientras los turistas comían en un restaurante. Y no debería haberle preguntado nada cuando Ilya le dijo que aparcara para poder vigilar a la pareja con el niño rubio, y menos aún cuando le ordenó que siguiera adelante en el instante en que apareció un coche de policía.


No, un hombre lo suficientemente imprudente como para hacer preguntas de ese tipo no podía tener conexiones con la mafia local. Ilya escudriñó el callejón una vez más para asegurarse de que no lo estaba viendo nadie, abrió la puerta y empujó el cadáver fuera.


No le remordía en absoluto la conciencia. Le había dado una muerte rápida, instantánea. 


Además, las personas habían nacido para morir.


Él solamente se limitaba a decidir el momento.


Escupió al suelo, se ajustó el asiento del conductor y salió del callejón rumbo a la plaza donde se hallaba aparcado el autobús turístico. 


Sólo disponía de tres horas antes de que el crucero abandonara Nápoles. Quería terminar con el asunto ese mismo día: otros negocios lo estaban esperando en Moscú. Ya se había demorado más de lo previsto.


Había estado a punto de terminar el trabajo dos días atrás, en Dubrovnik. Había espiado a la pareja con el niño cuando desembarcaron del crucero, pero los había perdido una vez que se dedicaron a recorrer la ciudad saltando de taxi en taxi. No había vuelto a verlos hasta que regresaron al puerto. Entonces habría podido actuar si no hubiera sido por el par de policías que escogieron aquel momento para bajar del barco y dirigirse hacia su coche patrulla.


Ilya sospechaba que el niño lo había reconocido, dada su reacción en el muelle. Ésa era una complicación que no había previsto. El número de turistas presentes era otra. Alfonso y Chaves habían salido del muelle con el grupo de excursión, de modo que Ilya se había visto obligado a esconderse a la espera de una oportunidad para actuar.


Se frotó la mejilla de la cicatriz. Matar al taxista había atenuado el dolor, pero volvería. Siempre lo hacía. Frunciendo el ceño, barrió la plaza con la mirada hasta que localizó al chico. Estaba caminando por el borde de una fuente, de la mano de su tía. La mujer iba vestida de rojo fuego, con lo que destacaba fácilmente sobre los demás. Todo lo contrario del atuendo beige de Alfonso. Los dos formaban una pareja muy extraña, pero parecían haber unido sus esfuerzos en la tenaz vigilancia del niño.


Los propios padres de Ilya lo habían protegido casi tanto como aquella pareja al niño, con lo que no le habían hecho ningún favor. Débiles como eran, no lo habían preparado para la cruda realidad de la vida. Había sido, por tanto, una presa fácil. Hasta que lo mandaron a la guerra, con dieciocho años. Había sido el ejército quien le enseñó que el verdadero significado de la vida residía en la capacidad de dar muerte. En las montañas de Afganistán había dejado de ser presa para convertirse en depredador.


El niño saltó al suelo, riendo. Ilya tamborileó con los dedos en el volante. Lo único que necesitaba era un momento de distracción, un solo instante en que se vieran separados del grupo… Pero, por lo que podía ver, los turistas habían empezado a reunirse en torno al autobús. 


Alfonso tomó a Chaves del codo como si quiera llevarla con los demás, pero ella sacudió la cabeza y señaló al niño.


Los labios de Ilya se curvaron en una sonrisa. Resultaba obvio que estaban discutiendo. No era la primera vez que sucedía. Bien. Eso los distraería.


Chaves estaba señalando una de las tiendas que había al otro lado de la calle: una heladería. Ilya deslizó la mano en el bolsillo y acarició su arma.


Dejarían de vigilar al chiquillo en cuanto pidieran el helado. Si presionaba el gatillo cuando pasara al lado…


¡Ya lo tenía! La tía del niño había dado la espalda a Alfonso y se dirigía hacia la heladería con el niño. Era la primera vez que los dos no escoltaban al crío. Un flanco había quedado descuidado. Ilya analizó rápidamente sus opciones. Era una buena oportunidad. Terminar el trabajo de los Gorsky de la misma manera que lo había empezado sería perfecto. El taxi no era tan sólido como el sedán que había utilizado en Murmansk, pero esa vez no lo emplearía contra otro vehículo, sino que atropellaría al pequeño con él.


Pisó a fondo el acelerador. Chirriaron los neumáticos. La mujer estaba mirando para otro lado y no lo vio acercarse, pero el niño sí. Por un instante, sus miradas se encontraron.


Una sensación de absoluto placer asaltó a Ilya cuando vio el horror reflejado en el rostro del niño. Cerró los dientes sobre la cara interior de la cicatriz, con lo que volvió a paladear el sabor de la sangre. La familiar nube roja enmarcó su visión, haciendo más nítido su objetivo central. Sí. Por fin.


Pero una fracción de segundo antes de que llegara a atropellar al niño, el tal Alfonso surgió de la nada. Y saltó delante del coche para empujar a la mujer y al niño.


Ilya dio un volantazo para corregir la dirección, pero era demasiado tarde. En lugar de atropellar al niño, atropello al hombre.



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