jueves, 19 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 47





Claudio Arnold paseaba por el gran salón de su casa de estilo colonial, deteniéndose a hablar con sus invitados. La fiesta tenía como fin concreto, recaudar dinero para un programa de inserción laboral de los niños más pobres de Atlanta, una de tantas galas que solía organizar su mujer, siempre con fines benéficos.


Pensó que Felicia llenaba de contenido el término de «esposa-florero». No sólo tenía veinte años menos que él y era impresionantemente hermosa, sino que había sido educada en el selecto ambiente de la alta sociedad georgiana. «Dinero antiguo», como solía decirse. Aquella mujer le daba un estatus social, un barniz aristocrático que no podía comprar. O se nacía con ello o se casaba uno con una mujer que lo tuviera.


Por suerte, Claudio había conseguido esto último pese a proceder de los barrios bajos de la ciudad. No habían sido pocos los medios deshonestos que había utilizado para llegar a donde estaba, pero habría vuelto a hacerlo sin dudarlo. Si se hubiera visto obligado, únicamente habría disimulado mejor su rastro… 


Sobretodo con el asunto de Meyers Bickham. 


Pero entonces era mucho más joven, e inexperto.


En cualquier caso, lo del orfanato sólo había sido uno de los pecados menores que había cometido. Su problema era que últimamente, lo ocurrido allí estaba interesando demasiado a los medios. Razón por la cual se había asegurado de que Abigail y su marido figuraran en la lista de invitados de aquella noche. La buscó con la mirada y como no la encontró, tomó un canapé de la bandeja de un camarero y se dirigió a la barra que estaba instalada en la veranda.


Allí estaba Abigail, vestida de rosa, radiante.


Llevaba la melena de color castaño recogida en lo alto de la cabeza, con mechones rizados cayéndole sobre las mejillas. Eran de edad semejante, rondando la cincuentena, pero ella conservaba un cuerpo delgado y fibroso. Y pocas arrugas, resultado de la mejor cirugía plástica que podía permitirse.


Se sirvió un whisky con hielo y esperó a que terminara de conversar con un senador antes de acercársele:
—Me alegro de que hayas podido venir esta noche, Abigail.


—Intento no perderme jamás una fiesta de Felicia.


—Demos un paseo por el jardín.


—Dime que es para enseñarme una nueva variedad de rosa que ha descubierto tu jardinero y no para hablar de negocios.


—Ya sabes de lo que se trata.


—En ese caso —frunció el ceño—, necesito rellenar mi copa —se la tendió—. Un martini con vodka.


—Lo sé. Muy seco y con dos aceitunas.


—Qué amable que te acuerdes.


Fue a por su copa y al volver, la encontró caminando por el sendero que llevaba al jardín.


—No puedo creer que ese lunático haya atacado a la profesora que estaba en el apartamento de Paula —susurró después de asegurarse de que nadie los estaba oyendo.


—Según los polis, Ana resultó herida en un intento de robo.


—Y tú sabes que eso no es verdad. Ese tipo siempre ha sido un exaltado, un loco.


—Yo no lo recuerdo así.


—Bueno, yo no me he acostado con él —replicó Claudio—, así que es lógico que tu opinión difiera de la mía.


—¿Has hablado con él?


—Pues sí.


—¿Y qué te ha dicho?


—Que me despreocupe y lo deje todo en sus manos.


—A mí me parece una buena sugerencia —comentó Abigail—. Y puedo asegurarte que él no atacó a nadie en Columbus. De hecho, yo había atribuido aquel error a tu apresuramiento, Claudio.


—Yo no soy ningún imbécil para cometer ese tipo de errores. Soy un juez federal y pienso seguir siéndolo.


—Me alegro por ti.


—Necesitamos asegurarnos de que Paula no abra la boca.


—¿Cuándo se te meterá en la cabeza que ella no sabe nada de lo que ocurrió en ese sótano?


—¿Cómo puedes decir eso, con la cantidad de veces que hablaste con ella después de lo que vio?


—Por eso precisamente puedo decírtelo. Para ella, aquello simplemente fue una horrible pesadilla. Me aseguré personalmente de que lo creyera así.


