jueves, 23 de enero de 2020
ADVERSARIO: CAPITULO 15
El se retiró antes que ella pudiera disculparse por reaccionar de esa manera o darle las gracias por el té que le llevara. Y cinco minutos después, ya que cesaron los pinchazos en la pierna y al fin pudo caminar hacia su dormitorio, la puerta del de Pedro ya estaba cerrada aunque la luz que salía por debajo indicaba que no estaba dormido todavía.
Por extraño que fuera, por vez primera en semanas, Paula durmió bien. Despertó descansada y más fresca que lo que se sintiera en mucho tiempo. La casa parecía estar vacía y en silencio y supo aun antes de bajar, que Pedro ya no estaba. La molestó lo consciente que era de él.
Como el cuarto de baño, la cocina estaba inmaculada. Era, reflexionó mientras se preparaba el desayuno, el huésped perfecto, al menos, lo sería si tan sólo... Tan sólo, ¿qué? Si tan sólo no fuera tan consciente de él. Eso era culpa de ella, no de él; Pedro pensaba que ella era la amante de un hombre casado, y le dejó ver con toda claridad qué era lo que pensaba de los participantes en una relación de esa naturaleza.
Pensó un rato en lo que Pedro le confiara de su niñez. Contra su voluntad, lo imaginó de niño, los ojos dorados, la expresión de seriedad en el rostro, tratando de contener las lágrimas y luchando contra el temor mientras era testigo de las discusiones entre sus padres. Debió vivir una infancia infeliz, reflexionó, la comparó con la suya, tranquila, segura, con el amor con el que su tía la rodeara. Tal vez, no era de sorprender que él desaprobara con tal intensidad la relación que suponía ella sostenía con un hombre casado. Hasta empezaba a comprender cómo llegó a esa conclusión el día que se conocieron...
Dejó escapar un leve suspiro al ver a su alrededor en la cocina inmaculada. ¿Habría deseado en secreto que resultara un hombre tan descuidado y poco pulcro que no considerara que la cabaña era de ella, como para que le diera la justificación lógica de pedirle que se fuera? Pero, si ella lo hacía, tendría que reembolsarle el dinero que le adelantara. Y eso era algo que no se podía dar el lujo de hacer.
Sabía por las preguntas que le hiciera la tía Maia, que la anciana estaba muy preocupada por lo que le deparaba el futuro, por la capacidad que tendría para cubrir la hipoteca, y ya que parecía que no podría hacer nada por ella, al menos quería darle la tranquilidad necesaria, no deseaba que se preocupara por su futuro. Parecía que tendría que aceptar la presencia de Pedro Alfonso para lograrlo.
Más tarde, cuando subió a su oficina, notó que la puerta del dormitorio de Pedro estaba cerrada. Se detuvo frente a ella, sin, en realidad, darse cuenta de lo que hacía, la asombró descubrir que había dado un paso hacia ella y que estaba a punto de colocar la mano sobre la manilla...
¿Qué pretendía hacer? Se preguntó horrorizada al girar rápido sobre los talones y dirigirse a su oficina. ¿Acaso pretendía entrometerse en su intimidad y entrar en su dormitorio, sabiendo que no estaba allí? Se estremeció molesta cuestionándose si estaba a punto de adquirir el peor de los defectos obsesivos y desagradables; meterse en las pertenencias de una persona cuando ésta se encontraba ausente y no podía evitarlo. No sabía qué era lo que la atrajo hacia esa puerta cerrada, y, lo que era más, no quería saberlo. ¿No tenía ya suficiente al permitirse mostrar vulnerabilidad ante cualquier clase de relación emocional o física con un hombre, y en especial con un hombre como Pedro Alfonso, quien, con toda claridad, le indicó lo que pensaba de ella y de su moralidad?
El problema era, admitió media hora después, mientras se arreglaba para ir a ver a su tía, que sus emociones eran inestables en ese momento ante el peligro de derrumbarse por lo que le ocurría a su tía. Parecía no poder asumir su control normal. Era como si se hubiera quitado una capa exterior protectora, que la hubiera dejado demasiado vulnerable, demasiado sensible a las situaciones, personas y acontecimientos de manera poco conocida para ella.
Paula se tuvo que detener camino al hospital para entregarle a Laura Mather el trabajo que ya tenía listo. La mujer mayor la recibió con afecto y la invitó a tomar una taza de café con ella.
Durante el café, la señora preguntó por el estado de salud de su tía. La mentira acostumbrada estaba en la punta de la lengua de Paula cuando se percató de lo que hacía; se había engañado tanto tiempo, estaba tan aterrada de aceptar la realidad, que ya era un hábito decir que su tía estaba mejor. Pensó, temblorosa, que lo mejor sería que ya rompiera con esa costumbre de una vez por todas.
Tranquila le dijo la verdad a Laura. Trataba de contener las lágrimas mientras su amiga respondía con compasión y simpatía genuinas.
—La tía Maia acepta la realidad de maravilla, está llena de... de resignación y amor... bueno, paz es la mejor manera de describirlo. No hay una sola palabra...
