jueves, 18 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 12




8 de diciembre


Paula se arrebujó bajo la cazadora mientras paseaba por la playa. Por el día había hecho calor, pero a la caída del sol había bajado mucho la temperatura y acababa de levantarse viento. El mar estaba revuelto y el cielo despejado, tachonado de estrellas. 


Afortunadamente, no había rastro del tipo que había estado comiendo con ella tres días atrás. 


Parecía habérsele tragado la tierra, aunque Paula no dejaba de buscarlo con la mirada por doquiera que iba. A veces tenía la sensación de que alguien la estaba observando y siempre se imaginaba que era aquel hombre.


Una noche incluso había soñado con él, una pesadilla que se había tornado erótica. Algo lógico en una mujer que hacía tanto tiempo que no mantenía relaciones sexuales. El deseo había retornado con toda su fuerza durante aquel sueño, y después de despertarse se había quedado insomne durante cerca de una hora, imaginándose lo que sería hacer el amor con aquel hombre de rasgos duros y atractivos, reaccionando a sus caricias, al contacto de sus manos en las partes más íntimas de su cuerpo.


Sueños aparte, en la realidad, su vida en Orange Beach había caído en una cómoda rutina. Paseo por la playa por la mañana, comida en algún tranquilo restaurante, la tarde dedicada al descanso y a la lectura, a contemplar la puesta de sol…


—El viento está arreciando, pequeñita. Esta noche su aullido nos amenizará el sueño. «Son los viejos pescadores llorando a los que se marcharon para siempre»: eso es lo que solía decirme la abuelita cuando me quejaba del ruido.


De pie en el borde del agua, caminó varios pasos hasta que una ola le llegó hasta más arriba de los tobillos. Deslizó las manos debajo de la blusa y se acarició el vientre. Estaba engordando cada vez más. Al día siguiente tendría su primera cita con el doctor Brown.


—Será mejor que volvamos a casa, criatura. Me está entrando hambre.


Esa noche, una buena sopa caliente le sentaría a las mil maravillas. Miró por última vez el mar. 


El vaivén de las olas resultaba casi hipnótico. 


Tan ensimismada estaba en sus reflexiones que al principio no escuchó los pasos en la arena, a su espalda. Cuando lo hizo, se giró en redondo justo en el momento en que alguien la agarraba de las muñecas y empezaba a arrastrarla hacia el agua. Intentó distinguir quién era, pero llevaba la cara cubierta por un pasamontañas.


Lo único que sabía era que tenía mucha fuerza y que ella no podía resistírsele. El agua fría le llegaba ya hasta la cintura y le quitaba el aliento. 


Intentó gritar, pero el hombre le metió la cabeza bajo el agua. La sal le quemaba los ojos y la garganta. Podía oírlo maldecir, gritar obscenidades. Finalmente la presión sobre su cuello y cabeza cedió de pronto y pudo emerger. 


Abrió los ojos.


El pasamontañas había desaparecido. Ahora podía verle el rostro a la luz de la luna. Era él. 


Sus sospechas eran ciertas. Había venido a matarla a ella y al bebé.




A TODO RIESGO: CAPITULO 11





Paula estaba esperando en la terraza del segundo piso mientras Leo revisaba la casa. Le había prometido que miraría en cada armario y debajo de cada cama, y que incluso subiría a la cúpula para asegurarse de que no había nadie escondido entre las cajas y cacharros que tenía almacenados allí. Además del gran espacio del primer piso y de la cocina, estaba el comedor, la biblioteca, un cuarto de costura, un despacho y un montón de pequeñas habitaciones más en el segundo piso. El tercero se componía de seis grandes dormitorios y cuatro cuartos de baño más. Y luego estaban las terrazas, a las que tenían acceso buena parte de las habitaciones.


De hecho, Leo tardó tanto tiempo en revisarlo todo que Paula habría empezado a preocuparse si no hubiera sido porque estuvo cantando todo el tiempo al ritmo de la música de sus cascos. 


Había sido muy amable y no le había importado prestarse a aquella tarea, pero evidentemente no creía que tuviera ningún motivo serio de preocupación. Incluso se había echado a reír cuando vio el cuchillo que llevaba en la mano. 