—Pero supón que lo descubre.


—¿Desde cuándo te has convertido en un repugnante cobarde, Claudio? Recuerdo que antes no tenías miedo de nada.


—Eso fue antes de que tuviera algo que perder.


—¿Quién temes que pueda descubrir todo esto? El FBI no está a cargo de la investigación. Se trata simplemente de un delito cometido en una pequeña población, a cargo de un simple sheriff de condado. El orfanato ni siquiera existe ya. No hay nada de lo que preocuparse.


—Durante toda esta semana, el escándalo ha ocupado la primera plana de los informativos.


—Sólo porque estamos en verano y no está ocurriendo nada importante. Espera unos días más. Algún político acosará a alguna becaria o un famoso jugador de rugby echará a golpes a un tipo de un bar. Entonces la atención de los medios se desplazará a otro tema y la gente se habrá olvidado de los bebés enterrados en el sótano.


—Para ti todo es siempre tan sencillo, Abigail… Fue precisamente por eso por lo que nos metimos en este lío. Lo presentaste como algo tan fácil…


—Lo sigue siendo, Claudio—le puso una mano en el brazo—. Así que vuelve a tu fiesta con tu preciosa esposa y olvídate de que Meyers Bickham ha existido alguna vez.


Sacó un espejo de su pequeño bolso negro y se revisó el maquillaje.


—Estás perfecta, como siempre —pronunció.


Claudio, evocando sin embargo las veces que la había visto desarreglada, con el maquillaje corrido, o desnuda. Recuerdos que continuaban teniendo el poder de excitarlo.


—Gracias —repuso Abigail, volviendo a guardarse el espejo—. Y ahora volvamos antes de que alguien nos eche de menos y se pregunte qué estamos haciendo.


La observó mientras daba media vuelta y se marchaba. Siempre tan segura de sí misma, tan confiada… Había cosas que nunca cambiaban.


Se volvió para contemplar su casa, con todas las luces encendidas. Hasta el jardín llegaba el rumor de las risas y de las conversaciones. 


Estaba claro que no podría contar con la ayuda de Abigail, pero no pensaba ceder. Esa vez no estaba dispuesto.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 46




—Mami, mami, ¿a que no adivinas lo que ha pasado?


Paula abrazó a su hija, emocionada.


—Vamos a ver… —repuso, pensativa—. Has montado en elefante por la jungla.


—No, mami. He ayudado al señor Henry a recoger pepinos y calabazas, y me ha llevado a dar una vuelta en su tractor. ¡Íbamos tan altos!


—Parece que te has divertido.


—Desde luego. ¡Y Dolores y yo hemos hecho galletas!


—Ya las estoy oliendo —comentó Pedro, detectando el aroma a canela y a masa recién horneada que impregnaba la casa—. ¿Podemos probarlas?


—Claro que sí, ¿verdad, Dolores? —preguntó Kiara, volviendo a la cocina.


—Por supuesto, pequeña. Tan pronto como apartemos las que nos corresponden a las cocineras.


—Esas somos nosotras —exclamó alborozada.


Paula se relajó visiblemente por primera vez en aquel día. No era que no hubiese esperado encontrar a Kiara feliz, perfectamente cuidada en la granja de los Callahan. No la habría dejado allí si no hubiera estado convencida de ello. 


Pero en la situación en que se encontraba, casi no podía soportar perderla de vista. Y ahora que tenía alojado en su mente el cuerpo de una niña de cuatro años asesinada a tiros… Más todavía.


Se quedaron a merendar, y Henry les cargó la camioneta de verduras antes de que se marcharan.


—A Mattie no le va a gustar que le hayas recortado los beneficios —bromeó Pedro.


—No te creas. En realidad, si vende tanta verdura en la tienda es más que nada por mantener el negocio abierto y hablar con la gente. Podría hacer más dinero vendiéndosela a los tenderos de la región, pero entonces yo tendría que soportarla durante todo el día…


Paula pagó a Dolores sus servicios como niñera y volvió a darles las gracias mientras los tres subían a la camioneta.


—¿Sabías que hay una mina de oro en Dahlonega? —le comentó Kiara, varios minutos después—. Una mina de oro de verdad.


