domingo, 26 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 23




Ilya Fedorovich rara vez tenía algún motivo para visitar Nápoles. No tenía ningún negocio allí: las organizaciones criminales de Italia estaban bien establecidas y eran reacias a contratar extranjeros, de manera que el territorio no le resultaba familiar. De todas formas, confiaba en que el taxista no estuviera relacionado con la camorra, porque el hombre había demostrado demasiada curiosidad para su propio bien.


No había sido asunto suyo el motivo por el cual Ilya le había pedido que siguiera al autobús turístico por las calles de Nápoles, haciéndolo esperar mientras los turistas comían en un restaurante. Y no debería haberle preguntado nada cuando Ilya le dijo que aparcara para poder vigilar a la pareja con el niño rubio, y menos aún cuando le ordenó que siguiera adelante en el instante en que apareció un coche de policía.


No, un hombre lo suficientemente imprudente como para hacer preguntas de ese tipo no podía tener conexiones con la mafia local. Ilya escudriñó el callejón una vez más para asegurarse de que no lo estaba viendo nadie, abrió la puerta y empujó el cadáver fuera.


No le remordía en absoluto la conciencia. Le había dado una muerte rápida, instantánea. 


Además, las personas habían nacido para morir.


Él solamente se limitaba a decidir el momento.


Escupió al suelo, se ajustó el asiento del conductor y salió del callejón rumbo a la plaza donde se hallaba aparcado el autobús turístico. 


Sólo disponía de tres horas antes de que el crucero abandonara Nápoles. Quería terminar con el asunto ese mismo día: otros negocios lo estaban esperando en Moscú. Ya se había demorado más de lo previsto.


Había estado a punto de terminar el trabajo dos días atrás, en Dubrovnik. Había espiado a la pareja con el niño cuando desembarcaron del crucero, pero los había perdido una vez que se dedicaron a recorrer la ciudad saltando de taxi en taxi. No había vuelto a verlos hasta que regresaron al puerto. Entonces habría podido actuar si no hubiera sido por el par de policías que escogieron aquel momento para bajar del barco y dirigirse hacia su coche patrulla.


Ilya sospechaba que el niño lo había reconocido, dada su reacción en el muelle. Ésa era una complicación que no había previsto. El número de turistas presentes era otra. Alfonso y Chaves habían salido del muelle con el grupo de excursión, de modo que Ilya se había visto obligado a esconderse a la espera de una oportunidad para actuar.


Se frotó la mejilla de la cicatriz. Matar al taxista había atenuado el dolor, pero volvería. Siempre lo hacía. Frunciendo el ceño, barrió la plaza con la mirada hasta que localizó al chico. Estaba caminando por el borde de una fuente, de la mano de su tía. La mujer iba vestida de rojo fuego, con lo que destacaba fácilmente sobre los demás. Todo lo contrario del atuendo beige de Alfonso. Los dos formaban una pareja muy extraña, pero parecían haber unido sus esfuerzos en la tenaz vigilancia del niño.


Los propios padres de Ilya lo habían protegido casi tanto como aquella pareja al niño, con lo que no le habían hecho ningún favor. Débiles como eran, no lo habían preparado para la cruda realidad de la vida. Había sido, por tanto, una presa fácil. Hasta que lo mandaron a la guerra, con dieciocho años. Había sido el ejército quien le enseñó que el verdadero significado de la vida residía en la capacidad de dar muerte. En las montañas de Afganistán había dejado de ser presa para convertirse en depredador.


El niño saltó al suelo, riendo. Ilya tamborileó con los dedos en el volante. Lo único que necesitaba era un momento de distracción, un solo instante en que se vieran separados del grupo… Pero, por lo que podía ver, los turistas habían empezado a reunirse en torno al autobús. 


Alfonso tomó a Chaves del codo como si quiera llevarla con los demás, pero ella sacudió la cabeza y señaló al niño.


Los labios de Ilya se curvaron en una sonrisa. Resultaba obvio que estaban discutiendo. No era la primera vez que sucedía. Bien. Eso los distraería.


Chaves estaba señalando una de las tiendas que había al otro lado de la calle: una heladería. Ilya deslizó la mano en el bolsillo y acarició su arma.