Paula se dejó caer en una de las tumbonas de la terraza, cerrando los ojos y disfrutando de la caricia del sol. El bebé cambió de postura, dando unas pataditas.


—Ya sé que todavía sigues ahí, pequeñita. Ni aun queriendo podría olvidarme de ti. ¿Qué te parece la casa de la playa? Cuando seas mayor, podrás jugar en el agua y hacer castillos de arena y…


Maldijo entre dientes. ¿En qué estaba pensando? Aquella niña nunca viviría en El Palo del Pelícano. Nunca jugaría en las olas ni con la arena. Nunca formaría realmente parte de su vida.


—Todo revisado. Ningún problema.


Paula se sobresaltó al escuchar la voz, alzando bruscamente la cabeza.


—Perdona, no quería asustarte —se disculpó Leo, saliendo a la terraza.


—He debido de quedarme dormida.


—No te preocupes. Solo quería decirte que he revisado hasta el último rincón de la casa. Tienes una gotera en uno de los grifos de arriba. Vendré a arreglarlo un día de la semana que viene, si quieres. No tardaré mucho.


—Sería estupendo, siempre que me dejaras pagarte.


—A eso no me opongo —se apoyó en la barandilla. El pelo rubio, desgreñado, le azotaba la cara—. Mamá me ha dicho que te implantaron el óvulo fertilizado de otra mujer. Eso es un poquito raro, ¿no te parece? Quiero decir que poca gente lo hace…


—Más de la que tú crees.


—Aun así, me sigue pareciendo extraño. Bueno, me voy, a no ser que necesites algo más…


—Me gustaría pagarte por las molestias que te has tomado.


—Como quieras.


Paula se acercó a la cocina y tomó su cartera.


—¿Será suficiente con diez dólares?


—Bien.


Le entregó dos billetes, uno de cinco y otro de diez, y lo acompañó hasta la puerta. Tenía la saludable y colorada tez de Flor, pero las pronunciadas ojeras y las mejillas hundidas debía de haberlas heredado de su padre. Estaba bastante más delgado que la última vez que lo vio. No estaba muy segura de la edad que tenía. Seguramente debía de rondar los treinta.


Gracias a él, aquella noche descansaría mejor. 


Se sentía un poco estúpida, pero a esas alturas de su vida, merecía la pena ver lastimado ligeramente su orgullo a perder una noche de sueño. Pero iba a tener que dominarse para no dejar que un alto y sensual desconocido le amargara la tranquilidad que siempre había disfrutado en El Palo del Pelícano. Eran las hormonas, volvió a decirse por enésima vez. 


¿Qué otra cosa podría ser? Probablemente, Orange Beach era el lugar más seguro del mundo.




A TODO RIESGO: CAPITULO 10




Tan pronto como entró en El Palo del Pelícano, comprendió que alguien había estado allí durante su ausencia. Eran pequeños detalles, en apariencia insignificantes. La alfombrilla de la puerta trasera estaba arrugada, en vez de estar lisa y bien colocada. Ella siempre metía las sillas debajo la mesa cuando se levantaba, pero una de ellas estaba separada. Al principio experimentó un estremecimiento de verdadero terror, pero luego, aspirando profundamente, repasó las diferentes posibilidades. El ama de llaves tenía una llave.


Lo más probable era que se hubiera pasado por la casa para terminar de limpiar algo que le había quedado pendiente antes de que ella llegara. Sí, eso tenía que ser.


Ya más tranquila, llamó por teléfono a Florencia Shelby. Mientras esperaba a que respondiera, tomó un cuchillo de carnicero del mostrador, preguntándose si se atrevería a usarlo en caso de que apareciera un extraño con malas intenciones. Un hombre que estuviera al acecho, observando y esperando, quizá en aquel preciso momento. Un hombre como Pedro Alfonso.


—Hola.


—Hola, Florencia, soy Paula.


—Pareces preocupada. ¿Sucede algo malo?


—No —se esforzó para que no le temblara la voz—. He estado fuera un rato y tengo la sensación de que alguien ha estado en casa mientras tanto. Solo me estaba preguntando si habías sido tú.


—Pues no. ¿Echas algo en falta?


—No, nada. ¿Sabes si alguien más tienes las llaves de esta casa?