—Sé lo que quieres decir —le dijo Laura—. Me pasó lo mismo cuando mi abuela estaba moribunda. Tenía noventa y un años, y cuando le dije que bien podría vivir hasta los cien, ella me indicó que no quería, que ya estaba lista para morir. En ese momento me horrorizó; no comprendía lo que me decía. Ella siempre fue una luchadora... sentía como si de alguna manera le hubiera dado la espalda a la vida y a nosotros, como si nos rechazara. Me llevó bastante tiempo comprender y aceptar lo que me decía, darme cuenta de lo egoísta que era al no aceptar que compartiera sus emociones conmigo, al no permitirle decir lo que sentía. Si necesitas alguien con quién hablar, Paula, siempre estaré aquí.
Las lágrimas se atoraban en la garganta de la chica mientras Laura la tomó del brazo en un gesto de consuelo.
—Dime cómo van las cosas con Pedro —preguntó Laura, cambiando el tema—. Debo admitir que me impresionó mucho. El personal temporal que contrató con nosotros ha hecho comentarios maravillosos de él. Es evidente que es un jefe excelente, sabe ser duro cuando tiene que serlo, pero siempre es muy justo y está dispuesto a escuchar. Debo admitir que tuve mis dudas con algunas de las chicas más jóvenes... Quiero decir, so ve tan sensual, y ellas tienden a dejarse llevar por sus fantasías románticas. Pero, Helena, que ya tiene casi cincuenta años, me dice que posee la manera más maravillosa y llena de tacto para controlar ese tipo de emociones entre las jóvenes sin lastimar sus sentimientos ni su orgullo. Eso es algo que en verdad admiro en un hombre, cuando es lo bastante sensible como para que no lo afecten ese tipo de elogios... De hecho, Helena, parece haber cobrado un interés de madre en él. El otro día me comentaba que según ella trabaja demasiado. Corre el rumor de que piensa cambiar la oficina matriz aquí. Tiene sentido. En este momento está ubicada a las afueras de Londres, y sé por lo que él me ha dicho, que preferiría vivir en el campo que en la ciudad. ¿A ti te ha dicho algo?
—No hemos hablado de nada personal —Paula negaba con la cabeza—. De hecho, apenas nos hemos visto; él sale temprano, antes que yo me levante y por la noche, los dos trabajamos. No le dirás nada de mi tía Maia, ¿verdad? Todavía no logro admitir lo que pasa, y...
—Te entiendo —la volvió a tomar de la mano—. Te prometo que no diré una palabra. Tengo más trabajo para ti, si lo quieres, pero no te quiero cargar demasiado. Sé la presión que tienes, así que si quieres descansar un poco...
—No —Paula, negó con la cabeza de inmediato—. Es mejor que siga trabajando. Así no pienso en la situación, y además, los intereses de la hipoteca no tienen para cuando bajar...
—Cierto —admitió Laura—. Mucha gente tiene que vender, no logran salir con las hipotecas...
Continuaron charlando unos minutos más hasta que Paula anunció que tenía que irse.
—Recuerda —Laura le dijo mientras la acompañaba a la puerta—, si necesitas alguien con quién hablar, de día o de noche...
Dándole las gracias, Paula se alejó.
ADVERSARIO: CAPITULO 14
Paula parpadeaba. Le molestaban los ojos, le dolía la cabeza y tenía mucha sed. Trataba de salir de las profundidades del sueño, era consciente de que Pedro Alfonso la observaba en silencio. ¿Cuánto tiempo tenía de estar allí? Se estremeció un poco. Sentía el desagrado muy humano a la vulnerabilidad de saber que él la estudiaba mientras ella no se percataba de su presencia.
—Vi luz debajo de la puerta —escuchó que decía—. Me preparé un té y pensé que querrías un poco.
Pedro llevaba jeans y una camisa de algodón ligera con las mangas subidas revelando los brazos. Los tenía bronceados y musculosos, cubiertos de vello fino. Percibió una sensación que la recorría y debilitaba, haciendo que se estremeciera y que se le encogieran los músculos del estómago como respuesta física a su presencia. Era algo nuevo para ella sentir la presencia de un hombre con tal intensidad.
Nunca soñó, nunca imaginó que fuera posible responder con tanta sensualidad a algo tan mundano como el antebrazo de un hombre. Las mujeres, según su experiencia, no respondían al ver el cuerpo de un hombre, a pesar de las bromas de las chicas del efecto que tenía un trasero masculino cubierto por un par de jeans ajustados, pero no podía negar la forma en la que reaccionaba en ese momento.
Era demasiado fácil imaginar que tocaba la piel, que pasaba los dedos sobre el brazo con la caricia más delicada y sensitiva, que sentía cómo se tensaban los músculos, sabiendo que él se acercaría y la besaría, sabiendo que cuando la abrazara, él sabría el efecto que ejercía sobre ella. Cerró los ojos rápido, trataba de borrar su imagen, y con eso la fantasía sensual que imaginara, pero la oscuridad sólo intensificó lo que sentía. Bajo la ropa, era muy consciente de la sensibilidad de su piel, de la forma en que la tela parecía frotar, de que anhelaba despojarse de ella, que anhelaba sentir la mano fresca moviéndose con lentitud por encima de su cuerpo...
—El café me mantiene despierto.