Dejarían de vigilar al chiquillo en cuanto pidieran el helado. Si presionaba el gatillo cuando pasara al lado…


¡Ya lo tenía! La tía del niño había dado la espalda a Alfonso y se dirigía hacia la heladería con el niño. Era la primera vez que los dos no escoltaban al crío. Un flanco había quedado descuidado. Ilya analizó rápidamente sus opciones. Era una buena oportunidad. Terminar el trabajo de los Gorsky de la misma manera que lo había empezado sería perfecto. El taxi no era tan sólido como el sedán que había utilizado en Murmansk, pero esa vez no lo emplearía contra otro vehículo, sino que atropellaría al pequeño con él.


Pisó a fondo el acelerador. Chirriaron los neumáticos. La mujer estaba mirando para otro lado y no lo vio acercarse, pero el niño sí. Por un instante, sus miradas se encontraron.


Una sensación de absoluto placer asaltó a Ilya cuando vio el horror reflejado en el rostro del niño. Cerró los dientes sobre la cara interior de la cicatriz, con lo que volvió a paladear el sabor de la sangre. La familiar nube roja enmarcó su visión, haciendo más nítido su objetivo central. Sí. Por fin.


Pero una fracción de segundo antes de que llegara a atropellar al niño, el tal Alfonso surgió de la nada. Y saltó delante del coche para empujar a la mujer y al niño.


Ilya dio un volantazo para corregir la dirección, pero era demasiado tarde. En lugar de atropellar al niño, atropello al hombre.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 22





Paula paseaba de un lado a otro del salón de su suite, con el teléfono pegado a la oreja.


—Quiero que hagas todo lo que sea necesario, Rodolfo. No me importa lo que me cueste, pero impide de una vez que ese hombre se lleve a mi sobrino.


—Estoy trabajando en ello, Paula.


—Necesitamos algo ahora. Seguro que conoces algún truco de abogado que…


—¿Qué ha pasado? ¿Es que le ha hecho daño a Sebastian?


—No, por supuesto que no.


—Podríamos pedir un mandamiento judicial en caso de que el niño se encontrara en peligro inminente.


—No es el caso. Pedro se porta maravillosamente con él.


—¿Entonces a qué viene tanta urgencia? Yo creía que seguías esperando a que cambiara de idea…


—Sí, pero me temo que va a ser más difícil de lo que esperaba. Es muy… —buscó la palabra adecuada. «Persuasivo». «Encantador»— perseverante. Decidido. Testarudo.


—Y yo que creía que no teníais nada en común… —comentó Rodolfo, irónico.


—Y no lo tenemos. La terquedad de Pedro le viene de la cabeza, no del corazón. Me propuso un trato privilegiado de visitas a Sebastian. Pensó que me conformaría con eso.


—Es una jugada inteligente. Demuestra una tendencia al compromiso.


—Fue un insulto. ¿Cómo se atreve a arrojarme sus migajas? Me suelta sermones como si fuera un profesor. Es un profesor. Cree que no sería una madre adecuada para Sebastian. Me dijo que podría visitar a Sebastián en Vermont tan a menudo como lo hacía en Murmansk. Como lo había hecho con Olga.


—Estoy seguro de que no pretendía insultarte.


—¿De qué lado estás tú, Rodolfo?


El abogado se quedó por un momento en silencio.


—Eso no necesitas preguntármelo.


—Lo siento. Sé que al final se te ocurrirá algo.


—Hay una cosa…


—¿Qué?


—Se trata del error cometido con el apellido de Sebastian. Los documentos originales que preparó el abogado de Alfonso tuvieron que ser corregidos.


—Sí, ya me lo dijo él.


—Cuanto más papeleo, más posibilidades tendremos de encontrar otros errores. Quizá podríamos seguir esa estrategia por el momento, en vez de impugnar la propia adopción.


—No entiendo.


—Si pudiéramos localizar algún descuido en los documentos, un juez podría declararlos no válidos.


—¿Eso anularía la adopción?


—No la adopción, sino los documentos de viaje.


—¿Qué quiere decir eso?


—Si los documentos de viaje de Sebastian son invalidados, Alfonso no podrá llevarse a tu sobrino a Estados Unidos.


Paula se detuvo en seco:
—Entonces Sebastian tendría que regresar a Rusia hasta que se resolviese el pleito, ¿verdad?


—Sí.


—Rodolfo, eso es perversamente brillante.


—Sólo sería una solución temporal, Paula. Y tampoco puedo prometerte que lo consigamos, ya que nos queda muy poco tiempo. Y si Alfonso decide abandonar el crucero antes de tiempo y llevarse a Sebastian directamente a casa antes de que yo pueda hacerme cargo de los papeles, entonces legalmente no tendremos nada que hacer.


