sábado, 28 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 31




Todavía estaba despierto cuando sonó el teléfono. Había oído llegar a los demás al volver a casa tarde, cantando después de la celebración. Intentó dormir, pero le fue imposible. Fue entonces cuando sonó el teléfono.


Antes que sonara dos veces ya se había puesto los vaqueros y salió corriendo hacia la habitación de Paula. Sabía que era otra vez lo mismo. Se detuvo ante la puerta cerrada de la habitación con la mano en la madera, cerrando los ojos.


—…Crees que ya lo has conseguido, ¿verdad ramera? Ya tienes a todo el mundo comiendo de tu mano. ¿Se han acabado tus problemas? No han hecho más que empezar, zorra. No creas que nos has engañado con un par de buenas acciones. Se irán y te arrepentirás de no habernos hecho caso antes.


Ella no dijo nada y colgó el teléfono con cuidado.


—¡Paula!


Pedro intentó abrir la puerta, pero había cerrado con llave.


—¡Paula, déjame entrar!


—No, vete.


Él dudó pero al fin respiró hondo y volvió a poner la mano en la perilla. La miró fijamente, hasta que oyó cómo se descorría el cerrojo. La puerta se abrió.


—¡Estaba cerrada! —exclamó Paula asustada.


—Tal vez no cerraste bien —dijo él sentándose en la cama a su lado—. Sé que era él, Paula.


—No importa. Son sólo llamadas de teléfono. Por favor, no quiero hablar de ello.


—Paula, por favor. Sé que te he hecho daño…


—No es culpa tuya, debería haberme dado cuenta.


—¿Cuenta de qué, Paula?


—De que no me… deseabas.


—Por Dios, Paula, eso no es verdad. Pero no puedo, no debo, parece una locura, pero es verdad.


—No. Por favor. Déjalo. Lo entiendo.


Él quería explicar, contarle todo, mas no encontraba las palabras. La abrazó para tranquilizarla, pero tenerla tan cerca con aquella ropa tan tentadora, no lo dejaba pensar.


—Cuéntame lo de Henry Willis.


—No debería haberte dicho nada. Pasó hace mucho tiempo y ya no importa.


—Cuéntamelo —dijo obligándola a mirarlo—. Cuéntamelo. Paula.


Ella tembló, apretando la cara contra su hombro.


—Fue después de la muerte de mis padres. Me sentía tan sola… Andres intentaba ayudarme, pero lo estaba pasando tan mal como yo. Empecé a dar largos paseos y un día me encontré a Henry pescando en el río. Él solía estar siempre por allí, paseaba conmigo. Era mayor que yo, unos veinticinco años, pero entonces no me pareció raro que pasara tanto tiempo con una niña de quince. Parecía simpático y siempre me escuchaba. Pensé que quería ayudarme.


Empezó a temblar y Pedro la abrazó con más fuerza.


—Una noche, tuve que ir a la gasolinera a arreglar un neumático. Pablo no estaba, Henry se encontraba solo y hablamos un rato. Pero cuando me iba…


—Suéltalo, Paula. Lo has tenido guardado demasiado tiempo.


—Me atrapó. No me di cuenta de lo que quería hasta que me tiró al suelo y me arrancó la blusa. Luego me golpeó. Yo chillé, pero él se echó a reír. Le arañé, le di patadas, pero era mucho más grande que yo…


—¿Qué pasó, Paula?


—Me hizo que lo tocara. A través de sus pantalones. Lo hice, pero le di con todas mis fuerzas y escapé.


—Paula, eres la mujer más increíble que he conocido. Y nunca le has dicho nada a nadie.


—No podía. Henry lo sabía. Le hubiera hecho mucho daño a Andres. Lo haría sentirse todavía más desgraciado, al saber que no podía defender a su hermana pequeña.


—Y has tenido que aguantar tú sola.


—Me mantuve alejada de él. Cuando Andres murió, le dije que si volvía a acercarse de mí, o me enteraba de que molestaba a alguien más, iría a contarle todo a la policía.


Pedro miró al teléfono.


—No, Pedro, no puede ser él. Me ha dejado en paz desde entonces.


Él no dijo nada, aunque no estaba seguro. La abrazó durante mucho tiempo, susurrándole palabras de cariño, diciéndole lo valiente y maravillosa que era, bloqueando su miedo y tensión. Ella se acurrucó y cuando pensó que ya estaba dormida, oyó una vocecita que decía:
Pedro, el otro día, ¿de verdad querías que me fuera con Walter?


—Es un buen hombre, Paula.


—No te he preguntado eso.