Las palabras parecían flotar en el silencio como si pertenecieran a otro mundo. Paula trató de aferrarse a ellas, de usarlas para que la regresaran a la realidad. Era estar en esa habitación con él, se dijo frenética. Era la falta de aire en un espacio tan reducido; eran los efectos de la falta de oxígeno. Todo eso le ocasionaba que su mente se viera invadida por esos pensamientos...
Trató de ponerse de pie, quería escapar del ambiente de intimidad que se creó en su pequeña oficina, pero al pararse, sintió alfileres que le pinchaban la pierna izquierda dormida, por lo que dio un traspié y hubiera caído si no hubiera estado cerca del escritorio. Al golpearse con la esquina del mueble, no pudo contener el grito de dolor.
En ese momento, Pedro servía el té dándole la espalda. Se volvió, frunció el ceño preocupado, dejó la tetera y se acercó a ella, la tomó de los antebrazos antes que ella pudiera protestar y le habló con brusquedad.
—Quédate donde estás, o es probable que termines con un calambre.
¿Quedarse en donde estaba? No tenía otra opción, pues él bloqueaba su única salida.
Empezó a temblar con violencia, no por el dolor en el muslo, sino por la proximidad de Pedro.
La molestia de la pierna, hizo que parpadeara y se agachara a frotársela, pero para su sorpresa, Pedro la detuvo y le retiró la mano.
—Será mejor que yo lo haga. Apenas te puedes mantener en pie. ¿Por qué seguiste trabajando cuando debiste saber?... —dejó de hablar, se agachó sobre las piernas frente a ella. La sensación del contacto de la mano de Pedro sobre la pantorrilla la dejó inmóvil. Sentía la piel cálida y un poco tosca. Había sido un día caluroso por lo que no llevaba medias, tenía la piel pálida y surcada por las venas azulosas.
Mientras ella miraba la cabeza inclinada sin dar crédito, Pedro le rodeó el tobillo con los dedos.
Hasta ese momento no se había percatado de lo frágil o vulnerable que podía sentirse, pero, ahora, al ver los dedos, esbeltos y morenos contra su piel pálida, se estremecía embargada por una mezcla de sorpresa y temor. No por él, su mente ya había reconocido que nada amenazador tenía en su contacto, que él sólo reaccionó a lo que consideró era una necesidad de recibir ayuda, no, lo que la afligían eran sus propias reacciones, el terror de no poder controlar lo que sentía por él.
Ahora, le frotaba la espinilla, era un movimiento suave, rítmico que se suponía debía aliviar las punzadas que le atacaban la piel, pero que en vez de lograrlo, hacían que fuera demasiado consciente de su presencia, demasiado sensual, por lo que ella gritó contra todo lo que sentía.
—¡Suéltame! —él lo hizo de inmediato, se puso de pie y la miró desolado.
—Lo siento. Sólo trataba de ayudar.
Ella se percató de que se comportaba de manera ilógica e injusta.
—Bueno, no lo hagas. No necesito tu ayuda y no la deseo —le gritó.
El tensó la boca y ella sintió que la invadía el temor; lo atacaba demasiado, se mostraba agresiva en exceso, sus reacciones eran exageradas. Paula se tensó, deseaba que Pedro se apartara pues le recordaba la manera en la que ella respondiera antes, pero, en lugar de hacerlo, le habló tranquilo.
—No es propio que trabajes hasta que estás tan agotada que te quedas dormida en el asiento.
Aquí está tu té. Si estuviera en tu lugar, lo bebería antes de ir a la cama. Pero, por supuesto que no necesitas mi consejo, ¿cierto?
ADVERSARIO: CAPITULO 13
PARA alivio de Paula, al abrir la puerta y entrar, descubrió que la cocina estaba vacía. Dejó su bolso de mano y empezó a preparar una taza de café. Consideraba que era necesario que comiera algo, a pesar de que la sola idea hacía que se le revolviera el estómago. Tal vez más tarde, se dijo, tomó la taza de café y se encaminó a su oficina.
Percibió una línea de luz debajo de la puerta del dormitorio de Pedro, pero no se detuvo frente a ella, aumentó un poco la velocidad para pasar más rápido. Abrió la puerta de su oficina y encendió la luz.
El programa que preparaba era bastante complicado y requería de mucha concentración.
Al trabajar, olvidó el café y éste se enfrió. A menudo tenía que hacer una pausa, frotarse los ojos para poder enfocar la pantalla y continuar.
Bostezó en una o dos ocasiones, pero siguió trabajando a pesar del cansancio. Muy pronto habría varios días y noches en los que no podría trabajar y, entonces, se alegraría mucho del cheque que le diera Pedro Alfonso.
Sin embargo, después, tendría todo el tiempo del mundo para seguir trabajando, todo el tiempo del mundo para... Pasó saliva, sentía un nudo de pánico y desesperación que le bloqueaba la garganta. Se obligaba a recordar su promesa de mostrarse fuerte, de poner a su tía en primer lugar. Podrían ser semanas, un mes, tal vez dos, pero no más, le advirtió la enfermera. Empezó a temblar mientras la rodeaba el velo del temor.
En su dormitorio, Pedro dejó los papeles con los que trabajaba y miró el reloj de pulso. Casi era la una de la mañana. Se levantó, se estiró cuanto pudo y admitió que tal vez había trabajado demasiado, pero la soledad y la quietud de la cabaña invitaban a la concentración a diferencia del hotel.