—Oh, cariño, ya sabes cómo era tu abuela. No me sorprendería que medio pueblo tuviera una llave. Cuando partía para uno de sus viajes, siempre dejaba la casa a cualquier pariente de la gente del pueblo. Esa mujer era una de las personas más generosas que he conocido nunca. Pero eso tú ya lo sabes. No tengo que decirte nada.


—¿Alguien se ha quedado aquí desde que falleció la abuela?


—No, que yo sepa. He estado cuidando de la casa como te prometí, pero no iba todos los días. No le he dicho a nadie que podía usarla, eso seguro. Jamás habría hecho algo parecido sin tu consentimiento.


—De eso estoy convencida. Solo me inquieté un poco al descubrir que alguien había estado aquí.


—No sé nada de eso, cariño. Probablemente una de las amigas de tu abuela se haya pasado por la casa. Pero si te preocupa, puedo enviarte a Leo. El puede encargarse de revisar toda la casa.


—¿Estás segura de que no le importaría?


—Claro que no. No hace otra cosa que encerrarse en su habitación con la música a todo volumen. ¿Estaba todo bien cuando llegaste? El otro día me lo pasé entero limpiando. Te habría comprado algo de comer, pero no sabía lo que te gustaba.


—Todo está perfectamente. Inmaculadamente limpio, de hecho. Y de camino para acá me detuve en el supermercado para comprar lo más básico.


—De acuerdo. Quédate tranquila, cariño. Leo estará allí en un momento.


Pau se sentía mucho mejor cuando colgó el teléfono, pero aún tenía el cuchillo de carnicero en la mano. Después de mirar a su alrededor, fue al pasillo y se asomó por la escalera exterior. 


Había dos pisos de vivienda y arriba una especie de cúpula usada generalmente como trastero y mirador de la magnífica vista del Golfo, hacia el lado oeste. Un enorme caserón con un millón de escondrijos donde ocultarse. A la luz del crepúsculo, El Palo del Pelícano tenía el aspecto de un castillo encantado. Y el silbido del viento y los crujidos de sus pisos de madera daban la impresión de que estaba habitado por una familia entera de fantasmas.


Pero era poco más de mediodía. Y estaba en Orange Beach, no en Nueva Orleans. Aun así, alguien se había metido en la casa, y no descansaría hasta revisar cada habitación para asegurarse de que no tenía huéspedes indeseados. Su pulso había recuperado su ritmo normal pero, con el cuchillo en la mano, decidió salir y esperar fuera la llegada de Leo. Fue entonces cuando descubrió la cesta de galletas caseras en la mesa del desayuno. Florencia debía de haber estado en lo cierto: una de sus amigas se había pasado por casa para darle la bienvenida. De todas formas, no se quedaría del todo tranquila hasta que Leo hubiera echado un vistazo a la casa.







miércoles, 17 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 9





Su primer impulso fue decirle que la dejara en paz, pero sabía que hablar con él podría ser la mejor manera de combatir esos miedos irracionales que le inspiraba su persona.


—Por favor, tome asiento.


—Gracias. Estuve en el centro de información turística, y me recomendaron este restaurante. Creo que tienen una sopa de marisco exquisita.


El hombre desvió la mirada hacia la vista de la playa que se divisaba desde la ventana.


—Un panorama espectacular.


—Ayer comentó que era la primera vez que venía a esta zona, ¿verdad?


—Efectivamente.


—¿Por qué decidió venir precisamente en esta época del año, en temporada baja?


—Vine de Nashville para asistir a la boda de mi hermana, en Mobile. Mi cuñado me sugirió que viniera aquí para holgazanear un poco y disfrutar de la pesca, ya que disponía de unos días de vacaciones antes de fin de año. Así que aquí estoy.


Algo no encajaba en todo aquello. Su aspecto y comportamiento indicaban una personalidad despreocupada, pero su mirada tenía una especial intensidad, como si la estuviera analizando. En ese momento apareció la camarera para tomarles la orden, y volvió minutos después con una cerveza y un vaso de leche. El hombre alzó su jarra para brindar.


—Por el sol, la arena y la buena pesca. Y por un parto fácil y un bebé saludable.


—Brindaré por eso.


—Tiene usted un aspecto estupendo. Supongo que es cierto lo que se dice acerca de la belleza de las embarazadas.


