sábado, 28 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 31




Todavía estaba despierto cuando sonó el teléfono. Había oído llegar a los demás al volver a casa tarde, cantando después de la celebración. Intentó dormir, pero le fue imposible. Fue entonces cuando sonó el teléfono.


Antes que sonara dos veces ya se había puesto los vaqueros y salió corriendo hacia la habitación de Paula. Sabía que era otra vez lo mismo. Se detuvo ante la puerta cerrada de la habitación con la mano en la madera, cerrando los ojos.


—…Crees que ya lo has conseguido, ¿verdad ramera? Ya tienes a todo el mundo comiendo de tu mano. ¿Se han acabado tus problemas? No han hecho más que empezar, zorra. No creas que nos has engañado con un par de buenas acciones. Se irán y te arrepentirás de no habernos hecho caso antes.


Ella no dijo nada y colgó el teléfono con cuidado.


—¡Paula!


Pedro intentó abrir la puerta, pero había cerrado con llave.


—¡Paula, déjame entrar!


—No, vete.


Él dudó pero al fin respiró hondo y volvió a poner la mano en la perilla. La miró fijamente, hasta que oyó cómo se descorría el cerrojo. La puerta se abrió.


—¡Estaba cerrada! —exclamó Paula asustada.


—Tal vez no cerraste bien —dijo él sentándose en la cama a su lado—. Sé que era él, Paula.


—No importa. Son sólo llamadas de teléfono. Por favor, no quiero hablar de ello.


—Paula, por favor. Sé que te he hecho daño…


—No es culpa tuya, debería haberme dado cuenta.


—¿Cuenta de qué, Paula?


—De que no me… deseabas.


—Por Dios, Paula, eso no es verdad. Pero no puedo, no debo, parece una locura, pero es verdad.


—No. Por favor. Déjalo. Lo entiendo.


Él quería explicar, contarle todo, mas no encontraba las palabras. La abrazó para tranquilizarla, pero tenerla tan cerca con aquella ropa tan tentadora, no lo dejaba pensar.


—Cuéntame lo de Henry Willis.


—No debería haberte dicho nada. Pasó hace mucho tiempo y ya no importa.


—Cuéntamelo —dijo obligándola a mirarlo—. Cuéntamelo. Paula.


Ella tembló, apretando la cara contra su hombro.


—Fue después de la muerte de mis padres. Me sentía tan sola… Andres intentaba ayudarme, pero lo estaba pasando tan mal como yo. Empecé a dar largos paseos y un día me encontré a Henry pescando en el río. Él solía estar siempre por allí, paseaba conmigo. Era mayor que yo, unos veinticinco años, pero entonces no me pareció raro que pasara tanto tiempo con una niña de quince. Parecía simpático y siempre me escuchaba. Pensé que quería ayudarme.


Empezó a temblar y Pedro la abrazó con más fuerza.


—Una noche, tuve que ir a la gasolinera a arreglar un neumático. Pablo no estaba, Henry se encontraba solo y hablamos un rato. Pero cuando me iba…


—Suéltalo, Paula. Lo has tenido guardado demasiado tiempo.


—Me atrapó. No me di cuenta de lo que quería hasta que me tiró al suelo y me arrancó la blusa. Luego me golpeó. Yo chillé, pero él se echó a reír. Le arañé, le di patadas, pero era mucho más grande que yo…


—¿Qué pasó, Paula?


—Me hizo que lo tocara. A través de sus pantalones. Lo hice, pero le di con todas mis fuerzas y escapé.


—Paula, eres la mujer más increíble que he conocido. Y nunca le has dicho nada a nadie.


—No podía. Henry lo sabía. Le hubiera hecho mucho daño a Andres. Lo haría sentirse todavía más desgraciado, al saber que no podía defender a su hermana pequeña.


—Y has tenido que aguantar tú sola.


—Me mantuve alejada de él. Cuando Andres murió, le dije que si volvía a acercarse de mí, o me enteraba de que molestaba a alguien más, iría a contarle todo a la policía.


Pedro miró al teléfono.


—No, Pedro, no puede ser él. Me ha dejado en paz desde entonces.


Él no dijo nada, aunque no estaba seguro. La abrazó durante mucho tiempo, susurrándole palabras de cariño, diciéndole lo valiente y maravillosa que era, bloqueando su miedo y tensión. Ella se acurrucó y cuando pensó que ya estaba dormida, oyó una vocecita que decía:
Pedro, el otro día, ¿de verdad querías que me fuera con Walter?