—Ya lo había oído —repuso Pedro—. ¿Qué os parece si vamos allá a buscar un poco de oro?


—Sí, hagámoslo, señor Pedro. Vayamos a buscar oro.


—¿Oro? —inquirió Paula.


—La mina lleva años cerrada. Explotarla cuesta hoy más de lo que vale el mineral en el mercado, pero algunas de las mayores fortunas del Este se hicieron aquí, en la región de Dahlonega.


—¿De modo que pretendes llevarte a mi hija a una mina abandonada? Ni pensarlo.


—Es una atracción turística. Su nuevo propietario abrió una pequeña parte de la mina para visitas y tiene una zona reservada para que los visitantes criben oro, como en los viejos tiempos.


Una antigua mina. Cribar oro. Era el tipo de atracción local a la que había esperado llevar a Kiara aquel verano, antes de que sus planes se evaporaran en humo. Pero ahora, con las amenazas…


—No estoy segura de que sea una buena idea, Pedro.


—No pasará nada, Paula. No te lo sugeriría si no estuviera absolutamente seguro. Y teóricamente, Kiara y tú estáis aquí de vacaciones.


—Sí, mami… ¡Estamos de vacaciones!


—De acuerdo —cedió, con una absoluta falta de entusiasmo.


Definitivamente, ese iba a ser un verano que nunca olvidaría. Si acaso vivía para contarlo.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 45





Pedro dejó que los recuerdos invadieran su mente, temeroso de los sentimientos que pudieran evocar.


Algunas veces, la culpa era el mayor de ellos. 


Otras, la furia. Y otras era simplemente la imagen de un cuerpo pequeño, flojo, desmadejado, con la sangre manando a borbotones. Y detrás siempre el dolor, tan fuerte que parecía fundirse con su alma.


—Mi trabajo era, proteger a la familia del funcionario de un gobierno latinoamericano, que se hallaba en Washington buscando ayuda financiera para su país. Presuntamente estaba intentando luchar contra la lacra del narcotráfico, y temía que los miembros del cártel lo golpearan en las personas de su esposa y de su hija. María era su esposa.


—¿Cómo era?


Pedro retrocedió a aquel tiempo. A la primera vez que la vio.


—Una belleza exótica. Tez morena, de piel tan increíblemente fina que parecía derretirse cuando la tocabas. La melena negra, larga hasta la espalda. Los ojos oscuros, de mirada expresiva. Cuando me miraba y sonreía, me sentía como transportado al paraíso.


Pedro dio media vuelta y se dirigió hacia el mirador. El paisaje del hondo precipicio al que se asomaba se le antojaba singularmente apropiado para su actual estado de ánimo.


—Conocer a María fue el principio del fin.


—¿Porque estaba casada?


—No, porque era una mujer tan venenosa como una serpiente. Y porque fui lo suficientemente estúpido como para dejarme engañar por ella.


Volvió a apoyarse en un tronco de pino, como buscando apoyo.


Era la primera vez que había pronunciado aquello en voz alta, aunque lo había pensado miles de veces. Hablar le resultaba doloroso, pero no tanto como había esperado. 


Evidentemente el tiempo y la distancia habían contribuido a curar la herida. O quizá fuese Paula y la facilidad con que siempre podía hablar con ella.


—El caso es que me enamoré de María, o al menos de la persona que creía que era. Y adoraba a su hija. Diana era la mezcla perfecta de sus padres. Tenía la belleza de su madre y la manera de enfrentarse al mundo de su padre, valientemente, con la cabeza bien alta.


—¿Qué edad tenía?


—Cuatro años.


—La misma edad que Kiara —Paula se llevó una mano a la boca. Ahora empezaba a comprenderlo todo—. ¿Fue por eso por lo que nos ayudaste aquella primera noche, Pedro? ¿Porque Kiara te recordaba a Diana?


—No conscientemente, pero es probable que algo tuviera que ver en ello.


—Y luego ya no te separaste de nosotras.


—No —por fin se volvió para mirarla—. La invitación a que os quedaréis en mi casa no tuvo ninguna relación con nada de lo que me sucedió antes. De hecho, fue precisamente a pesar de ello.