—No lo abandonará antes de tiempo. Sebastián está disfrutando mucho y Pedro aún cree que puede convencerme.


—¿Entonces sigo adelante?


Paula no supo por qué dudó. Cuando Pedro se mostró de acuerdo en discutir con ella de la custodia de Sebastián, no dejaron sentada ninguna regla. En realidad, no sería jugar sucio. Además, Pedro ya lo había hecho cuando se aprovechó de un error burocrático para arrebatarle a su sobrino.


—Sí —respondió al fin—. Adelante, Rodolfo. Haz todo lo que sea necesario —terminó la llamada, lanzó el auricular sobre el sofá y se sentó en el sillón.


«A veces la renuncia es la mejor forma de amor». Aquella frase de Pedro se le había quedado grabada. Pero el comentario era absurdo: ¿cómo podía demostrar el amor que sentía por su sobrino renunciando a él? ¿Qué clase de mujer sería si renunciaba? ¿Cómo podía concebir siquiera el pensamiento de despedirse de Sebastian? Él era su único familiar. Si renunciaba a Sebastian, se quedaría sola. Dejándolo ir, solamente demostraría una cosa: que Olga siempre había tenido razón. Que no valía para ser madre.


Pedro era un hombre muy persuasivo. Y también sabía mucho sobre cómo educar a un niño. Pero, por lo que se refería al amor, estaba absolutamente equivocado. El amor no tenía nada que ver con la renuncia. Entendía su posición, ya que al fin y al cabo su propia madre biológica había renunciado a él. De su matrimonio no le había dicho nada, pero sospechaba que era su esposa quien había cortado la relación, y no al revés. Era demasiado responsable para romper cualquier compromiso por iniciativa propia.


Si Paula alguna vez llegaba a amar a un hombre, jamás renunciaría a él. De hecho, lo seguiría hasta el fin del mundo. Y no necesitaría ni de su trabajo ni de su dinero para ser feliz: se conformaría con poder ver cada día aquellos ojos y aquella sonrisa que…


Lentamente se deslizó del sillón al suelo. Y hundió la cara entre las manos. Era por eso por lo que le había pedido a Rodolfo que no vacilara en hacer todo lo posible por recuperar a Sebastian. 


Porque cuanto más tiempo pasaba con Pedro, más confundida se sentía. Aquel hombre tenía una sonrisa que podía vencer su resistencia. Y la atracción, en vez de disminuir, parecía aumentar a cada minuto.


Intentó decirse que la culpa la tenía la soledad, la cercanía, las hormonas, el deseo… quizá incluso toda aquella atmósfera de vacaciones. A excepción de sus viajes a Murmansk, Paula nunca se tomaba vacaciones. Su trabajo era su vida. Esos días en el barco le estaban dando demasiado tiempo para pensar. No era de sorprender que Pedro le estuviera produciendo aquel efecto.


Pero no era amor. Definitivamente, no. Ni siquiera ella era tan imprudente o insensata como para conceptuarlo así.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 21




De repente maldijo para sus adentros. No podía perder de vista sus prioridades. Se aclaró la garganta.


—Mientras Sebastián está ahí dentro… quería hablar contigo de algo, Paula.


—¿De qué se trata?


—¿Desde cuándo quieres ser madre?


—¿Qué?


—Verás… durante años, mi ex esposa y yo planeamos tener una familia. Yo tenía muchas ganas de ser padre, pero… bueno, sólo quería saber cuándo empezaste a plantearte la posibilidad de ser madre, o al menos de ejercer como tal. Tú no has estado casada, ¿verdad?


—No.


—¿Por qué no?


Se volvió en el banco para mirarlo de nuevo. 


Ese día se había puesto sus pulseras. La brisa marina agitó el borde de su falda. Pedro tuvo que hundir las manos en los bolsillos para reprimir el impulso de tocarla.


—Me doy cuenta de que es una pregunta muy personal. Pero creo que es relevante.


—Yo sabía que el matrimonio no estaba hecho para mí desde la primera vez que tomé un lápiz y dibujé una flor silvestre.


—¿Y eso?


—Para comprenderlo, tendrías que ver Murmansk en invierno. Es… oscuro. Yo anhelaba el color, la belleza.


—¿Pero qué tiene eso que ver con quedarse soltera?


—Sentía la necesidad de hacer cosas hermosas. Por eso comencé a diseñar ropa. Empecé tiñendo o alterando las prendas usadas que me daba Olga y descubrí que tenía talento para ello. Mi hermana estaba contenta viviendo allí y siendo la mujer de un pescador, como nuestra madre, pero yo quería otra cosa. Por eso me fui a Moscú a estudiar diseño y me dediqué a hacerme un nombre en el mundo de la moda.


—¿Me estás diciendo que tu carrera te mantuvo demasiado ocupada para que pudieras pensar en casarte?


Paula frunció los labios.


—Si te contesto que sí, me dirás que entonces también estaré demasiado ocupada para ser madre. ¿Es a eso adónde quieres llegar?


—En cierta manera, sí. Pero me doy cuenta de lo mucho que representaba para ti encontrar a Sebastian, y lo mucho que lo quieres.


—Lo quiero con todo mi corazón.


—Y puedo ver también lo mucho que él quiere a su tía. Sólo me estaba preguntando si habías reflexionado a fondo sobre las implicaciones de convertirte en madre.


—¿Qué implicaciones? Yo lo quiero y él me quiere a mí. Eso es suficiente para cualquier relación. Los detalles ya se resolverán sobre la marcha.


La concepción que tenía Paula sobre las relaciones era demasiado simple, además de equivocada. Ningún compromiso podía sustentarse únicamente sobre sentimientos. El amor nunca era suficiente. Tenía que haber también esfuerzo y planificación, decisiones largamente sopesadas y un empeño continuado por hacer que la relación funcionara.


Pero no era del amor de lo que quería hablarle Pedro. Sacó una mano del bolsillo y le tocó un codo.


—Escucha, Paula, tú siempre serás la tía de Sebastián, y él siempre será tu sobrino. Yo no pretendo cambiar eso.


—Quieres quitármelo.


—Paula, en primer lugar, tú nunca lo tuviste. Sólo lo visitabas unas pocas veces al año. Tú misma me dijiste que no necesitabas ver a tu familia para sentir su presencia en tu corazón.


—Sí, pero…


—¿Significaría una gran diferencia que fueras a Burlington a visitarlo en vez de a Murmansk?


Paula se irguió. Pedro sabía que estaba a punto de pronunciar uno de sus largos discursos, así que se apresuró a ponerle un dedo en los labios.


No fue una buena idea. El contacto de su boca le aceleró insoportablemente el pulso. Fijó la mirada en el lugar donde la estaba tocando: no llevaba carmín, el color rosado de sus labios era natural.


Presionó levemente con el pulgar su labio inferior, preguntándose qué se sentiría al besarla…


—Creo que deberías retirar esa mano, Pedro —murmuró, acariciándole el dedo con su aliento.


Pedro alzó la mirada hasta sus ojos.


—O tú retirar la cabeza, Paula.


Continuó inmóvil. A pesar de la luminosidad del día, se le habían dilatado las pupilas. Entornó los párpados en una expresión de desafío.


A manera de respuesta, Pedro deslizó el pulgar todo a lo largo de su labio inferior y le acarició la barbilla. No había llevado la cuenta del número de veces que la había tocado últimamente, pero recordaba cada una. ¿Sería ella consciente del efecto que le producía?


Dudaba, sin embargo, que quisiera tentarlo de una manera deliberada: sencillamente formaba parte de su propia expresividad. Era una mujer apasionada, nada acostumbrada a la contención. Se preguntó cómo sería si pudiera canalizar toda aquella pasión en algo mucho más placentero que discutir con él…


La imagen lo asaltó sin previo aviso. Paula con la falda levantada hasta la cintura, enredadas las piernas en sus caderas. Su melena derramada sobre el banco, sus labios temblando bajo los suyos…


Maldiciendo entre dientes, dejó caer la mano. 


Aquélla era la clásica fantasía de un adolescente. Y él era un hombre de treinta y cinco años, serio y responsable. Un padre. 
Debería dominar mejor sus pensamientos.


Paula parpadeó varias veces y luego se retiró al otro extremo del banco.


—Yo nunca me habría quedado satisfecha sólo con eso.


Por un instante Pedro llegó a pensar que le había leído el pensamiento y había compartido la misma fantasía. Desde luego, él tampoco se habría quedado satisfecho con un apresurado manoseo en un banco. Necesitaría intimidad, una cama y varias horas por delante, quizá varias noches…


Aspiró profundamente y se obligó a volver a la realidad.