—Es un buen hombre, Paula.


—No te he preguntado eso.


—Claro que no, maldita sea. No quería. ¡No debía haberme importado un pimiento, pero no quería!


Ella se sentó de golpe y las sábanas se deslizaron hasta su cintura Estaba despeinada, con los ojos muy abiertos y él podía ver sus pechos dilatados, los pezones presionando tentadores contra el sostén de esmeralda. Su cuerpo respondió enseguida y gimió por la intensidad de lo que sentía.


—Paula…


Ella le puso una mano en el pecho.


—Paula, no lo hagas.


—Dijiste que me deseabas…


—Pero no puedo…


Se interrumpió al ver que Paula miraba la cremallera del pantalón y el inconfundible bulto que se percibía bajo ella.


—Paula, no lo entiendes. Eso no está bien. Hay un problema, no sé lo que es, pero esto no debería estar ocurriendo.


—¿Por qué? ¿Estás casado?


—No.


—Entonces está bien —susurró ella con la voz alterada—. Ya sé que tú no quieres… no espero nada.


—Deberías. Eres demasiado buena para alguien que sólo está de paso. Paula…


Paula se inclinó hacia delante. Sabía que se estaba arriesgando, que otro rechazo más destrozaría su frágil confianza. Pero no le importaba y se acercó a él para besarlo en el pecho.


Entonces supo que estaba perdido. Ya no le importaba que aquello no debiera estar ocurriendo. Que estuviera rompiendo todas las reglas o lo que le fueran a hacer. Lo único que importaba era aquella mujer y aquel momento.


Se levantó y la puso debajo de él, besándola con un ansia tal, que parecía que todos esos años estuvo reservándose para ella. Paula se abrió para él y dejó que introdujera la lengua entre sus labios abiertos. Le rodeó el cuello con los brazos y se asió con fuerza, gimiendo de placer, a la vez que pronunciaba su nombre. 


Enredó los dedos en la cadena de oro y Pedro levantó la cabeza de pronto. Con una mano, se la quitó y la tiró a la mesilla de noche.


—No quiero público.


Antes que Paula pudiera saber a qué se refería, volvió a besarla y ella le respondió con ardor, lanzando su propia lengua a explorar su boca.


Con cada caricia el calor aumentaba; cada movimiento del cuerpo de Pedro sobre el suyo la hacía dudar de las fronteras entre los dos. El sólido muro de su pecho aplastaba sus pechos y la hacía enloquecer, arqueándose, retorciéndose sinuosa para frotar los pezones con más fuerza contra él.


Pedro se quedó sin aliento y agachó la cabeza para besarla en la cara y el cuello. Paula gimió, susurrando de nuevo su nombre cuando sus labios encontraron sus senos. Nunca había sentido algo parecido, una necesidad como aquella. Todo su cuerpo se movía para estar más cerca de él, las caderas, el vientre, los pechos, que se arqueaban bajo su peso, movidos por el deseo.


—Paula, ¿qué me estás haciendo?


Él dejó que sus manos se deslizaron por los hombros de la chica hasta alcanzar sus senos, sintiendo la suavidad de su carne entre los dedos. Ella jadeó, levantándose por instinto y él no pudo resistir su silenciosa súplica. Inclinó la cabeza y tomó uno de los pezones entre los labios, bajo la seda. La fina ropa no era obstáculo para aquel húmedo y ardiente beso.


Su grito de placer le recorrió cada uno de los nervios, exigiéndole que continuara. Sintió que ella le acariciaba el pecho, el estómago, mientras sus músculos se contraían bajo las caricias. Gimió sólo de pensar cómo se sentiría si avanzara un poco más. Tenía que saberlo, tenía que sentir su caricia. Se levantó un poco y tomó una de sus delicadas muñecas, gimiendo al apoyarla sobre la carne dilatada que suplicaba ser liberada de los vaqueros ajustados.


Una tremenda oleada de placer lo sacudió, pero se dio cuenta de que Paula se había quedado completamente quieta. De repente comprendió y se sintió culpable.


—¡Lo siento, Paula! No me di cuenta… Después de lo que me has contado que ese malvado te hizo.


—No —dijo, mirándolo con los ojos claros, sin ninguna repulsión—. Es sólo… lo diferente que es, es maravilloso… cuando se trata de alguien a quien quieres.