Paula soltó un suspiro y se quedó mirando durante largo rato al suelo antes de alzar nuevamente la mirada.


—¿Dónde está ahora María?


—En la cárcel. Por conspiración por el asesinato de su marido.


Paula se abrazó, repentinamente estremecida.


—¿Tú…? ¿Tú lo mataste?


—Yo no dispare la bala, pero tampoco la paré. Y tampoco logré interceptar la bala que acabó con la vida de Diana.


Se le quebró la voz en el preciso instante en que el dolor explotó en su interior. Estaba escuchando los tiros de nuevo. Sólo que esa vez los proyectiles se alojaban en su corazón.


—¡Oh, Pedro! Con cuatro años que tenía… ¡Qué pena, Dios mío…!


—Nadie tuvo intención de matarla, pero murió de todas formas. Ni siquiera vi venir la bala. Pero debí haberlo hecho, y habría podido verla si no hubiera estado tan convencido de que María me decía la verdad, y que los autores del tiroteo pretendían evitar que su marido la matara a ella. Me engañó y me tomó por sorpresa, el pecado mortal de todo guardaespaldas.


—¿Te das cuenta de la pareja que hacemos, Pedro Alfonso? —pronunció Paula, acercándosele—. Ambos estamos tan traumatizados por nuestro propio pasado, que es como si no pudiéramos escapar de él. Tú con el corazón destrozado por la culpa y el arrepentimiento. Yo con mis recuerdos enterrados y mis pesadillas que parecen estar convirtiéndose en realidad.


—Hay una gran diferencia. Tú no fuiste culpable de ninguno de tus problemas.


—Tú cometiste un error perfectamente normal, Pedro. Perfectamente humano. Te equivocaste a la hora de confiar en una persona. Pero retirándote del mundo y de la vida no arreglarás nada.


—Tampoco tenía esa esperanza. Lo único que quiero es encontrar una manera de vivir en paz conmigo mismo.


—Salvándome a mí y a Kiara, ¿no? No me malinterpretes, Pedro, no me estoy quejando. No sé lo que habría hecho sin tu ayuda, pero tú no eres el monstruo que te crees que eres. Para mí no, al menos.


Le tomó una mano. Pedro pensó que su piel no era tan suave como la de María. Ni tampoco se derretía ante su contacto. Paula era real, fuerte, sincera. O al menos él la veía así. Aunque ya se había equivocado antes. Mortalmente.


—Vámonos, Pedro. Tengo unas inmensas ganas de abrazar a Kiara.


Lo entendía perfectamente, porque era justo lo que quería hacer con ella. Abrazarla hasta cansarse. Pero sabía que necesitaba tiempo para asimilar todo lo que le había dicho. La ayudó a recoger los restos de su improvisado picnic. Era extraño, ya que la atracción que compartían no parecía haber menguado en intensidad. Más aún, el hecho de haber compartido aquellos oscuros secretos con ella, había añadido una nueva calidad y una mayor complejidad a su relación.


No entendía aquellos nuevos sentimientos más de lo que había entendido los primeros. Lo único que sabía era que quería estar con ella. Y besarla de nuevo. Y muchas más cosas…



miércoles, 18 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 44





Paula se sentó en la alfombra de agujas de pino y bebió un sorbo de su copa, pensativa. Todo estaba sucediendo tan rápido, que era como estar sentada en medio de una vía férrea viendo acercarse la locomotora a toda velocidad. Lo que comenzó como una absurda amenaza telefónica se había convertido en el incendio provocado de una cabaña y en la agresión sufrida por Ana. Y al mismo tiempo estaba viviendo y pasando las veinticuatro horas del día con un hombre que tenía el poder de amotinar sus sentidos con un simple roce.


Pero si los cambios habían sido rápidos para ella, más lo habían sido para Pedro. Ya no parecía ni se comportaba para nada como el hombre que había conocido la noche que llegó a la cabaña. Ya no llevaba barba, ni el pelo largo y descuidado. Ya no se replegaba en sí mismo, ni se resistía a la hora de relacionarse con los demás. Era como si el peligro le sentase de maravilla. Como si desarrollara su personalidad.