Era un cumplido manido y vulgar, de los que Paula detestaba especialmente. No tenía un aspecto estupendo. Parecía una ballena varada en tierra, y escuchar la opinión de aquel tipo no hacía que se sintiera mejor. Además, la molestaba que se sintiera obligado a soltarle cumplidos. El hombre tomó un trago de cerveza y se puso a tamborilear en la mesa con los dedos.


—¿Siempre es usted así de callada… o es por la compañía?


—Soy una persona callada. Y también es por la compañía. No tengo costumbre de comer con desconocidos.


—Todavía puedo cambiarme de mesa, si quiere, pero me gustaría quedarme.


—¿Por qué?


—Ya se lo dije, no me gusta comer solo. Y no sé por qué, pero tengo la impresión de que a usted no le vendría mal hablar con alguien. Imagino que debe de ser muy duro para usted estar sola en aquella casona, teniendo en cuenta su avanzado estado de gestación… Ni siquiera tiene una casa cerca a la que pedir ayuda en caso de que… ya sabe, que sobrevenga el parto y esas cosas. Debería tener un perro grande consigo… ¿o es que ya tiene alguno?


—¿Cómo sabe que me alojo en esa casa? —preguntó, estremecida.


—Estuve en la playa esta mañana. Y la vi subir a la casa.


—Puedo cuidar de mí misma, gracias. Además, no estaré sola a partir de mañana. Mi marido vendrá esta noche —era mentira, pero eso la hacía sentirse menos vulnerable.


—¿De veras?


—Sí.


El hombre cambió de tema, pero Paula sospechaba que no la habría creído. La camarera apareció con la comida y ella se comió la suya rápidamente, aunque había perdido el apetito. Tan pronto como terminó, sacó un billete de diez dólares y lo dejó sobre la mesa.


—Esto debería cubrir mi parte de la cuenta. Y ahora, si me disculpa, tengo una cita y no quiero llegar tarde.


El hombre también se levantó, con una sonrisa más maliciosa que siniestra en los labios.


—Lo he vuelto a hacer de nuevo. No sé cómo me las arreglo para molestarla cada vez que hablamos, pero siempre lo hago. Es como una enfermedad, una torpeza en mi manera de hablar. Me temo que no tengo remedio.


—No, no es eso. Es que tengo la sensación de que me está usted siguiendo, y le advierto que si sigue usted haciéndolo, informaré a la policía —no había querido ser tan brusca, pero estaba harta de él. De ese modo, si era simplemente un turista, ya sabía lo que debía esperar de ella. Y si se trababa de un tipo peligroso, ya le había dejado ver que no era tan vulnerable como parecía.


Sintió su mirada fija en ella mientras se retiraba, pero no se volvió. Le temblaban las manos para cuando llegó al coche. Las lágrimas la quemaban bajo los párpados. Parpadeó varias veces, decidida a contenerlas. La última vez que había llorado había sido en el funeral de Juana, y no iba a llorar ahora solo porque… porque su vida se estuviera haciendo pedazos y no tuviera la suficiente energía para aceptarlo.


Pedro Alfonso. Su trabajo. Joaquin. Pensamientos sobre su madre. Recuerdos de su abuela. El bebé que llevaba dentro y que no era de nadie, ciertamente no de ella. Pero entonces, ¿por qué sentía ese abrumador vínculo emocional con aquella criatura? ¿Por qué el hecho de entregarla en adopción le parecía un acto tan abominable? Subió al coche, apoyó la frente en el volante y lloró





A TODO RIESGO: CAPITULO 8





Era la una y media de la tarde cuando Paula entró en el aparcamiento de Pink Pony. Después de que Sandra se hubiera marchado esa mañana, se había vestido y salido a dar un paseo por la playa. La cura perfecta para la inquietud que la había asaltado la noche anterior. Y no había señal alguna de Pedro Alfonso.


En aquel momento se moría de hambre: le apetecían ostras. Durante todo el tiempo había guardado un régimen de comida muy sana, pero la tentación era irresistible. Ese día, el primero que iba a pasar entero en Orange Beach, tenía que comer ostras al estilo local.


Se sentó al lado de una ventana con vistas al mar. Una pareja de jóvenes paseaban de la mano por la orilla. No se molestó en mirar el menú. Sabía lo que quería.


