miércoles, 18 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 44





Paula se sentó en la alfombra de agujas de pino y bebió un sorbo de su copa, pensativa. Todo estaba sucediendo tan rápido, que era como estar sentada en medio de una vía férrea viendo acercarse la locomotora a toda velocidad. Lo que comenzó como una absurda amenaza telefónica se había convertido en el incendio provocado de una cabaña y en la agresión sufrida por Ana. Y al mismo tiempo estaba viviendo y pasando las veinticuatro horas del día con un hombre que tenía el poder de amotinar sus sentidos con un simple roce.


Pero si los cambios habían sido rápidos para ella, más lo habían sido para Pedro. Ya no parecía ni se comportaba para nada como el hombre que había conocido la noche que llegó a la cabaña. Ya no llevaba barba, ni el pelo largo y descuidado. Ya no se replegaba en sí mismo, ni se resistía a la hora de relacionarse con los demás. Era como si el peligro le sentase de maravilla. Como si desarrollara su personalidad.


Pedro terminó su ensalada de patata y se acercó a dónde estaba sentada.


—¿Has recordado algo de ese juez?


—El nombre no me resulta familiar. No recuerdo gran cosa de la administración del centro. Pero sí me acuerdo mucho de una doctora de aquel primer año, cuando tenía las pesadillas y me despertaba chillando cada noche.


—¿Recuerdas cómo se llamaba?


—No, pero quizá podría reconocer su rostro. O al menos creo que lo haría si pudiera ver una fotografía suya de aquel tiempo, hace veinte años. Y probablemente también reconocería su nombre si lo oyese. Esa mujer me salvó la vida. Fue la única persona capaz de comprender el infierno por el que estaba pasando.


—¿Así que le contaste a ella lo de las pesadillas?


—Claro.


—¿Y lo de la procesión desfilando por el sótano?


—Por supuesto que sí. Fue ella quien me ayudó a superar esos horrores.


—¿Cómo lo hizo?


—¡Oh, Pedro! Me estás preguntando por cosas de hace veinte años, cuando todavía seguía traumatizada por la muerte de mi madre. Creo que me dio algunos fármacos para ayudarme a dormir. Sobretodo la recuerdo hablándome, diciéndome que las pesadillas formaban parte del trauma y que debía esforzarme por no pensar en ellas. Qué es exactamente lo que he intentado hacer durante veinte años —apuró su vino y dejó el vaso de plástico en el suelo—. Todavía me cuesta creer que bajase en realidad a aquel sótano cuando estaba tan aterrorizada por las pesadillas. Pero si no bajé allí, entonces no pude haber visto esa procesión.


—Las ratas eran reales. Me lo dijo Bob Eggars, cuando lo llamé por tu móvil.


No quiso añadir más, deseoso de ahorrarle detalles escabrosos. Por su expresión comprendió que no era necesario.


—Oscuro, lóbrego y lleno de ratas —murmuró Paula.


—Esta tarde podríamos acercarnos a lo que queda del orfanato con la esperanza de que eso te haga recordar. No está lejos de aquí —le sugirió él.


De repente sintió una fuerte opresión en el pecho, como si le sacaran el aire de los pulmones.


—No puedo ir allí, Pedro.


—No hay nada allí que pueda perjudicarte ahora. Tanto si las imágenes que te acosan son reales o simplemente pesadillas, no van a resucitar ni a encarnarse para arrastrarte a ese sótano.


—Tú estás mucho más seguro de eso que yo.


—Ese sótano ya no existe. Sólo es un agujero en el suelo.


—Lo siento, Pedro, pero no puedo volver a ese lugar. Todavía no. Al menos mientras no hayan desaparecido las amenazas que penden sobre mí.


—Entonces creo que deberíamos volver.


La tomó de las manos para ayudarla a levantarse.


Sólo que no se las soltó. Se quedaron muy quietos, de pie a la sombra de los pinos, sintiendo la caricia de la brisa en el rostro. A su alrededor, el aire parecía haberse densificado de deseo.


Paula se dijo que aquello no tenía sentido. O más bien, la vida no lo tenía. Si no había experimentado sentimiento alguno por ningún hombre desde que Sergio la abandonó año y medio atrás… ¿Por qué ahora sí, precisamente cuando estaba enfrentándose con un terror tras otro?


Finalmente Pedro le soltó las manos. Pero en lugar de apartarse, las apoyó sobre sus hombros. Paula sabía que iba a besarla. Era precisamente lo que quería, pero aun así se retrajo, asaltada por una marea de antiguas inseguridades.


—¿Estuviste alguna vez casado, Pedro?


—Sí. El tiempo suficiente para celebrar nuestro primer semestre.


—¿Qué sucedió?


—Mi mujer decidió que el matrimonio no era para ella, así que un día mientras yo estaba trabajando, se marchó del apartamento.


—¿Aún la amas?


—No sé si alguna vez llegué a amarla, pero nos lo pasábamos muy bien en la cama, y a los veintidós años yo creía que una pareja consistía únicamente en eso.


—Pero estuviste enamorado.


—Eso no parece una pregunta.


—No lo es. No soy una experta en relaciones, pero sí sé que cuando un hombre pasa por el proceso de hibernación que has pasado tú… Es porque hay una mujer detrás. Háblame de ella.


Pedro se apartó unos pasos, apoyando una mano en el rugoso tronco de un pino, con la mirada baja.


—Esto no tiene nada que ver con lo nuestro, Paula.


—Claro que sí. Si es que podemos hablar de lo «nuestro».


Se volvió hacia ella con una expresión increíblemente sombría, de una intensidad inquietante.


—Se llamaba María Hernández.




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