Escuchó que Paula regresaba y estuvo tentado a bajar con el pretexto de prepararse algo de beber, para poder... ¿Poder qué? Tratar de hacerla ver la destrucción a la que la llevaría su romance, no sólo de su propia vida... ¿Sólo era una justificación? Durante un momento, cuando la sostuvo entre sus brazos... ¡Deja de ser un tonto!, se amonestó brusco. Ella estaba enamorada de otro hombre y, sin importar cuánto pudiera él considerar que su amante la engañaba, la usaba, era obvio que ella pensaba de otra manera.
¿Cómo era el hombre que comprometido con otra mujer se sentía libre de mentir y engañarla de esa manera?, se preguntó amargado. Estaba seguro que fue él quien iniciara el romance, lo sabía por instinto. Ella era demasiado vulnerable, demasiado sensible para de manera deliberada, tratar de seducir a un hombre casado.
Pedro era un hombre inteligente. No necesitaba que nadie le dijera hasta dónde llegaba el efecto que el matrimonio de sus padres tuvo en su vida. Hizo que surgiera esa repulsión que sentía contra los hombres hipócritas y superficiales que fallaban a sus compromisos, pero también hacía que se mostrara reacio a enamorarse, al menos no lo permitió en años anteriores. Cuando cumplió treinta años, se percató de que en su interior existía una necesidad de compartir su vida con alguien, de establecer una relación segura que incluyera hijos a la vez que una amante y compañera. Era, reconoció, un idealista, tal vez buscaba a una mujer que no existía. Experimentó con una compañera de universidad, fue un romance intenso y breve que concluyó cuando ella decidió viajar a Estados Unidos para continuar su carrera. Desde entonces, hubo varias mujeres en su vida, amigas más que amantes, una fila de mujeres atractivas e inteligentes, disfrutó de su compañía pero, en realidad, no surgió en él el deseo de volver a verlas, y ahora, se estaba alterando al percatarse de que respondía con intensidad y sensualidad a la presencia de Paula. ¿Porque no estaba disponible? Si no hubiera otro hombre en su vida, no existiera un amante, ¿cómo respondería él?
La respuesta intensa e inmediata de su cuerpo ante la idea, lo sorprendió. Frunció el ceño. Se preguntó si no sería mejor que buscara otro sitio en dónde quedarse. Si se sentía así en ese momento, ¿cómo enfrentaría la intimidad obligada que era obvio se originaría al vivir bajo el mismo techo? Consideró la manera en la que, con la más mínima excusa, la tocó y la besó, aun cuando ella le hizo ver con toda claridad que sostenía una relación con alguien más.
Estaba demasiado tenso como para dormir, decidió al abrir la puerta de su dormitorio y salir al pasillo. La puerta del dormitorio de Paula estaba abierta. Estaba oscuro en el interior, sin embargo, pudo darse cuenta de que las cortinas no estaban cerradas y no había nadie adentro.
Entonces, percibió el zumbido leve del computador. Brillaba una luz bajo la puerta de la oficina. Frunció el ceño; ella trabajaba todavía más tarde que él. ¿Habría estado allí toda la noche? ¿Qué pasaba? ¿Le falló su amante? ¿Buscaba refugio en el trabajo? La vida de la otra mujer era solitaria. Eso lo sabía él por las relaciones de su padre; algunas de sus mujeres, llevadas a la desesperación por el trato que él les daba, llegaron a presentarse en su casa y afligieron a su madre con sus sentimientos.
¿Cómo soportó el matrimonio todo el tiempo que lo hizo? En realidad, no tenía idea. Era algo de lo que nunca hablaron y ahora era demasiado tarde. Antes de su muerte, siempre quiso preguntarle por qué se había quedado, pero siempre fue una mujer muy reservada que no confiaba sus sentimientos a los demás.
Bajó a la cocina y empezó a preparar té; suficiente para dos personas. Preparó unos emparedados con lo que él llevara. Asumió que Paula también querría comer algo. Lo más sencillo hubiera sido que él comiera en la cocina, sin embargo, puso las cosas sobre una bandeja y subió.
Ya en el pasillo, al ver la luz bajo la puerta de la oficina de Paula, pensó en lo que hacía.
Llamó, y al no tener respuesta, empujó la puerta.
La luz estaba encendida, la computadora funcionaba, pero Paula, estaba completamente dormida, con la cabeza entre los brazos apoyados sobre el escritorio.
Cuando despertara, estaría muy adolorida y tendría suerte si por la posición no le daba un calambre en el brazo. Debió estar demasiado cansada para quedarse dormida así. Frunció el ceño al verla, preguntándose cómo era posible que su amante la dejara trabajar tanto. ¿No le importaba lo que ella se hacía; lo que él le hacía? La primera vez que la vio en la calle, le impresionó su tensión, lo delgada que estaba, y no era de sorprender si trabajaba de esa manera.
Mientras la veía, ella despertó, abrió los ojos, y su cuerpo se tensó al reconocerlo. Luchó por enderezarse...
miércoles, 22 de enero de 2020
ADVERSARIO: CAPITULO 12
El nunca quiso… nunca pretendió... Estaba tan enojado con ella, tan consciente y tan incapaz de hacer nada contra la futilidad de lo que ella hacía, y sin embargo, entre sus brazos, lo hacia sentir como si él fuera el único hombre...