De repente se abrió la puerta y entró un hombre, solo. Paula lo reconoció antes incluso de que se volviera hacía ella. Aquellas espaldas tan anchas, su fluida manera de andar, su vieja gorra de béisbol… Cuando se volvió y la vio, se le iluminaron los ojos azules y una ancha sonrisa se dibujó en sus labios, como si fueran viejos amigos. La sensación de inquietud que Paula había experimentado el día anterior retornó nuevamente, con fuerza inusitada. Aquel hombre la estaba siguiendo, y no existía motivo lógico alguno para que lo hiciera. Se le acercó, quitándose la gorra.


—Vaya, qué casualidad. Dado que nos hemos vuelto a ver, ¿le importa que me siente con usted? No me gusta comer solo.





A TODO RIESGO: CAPITULO 7





5 de diciembre


Paula se despertó al oír un ruido. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba del timbre, y que no formaba parte de su pesadilla. 


Había estado soñando que corría por la playa, hundidos los pies cada vez más en la arena, incapaz de seguir huyendo del desconocido peligro que la acosaba. El timbre volvió a sonar. 


Desperezándose, se levantó de la cama. 


Después de ponerse la bata bajó las escaleras, preguntándose quién podría ser a aquella hora de la mañana.


Suspiró aliviada nada más echar un vistazo por la mirilla. Debió de haber adivinado que Sandra Birney no perdería ni un segundo en visitarla.


—Entra —abrió la puerta mientras se apartaba el pelo de la cara, consciente de que debía de estar hecha un desastre.


—Entraré tan pronto como te haya visto bien —la miró con todo detenimiento, de la cabeza a los pies—. ¡Dios mío, estás embarazada!


—Ya te lo había dicho.


—Lo sé, pero es que no podía imaginármelo —lo primero que hizo fue dejar sobre la mesa la cesta que llevaba tapada con un paño, y que olía a canela y nuez moscada, antes de darle un cariñoso abrazo.


—Quiero saberlo todo, especialmente cómo han logrado convencerte de que te quedaras embarazada… ¿Estarán aquí los padres biológicos para el parto?


—No. Voy a tener que hacerlo todo yo sola… ayudada por el doctor Brown, y quizá por Santa Claus.


—Y por mí. Ya sabes que puedes contar conmigo.


—Te gusta el sufrimiento, ¿verdad?


—No me importa, mientras no sea yo quien lo padezca —bromeó—. Y me encantan los bebés.


Paula se puso a preparar el café mientras Sandra la ponía al tanto de las últimas noticias de Orange Beach. El equipo del instituto había ganado los campeonatos regionales, el director de la escuela primaria se había jubilado y la iglesia baptista estaba edificando un nuevo centro.


En cierto momento Paula se disculpó para ir al baño y lavarse los dientes. También se lavó la cara y se cepilló el pelo. Sabía que las preguntas empezarían tan pronto como se sentaran ante el café y las galletas de canela, pero todo estaba bajo control. Tenía todos los detalles cuidadosamente planificados y nadie sospecharía que el bebé que llevaba en sus entrañas pertenecía a Juana Brewster. Ni siquiera la muy sagaz Sandra Birney.


Aquella encantadora señora regordeta y de mejillas sonrosadas era de la misma edad que Mariana, la madre de Paula. Habían ido juntas a la escuela y las dos habían hecho de animadoras en las fiestas de apertura de curso: allí terminaba todo parecido entre ellas, Sandra había contraído matrimonio con su amor del instituto y aún seguía casada. Su vida estaba centrada en la comunidad y en sus hijos y nietos, y siempre había estado muy encariñada con la abuela de Paula: realmente había sido como una hija para ella. Mariana, en cambio, había seguido un rumbo muy diferente. Para cuando Paula volvió a la cocina, el café ya estaba listo y los pasteles servidos.


—Bueno, ya no puedo esperar más. ¿Es niño o niña?


—Niña —Paula se dijo que esa era la pregunta fácil. Faltaba la difícil.


—¿Quiénes son los afortunados padres? Supongo que serán amigos muy queridos para ti.


—Sí. La mujer es una compañera mía de trabajo. Una serie de problemas médicos le impedían tener hijos, y dado que ansiaba tanto tener un bebé, accedí a su petición.