Su mano se movió, acariciándolo y él empezó a temblar, intentando recuperar el control de sus sentidos, sabiendo que ella no se daba cuenta de lo que acababa de admitir.


Lo quería. No le sorprendía, se suponía que lo sabía de una manera inconsciente. Pero eso lo detenía. No podía hacerle aquello a Paula, cuando ella no sabía de verdad lo que estaba haciendo.




UN ÁNGEL: CAPITULO 30



El auditorio de la iglesia que usaban como sala de reunión, estaba lleno. Paula se alisó la falda nerviosa. Había asistido a muchas reuniones, pero nunca vio a tanta gente. Se dio la vuelta para mirar a Aaron, buscando que la tranquilizara. Pero quien estaba sentado a su lado era Pedro.


Aquella tarde se había negado a hablar con él y se arrepentía de lo que hizo. Él intentó acercarse, pero ella lo ignoró, aunque no sin esfuerzo. A la hora de acudir a la reunión, aceptó ir con Aaron en su coche.


—Todo va a salir bien—dijo Pedro con suavidad.


Ella intentó mirar a otra parte, pero sus ojos la atraían con aquel extraño poder que no podía resistir. Volvió a sentir calma y seguridad y se preguntó cómo podía conseguirlo, al mismo tiempo que la hacía sufrir de aquella forma.


—Señoras y señores… —empezó el alcalde, que estaba de pie en el estrado con el micrófono—. Tengo que anunciarles algo. En vista de los acontecimientos de esta tarde, se ha decidido que la reunión se limite a tratar un tema. Y este asunto también va a ser despachado rápidamente. Resumiendo: se trata de la voluntaria retirada de la petición de una investigación de la posible violación del uso del suelo —comentó el alcalde mirando a Paula con una sonrisa—. Creo que desde la semana pasada, se ha visto claramente que Paula Chaves y sus amigos forman parte de esta comunidad. Y quiero darle las gracias al señor Peterson por retirar los cargos. Con esto declaro clausurada la reunión.


Toda la sala estalló en aplausos y Paula se vio rodeada de gente que la abrazaba y le daba la enhorabuena.


—¿Qué os parece esto?


—¡Estupendo!—dijo Mateo riéndose.


—¡Vamos a celebrarlo! —sugirió Sebastian.


—Id vosotros —comentó Paula—. Yo me voy a casa. Y no me deis las gracias, dádselas a Pedro. Él es el que lo ha conseguido.


—De parte de todos, gracias. Pedro —dijo Aaron—. Tú nos has llevado a hacer lo que debíamos desde hace mucho tiempo.


—Sólo necesitabais un empujoncito —declaró Pedro—. Lleváis tanto tiempo luchando, que se os olvidó cómo hacer las paces.


Paula no aguantó más, se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta, en medio de la gente. Los otros se dieron la vuelta y miraron a Pedro, quien se había quedado blanco. Dio un paso hacia delante para seguirla, pero se detuvo.


—Toma —dijo Aaron dándole las llaves de su coche—. Llévala a casa. Está agotada. Nosotros iremos en la camioneta.


Pedro asió las llaves y salió corriendo.


Cuando la alcanzó, se sorprendió de que ella no se resistiera y comprobó que estaba agotada.


Cuando estaba a punto de entrar en el coche, sintió una helada ráfaga de aire. Aquella noche no había viento, pero al darse la vuelta, lo comprendió. En la puerta del auditorio, junto a Ray Claridge, estaba Henry Willis. Sintió ganas de acercarse a ellos, pero en aquel momento necesitaba llevar a Paula a casa.


En todo el camino a casa la chica no dijo nada. 


Se quedó de pie en la puerta del salón mientras Pedro encendía la chimenea. Cuando se levantó, vio que seguía de pie en el mismo sitio, con las manos entrelazadas, temblando. 


Fue hacia ella y la abrazó, ignorando una pequeña protesta. La llevó a su habitación y la dejó en la cama mientras encendía la luz.


—No —murmuró ella mientras él le quitaba los zapatos, pero sin convicción.


—Necesitas descansar, Pau. Sólo eso, descansar.


Necesitó de todo su autocontrol cuando empezó a desabrocharle el vestido. Sobre todo cuando el vestido se deslizó por sus hombros y reveló la ropa interior de seda color verde esmeralda. 