Pedro terminó su ensalada de patata y se acercó a dónde estaba sentada.


—¿Has recordado algo de ese juez?


—El nombre no me resulta familiar. No recuerdo gran cosa de la administración del centro. Pero sí me acuerdo mucho de una doctora de aquel primer año, cuando tenía las pesadillas y me despertaba chillando cada noche.


—¿Recuerdas cómo se llamaba?


—No, pero quizá podría reconocer su rostro. O al menos creo que lo haría si pudiera ver una fotografía suya de aquel tiempo, hace veinte años. Y probablemente también reconocería su nombre si lo oyese. Esa mujer me salvó la vida. Fue la única persona capaz de comprender el infierno por el que estaba pasando.


—¿Así que le contaste a ella lo de las pesadillas?


—Claro.


—¿Y lo de la procesión desfilando por el sótano?


—Por supuesto que sí. Fue ella quien me ayudó a superar esos horrores.


—¿Cómo lo hizo?


—¡Oh, Pedro! Me estás preguntando por cosas de hace veinte años, cuando todavía seguía traumatizada por la muerte de mi madre. Creo que me dio algunos fármacos para ayudarme a dormir. Sobretodo la recuerdo hablándome, diciéndome que las pesadillas formaban parte del trauma y que debía esforzarme por no pensar en ellas. Qué es exactamente lo que he intentado hacer durante veinte años —apuró su vino y dejó el vaso de plástico en el suelo—. Todavía me cuesta creer que bajase en realidad a aquel sótano cuando estaba tan aterrorizada por las pesadillas. Pero si no bajé allí, entonces no pude haber visto esa procesión.


—Las ratas eran reales. Me lo dijo Bob Eggars, cuando lo llamé por tu móvil.


No quiso añadir más, deseoso de ahorrarle detalles escabrosos. Por su expresión comprendió que no era necesario.


—Oscuro, lóbrego y lleno de ratas —murmuró Paula.


—Esta tarde podríamos acercarnos a lo que queda del orfanato con la esperanza de que eso te haga recordar. No está lejos de aquí —le sugirió él.


De repente sintió una fuerte opresión en el pecho, como si le sacaran el aire de los pulmones.


—No puedo ir allí, Pedro.


—No hay nada allí que pueda perjudicarte ahora. Tanto si las imágenes que te acosan son reales o simplemente pesadillas, no van a resucitar ni a encarnarse para arrastrarte a ese sótano.


—Tú estás mucho más seguro de eso que yo.


—Ese sótano ya no existe. Sólo es un agujero en el suelo.


—Lo siento, Pedro, pero no puedo volver a ese lugar. Todavía no. Al menos mientras no hayan desaparecido las amenazas que penden sobre mí.


—Entonces creo que deberíamos volver.


La tomó de las manos para ayudarla a levantarse.


Sólo que no se las soltó. Se quedaron muy quietos, de pie a la sombra de los pinos, sintiendo la caricia de la brisa en el rostro. A su alrededor, el aire parecía haberse densificado de deseo.


Paula se dijo que aquello no tenía sentido. O más bien, la vida no lo tenía. Si no había experimentado sentimiento alguno por ningún hombre desde que Sergio la abandonó año y medio atrás… ¿Por qué ahora sí, precisamente cuando estaba enfrentándose con un terror tras otro?


Finalmente Pedro le soltó las manos. Pero en lugar de apartarse, las apoyó sobre sus hombros. Paula sabía que iba a besarla. Era precisamente lo que quería, pero aun así se retrajo, asaltada por una marea de antiguas inseguridades.


—¿Estuviste alguna vez casado, Pedro?


—Sí. El tiempo suficiente para celebrar nuestro primer semestre.


—¿Qué sucedió?


—Mi mujer decidió que el matrimonio no era para ella, así que un día mientras yo estaba trabajando, se marchó del apartamento.


—¿Aún la amas?


—No sé si alguna vez llegué a amarla, pero nos lo pasábamos muy bien en la cama, y a los veintidós años yo creía que una pareja consistía únicamente en eso.


—Pero estuviste enamorado.


—Eso no parece una pregunta.