Paula recordó el momento en que Juana se lo propuso. No le dijo abiertamente que no, pero la expresión decepcionada que vio en sus ojos la dejó destrozada. Era como si se hubiera apoderado de los sueños de su amiga para estamparlos contra el suelo. Juana ya había tenido dos abortos y el médico la había avisado de que intentarlo de nuevo podría ser muy peligroso, debido a sus crecientes problemas con la diabetes. Aun así Paula había temido que, si se negaba, pudiera volver a quedarse embarazada pese a las advertencias del doctor.


—Entonces, cuando nazca el niño… —pronunció Sandra, mordiendo un pastel—… ¿se lo entregarás a sus padres?


—Ese es el plan —o al menos ese había sido el plan. Porque esa era precisamente la parte que no podía compartir con Sandra. Hablar de ello le resultaba demasiado doloroso. Incluso pensar en ello le parecía algo traicionero y cruel, como si estuviera pensando en desprenderse de una parte de sí misma y de lo único que le quedaba a Juana.


—Siempre dije que tenías un corazón de oro… —Sandra le tomó una mano y se la apretó, cariñosa—. Y una vez más me lo has demostrado. ¿Qué piensa Mariana de esto?


—Mamá no sabe nada. No la he visto desde que tomé la decisión de tener el bebé.


—Y no quieres implicarla. Eres tan inteligente como buena. ¿Dónde está tu madre ahora?


—Viviendo en Acapulco con su nuevo marido, que es propietario de una cadena de hoteles de lujo. Insiste en que vaya a visitarla. Pero todavía no lo he hecho.


—¿Es el mismo tipo del que me estuvo hablando cuando el funeral de tu abuela?


—Sí.


—Ya. Era muy guapo, ¿no?


—Y rico.


—Por supuesto —suspiró Sandra—. De lo contrario no habría tenido ninguna oportunidad con ella. Aprendió bien la lección cuando Bob Gilbert la dejó llena de deudas.


—Sí. Su marido número tres le abrió definitivamente los ojos.


—No sé cómo se las arregla, pero sigue tan hermosa como cuando la coronaron Miss Alabama. Cuando venía al pueblo, todas teníamos que encerrar a nuestros maridos en casa bajo llave. Este último hace el marido número cinco, ¿verdad?


—Seis, me parece. Creo que te has olvidado del diplomático francés. Solo le duró seis meses.


—Esa mujer… —Sandra sacudió la cabeza, sonriendo—. Nunca encajó bien en Orange Beach. Todavía me acuerdo de cuando bailó en aquella obra en Broadway. Un puñado de nosotras volamos para verla y ella nos consiguió asientos en primera fila e invitaciones para la fiesta. Incluso en medio de tanto famoso, ella era la que más destacaba.


Paula asintió, pero se guardó sus reflexiones para sí misma. Sandra tenía razón, pero nunca había sido fácil ser la hija de una mujer tan destacable. Terminaron el café y los pasteles, y Sandra se marchó después de arrancarle la firme promesa de que iría a visitarla pronto. Por suerte, le hizo más preguntas sobre el bebé: evidentemente había percibido su resistencia a hablar del tema.




martes, 16 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 6




Paula se arrellanó en una tumbona, frente al mar. Aquella era su habitación favorita: una sala pequeña y acogedora con un gran ventanal, que ofrecía una maravillosa vista del Golfo. Tenía un montón de mullidos almohadones bajo la espalda, una manta tejida sobre las rodillas y un té de hierbas en la mesa, a su lado. Todos los ingredientes esenciales para relajarse… solo que le resultaba imposible.


Había recorrido cada habitación de la casa, cerrando cuidadosamente puertas y ventanas. 


Pero aun así, la inquietud persistía. ¿Serían las hormonas, o la paranoia causada por la reciente tragedia, el motivo por el cual no podía sacarse de la cabeza al hombre de la playa? Un año atrás probablemente se habría sentido intrigada, y atraída, por un tipo tan sexy que la había abordado de manera tan curiosa, invitándola a cenar. Pero un año atrás todo aquello habría tenido mucho más sentido para ella.