Contuvo la respiración. No se esperaba aquella sorpresa, las prendas de seda tan sensuales. 


Debía comprarlas en Portland.


Sabía que intentaba distraer su mente con cosas como aquellas, para no pensar en lo atractiva que era.


—Necesitas descansar —murmuró con voz ronca, más para recordárselo a sí mismo que para convencerla. Cuando salió de la habitación, pensó que dejarla allí era lo más difícil que hubiera hecho en su vida.



viernes, 27 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 29




¡Pedro, despierta! ¿No has oído el silbato? Han encontrado al chico.


—Sí ya lo sé —dijo abriendo los ojos.


En su mayoría los hombres habían vuelto cuando el caballo apareció entre los árboles. La señora Peterson dio un grito de alegría y corrió hacia él. Su marido la siguió más despacio, confundido porque sentía una enorme gratitud hacia alguien que no quería que le gustara.


—Cougar me encontró y Paula bajó por el barranco. Fue muy valiente. Y luego Cricket tiró de nosotros hasta el camino.


—Con cuidado —dijo Paula ayudándolo a bajar de la silla—. Se ha hecho daño en el tobillo, puede que esté roto.


—¡Dios te bendiga! —dijo Myra Peterson mirando a Paula, con lágrimas en los ojos—. No sé por qué has hecho esto por nosotros, que nos hemos portado tan mal…


—Gracias —dijo el hombre tendiéndole una mano a Paula.


—De nada, me alegro de haberlo ayudado. Pero será mejor que lo lleve al médico a que le mire ese tobillo.


—¡Espera! —gritó Will—. Quiero darle las gracias a Cougar. ¿Me dejas que vaya a jugar con él de vez en cuando?


—Creo que le gustaría mucho, si a tus padres les parece bien.


—Claro que puedes —dijo su madre de inmediato, dejando sorprendidos a todos—. Pero ahora tienes que ir a ver al doctor Swan.


—No puedo caminar, mamá.


—Yo te llevo, si quieres —le ofreció Marcos.


Will miró al gigante temeroso, pero cuando vio cómo Cougar se frotaba contra él, aceptó. 


George Peterson parecía que quería protestar, pero como él no podía con su hijo, no dijo nada. Marcos lo levantó con facilidad, sujetándolo con cuidado contra su pecho.


—¡Eh! ¡Sí que eres alto! —exclamó Will.


—Tú también lo serás algún día. Y no te vuelvas a perder más —dijo Marcos con severidad.


Todos se rieron amistosos, no como solían reírse de Marcos. Él se dio cuenta de la diferencia y se alegró. Paula se secó las lágrimas de los ojos; quería mucho a ese hombre.


—Buen trabajo, Paula—dijo Walter—. ¿Te apetece cenar esta noche?


—No, gracias, Walter, te lo agradezco, pero lo que ansío es un baño caliente. Esta noche tengo que asistir a la reunión.


—Otro día, entonces.


Paula se dio la vuelta para montar a Cricket pero se detuvo al ver un movimiento detrás del grupo. Al ver quién era, hizo un gesto de desagrado.


—Paula. ¿Qué pasa? —preguntó Pedro, que había aparecido de repente.


—Nada.


—¿Quién era ese?


—Henry Willis.


Pedro volvió a mirar, recordando lo que Mateo le había dicho. Paula se aprovechó de su distracción para montar.


—¿Qué pasa, Paula? ¿Por qué te desagrada tanto?


Si no hubiera estado tan cansada, nunca lo hubiera dicho, pero estaba agotada física y emocionalmente y se le escapó.


—Nada grave —dijo en tono ácido—. No les tengo simpatía a los hombres que abusan de los niños.


Se dio la vuelta con el caballo y se fue, dejando a Pedro estupefacto.



UN ÁNGEL: CAPITULO 28




Mateo y Pedro llevaban tres horas caminando entre los arbustos, cuando de pronto Pedro se detuvo e inclinó la cabeza como si hubiera oído algo.


—¿Qué pasa?


—Estoy un poco cansado —dijo Pedro disimulando—. Sentémonos un momento.


Se sentaron en un tronco y bebieron agua de la cantimplora. Pedro se apoyó en una rama y cerró los ojos, dejando que sus sentidos lo llevaran a otro lugar.


Veía todo con tanta claridad como una película. 