—No lo es. No soy una experta en relaciones, pero sí sé que cuando un hombre pasa por el proceso de hibernación que has pasado tú… Es porque hay una mujer detrás. Háblame de ella.


Pedro se apartó unos pasos, apoyando una mano en el rugoso tronco de un pino, con la mirada baja.


—Esto no tiene nada que ver con lo nuestro, Paula.


—Claro que sí. Si es que podemos hablar de lo «nuestro».


Se volvió hacia ella con una expresión increíblemente sombría, de una intensidad inquietante.


—Se llamaba María Hernández.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 43





Nicolas Wesley encendió el motor y salió en marcha atrás del aparcamiento. Como si no tuviera ya suficientes problemas, ahora tenía que lidiar también con Pedro Alfonso, un maldito agricultor de la región de Dahlonega… 


Aparentemente. Sabía muy bien quién era Pedro. Un antiguo agente del FBI, ex guardaespaldas de primera categoría. Se dijo que un buen sheriff siempre hacía sus deberes. 


Y su primer deber era informarse sobre la gente.


En realidad, a Paula no le importaba lo que hubiera hecho Pedro en el pasado. En aquel momento era un cero a la izquierda, y carecía en absoluto de peso o de influencia.


Aun así, no necesitaba ese tipo de problemas. 


Ya tenía bastante con la gente que sí tenía influencia, y mucha, a raíz de todo ese asunto de los huérfanos muertos. Como si eso hubiera supuesto alguna diferencia. Como si a alguien le hubiera importado algo lo que les había pasado a aquellos niños… Cuando estaban vivos.



****


Pedro entró en una zona comercial y aparcó delante de una tienda de delicatessen mientras Paula hacía otra llamada por el móvil para preguntar por Kiara. Apagó el motor y esperó a que terminara de hablar.


—¿Vamos a comer aquí? —le preguntó ella, dispuesta a bajar de la camioneta.


—Pensé que podríamos comprar algo para comerlo por ahí. Hay un montón de sitios estupendos durante el trayecto de vuelta.


—No tengo muchas ganas de picnic…


—Tienes que comer. Y las opciones son dos: Un ruidoso restaurante o al aire libre, escuchando el canto de los pájaros.


—Dicho así, la elección es fácil.


Una vez en la tienda, Paula pareció animarse un tanto. Escogió una ensalada de patata, aceitunas, una tabla de quesos y pan crujiente. 


Pedro compró una botella de Cabernet y uvas rojas.


—¿Necesitan platos y cubiertos de plástico? —inquirió la dependienta, mientras guardaba sus compras.


—Eso sería estupendo. Y que nos descorchen también la botella, por favor.


—¿De dónde son ustedes?


—De cerca de Dahlonega.


—Entonces no hace falta que les alabe la belleza del Bosque Nacional de Chattahoochee.


—La verdad es que no estoy muy familiarizado con esa zona —admitió Pedro.


—Si tienen tiempo, deberían visitarlo. Mi marido y yo solemos hacer camping cerca de las cataratas Keown. Es un lugar maravilloso. Y Hidden Creek también es muy bonito.


—Gracias.


Volvieron a la camioneta. Pedro estaba contento. No podía quejarse. Hacía un día soleado, llevaban una comida de calidad… Y tenía al lado a una mujer hermosa.


Y suficientes fantasmas de sus respectivos pasados para celebrar un Halloween por todo lo alto.


Pedro dejó que Paula condujera para salir del centro comercial. Una vez que llegaron a la autopista, le pidió el móvil y llamó a Bob Eggars. 


Ya estaba a punto de colgar, cuando Bob soltó un «hola» sin aliento, jadeando.


—¿He interrumpido algo?


—Una discusión con Bilks.


—¿Cómo es que estás discutiendo con Bilks? Creía que estaba claro que es un experto en todo y que jamás hay que discutirle nada.


—Bueno, pues ahora resulta que es experto en orfanatos.


—¿Meyers Bickham?


—¿Cómo lo has adivinado?


En vez de responder, Pedro le preguntó a su vez:


—¿También el FBI está metiendo las narices en eso?