El respiró profundo, se separó de ella por lo que Paula abrió los ojos, sintió frío por la pérdida del contacto con el cuerpo de Pedro, deseaba que regresara, anhelaba su calidez. Confundida, levantó la mirada, al ver el rechazo en sus ojos, ella se dio cuenta de lo que hacía, se liberó sonrojada por la humillación y la vergüenza. No fue sino hasta que la tocó que Paula supo lo desesperada que estaba, cuánto necesitaba a alguien en quién apoyarse; alguien con quién poder compartir su pena, alguien que la amara y apoyara. Alguien... pero, no ese hombre en especial, se dijo mientras le daba la espalda.
—Ya es demasiado tarde para que cambie de idea, lo sé, pero si vuelves a hacer algo como esto otra vez, tendré que pedirte que te vayas.
—No te preocupes, no lo haré —escuchó que estaba molesto, Pedro respondía con tono duro.
Y, mientras subía, supo avergonzada que, de los dos, ella era la más culpable, ella fue quien, aunque no lo invitó a que la besara, sin duda respondió al beso, no se podía perdonar por haberlo hecho. Y, no sólo respondió, sino que lo deseó. ¿También a él?
No, desde luego que no. Eso era imposible.
¿Por qué tenía que desearlo? Era un extraño, y además, alguien que le había dado una muy buena razón para que no le agradara. Entonces, ¿por qué había experimentado esa abrumadora sensación de bienestar y seguridad entre sus brazos? ¿Por que respondió de esa forma, por qué estaba tan consciente de su sexualidad?
Negó con la cabeza, trataba de alejar de su mente las preguntas para las que no tenía respuesta. Abrió la puerta del armario.
Un par de horas más tarde, cuando, después de haberse acomodado en su dormitorio, Pedro le anunció que debía regresar a la fábrica y que no regresaría a casa hasta tarde. Paula no pudo ocultar el alivio que sentía. Tal vez había vivido sola demasiado tiempo, reflexionó cuando escuchó que salía. A pesar del hecho de haber compartido un apartamento en sus años en la universidad, la presencia de Pedro en la cabaña la hacía sentirse demasiado nerviosa e intranquila. Hasta logró apartar a su tía de sus pensamientos. Y, sin embargo, no había razón alguna para que ella se sintiera así.
Ella y Pedro Alfonso tuvieron una charla acerca de la manera en la que su presencia se ajustaría a las costumbres de la casa. El se encargaría de sus propios alimentos, le dijo con firmeza, incluirían el desayuno y en ocasiones la cena, no siempre, pues los compromisos con la fábrica significaban que el cenaba en muchas ocasiones con sus colegas de trabajo. Insistió en que llevaría trabajo a casa, y que lo haría en su habitación. Desdeñoso, le indicó que no pretendía interferir con su vida privada, lo que hizo que Paula le lanzara una mirada furiosa.
Cuando él hizo ése comentario, ella pensaba discutir por el uso del cuarto de baño, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo, pues por el, horario que él le indicara, saldría de casa mucho antes de la hora en la que ella solía levantarse, lo que significaba que no tendrían ningún problema. Si al principio Paula se preguntó por qué un hombre de su edad y con su físico no se había casado, una vez que consideró el horario de trabajo tan pesado al que se sometía, ya no lo hizo.
Se preguntaba si siempre trabajaría tanto, o era sólo algo que se impuso dada la situación.
Paula no se había dado cuenta; hasta que Laura Mather se lo hizo ver, que Pedro no sólo era un empleado de la casa matriz, sino que era su fundador y accionista mayoritario y era obvio que era un hombre muy rico. Y, sin embargo, él parecía no necesitar el estilo de vida que ella atribuía a un hombre de su importancia y de su capacidad económica, no le había sugerido que esperaba que mientras se alojaba en la cabaña, ella tuviera que responsabilizarse por sus alimentos o su ropa. Parecía asumir que esas cosas eran su propia responsabilidad.
En general, parecía ser el huésped ideal: y el cheque con el que cubriera su renta, le quitó una gran presión de encima.
En realidad, cuando pensaba en ello, con cierta culpabilidad debía admitir que el dinero que le pagaba por lo que era sólo el uso del dormitorio y el cuarto de baño, no sólo era generoso, sino casi excesivo. Y supo que, si su tía hubiera estado allí, habría insistido en darle mucho más de lo que Paula estaba dispuesta a ofrecer.
Pero, ¿por qué tenía que hacerlo, se preguntó, después de la manera en que la juzgara, en que la tratara? Reprimió el remordimiento, la culpa que le recordaba lo que sintiera cuando él la besó. Si cerraba los ojos ahora, le sería fácil recordar justo lo que sintió... justo como él había...
Molesta, se prohibió caer en la tentación. Tenía trabajo que hacer antes de la hora de la visita.
¡La hora de la visita! El corazón parecía temblarle en su interior, la sensación conocida de pánico y sufrimiento le dijo que debía mantener sus emociones a raya y considerar lo que su tía sufría, la necesidad que tenía de su amor y del apoyo que podía brindarle. Su tía debía ocupar el primer lugar y no ella.