—Claro que no, maldita sea. No quería. ¡No debía haberme importado un pimiento, pero no quería!


Ella se sentó de golpe y las sábanas se deslizaron hasta su cintura Estaba despeinada, con los ojos muy abiertos y él podía ver sus pechos dilatados, los pezones presionando tentadores contra el sostén de esmeralda. Su cuerpo respondió enseguida y gimió por la intensidad de lo que sentía.


—Paula…


Ella le puso una mano en el pecho.


—Paula, no lo hagas.


—Dijiste que me deseabas…


—Pero no puedo…


Se interrumpió al ver que Paula miraba la cremallera del pantalón y el inconfundible bulto que se percibía bajo ella.


—Paula, no lo entiendes. Eso no está bien. Hay un problema, no sé lo que es, pero esto no debería estar ocurriendo.


—¿Por qué? ¿Estás casado?


—No.


—Entonces está bien —susurró ella con la voz alterada—. Ya sé que tú no quieres… no espero nada.


—Deberías. Eres demasiado buena para alguien que sólo está de paso. Paula…


Paula se inclinó hacia delante. Sabía que se estaba arriesgando, que otro rechazo más destrozaría su frágil confianza. Pero no le importaba y se acercó a él para besarlo en el pecho.


Entonces supo que estaba perdido. Ya no le importaba que aquello no debiera estar ocurriendo. Que estuviera rompiendo todas las reglas o lo que le fueran a hacer. Lo único que importaba era aquella mujer y aquel momento.


Se levantó y la puso debajo de él, besándola con un ansia tal, que parecía que todos esos años estuvo reservándose para ella. Paula se abrió para él y dejó que introdujera la lengua entre sus labios abiertos. Le rodeó el cuello con los brazos y se asió con fuerza, gimiendo de placer, a la vez que pronunciaba su nombre. 


Enredó los dedos en la cadena de oro y Pedro levantó la cabeza de pronto. Con una mano, se la quitó y la tiró a la mesilla de noche.


—No quiero público.


Antes que Paula pudiera saber a qué se refería, volvió a besarla y ella le respondió con ardor, lanzando su propia lengua a explorar su boca.


Con cada caricia el calor aumentaba; cada movimiento del cuerpo de Pedro sobre el suyo la hacía dudar de las fronteras entre los dos. El sólido muro de su pecho aplastaba sus pechos y la hacía enloquecer, arqueándose, retorciéndose sinuosa para frotar los pezones con más fuerza contra él.


Pedro se quedó sin aliento y agachó la cabeza para besarla en la cara y el cuello. Paula gimió, susurrando de nuevo su nombre cuando sus labios encontraron sus senos. Nunca había sentido algo parecido, una necesidad como aquella. Todo su cuerpo se movía para estar más cerca de él, las caderas, el vientre, los pechos, que se arqueaban bajo su peso, movidos por el deseo.


—Paula, ¿qué me estás haciendo?


Él dejó que sus manos se deslizaron por los hombros de la chica hasta alcanzar sus senos, sintiendo la suavidad de su carne entre los dedos. Ella jadeó, levantándose por instinto y él no pudo resistir su silenciosa súplica. Inclinó la cabeza y tomó uno de los pezones entre los labios, bajo la seda. La fina ropa no era obstáculo para aquel húmedo y ardiente beso.


Su grito de placer le recorrió cada uno de los nervios, exigiéndole que continuara. Sintió que ella le acariciaba el pecho, el estómago, mientras sus músculos se contraían bajo las caricias. Gimió sólo de pensar cómo se sentiría si avanzara un poco más. Tenía que saberlo, tenía que sentir su caricia. Se levantó un poco y tomó una de sus delicadas muñecas, gimiendo al apoyarla sobre la carne dilatada que suplicaba ser liberada de los vaqueros ajustados.


Una tremenda oleada de placer lo sacudió, pero se dio cuenta de que Paula se había quedado completamente quieta. De repente comprendió y se sintió culpable.


—¡Lo siento, Paula! No me di cuenta… Después de lo que me has contado que ese malvado te hizo.


—No —dijo, mirándolo con los ojos claros, sin ninguna repulsión—. Es sólo… lo diferente que es, es maravilloso… cuando se trata de alguien a quien quieres.


Su mano se movió, acariciándolo y él empezó a temblar, intentando recuperar el control de sus sentidos, sabiendo que ella no se daba cuenta de lo que acababa de admitir.


Lo quería. No le sorprendía, se suponía que lo sabía de una manera inconsciente. Pero eso lo detenía. No podía hacerle aquello a Paula, cuando ella no sabía de verdad lo que estaba haciendo.




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