Fue a la cocina y sacó la guía de teléfonos del armario. Nunca estaría de más llamar a la comisaría de policía para saber si había habido algún problema en la zona durante las últimas semanas. Encontró el número y lo marcó.


—¿En qué puedo ayudarla? —le preguntó una voz masculina.


Aquel acento de Alabama era inconfundible. La sensación de familiaridad alivió sus temores.


—Verá, estoy alojada en una casa en Orange Beach, muy cerca del mar…


—Aja. ¿Está teniendo algún tipo de problema?


—No, pero estoy aquí sola, y me preguntaba si era segura esta zona…


—¿Dónde está usted exactamente?


—¿Conoce la casa de los Chaves?


—¿El Palo del Pelícano? Hey, ¿tú no eres Paula?


—Sí. ¿Te conozco?


—Creo que sí. Clase del 88.


—¿Lautaro Collier?


—El mismo que viste y calza.


Habían ido juntos al instituto, y hacía dos años que no sabía nada de Lautaro. Le encantaba volver a escuchar su voz. Paula había tenido un flechazo de adolescencia con él, pero en aquel entonces se había mantenido fiel a Juana. 


Luego habían estado saliendo juntos durante un tiempo, después de que lo suyo con Juana terminara, para dejarlo a las pocas semanas.


—¿Qué tal te va la vida?


—Maravillosamente bien. Sigo soltero y sin compromiso. ¿Vas a quedarte mucho tiempo por aquí?


—No estoy segura.


—Me alegro de que hayas vuelto. Bueno, ¿qué problema tienes? Soy todo oídos.


—Me encontré con un hombre en la playa cuando estaba paseando a la caída del sol. Estaba haciendo jogging y se detuvo para hablar conmigo. El caso es que me puso un poquitín nerviosa.


—¿Te dijo algo inconveniente?


—La verdad es que no.


—Un viejo vagabundo de playa entonces, ¿no?


—Tampoco —en aquel instante se sentía como una estúpida—. No sé, no puedo explicártelo. Simplemente me puse algo nerviosa y pensé en llamar a la policía para saber si había ocurrido algún problema en la zona.


—Ya sabes cómo son las cosas en la playa. El paisaje, el ambiente se presta a que la gente de desinhiba. Gente que es incapaz de hablar contigo en la ciudad va y se para a charlar. Puedo enviar a alguien a echar un vistazo si quieres, pero si estaba haciendo jogging, dudo que lo encuentren a estas horas —bromeó.


—No, déjalo. No tiene importancia.


—Orange Beach es quizá el lugar más tranquilo y seguro de todo el país. De todas formas, estaré de servicio toda la noche. Si cambias de idea y quieres que te envíe a alguien, llámame.


Charlaron durante un rato más sobre las amistades del instituto. A Paula siempre la sorprendía enterarse de que tantos de sus antiguos compañeros seguían todavía viviendo en Orange Beach. A ella nunca se le había pasado por la cabeza establecerse allí. Normal, ya que nunca lo había considerado su hogar. 


Solo había vivido en Orange Beach durante sus dos últimos años de instituto, mientras su madre residía en España con su último marido.


Mientras subía las escaleras, el bebé volvió a dar pataditas. Entró en el dormitorio que había sido suyo durante más tiempo del que podía recordar. La cama estaba hecha, como si Florencia hubiera preparado la habitación pensando que podría regresar en cualquier momento.


Apagó la lámpara del dormitorio y comenzó a desnudarse, a la luz de la luna. Por la ventana podía ver el cenador de tejado de paja que había entre la casa y la playa, y el banco de columpio que se balanceaba debajo. 


Tranquilamente.


La luna se ocultó detrás de una nube. Desvió la mirada y sacó una bata del armario. Cuando se volvió, el corazón se le subió a la garganta. 


Alguien estaba allí afuera, de pie detrás del cenador. Lo único que distinguía era el perfil de un cuerpo, pero podía imaginarse perfectamente al hombre con quien se había encontrado antes en la playa. Podía imaginárselo observando la casa, sabiendo que estaba allí, sola. Un segundo después la figura desapareció de su vista. El bebé escogió aquel momento para darle otra patadita. Se llevó las manos al estómago.


—No te preocupes, pequeñita. No es nada. Solo es una ligera y absurda paranoia —y se dirigió al cuarto de baño.