jueves, 19 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 47





Claudio Arnold paseaba por el gran salón de su casa de estilo colonial, deteniéndose a hablar con sus invitados. La fiesta tenía como fin concreto, recaudar dinero para un programa de inserción laboral de los niños más pobres de Atlanta, una de tantas galas que solía organizar su mujer, siempre con fines benéficos.


Pensó que Felicia llenaba de contenido el término de «esposa-florero». No sólo tenía veinte años menos que él y era impresionantemente hermosa, sino que había sido educada en el selecto ambiente de la alta sociedad georgiana. «Dinero antiguo», como solía decirse. Aquella mujer le daba un estatus social, un barniz aristocrático que no podía comprar. O se nacía con ello o se casaba uno con una mujer que lo tuviera.


Por suerte, Claudio había conseguido esto último pese a proceder de los barrios bajos de la ciudad. No habían sido pocos los medios deshonestos que había utilizado para llegar a donde estaba, pero habría vuelto a hacerlo sin dudarlo. Si se hubiera visto obligado, únicamente habría disimulado mejor su rastro… 


Sobretodo con el asunto de Meyers Bickham. 


Pero entonces era mucho más joven, e inexperto.


En cualquier caso, lo del orfanato sólo había sido uno de los pecados menores que había cometido. Su problema era que últimamente, lo ocurrido allí estaba interesando demasiado a los medios. Razón por la cual se había asegurado de que Abigail y su marido figuraran en la lista de invitados de aquella noche. La buscó con la mirada y como no la encontró, tomó un canapé de la bandeja de un camarero y se dirigió a la barra que estaba instalada en la veranda.


Allí estaba Abigail, vestida de rosa, radiante.


Llevaba la melena de color castaño recogida en lo alto de la cabeza, con mechones rizados cayéndole sobre las mejillas. Eran de edad semejante, rondando la cincuentena, pero ella conservaba un cuerpo delgado y fibroso. Y pocas arrugas, resultado de la mejor cirugía plástica que podía permitirse.


Se sirvió un whisky con hielo y esperó a que terminara de conversar con un senador antes de acercársele:
—Me alegro de que hayas podido venir esta noche, Abigail.


—Intento no perderme jamás una fiesta de Felicia.


—Demos un paseo por el jardín.


—Dime que es para enseñarme una nueva variedad de rosa que ha descubierto tu jardinero y no para hablar de negocios.


—Ya sabes de lo que se trata.


—En ese caso —frunció el ceño—, necesito rellenar mi copa —se la tendió—. Un martini con vodka.


—Lo sé. Muy seco y con dos aceitunas.


—Qué amable que te acuerdes.


Fue a por su copa y al volver, la encontró caminando por el sendero que llevaba al jardín.


—No puedo creer que ese lunático haya atacado a la profesora que estaba en el apartamento de Paula —susurró después de asegurarse de que nadie los estaba oyendo.


—Según los polis, Ana resultó herida en un intento de robo.


—Y tú sabes que eso no es verdad. Ese tipo siempre ha sido un exaltado, un loco.


—Yo no lo recuerdo así.


—Bueno, yo no me he acostado con él —replicó Claudio—, así que es lógico que tu opinión difiera de la mía.


—¿Has hablado con él?


—Pues sí.


—¿Y qué te ha dicho?


—Que me despreocupe y lo deje todo en sus manos.


—A mí me parece una buena sugerencia —comentó Abigail—. Y puedo asegurarte que él no atacó a nadie en Columbus. De hecho, yo había atribuido aquel error a tu apresuramiento, Claudio.


—Yo no soy ningún imbécil para cometer ese tipo de errores. Soy un juez federal y pienso seguir siéndolo.


—Me alegro por ti.


—Necesitamos asegurarnos de que Paula no abra la boca.


—¿Cuándo se te meterá en la cabeza que ella no sabe nada de lo que ocurrió en ese sótano?


—¿Cómo puedes decir eso, con la cantidad de veces que hablaste con ella después de lo que vio?


—Por eso precisamente puedo decírtelo. Para ella, aquello simplemente fue una horrible pesadilla. Me aseguré personalmente de que lo creyera así.


—Pero supón que lo descubre.


—¿Desde cuándo te has convertido en un repugnante cobarde, Claudio? Recuerdo que antes no tenías miedo de nada.


—Eso fue antes de que tuviera algo que perder.


—¿Quién temes que pueda descubrir todo esto? El FBI no está a cargo de la investigación. Se trata simplemente de un delito cometido en una pequeña población, a cargo de un simple sheriff de condado. El orfanato ni siquiera existe ya. No hay nada de lo que preocuparse.


—Durante toda esta semana, el escándalo ha ocupado la primera plana de los informativos.


—Sólo porque estamos en verano y no está ocurriendo nada importante. Espera unos días más. Algún político acosará a alguna becaria o un famoso jugador de rugby echará a golpes a un tipo de un bar. Entonces la atención de los medios se desplazará a otro tema y la gente se habrá olvidado de los bebés enterrados en el sótano.


—Para ti todo es siempre tan sencillo, Abigail… Fue precisamente por eso por lo que nos metimos en este lío. Lo presentaste como algo tan fácil…


—Lo sigue siendo, Claudio—le puso una mano en el brazo—. Así que vuelve a tu fiesta con tu preciosa esposa y olvídate de que Meyers Bickham ha existido alguna vez.


Sacó un espejo de su pequeño bolso negro y se revisó el maquillaje.


—Estás perfecta, como siempre —pronunció.


Claudio, evocando sin embargo las veces que la había visto desarreglada, con el maquillaje corrido, o desnuda. Recuerdos que continuaban teniendo el poder de excitarlo.


—Gracias —repuso Abigail, volviendo a guardarse el espejo—. Y ahora volvamos antes de que alguien nos eche de menos y se pregunte qué estamos haciendo.


La observó mientras daba media vuelta y se marchaba. Siempre tan segura de sí misma, tan confiada… Había cosas que nunca cambiaban.


Se volvió para contemplar su casa, con todas las luces encendidas. Hasta el jardín llegaba el rumor de las risas y de las conversaciones. 


Estaba claro que no podría contar con la ayuda de Abigail, pero no pensaba ceder. Esa vez no estaba dispuesto.




1 comentario: