jueves, 12 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 20





Paula empezó a cojear. El destino había intervenido de nuevo, aunque Paula había tardado unos minutos en darse cuenta de ello.


Cuando Pedro vio que estaba sentada en el banco, empezó a recoger sus cosas, colgarse las dos bolsas sobre el hombro y ofrecerle la mano a Paula.


Paula se concentró en recordar con qué pie tenía que cojear.


—Voy a decirle mi opinión al director del hotel sobre el estado de las pistas de tenis —juró Pedro.


Paula guardó silencio. Ella se había caído. 


Aunque no se había hecho daño, otro podría haberse herido.


—Últimamente ha estado lloviendo. A lo mejor no saben que ha aparecido una grieta.


—Tienen suerte de que seas tú la que te has caído —le dijo Pedro, apretándole el hombro—. Cualquier otro se habría puesto inmediatamente al habla con su abogado.


—Los accidentes son inevitables —dijo Paula.


—Ojalá toda la gente opinara lo mismo —contestó Pedro.


Cuando estuvieron dentro del vestíbulo del hotel, el recepcionista salió corriendo de detrás de su mostrador. Cuando vio a Pedro, el hombre empezó a balbucear:
—¿Puedo ayudarles en algo?


—La señorita Chaves se ha caído por culpa de una grieta que había en la pista de tenis —contestó Pedro muy enfadado, dejando claro que el hotel era responsable de aquel accidente—. ¿Está el médico del hotel?


—Oh, Pedro, por favor —Paula se sintió desbordada, por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.


—Paula, deja que yo me ocupe de esto —le dijo él.


Y ella así hizo.


Con la ayuda de Pedro, logró llegar cojeando hasta una de los despachos del hotel. Por fortuna, el médico del hotel se había ido, ante lo cual Pedro hizo algunos comentarios de reprobación.


De pronto se agachó y le quitó el calcetín.


—Se te está empezando a poner rojo el tobillo. ¿Dónde está ese hielo? —gritó al conserje—. Espera un poco, que voy a ver lo que pasa con él.


Nada más salir Pedro por la puerta, Paula se miró el pie. No le dolía, pero a lo mejor era verdad que se había hecho daño. Se quitó la zapatilla y se quitó el calcetín, revelando un pie con un tono verdoso.


El calcetín. Había desteñido el calcetín. Se volvió a colocar la zapatilla. Tendría que haber lavado los calcetines antes de ponérselos.


—Aquí estoy —dijo Pedro, cuando apareció de nuevo, con una toalla llena de hielo—. Le pedí esto al camarero, mientras el conserje ha ido a buscar el botiquín de primeros auxilios. ¿Qué tal? ¿Te duele?


—No siento nada—le respondió Paula, con sinceridad.


—Te empezará a doler más tarde. Sé lo que digo —se levantó, acercó una silla de una secretaria y se sentó en ella.


—¿Te has lesionado muchas veces? —preguntó Paula, intentando que se olvidara de su pie.


Pedro estiró sus piernas y apuntó a una raja con pequeñas cicatrices de los puntos de sutura, a lo largo de ella.


—Ésa fue la peor. Cuando estaba en el colegio, tuve una rotura de tendones y me tuvieron que intervenir —le dijo sonriendo—. A lo mejor me salvó de cometer una estupidez, como hacerme profesional, por ejemplo.


—¿Y cómo reaccionaste?


—Bien —le respondió, mirando para atrás, cuando escuchó que alguien se acercaba.


El conserje le entregó unas cuantas cajas a Pedro.


—Esto es todo lo que he podido conseguir —explicó—. Espero que sea suficiente.


—Está bien —respondió Pedro, al tiempo que abría una caja. Con un gesto, le indicó a Paula que apoyara su pierna en las suyas—. No soy médico, pero sé cómo poner una venda.


El conserje recogió las vendas que sobraron y se fue.


—Yo creo que estás armando demasiado alboroto por nada —le dijo a Pedro, mientras él le quitaba el zapato. Aunque él ni siquiera le miró el pie, Paula lo estiró hacia delante, para que él no se lo viera.


—Sí y no —le dijo—. Seguro que mañana no está esa grieta en la pista —a los pocos segundos, Paula tenía una venda en su tobillo—. Intenta ponerte de pie.


Paula obedeció.


—No me duele —como si alguna vez le hubiera dolido.


—Por suerte no se te ha hinchado mucho—dijo Pedro, recogiendo el hielo—. ¿Te apetece ir a cenar? Si no recuerdo mal, íbamos a discutir lo de Bread Basket esta noche.


—Me parece una idea maravillosa —contestó Paula.



CENICIENTA: CAPITULO 19




—¿Qué tal el viaje? —preguntó Pedro, saludando a Paula con un beso en la mejilla.


¡La había besado! Se sintió emocionada. Pero, por otra parte, pensó que tampoco era para tanto.


—Compré algunos vestidos —le informó, feliz de decirle por primera vez algo que era totalmente cierto—. Es una de las épocas más ajetreadas de la temporada.