Las orejas de Cougar se levantaron y salió corriendo entre los arbustos. Paula detuvo el caballo en el camino, esperando. Luego se oyeron los ladridos del perro y el llanto del niño. 


Paula salió del camino y siguió al perro, gritando el nombre de Will. Como el terreno era peligroso, Paula se bajó del caballo y tomó la cuerda que llevaba. Ató un extremo en la cabeza de la silla y arrojó el otro por el barranco. Se puso un par de guantes e intentó tranquilizar al caballo.


A un kilómetro de distancia Pedro sonrió.


Paula comenzó a bajar por la ladera sin dudar, asida a la cuerda, clavando las botas en la tierra húmeda. El caballo no se movió ni un momento, parecía una estatua.


Encontró al chico atrapado entre una roca y un árbol caído con Cougar a su lado lamiéndole una oreja para tranquilizarlo. El tobillo de Will estaba hinchado y le dolía mucho, atrapado bajo una rama del árbol. Tenía la cara sucia llena de lágrimas y se sorprendió al reconocerla, pero eso no le impidió abrazarse a ella cuando se acercó.


—No pasa nada —lo tranquilizó ella—. Enseguida te sacaremos de aquí.


Sacó el pie con mucho cuidado y el chico gritó de dolor.


—Me caí, el terreno estaba resbaladizo. Y tenía mucho frío.


—Lo sé, Will pero ahora todo ha terminado. Pronto estarás en casa.


Cuando ató la cuerda alrededor de los dos lanzó un silbido al caballo.


—¡Atrás, Cricket, atrás!


El caballo, bien entrenado, comenzó a avanzar abriéndose camino entre los arbustos. Despacio, el caballo los sacó de la empinada ladera, mientras Cougar ladraba corriendo de arriba abajo.


—Ya está, Will, ahora no hay problema —sacó el botiquín de la bolsa de la silla y vendó rápido el tobillo del chico. Entonces se acordó y dio una señal con el silbato.


—Bien, ahora todos sabrán que te hemos encontrado. Vamos a casa.


Lo montó en la silla y cuando iba a montar tras del niño, él le dijo sorprendido:
—Viniste a buscarme.


—Claro.


—Pero yo fui tan malo contigo, te dije todas esas cosas…


—No te diré que no me hiciste daño, Will porque no sería cierto. La mentira siempre duele. Pero todavía eres muy joven y quizá no sabías lo que hacías.


—Lo siento —dijo con una lágrima en la mejilla.


—Acuérdate de esto la próxima vez que se te ocurra insultar a alguien.


—Lo haré —prometió.


Paula montó tras él y lo abrazó con cuidado mientras emprendían el camino de vuelta.



UN ÁNGEL: CAPITULO 27




—Entra, Pedro —lo llamó Mateo—. Puedes ayudarnos con este desastre.


Paula levantó la vista y le vio dudar en la puerta de la casa. Mateo, Aaron y ella, estaban sentados a la mesa del comedor que estaba llena de papeles.


—Sólo he venido a buscar mis guantes —dijo pasando frente a ellos hacia la cocina, donde Sara estaba lavando los platos.


—Bueno, ayúdanos de todas formas —le pidió Aaron—. Hemos decidido ir todos a la reunión del ayuntamiento esta noche. Quizá a ti se te ocurran los argumentos que necesitamos.


Paula vio que Pedro la miraba y bajó la vista antes que sus ojos se encontraran.


—No te preocupes, lo harán muy bien —dijo Pedro entrando en la cocina.


Mateo se le quedó mirando y le dijo a Paula:
—¿Os habéis peleado o algo?


De repente pasaron dos cosas: Pedro volvió de la cocina poniéndose los guantes de trabajo y cuando pasó al lado del teléfono, éste empezó a sonar.


Pedro se sobresaltó y esto sorprendió a Aaron. No era normal en Pedro y Aaron pensó que debía estar muy tenso.


—Contesta, Pedro, por favor —dijo Mateo, que lo había hecho para impedir que se fuera.


Pedro no pudo oponerse, así que contestó, escuchó un momento, respondió y colgó. Los demás lo estaban mirando.


—Era el alcalde. Hay un chico que se he perdido en las colinas al este del pueblo. Creen que lleva fuera unas catorce horas. Se escapó anoche con un amigo. El amigo volvió a casa esta mañana y dijo que se habían separado en el bosque y que lo estuvo buscando toda la noche.


—¡Eso es horrible! —exclamó Sara—. Pobre chico.


—Se trata de Will Peterson —dijo Pedro.


—Tenemos que ayudar. Yo iré con Cricket —anunció Paula.


—Yo llevaré la camioneta —dijo Mateo—. Aaron, llama a Willy y a los otros. Sebastian y Kevin todavía no han vuelto de Eugene.


—Les dejaré una nota —prometió Sara.


Paula sonrió al verlos salir. Esa vez no dudaron ni un segundo. Se estaban convirtiendo en parte de la comunidad y la comunidad los aceptaba al fin. Lo que ella había intentado conseguir durante ocho años, lo logró Pedro en sólo un mes. Se dio cuenta de que él todavía estaba allí, mirándola.


—Gracias —le dijo con suavidad, esperando que entendiera lo que quería decir. Los ojos azules la miraron y ella supo que había entendido.


—Llévate a Cougar.


—Creí que tenía que estar atado.


—A lo mejor puede ayudarte —dijo él intentando disimular sus emociones.


—Está bien.


Ella se dio la vuelta y lo dejó allí. Pedro no sabía que se podía sufrir tanto. Y si lo sabía, lo había olvidado. Al fin pudo moverse y se unió a los otros en la camioneta.


Encontraron con facilidad el puesto de mando que estableció Walter Howard. El oficial hablaba al grupo que se había reunido alrededor de su coche.


—Si no hemos encontrado al chico al anochecer, pediremos ayuda al exterior. Hay mucha gente que está entrenada para esto. Lo encontraremos.


A un lado Pedro vio a la mujer de la tienda, la angustiada madre de Will, llorando en brazos de un hombre alto y corpulento.


Pedro lo miró, concentrándose. Sintió el caos de preocupación, rabia y frustración y las nauseabundas vibraciones de un espíritu mezquino, pero tampoco era el hombre que buscaba y lo borró de su lista de sospechosos.


—Vaya —murmuró Sebastian—, el viejo Peterson nos ha visto. No creo que esto lo haga feliz.


—Nada hace feliz a ese hombre —comentó Aaron—, pero nosotros le molestamos especialmente.


Paula llegó justo cuando Walter extendía un mapa en el cofre del coche. El oficial sonrió y le dio un silbato como había hecho con los demás. Pedro vio a un hombre entre la multitud que en lugar de mirar al policía, tenía puesta su atención en el grupo del refugio. Era alto, delgado y a Pedro le resultaba familiar aunque no le reconoció la cara. Le preguntó a Aaron quién era.


—Ray Claridge.


—¿Es del pueblo?


—Más o menos. Nació aquí pero… estuvo fuera varios años. Volvió hace poco. Paula lo conoce mejor que yo —dijo Aaron un poco tenso.


Pedro miró fijamente al hombre y a causa de la fuerza de su mirada el hombre se dio la vuelta y se fue, aunque no era su intención. Al verlo caminar, Pedro recordó dónde lo había visto antes. En la oficina del doctor Swan.


—¿Les ha dado problemas?


—No.


Pedro sintió que había algo más, pero antes que pudiera insistir Walter estaba dando órdenes y Aaron se volvió a escuchar.


Estaba dividiendo el terreno por grupos. Cuando llegó el turno de la parte de las colmas, la más dura, Pedro dijo de repente:
—Nosotros cubriremos esa área.


—Es un terreno difícil —dijo Walter, mirando a Paula.


—No importa —dijo ella. Conozco la zona y a los chicos no les será difícil.


—Está bien. La señal serán tres largos silbidos, ¿de acuerdo?


Todos los grupos empezaron a distribuirse y los hombres del refugio rodearon a Pedro.


—Aaron, tú y Ricardo empezarán al oeste —ordenó Pedro.


Los dos estuvieron de acuerdo, incluso Ricardo, que se había transformado desde que Pedro llegó. Después de distribuir a los demás, miró a Paula.


—A ti te he dejado lo mejor, Pau —dijo con suavidad—. Os será más fácil a Cricket y a ti buscar en el sendero del cañón.


Ella se ruborizó, pero estuvo de acuerdo. Aquel sendero era muy estrecho y subía hacia las colinas en línea recta. Era muy empinado, pero no demasiado peligroso si se iba con cuidado.


Paula silbó llamando a Cougar y se puso en camino, ignorando las miradas que algunos lanzaban al enorme perro.