miércoles, 17 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 7





5 de diciembre


Paula se despertó al oír un ruido. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba del timbre, y que no formaba parte de su pesadilla. 


Había estado soñando que corría por la playa, hundidos los pies cada vez más en la arena, incapaz de seguir huyendo del desconocido peligro que la acosaba. El timbre volvió a sonar. 


Desperezándose, se levantó de la cama. 


Después de ponerse la bata bajó las escaleras, preguntándose quién podría ser a aquella hora de la mañana.


Suspiró aliviada nada más echar un vistazo por la mirilla. Debió de haber adivinado que Sandra Birney no perdería ni un segundo en visitarla.


—Entra —abrió la puerta mientras se apartaba el pelo de la cara, consciente de que debía de estar hecha un desastre.


—Entraré tan pronto como te haya visto bien —la miró con todo detenimiento, de la cabeza a los pies—. ¡Dios mío, estás embarazada!


—Ya te lo había dicho.


—Lo sé, pero es que no podía imaginármelo —lo primero que hizo fue dejar sobre la mesa la cesta que llevaba tapada con un paño, y que olía a canela y nuez moscada, antes de darle un cariñoso abrazo.


—Quiero saberlo todo, especialmente cómo han logrado convencerte de que te quedaras embarazada… ¿Estarán aquí los padres biológicos para el parto?


—No. Voy a tener que hacerlo todo yo sola… ayudada por el doctor Brown, y quizá por Santa Claus.


—Y por mí. Ya sabes que puedes contar conmigo.


—Te gusta el sufrimiento, ¿verdad?


—No me importa, mientras no sea yo quien lo padezca —bromeó—. Y me encantan los bebés.


Paula se puso a preparar el café mientras Sandra la ponía al tanto de las últimas noticias de Orange Beach. El equipo del instituto había ganado los campeonatos regionales, el director de la escuela primaria se había jubilado y la iglesia baptista estaba edificando un nuevo centro.


En cierto momento Paula se disculpó para ir al baño y lavarse los dientes. También se lavó la cara y se cepilló el pelo. Sabía que las preguntas empezarían tan pronto como se sentaran ante el café y las galletas de canela, pero todo estaba bajo control. Tenía todos los detalles cuidadosamente planificados y nadie sospecharía que el bebé que llevaba en sus entrañas pertenecía a Juana Brewster. Ni siquiera la muy sagaz Sandra Birney.


Aquella encantadora señora regordeta y de mejillas sonrosadas era de la misma edad que Mariana, la madre de Paula. Habían ido juntas a la escuela y las dos habían hecho de animadoras en las fiestas de apertura de curso: allí terminaba todo parecido entre ellas, Sandra había contraído matrimonio con su amor del instituto y aún seguía casada. Su vida estaba centrada en la comunidad y en sus hijos y nietos, y siempre había estado muy encariñada con la abuela de Paula: realmente había sido como una hija para ella. Mariana, en cambio, había seguido un rumbo muy diferente. Para cuando Paula volvió a la cocina, el café ya estaba listo y los pasteles servidos.


—Bueno, ya no puedo esperar más. ¿Es niño o niña?


—Niña —Paula se dijo que esa era la pregunta fácil. Faltaba la difícil.


—¿Quiénes son los afortunados padres? Supongo que serán amigos muy queridos para ti.


—Sí. La mujer es una compañera mía de trabajo. Una serie de problemas médicos le impedían tener hijos, y dado que ansiaba tanto tener un bebé, accedí a su petición.


Paula recordó el momento en que Juana se lo propuso. No le dijo abiertamente que no, pero la expresión decepcionada que vio en sus ojos la dejó destrozada. Era como si se hubiera apoderado de los sueños de su amiga para estamparlos contra el suelo. Juana ya había tenido dos abortos y el médico la había avisado de que intentarlo de nuevo podría ser muy peligroso, debido a sus crecientes problemas con la diabetes. Aun así Paula había temido que, si se negaba, pudiera volver a quedarse embarazada pese a las advertencias del doctor.


—Entonces, cuando nazca el niño… —pronunció Sandra, mordiendo un pastel—… ¿se lo entregarás a sus padres?


—Ese es el plan —o al menos ese había sido el plan. Porque esa era precisamente la parte que no podía compartir con Sandra. Hablar de ello le resultaba demasiado doloroso. Incluso pensar en ello le parecía algo traicionero y cruel, como si estuviera pensando en desprenderse de una parte de sí misma y de lo único que le quedaba a Juana.


—Siempre dije que tenías un corazón de oro… —Sandra le tomó una mano y se la apretó, cariñosa—. Y una vez más me lo has demostrado. ¿Qué piensa Mariana de esto?


—Mamá no sabe nada. No la he visto desde que tomé la decisión de tener el bebé.


—Y no quieres implicarla. Eres tan inteligente como buena. ¿Dónde está tu madre ahora?


—Viviendo en Acapulco con su nuevo marido, que es propietario de una cadena de hoteles de lujo. Insiste en que vaya a visitarla. Pero todavía no lo he hecho.


—¿Es el mismo tipo del que me estuvo hablando cuando el funeral de tu abuela?


—Sí.


—Ya. Era muy guapo, ¿no?


—Y rico.


—Por supuesto —suspiró Sandra—. De lo contrario no habría tenido ninguna oportunidad con ella. Aprendió bien la lección cuando Bob Gilbert la dejó llena de deudas.


—Sí. Su marido número tres le abrió definitivamente los ojos.


—No sé cómo se las arregla, pero sigue tan hermosa como cuando la coronaron Miss Alabama. Cuando venía al pueblo, todas teníamos que encerrar a nuestros maridos en casa bajo llave. Este último hace el marido número cinco, ¿verdad?


—Seis, me parece. Creo que te has olvidado del diplomático francés. Solo le duró seis meses.


—Esa mujer… —Sandra sacudió la cabeza, sonriendo—. Nunca encajó bien en Orange Beach. Todavía me acuerdo de cuando bailó en aquella obra en Broadway. Un puñado de nosotras volamos para verla y ella nos consiguió asientos en primera fila e invitaciones para la fiesta. Incluso en medio de tanto famoso, ella era la que más destacaba.


Paula asintió, pero se guardó sus reflexiones para sí misma. Sandra tenía razón, pero nunca había sido fácil ser la hija de una mujer tan destacable. Terminaron el café y los pasteles, y Sandra se marchó después de arrancarle la firme promesa de que iría a visitarla pronto. Por suerte, le hizo más preguntas sobre el bebé: evidentemente había percibido su resistencia a hablar del tema.




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