Frenética, recorrió los papeles que tenía sobre su escritorio, sabía que sólo entregándose al trabajo podría bloquear su angustia.
Lo primero que percibió más tarde ese mismo día al acercarse a la cama de su tía, fue el aroma de las rosas: lo segundo, lo frágil y a la vez lo tranquila que su tía estaba con el mundo.
Las lágrimas de emoción le picaban los ojos cuando se detuvo en la mitad de la sala. Veía ahora con toda claridad lo que antes por su egoísmo, se negaba a ver; que con su necesidad egoísta, con su propia desesperación y amor, ella, de diferente manera colocó una carga adicional sobre los hombros de su tía; que la obligó a vivir en la mentira que ella misma se decía. Principalmente que su tía mejoraría.
Al estar allí parada, la invadió una tristeza profunda y de culpa. No escuchó que la enfermera se acercaba, y que estaba a su lado hasta que le tocó el brazo.
—Paula... —le dijo en voz baja.
Cuando Paula volvió la cabeza, vio en los ojos de la mujer, comprensión y simpatía.
—Tu tía me dijo que tuvieron una charla larga. Me alegro. Una de las cosas más difíciles de las que nos tenemos que encargar aquí, es ayudar a los parientes de nuestros pacientes a aceptar que alguien a quien aman se acerca a la muerte... Una y otra vez, escuchamos de los pacientes mismos la necesidad intensa que tienen de compartir lo que sienten con aquellos que aman, y sin embargo, no pueden hacerlo, pues su familia y amigos no pueden aceptar, lo que ellos han aprendido, que se acercan a la muerte. Nos dicen tantas veces, lo positivos que se sienten, lo fuertes que están... cuánto desean morir con dignidad y cuantas veces se creen incapaces de comunicárselo a sus más allegados, pues estos se niegan a aceptar lo que ocurre. Sé lo importante que es para tu tía compartir sus sentimientos contigo.
—He sido tan cobarde —le dijo Paula—, y peor aún, también he sido egoísta. Me he negado a permitirle que me diga qué es lo que siente. Sabe, ella es todo lo que tengo y de manera egoísta...
—Lo sé, Paula. Ella me explicó como se encargó de ti después de la muerte de tus padres. No hay necesidad de que te sientas culpable o avergonzada por tus sentimientos. Sólo porque somos adultos, no significa que no vivamos las emociones que tuvimos de niños, y junto con las emociones positivas; el amor, la simpatía, el cuidado, el interés. Hay momentos en que se siente enojo, resentimiento y hasta odio.
— ¿Quiere decir que podría empezar a culpar a mi tía por abandonarme como lo hice con mis padres?
—Así es —admitió la enfermera—. Tan difícil como es para nuestros pacientes, y en ocasiones lo es mucho, lo puede ser más para aquellos que los aman. A nuestros pacientes terminales, les podemos dar los cuidados, los medicamentos, todos los consejos y el interés que necesitan para mantenerse bajo control en lo físico y lo emocional y regular la manera en que mueren. Pero, no podemos hacer nada para aliviar la carga y el dolor de aquellos que los aman.
—Todavía no lo puedo creer —dijo Paula al dirigir la mirada a la cama de su tía—. Estaba tan segura de que se pondría bien. Siempre fue tan fuerte, tan positiva.
—Entonces, ayúdala a que mantenga su valor, Paula. Ayúdala a que llegue al final de su vida con esa misma entereza.
Como si un sexto sentido la hubiera alertado, la tía de repente levantó la cabeza de la almohada y se volvió. Al ver lo débil que estaba, Paula sintió un gran dolor. Esa tarde, la veía sin tratar de engañarse a sí misma: se podía ver que estaba muy, muy débil, y muy, muy frágil, y sin embargo, durante semanas, ella había decidido ignorar esa debilidad y fragilidad, y la obligó a gastar mucha de esa energía en fingir, por el amor e interés que tenía por ella, que se recuperaba. Las lágrimas la cegaron, Paula se maldijo por su egoísmo y se prometió que a partir de ese momento, pondría las necesidades de su tía en primer término y no la suyas.
—Te ves cansada —le comentó su tía, cuando Paula se sentó a un lado de su cama—. Trabajas demasiado. Esa hipoteca es una carga muy pesada para ti. Yo me culpo...
Retorcía la orilla de la manta con los dedos. La preocupación que sentía por su sobrina estaba presente. Paula se sintió culpable, le tomó la mano, al hacerlo notó lo pequeña y encogida que se sentía, lo frágil y delgado de la piel que cubría los huesos delicados.
—No lo hagas. Amo la cabaña tanto como tú, y en cuanto a la hipoteca, tengo un huésped... —le relató lo ocurrido pero tuvo cuidado de no hablarle a su tía, de la idea errada que Pedro Alfonso tenía de ella, omitió lo que hubiera podido hacer pensar a la señora que no estaba feliz con el arreglo.
No se percató de lo entusiasta que se mostró con sus comentarios, hasta que su tía comentó feliz:
—Bueno, no te puedo indicar hasta dónde llega el alivio que siento al saber que ya no vives sola. Se que es un poco anticuado de mi parte, y supongo que correrías más riesgos al vivir en Londres, pero la cabaña está aislada, y me invade una tranquilidad al saber que un hombre tan encantador y tan confiable vive allí contigo. Me siento culpable porque tuviste que dejar tu carrera, todo, por mí, y ahora...