—Entonces, soy doblemente afortunado de que hayas podido venir a jugar conmigo.


Paula lo miró y casi se derrite. Cuando entraron en las pistas de tenis del hotel, Paula se dio cuenta de que Pedro la estaba mirando.


Gracias a Dios había llegado un poco tarde, porque Marcos se había entretenido arreglándole el pelo. Se lo había recogido en una coleta, cuando Connie se fijó en ella y le dijo algo a su novio. Marcos dijo algo sobre su frente y decidió dejárselo suelto.


Paula era la forma sobre la sustancia. Pedro era la forma y la sustancia. Especialmente la sustancia. Estaba impresionante con su camiseta blanca y las dos muñequeras en sus brazos. ¿En qué momento le iba a decir que no se preocupara, que no iba a sudar en todo el juego?


Paula se colocó la bolsa en el hombro. A lo mejor si se concentraba de verdad en la pelota, como Connie le había dicho, lograba devolver algunos tantos.


Pedro estaba diciéndole algo a lo que ella respondía sólo con monosílabos.


—... buena raqueta. ¿Cuánto tiempo llevas jugando?


—No mucho —aunque el sol calentaba, ella sintió un escalofrío. Connie tenía razón. Se lo tendría que haber confesado a Pedro—. La verdad es que no sé jugar muy bien.


—Ya —le dijo Pedro sonriendo, mostrándole unos dientes tan blancos como su camisa—. Cada vez que alguien me dice eso, sé que voy a tener que correr.


Cuando llegaron a la línea divisoria de las dos pistas, dejaron sus bolsas en un banco. En la pista de al lado había una pareja. Cuando Paula sacó la raqueta, el hombre se colocó detrás de la mujer, agarró la raqueta y le demostró cómo había que dar un revés. Una y otra vez, practicaron juntos. Le estaba enseñando a jugar al tenis. Los dos estaban muy pegados.


Ésa habría sido la solución más sencilla. Le tendría que haber dicho que no sabía jugar al tenis, pero que le encantaría aprender. “¿Por qué no me enseñas, tú?” A los hombres siempre les encantaba demostrar su superioridad.


Le quitó la funda a la raqueta. Como era de segunda mano, seguro que Pedro se fijaba en los arañazos que tenía y pensaba que se los había hecho ella.


—¿Puedo probarla? —le preguntó Pedro, estirando la mano.


Ella se la dio y se quedó observando cómo comprobaba su peso y equilibrio. A continuación, trazó un golpe en el aire, que la dejó boquiabierta.


No tenía nada que hacer.


—Buena raqueta —comentó él, devolviéndosela.


Paula sonrió y agarró la raqueta, notando el calor que había dejado su mano. La de ella estaba helada como el hielo.


Pedro sacó un bote con pelotas y tiró de la anilla. Paula oyó el sonido que hizo la lata cuando se llenó de aire, antes de percibir el olor a goma. Aquello estaba ocurriendo de verdad, y no podía hacer nada por evitarlo.


—¿Cara o cruz? —le preguntó Pedro, colocándose la raqueta en la cabeza.


—¿Cara? —¿a qué diablos se referiría?


Pedro lanzó hizo girar la raqueta y cayó a la pista.


—Cara dijo, levantándola—. ¿Sacas o eliges la pista?


—Te dejaré que saques tú primero—dijo Paula, empezando a temblar.


Qué más daba, si no iba a pasar ninguna bola por encima de la red.


Se dio la vuelta, cerró los ojos y se dirigió a su pista. “Tengo que conseguirlo. Lo único que hay que hacer es devolver la pelota”.


Pero, desgraciadamente, o por fortuna, Paula estaba tan concentrada, que se olvidó de abrir los ojos y cuando se dio cuenta, estaba en el suelo, donde fue después de haber tropezado con algo.


—¡Paula!


Paula levantó la cabeza y logró girarla, momento en el que vio que Pedro se dirigía corriendo hacia ella. Cuando llegó, se colocó a su lado.


—¿Estás bien?


—Creo que sí —aparte de estar avergonzada y haberse puesto perdida, no le dolía nada.


—Fíjate en esa grieta —Pedro dijo, disgustado—. Tendrían que mantener estas pistas en mejores condiciones —se agachó y la ayudó a levantarse.


Pegada como estaba al cuerpo de Pedro, Rose decidió no precipitarse diciendo que no se había hecho daño. Hizo algunos movimientos con el codo y se limpió las manos. Pedro se las agarró y le miró las palmas. Tenía algunos arañazos, pero sólo uno parecía estar a punto de sangrar. 


Él se lo acarició.


—Has tenido suerte —le dijo, sonriendo.


—Sí, he tenido suerte —suspiró ella.


Tenía la cara pegada a la de ella. Paula ni se movió. No quería que nada estropeara aquel momento, que no terminara nunca. Quería que Pedro se quedara allí a su lado, para siempre.


