jueves, 19 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 45





Pedro dejó que los recuerdos invadieran su mente, temeroso de los sentimientos que pudieran evocar.


Algunas veces, la culpa era el mayor de ellos. 


Otras, la furia. Y otras era simplemente la imagen de un cuerpo pequeño, flojo, desmadejado, con la sangre manando a borbotones. Y detrás siempre el dolor, tan fuerte que parecía fundirse con su alma.


—Mi trabajo era, proteger a la familia del funcionario de un gobierno latinoamericano, que se hallaba en Washington buscando ayuda financiera para su país. Presuntamente estaba intentando luchar contra la lacra del narcotráfico, y temía que los miembros del cártel lo golpearan en las personas de su esposa y de su hija. María era su esposa.


—¿Cómo era?


Pedro retrocedió a aquel tiempo. A la primera vez que la vio.


—Una belleza exótica. Tez morena, de piel tan increíblemente fina que parecía derretirse cuando la tocabas. La melena negra, larga hasta la espalda. Los ojos oscuros, de mirada expresiva. Cuando me miraba y sonreía, me sentía como transportado al paraíso.


Pedro dio media vuelta y se dirigió hacia el mirador. El paisaje del hondo precipicio al que se asomaba se le antojaba singularmente apropiado para su actual estado de ánimo.


—Conocer a María fue el principio del fin.


—¿Porque estaba casada?


—No, porque era una mujer tan venenosa como una serpiente. Y porque fui lo suficientemente estúpido como para dejarme engañar por ella.


Volvió a apoyarse en un tronco de pino, como buscando apoyo.


Era la primera vez que había pronunciado aquello en voz alta, aunque lo había pensado miles de veces. Hablar le resultaba doloroso, pero no tanto como había esperado. 


Evidentemente el tiempo y la distancia habían contribuido a curar la herida. O quizá fuese Paula y la facilidad con que siempre podía hablar con ella.


—El caso es que me enamoré de María, o al menos de la persona que creía que era. Y adoraba a su hija. Diana era la mezcla perfecta de sus padres. Tenía la belleza de su madre y la manera de enfrentarse al mundo de su padre, valientemente, con la cabeza bien alta.


—¿Qué edad tenía?


—Cuatro años.


—La misma edad que Kiara —Paula se llevó una mano a la boca. Ahora empezaba a comprenderlo todo—. ¿Fue por eso por lo que nos ayudaste aquella primera noche, Pedro? ¿Porque Kiara te recordaba a Diana?


—No conscientemente, pero es probable que algo tuviera que ver en ello.


—Y luego ya no te separaste de nosotras.


—No —por fin se volvió para mirarla—. La invitación a que os quedaréis en mi casa no tuvo ninguna relación con nada de lo que me sucedió antes. De hecho, fue precisamente a pesar de ello.


Paula soltó un suspiro y se quedó mirando durante largo rato al suelo antes de alzar nuevamente la mirada.


—¿Dónde está ahora María?


—En la cárcel. Por conspiración por el asesinato de su marido.


Paula se abrazó, repentinamente estremecida.


—¿Tú…? ¿Tú lo mataste?


—Yo no dispare la bala, pero tampoco la paré. Y tampoco logré interceptar la bala que acabó con la vida de Diana.


Se le quebró la voz en el preciso instante en que el dolor explotó en su interior. Estaba escuchando los tiros de nuevo. Sólo que esa vez los proyectiles se alojaban en su corazón.


—¡Oh, Pedro! Con cuatro años que tenía… ¡Qué pena, Dios mío…!


—Nadie tuvo intención de matarla, pero murió de todas formas. Ni siquiera vi venir la bala. Pero debí haberlo hecho, y habría podido verla si no hubiera estado tan convencido de que María me decía la verdad, y que los autores del tiroteo pretendían evitar que su marido la matara a ella. Me engañó y me tomó por sorpresa, el pecado mortal de todo guardaespaldas.


—¿Te das cuenta de la pareja que hacemos, Pedro Alfonso? —pronunció Paula, acercándosele—. Ambos estamos tan traumatizados por nuestro propio pasado, que es como si no pudiéramos escapar de él. Tú con el corazón destrozado por la culpa y el arrepentimiento. Yo con mis recuerdos enterrados y mis pesadillas que parecen estar convirtiéndose en realidad.


—Hay una gran diferencia. Tú no fuiste culpable de ninguno de tus problemas.


—Tú cometiste un error perfectamente normal, Pedro. Perfectamente humano. Te equivocaste a la hora de confiar en una persona. Pero retirándote del mundo y de la vida no arreglarás nada.


—Tampoco tenía esa esperanza. Lo único que quiero es encontrar una manera de vivir en paz conmigo mismo.


—Salvándome a mí y a Kiara, ¿no? No me malinterpretes, Pedro, no me estoy quejando. No sé lo que habría hecho sin tu ayuda, pero tú no eres el monstruo que te crees que eres. Para mí no, al menos.


Le tomó una mano. Pedro pensó que su piel no era tan suave como la de María. Ni tampoco se derretía ante su contacto. Paula era real, fuerte, sincera. O al menos él la veía así. Aunque ya se había equivocado antes. Mortalmente.


—Vámonos, Pedro. Tengo unas inmensas ganas de abrazar a Kiara.


Lo entendía perfectamente, porque era justo lo que quería hacer con ella. Abrazarla hasta cansarse. Pero sabía que necesitaba tiempo para asimilar todo lo que le había dicho. La ayudó a recoger los restos de su improvisado picnic. Era extraño, ya que la atracción que compartían no parecía haber menguado en intensidad. Más aún, el hecho de haber compartido aquellos oscuros secretos con ella, había añadido una nueva calidad y una mayor complejidad a su relación.


No entendía aquellos nuevos sentimientos más de lo que había entendido los primeros. Lo único que sabía era que quería estar con ella. Y besarla de nuevo. Y muchas más cosas…



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