— ¡No! —Paula la interrumpió—. No hay necesidad de que te sientas así. De hecho... —se detuvo, le apretó la mano a su tía y respiró profundo antes de continuar—, he descubierto que prefiero vivir en el campo, me agrada el paso tranquilo con el que se vive aquí. Me gusta la independencia que me da ser mi propio jefe, por decirlo así. Puedo dejar de trabajar cuando quiero y salir, pasar una hora o más en el jardín —al hablar, descubrió que lo que decía era cierto, que no extrañaba en lo absoluto el barullo de Londres ni su posición encumbrada.
—Así que des... pues, ¿te quedarás en la cabaña?
Después... necesitó varios segundos para saber a qué se refería su tía y cuando lo hizo, se tuvo que contener para no negar lo que decía, se tragó sus palabras, recordó que se había prometido poner a su tía en primer lugar.
—Siempre que el interés de la hipoteca no suba —repuso breve.
—Si te quedas, sería muy bueno que construyeras la pérgola de la que hablamos durante el invierno. La imagino cubierta con las rosas que nos gustaron. Felicité y Perpetuo; creo que se llaman.
Las lágrimas amenazaban con brotar de los ojos de Paula. Ella sentía que la mano de su tía temblaba entre las suyas y notó que ella también tenía lágrimas en los ojos.
Fue una visita muy emotiva, y más tarde, demasiado alterada para regresar directo a casa y continuar con su trabajo, detuvo el auto en un sendero tranquilo, bajó, y se apoyó sobre la barda de una granja y absorbió la tranquilidad que le brindaba el paisaje.
Cuando regresó al auto, ya anochecía, tenía el cuerpo tenso y dolorido. Se dio cuenta, de que permaneció inmóvil más de una hora, y ahora la suavidad del anochecer del verano envolvía todo con un manto color gris lavanda.
Encendió las luces y se dirigió a casa. Había olvidado que Pedro Alfonso existía, le sorprendió llegar a la cabaña y ver las luces encendidas. Lo último que quería por el momento era tener que tratar con otro ser humano, en especial, con alguien del calibre de Pedro Alfonso.
ADVERSARIO: CAPITULO 11
Durante sus días en la universidad, ella tuvo bastantes amigos y admiradores, supo lo que era la familiaridad de una expresión casual de afecto y cariño. Pero, no recordaba cuándo su cuerpo se volvió su propio territorio privado, ni cuán desacostumbrada estaba a compartir una proximidad física con otros, hasta que la sensación violenta que le recorrió la piel, haciendo que los músculos se tensaran en rechazo al quedar helada en el lugar sin poder apartarse cuando con la mano libre, Pedro le tocó el rostro con gentileza con la punta de los dedos.
Las palabras "has llorado" le llegaron a través de un cañón que las repetía formando un eco y la apartaron de la realidad separándola del calor del sol sobre su piel, de la familiaridad de su entorno, hasta que una oleada de debilidad la invadió. Todo el cuerpo le empezó a temblar con violencia, cuando, sin la más mínima advertencia, las lágrimas empezaron a brotar y le recorrieron las mejillas.
Ella escuchó que Pedro Alfonso maldecía, pero no entendió las palabras. La intensidad de su sufrimiento era tan abrumadora, que no podía sentir nada más. Se percató de que el la soltaba, y entonces le empezó a temblar el cuerpo, su control quedó deshecho por el trauma de esa mañana.
Sin que lo esperara, él la tomó entre sus brazos y la cargó. Paula reaccionó por instinto, se aferró a él mientras la llevaba hacia la casa.
Escuchaba que le decía algo, pero las palabras no tenían significado.
—Las llaves, Paula. ¿En dónde están las llaves de la casa?
Con lentitud, comprendió lo que le decía. Abrió la mano, le mostró las llaves que sostenía y permitió que las tomara. Paula todavía se apoyaba contra el pecho de Pedro cuando él abrió la puerta.
Una vez adentro, entre lágrimas, Paula notó la oscuridad del vestíbulo. Todavía lloraba, todavía se estremecía por la fuerza de sus emociones.
Revivía la situación de la mañana, trataba de asimilarla, en realidad no sabía qué era lo que le pasaba, él la llevó cargada a la cocina y con gentileza la depositó sobre la silla cerca de la estufa Aga.
—¿Qué demonios te hizo? —le preguntó brusco. Ella lo miró confundida, y él añadió—. ¿Por qué permites que te haga pasar por todo esto? ¿Por qué permites que te lastime y te uso? ¿Que te hizo? ¿Decirte que ya no te verá? ¿Decirte que su esposa no lo deja libre, o que no puede dejarla por los niños?
Poco a poco, las palabras empezaron a entrar en la mente de Paula. Como una niña que empezaba a leer, las repitió en su mente, hasta que al fin comprendió lo que lo decía.
—No, no... —ella empezó, las lágrimas cesaron cuando se dio cuenta de lo que él quería decir.
Pero, en vez de permitirle hablar, él la interrumpió.