—Antes de que deseches la idea de visitarnos, piénsalo, ¿de acuerdo? Llevo años preparándome para criar y educar a un niño. Lo tengo todo preparado. Tú, en cambio, tendrías que trastornar completamente tu rutina para hacerte cargo de él. ¿Por qué no dejamos las cosas tal y como están?


—¿Y tú me lo preguntas? ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho durante estos cuatro últimos días?


—Lo único que te estoy pidiendo es que pienses en ello —le señaló la sala donde estaba jugando Sebastian—. ¿Ves lo bien que se lo está pasando, sin que tú tengas que estar a su lado? A veces la renuncia es la mejor forma de amor.




sábado, 25 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 20





La cubierta Helios, la más suntuosa del crucero, ofrecía un amplio surtido de atracciones, desde un sofisticado gimnasio hasta un spa. En otras circunstancias, Pedro habría aprovechado para hacer ejercicio: no estaba acostumbrado a pasar tantos días inactivo. Probablemente ésa era una de las razones por las que se sentía tan tenso e inquieto.


Pero la principal era bien distinta: era, sencillamente, la mujer que en aquel momento se dirigía hacia él.


Habría sido imposible no verla. Entró en la cubierta a toda prisa, corriendo. Ese día se había vestido toda de rosa. Pero no era su ropa lo que la hacía destacar tanto, sino su energía. 


Dos hombres tropezaron uno contra otro cuando se distrajeron mirándola. Uno de los jugadores de las canchas de tenis se la quedó mirando también, olvidando el juego, con una sonrisa en los labios.


Pedro lo entendía perfectamente: Paula podía distraer a cualquiera. Estaba maravillosa a la luz del día, como una diosa del mar. Su melena ondeaba al viento, rebelde, tentadora… Maldijo en silencio. En aquel momento debería haber estado entrenándose con las pesas, en vez de esperándola. Se recostó en el banco y estiró las piernas. Esperaba que aquella relajada pose consiguiera relajarlo también por dentro…


—¿Dónde está Sebastian? —inquirió tan pronto como se reunió con él—. ¿Está bien? Sé que llego tarde, pero se suponía que tú tenías que estar en el centro infantil. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Sebastián se encuentra bien. Está allí —Pedro señaló con el pulgar el cristal que tenía detrás.


—¿Dónde? —se puso de puntillas—. No lo veo.


—Con el grupo que está al lado del piano. Y eso es el centro infantil. Estos bancos son para que los padres se sienten a ver a sus hijos, si así lo desean.


El crucero ofrecía programas diarios de actividades para cada grupo, así que no había tenido problema en encontrar uno para Sebastian. Aunque apenas se podía oír nada con el cristal, Pedro podía ver que su hijo estaba empezando a participar. El idioma no era ninguna barrera para los niños. Se habían puesto a jugar todos juntos y, aparentemente, Sebastián se estaba divirtiendo mucho.


—¿No deberías estar con él? —le preguntó Paula.


—Me verá si se pone nervioso o inquieto, pero no creo que eso suceda. Tan pronto como vio el piano, se soltó de mi mano y fue directamente hacia él.


—Uno de los vecinos de Olga tenía un piano. A Sebastian le encantaba oírla tocar.


—Los niños necesitan su espacio. Eso les genera confianza. Y también necesitan estar con otros niños de su edad.


—Pero…


—Le he explicado la situación de Sebastián a la monitora del grupo. Sabe que estoy aquí y me llamará en caso necesario.


—¿Quién? ¿Esa adolescente del pelo a mechas?


—Te aseguro que Gemma Slater está perfectamente cualificada para este trabajo. Es especialista en educación infantil de estas edades. Por cierto, también es la nieta del dueño del crucero.


—Ya. Dijiste que estos bancos son para los padres… ¿se puede saber dónde está todo el mundo?


Pedro señaló con la cabeza el campo de mini-golf y las canchas de tenis.


—Los otros padres están aprovechando su tiempo libre.


—Ahora que he venido yo, me encargaré de controlar a Sebastian. No tienes por qué quedarte.


«Ya lo sé. Pero prefiero aprovechar mi tiempo libre contigo en vez de hacer ejercicio». Ese pensamiento, que por supuesto no llegó a formular, lo tomó desprevenido. Pero no podía negarlo. A pesar de sus diferencias, tenía que admitir que la compañía de Paula le resultaba muy estimulante. Y también estaba seguro de que, si él no hubiera estado allí, ella habría intentado aprovecharse de la situación apoderándose de la mañana de Sebastián, al igual que había hecho con la excursión del día anterior. Era por eso por lo que había dado estrictas instrucciones a Gemma Slater de que no entregara al niño a nadie que no fuera él.


