sábado, 25 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 20





La cubierta Helios, la más suntuosa del crucero, ofrecía un amplio surtido de atracciones, desde un sofisticado gimnasio hasta un spa. En otras circunstancias, Pedro habría aprovechado para hacer ejercicio: no estaba acostumbrado a pasar tantos días inactivo. Probablemente ésa era una de las razones por las que se sentía tan tenso e inquieto.


Pero la principal era bien distinta: era, sencillamente, la mujer que en aquel momento se dirigía hacia él.


Habría sido imposible no verla. Entró en la cubierta a toda prisa, corriendo. Ese día se había vestido toda de rosa. Pero no era su ropa lo que la hacía destacar tanto, sino su energía. 


Dos hombres tropezaron uno contra otro cuando se distrajeron mirándola. Uno de los jugadores de las canchas de tenis se la quedó mirando también, olvidando el juego, con una sonrisa en los labios.


Pedro lo entendía perfectamente: Paula podía distraer a cualquiera. Estaba maravillosa a la luz del día, como una diosa del mar. Su melena ondeaba al viento, rebelde, tentadora… Maldijo en silencio. En aquel momento debería haber estado entrenándose con las pesas, en vez de esperándola. Se recostó en el banco y estiró las piernas. Esperaba que aquella relajada pose consiguiera relajarlo también por dentro…


—¿Dónde está Sebastian? —inquirió tan pronto como se reunió con él—. ¿Está bien? Sé que llego tarde, pero se suponía que tú tenías que estar en el centro infantil. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Sebastián se encuentra bien. Está allí —Pedro señaló con el pulgar el cristal que tenía detrás.


—¿Dónde? —se puso de puntillas—. No lo veo.


—Con el grupo que está al lado del piano. Y eso es el centro infantil. Estos bancos son para que los padres se sienten a ver a sus hijos, si así lo desean.


El crucero ofrecía programas diarios de actividades para cada grupo, así que no había tenido problema en encontrar uno para Sebastian. Aunque apenas se podía oír nada con el cristal, Pedro podía ver que su hijo estaba empezando a participar. El idioma no era ninguna barrera para los niños. Se habían puesto a jugar todos juntos y, aparentemente, Sebastián se estaba divirtiendo mucho.


—¿No deberías estar con él? —le preguntó Paula.


—Me verá si se pone nervioso o inquieto, pero no creo que eso suceda. Tan pronto como vio el piano, se soltó de mi mano y fue directamente hacia él.


—Uno de los vecinos de Olga tenía un piano. A Sebastian le encantaba oírla tocar.


—Los niños necesitan su espacio. Eso les genera confianza. Y también necesitan estar con otros niños de su edad.


—Pero…


—Le he explicado la situación de Sebastián a la monitora del grupo. Sabe que estoy aquí y me llamará en caso necesario.


—¿Quién? ¿Esa adolescente del pelo a mechas?


—Te aseguro que Gemma Slater está perfectamente cualificada para este trabajo. Es especialista en educación infantil de estas edades. Por cierto, también es la nieta del dueño del crucero.


—Ya. Dijiste que estos bancos son para los padres… ¿se puede saber dónde está todo el mundo?


Pedro señaló con la cabeza el campo de mini-golf y las canchas de tenis.


—Los otros padres están aprovechando su tiempo libre.


—Ahora que he venido yo, me encargaré de controlar a Sebastian. No tienes por qué quedarte.


«Ya lo sé. Pero prefiero aprovechar mi tiempo libre contigo en vez de hacer ejercicio». Ese pensamiento, que por supuesto no llegó a formular, lo tomó desprevenido. Pero no podía negarlo. A pesar de sus diferencias, tenía que admitir que la compañía de Paula le resultaba muy estimulante. Y también estaba seguro de que, si él no hubiera estado allí, ella habría intentado aprovecharse de la situación apoderándose de la mañana de Sebastián, al igual que había hecho con la excursión del día anterior. Era por eso por lo que había dado estrictas instrucciones a Gemma Slater de que no entregara al niño a nadie que no fuera él.


—¿Ha vuelto a tener pesadillas esta noche? —quiso saber Paula mientras por fin se sentaba a su lado.


—No, ha dormido bien.


—Menos mal. ¿Dijo algo más sobre los monstruos?


—Un poco. Volvió a mencionar el del puerto, pero pareció tranquilizarse cuando yo le aseguré que lo protegería. Y que no dejaría que se acercara a él.


—Tiene una imaginación muy viva.


—Sí, y ahora parece que le cuesta mucho menos expresarse. Creo que este viaje lo está ayudando a aprender a gestionar sus miedos.


—Dejando de lado esas pesadillas, cada vez se parece más al Sebastián de antes. Pero eso podría deberse a mi presencia aquí, que no al crucero. El hecho de estar con un miembro de la familia tiene que proporcionarle alguna seguridad.


Pedro pensó que probablemente llevaba razón, pero no se lo dijo. Paula se volvió para mirar por el cristal.


—Parece que están cantando.


—Sí, y divirtiéndose mucho también —siguió la dirección de su mirada.


—Felicidades. Al fin has conseguido programar también la diversión.


Volvió a mirarla: la brisa le había despeinado la melena. De repente su aroma le inflamó los sentidos. Entrecerró los ojos, acercando la cara a su pelo inconscientemente…



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