— ¡Aún ahora tratas de defenderlo! Aún ahora que te ha reducido a este estado, todavía dices que lo amas y que él te ama y que todo lo que los mantiene separados es su esposa y la lealtad que le tiene. ¿No puedes ver...? —Se interrumpió, negaba con la cabeza y amargado, agregó—: No, claro que no puedes, o... no quieres.
—Si te dijera que lo más probable es que todo lo que él quiere de ti es la inyección de adrenalina que le das... la emoción del sexo ilícito... lo negarías de inmediato. Si te dijera que lo que te motiva es el deseo sexual, te sentirías horrorizada y me dirías que lo amas, ¿Cómo puedes? ¿Cómo puede alguien amar a una persona que no se merece ese amor por el mero hecho de que quebranta sus promesas del matrimonio? ¿Cómo puedes decir que amas a alguien a quien es muy probable no conoces, alguien a quien nunca tendrás una verdadera oportunidad de conocer?
—Esto no tiene nada que ver con el sexo —Paula negaba insistente, se puso de pie para enfrentarse a él, para cerrar el pequeño espacio que los dividía.
—Quieres decir que hasta ahora no han sido amantes —se atrevió a decir. No la entendía y eso la dejó sin habla—. Debo confesar que me parece muy difícil de creer —continuó Pedro—. No necesitas decirme que eres una mujer muy deseable, tienes el tipo de sensualidad sutil que excita a muchos hombres. Tienes esa aura que obliga a un hombre a pensar en el placer que sería amarte.
— ¿No quieres decir, disfrutar del sexo? —Paula lo corrigió molesta, controlaba la incomodidad que le creaban sus palabras. La manera en que la describía, hacía que la sorpresa la dejara sin habla. Ella nunca se consideró deseable ni sensual, y algo extraño y desconcertante se removía en su interior al escuchar sus palabras—. Después de todo, según tú, es sexo lo único que los hombres buscarían en mí.
—No cualquier hombre —la corrigió—. Y no quise insinuar... Sólo trataba de señalar que un hombre que no le es fiel a su esposa, es capaz de tratarte a ti, y a tus sentimientos con la misma desconsideración.
—No estoy de acuerdo contigo. Muchos hombres y mujeres divorciados son felices y leales en su segundo matrimonio.
—Algunos lo son —la corrigió—, pero, muy pocas veces con la persona por la que dejaron a su cónyuge. ¿Es eso lo que esperas? ¿Que la deje y se case contigo?
Paula empezaba a reaccionar. Descubrió que temblaba no sólo por los hechos de la mañana, sino por la manera en que la enredaba en todas esas falsedades tontas. Si trataba de salir del enredo en ese momento, sospechaba que Pedro Alfonso no le creería. La ironía de la situación hizo que sintiera deseos de reír.
—Si en verdad quieres un consejo —Pedro le dijo brusco mientras ella empezaba a apartarse—, no llores frente a él. Los hombres casados odian que sus amantes les den momentos difíciles.
—Pensé que todos los hombres odiaban ver llorar a una mujer —comentó Paula cansada.
—Sólo cuando no pueden hacer nada por ellas, cuando no pueden seguir lo que les dictan sus instintos...
Para ese momento, Paula se había controlado bastante. Por fortuna, antes de salir, preparó la habitación que él ocuparía, pero todavía necesitaba unas toallas del armario, y tal vez sise ocupaba con esa tarea tan mundana, podría terminar de poner sus pensamientos en orden.
— ¿Seguir sus instintos y hacer qué? —preguntó cautelosa, creyendo saber la respuesta. El sexo masculino era muy bueno para retirarse de la escena cuando las emociones femeninas se desbordaban, pero la respuesta de Pedro no fue nada de lo que ella esperaba.
Al principio cuando se movió hacia ella, Paula sólo lo miró confundida, no entendía qué era lo que pasaba cuándo él hablo en voz ronca.
—Y hacer esto...
Le tocaba el rostro con los dedos, con gentileza removía los últimos trazos de sus lágrimas.
Tenía la cabeza inclinada hacia ella, el aliento hacía que su piel reaccionara, por lo que por instinto, separó los labios con un ligero murmullo de negación.
Pero era demasiado tarde. Los labios de Pedro ya tocaban su boca, con lentitud le acariciaban los labios, por lo que se suavizaron y respondieron al mensaje tan sutil e íntimo, que Paula apenas lo percibía. Ella sólo supo lo que sus sentidos le dictaban, se acercó a él, permitió que la sensación de consuelo y placer hiciera que sus músculos se relajaran, se permitió experimentar la intensidad delicada de la sensación que percibía cuando las puntas de los dedos de Pedro le rozaban la piel y le acariciaban la boca con los labios.
Habían pasado muchos años desde que alguien la besara así, con tal profundidad y gentileza, con tal indulgencia y cuidado. De hecho, su mente borrosa no lograba recordar un momento en que alguien... Paula se estremeció cuando él deslizó las manos y le acarició el cuello. Se le cerraban los ojos, el cuerpo, por instinto, se acercaba y acomodaba más cerca de él, le daba la bienvenida a su calidez, a su fuerza, a su capacidad de sostenerla a salvo de todo lo que la amenazaba. Dejó escapar un gemido de contento, no se percató de la reacción de sorpresa de Pedro, él titubeó y la miró a los ojos.
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