—¿Ha vuelto a tener pesadillas esta noche? —quiso saber Paula mientras por fin se sentaba a su lado.


—No, ha dormido bien.


—Menos mal. ¿Dijo algo más sobre los monstruos?


—Un poco. Volvió a mencionar el del puerto, pero pareció tranquilizarse cuando yo le aseguré que lo protegería. Y que no dejaría que se acercara a él.


—Tiene una imaginación muy viva.


—Sí, y ahora parece que le cuesta mucho menos expresarse. Creo que este viaje lo está ayudando a aprender a gestionar sus miedos.


—Dejando de lado esas pesadillas, cada vez se parece más al Sebastián de antes. Pero eso podría deberse a mi presencia aquí, que no al crucero. El hecho de estar con un miembro de la familia tiene que proporcionarle alguna seguridad.


Pedro pensó que probablemente llevaba razón, pero no se lo dijo. Paula se volvió para mirar por el cristal.


—Parece que están cantando.


—Sí, y divirtiéndose mucho también —siguió la dirección de su mirada.


—Felicidades. Al fin has conseguido programar también la diversión.


Volvió a mirarla: la brisa le había despeinado la melena. De repente su aroma le inflamó los sentidos. Entrecerró los ojos, acercando la cara a su pelo inconscientemente…



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 19




Desde su aventajada posición en la baranda de proa, Mauricio O'Connor no pudo ver al hombre alto del abrigo negro que espiaba la salida del barco… pero sí que vio el coche de policía. Eso le puso los pelos de punta. Pese a saberse protegido por aquellas ropas de sacerdote, no pudo evitar contener el aliento hasta que por fin se alejó el vehículo.


Menos mal. No se habían presentado allí por él.


—¿Ya has recogido esa cosa?


Mauricio se volvió para mirar a Giorgio. «Esa cosa» era un alfiler de oro ateniense de veintisiete siglos de antigüedad, pero Mauricio ya sabía de la escasa afición de su socio por los objetos con los que traficaban.


—Sí.


—¿Dónde está?


—Con el resto de mi colección.


—¿En tu camarote?


—Es el mejor camuflaje. Nadie sospechará que entre tanta imitación se encuentra una antigüedad auténtica.


Giorgio sonrió y soltó un silbido cuando dos jóvenes mujeres pasaron a su lado. Luego se volvió hacia Mauricio:
—No puedes dejarla allí durante tanto tiempo. Deberías dejarme que la escondiera en el bote salvavidas, como te aconsejé desde un principio.


—Los botes salvavidas son sometidos a rigurosa inspección. Si te hubiera hecho caso, a estas alturas ya lo habrían descubierto. Además, ¿quién sospechará del Padre Connelly y de su afición a las antigüedades? —se quedó mirando a las jóvenes hasta que aparecieron dos hombres y se alejaron con ellos—. Al fin y al cabo, ¿qué otros placeres le quedan a un hombre que ha hecho voto de castidad?


—Hablando de placeres… ¿has visto a la bibliotecaria? Ariana Bennett está pero que muy bien.


—Cuidado, Giorgio. Sospecho que esa mujer oculta algo.


—¿Por qué?


—Es inteligente. Y ha hecho tantas salidas a tierra como yo.


—¿Y qué? Es su primer viaje. Querrá hacer turismo. Que tú luzcas ese alzacuellos no significa que yo no pueda divertirme un poco, Padre Connelly.


Mauricio suspiró.


—Antes he visto un par de policías locales bajar del barco. ¿Sabes tú algo?


—Uno de los marineros fue tiroteado esta mañana. Los polis subieron a bordo para informar al capitán.


—¿Asesinado? Eso significa que extremarán las medidas de seguridad.


—No te preocupes. No lo mataron aquí. Fue en una taberna de las afueras.


—Menos mal.


—Tengo entendido que se trató de un ajuste de cuentas.


—¿Saben quién lo hizo?


—Hasta el momento, no. Fue en uno de esos lugares donde nadie ve ni oye nada. El marinero era ruso. Ya sabes cómo es esa gente.


—Mira, no me importa quién lo mató ni quién lo hizo, siempre y cuando este barco no se llene de policías. Tenemos un buen negocio entre manos. Lo último que necesitamos es una investigación por homicidio…