—Sí. Trabajando con el sheriff local, que como nuestro gran amigo Bilks, es otro experto en todo. Por lo demás, nos ha dejado claro que ni quiere ni necesita nuestra ayuda.


—Entonces… ¿Quién os ha invitado a la fiesta?


—El fiscal general de Georgia, directamente. E indirectamente, el gobernador, o al menos eso es lo que he oído. Los medios se están dando un buen festín con esos pobres huérfanos.


—¿Qué justificación utilizaron para implicar a la Agencia?


—Al parecer, el orfanato recogió en su momento a algunos niños de fuera del estado.


—¿Te encargaron la misión a ti?


—A mí y a Juan Bilks. Es mi día de suerte —comentó, irónico.


Pedro pensó que en realidad no era el día de suerte de Bob. Pero muy bien podía ser el suyo.


—¿Crees que podrás acceder a los archivos de adopción de Meyers Bickham?


—De modo que te estás implicando en el asunto.


—Es un misterio fascinante.


—¿Estás seguro de que no es algo más que una simple curiosidad pasajera?


—¿Puedes acceder a esos archivos?


—De hecho, para las cinco de esta tarde tendré sobre mi despacho copias de los más pertinentes.


—¿También son de dominio público esos papeles?


—Al parecer sí. Por lo menos hasta que algún juez diga que no lo son.


—Entonces te agradecería que compartieras conmigo esa información…


—En ese caso, sácame de dudas, encantador granjero… ¿Qué significa todo esto? ¿A qué viene tanto interés por el caso?


Pero Pedro ignoró la pregunta.


—Me gustaría saber cuántos bebés procedentes de ese orfanato fueron adoptados.


—¿Un número total?


—Sí, pero preferiría un informe detallado con las fechas de las adopciones. Y los nombres de las familias adoptivas, si es que los tienes.


—La mayor parte de esos datos sí que no son de dominio público. Las familias adoptivas tienen derecho a la confidencialidad de esa información.


—Pero tú la tienes, ¿verdad?


—En este momento, no. Pero me temo que me he convertido en uno de esos aburridos agentes que respetan escrupulosamente las reglas y los formalismos. Me he cansado de hacer de «Harry El Sucio».


—¿El matrimonio te ha hecho eso?


—El matrimonio y un bebé en camino.


—Enhorabuena.


—Gracias. ¿Algo más que necesites saber sobre el infame Meyers Bickham?


—Los informes de los forenses también estarían bien.


—No creo que eso te ayude en nada. Los cuerpos no fueron preservados de ninguna manera, así que con los restos solamente se pueden hacer pruebas de ADN. Incluso los huesos son escasos. El sótano estaba lleno de enormes ratas… Hambrientas.


Pedro no pudo menos que evocar la pesadilla de Paula. Una pesadilla que cada vez tenía más visos de realidad.


—Supongo que las piezas dentales brillan por su ausencia.


—Sí. Los bebés eran demasiado pequeños.


—Aun así, me gustaría ver todo lo que tienes.


—Te llamaré por la mañana. ¿Tienes alguna dirección donde pueda mandarte un fax o sigues dependiendo del correo?


—Por el momento, sí.


—Ten cuidado, amigo. No creo que al sheriff le guste que la gente juegue en su terreno. Y puede que esa sea la menor de tus preocupaciones si es que llegas a descubrir algo relevante.


—¿Por qué? ¿Conoces acaso algún detalle que no hayas compartido conmigo?


—Sólo que hay, al menos, un tipo poderoso relacionado con la administración de Meyers Bickham. Bueno, había dos, pero el senador Marcos Hayden fue asesinado en Enero.


—No vi su nombre ni el de ningún otro que pudiera reconocer en la lista que me mandaste.


—Es porque sus nombres fueron eliminados de los archivos en papel.


—¿Quién anda detrás, aparte de Marcos?


—De mí no has oído nada, ¿entendido?


—Claro que no. Tú siempre respetas escrupulosamente las reglas.


Pedro soltó un silbido de asombro mientras apuntaba el nombre del nuevo valedor de Meyers Bickham.


—¿Qué es lo que has descubierto? —le preguntó Paula, al ver que cortaba la comunicación.


—El juez Claudio Arnold… ¿Te suena de algo?