La opresión en su pecho le dificultaba la respiración. El corazón le latía con fuerza y los brazos le temblaban. ¿Podría notar él aquel temblor?


Pedro levantó una mano y le acarició la mejilla con los nudillos.


—Te has quedado con parte de la pista en la cara.


—No me sorprende —le respondió, mientras ella se limpiaba el otro lado.


—¿Y cómo sientes el resto del cuerpo? —Pedro se inclinó y le agarró de los tobillos.


—¿Te duele? —le preguntó.


—No.


—¿Y aquí?


—No, no. De verdad, estoy bien.


—¿Quieres intentar ponerte de pie?


Paula asintió y Pedro la agarró por la cintura. 


Ella se apoyó en su hombro. Era un hombre sólido y fuerte. Se sintió muy femenina. Le encantaba estar cerca de él y quiso prolongar ese momento.


—Apóyate poco a poco sobre ese pie —dijo Pedro, cuando se incorporó.


Ella obedeció y fue apoyándolo poco a poco, no queriendo que se apartara de ella. ¿Por qué no se atrevería a darle un beso en la boca y acabar con todo aquel juego? ¿Cuándo llegaría ese momento?


Nunca antes se había sentido de aquella manera, y menos con Horacio, por supuesto. 


Cada vez que lo miraba le entraban ganas de comérselo a besos.


Por desgracia, cuando empezaran a jugar al tenis, toda aquella magia se habría desvanecido. 


Sobre todo, cuando él viera su juego.


Cuando ella apoyó la pierna completamente en el suelo, él la soltó y retrocedió un paso.


—¿Estás bien?


—Mmm —no pudo responder de otra manera, ni tampoco se atrevió a mirarlo a los ojos.


—Intenta caminar.


Él le agarró de la mano, en el mismo instante en que ella empezó a dar el primer paso. Al sentir el contacto de su mano, ella suspiró.


—Lo sabía. Tú no estás bien, pero quieres convencerme de que sí lo estás.


Pedro, de verdad que...


—No discutas —le puso la mano sobre el hombro y la ayudó a sentarse en el banco—. Y se acabó el tenis por hoy.


—¿No jugamos al tenis?


—No.


¡No jugamos al tenis!




CENICIENTA: CAPITULO 18





El domingo por la tarde, cuando Paula había abandonado el hotel Post Oak y había hecho una reserva para el jueves por la noche, descubrió que no sólo le recogían los mensajes, sino que además les encantaba hacerlo. Al parecer, la petición de Paula no les extrañaba lo más mínimo.


Cuando llamó el lunes por la mañana, le dijeron que Pedro había llamado y había dejado dicho que tenían pista para el miércoles a las cuatro y media en el hotel Post Oak. Le gustó aquella hora. Seguro que él ya habría terminado su trabajo y tendría toda la tarde libre.


Cuando estuvo hospedada en el hotel, Paula no se había dado cuenta de que había pistas de tenis. Llamó por teléfono y reservó una habitación para el miércoles por la noche.


El lunes por la tarde, Paula se fue a la tienda de deportes y se compró todo el equipo necesario para jugar al tenis, con banda para el pelo incluida. Le pidió prestada la raqueta de una amiga de Connie, por lo menos se ahorró eso. 


Pero acabó comprando un par de juegos de pelotas, una botella de agua, una toalla haciendo juego y una bolsa para llevarlo todo. 


Cuando vio a lo que ascendía todo, casi se desmaya. Pero siguió repitiéndose que era una inversión de futuro.


El martes por la mañana la amiga de Connie llamó e, incomprensiblemente, pidió que le devolviera la raqueta. Paula no tuvo más remedio que ir a una tienda de segunda mano y comprar una usada. El precio que tuvo que pagar le puso los pelos de punta, pero por lo menos a partir de ese momento, si Pedro la invitaba otra vez, podría aceptar sin problemas.


El martes por la tarde, la llamaron los de la tarjeta de crédito, para verificar que no se la hubieran robado, porque habían apreciado movimientos pocos corrientes en su cuenta. 


Paula verificó todos los gastos, y por primera vez se enteró del coste de su campaña para atraer la atención de Pedro. Decidió olvidarse de ello, ya que, de todas maneras, ya no tenía remedio.


El martes por la tarde, Paula hizo uso de su tarjeta de crédito de nuevo y se apuntó a un curso en la universidad de Rice. La clase era los jueves por la tarde, pero empezaba media hora antes que la clase de Pedro. Hubiera preferido que las dos clases hubieran empezado al mismo tiempo, pero por lo menos tenía suerte de haber conseguido un curso el mismo día. Tendría bastantes posibilidades de encontrarse con Pedro.


El mismo martes intentó poner al día la tienda. 


Casi la había abandonado y había que tomar algunas decisiones que Connie no podía tomar por sí sola.


Había una pila de ropa aguardándola, para que seleccionara la que quería comprar y alquilarla y la que quería aceptar en comisión de venta. 


También tenía que preparar los anuncios que iba a poner en los periódicos locales. Podría utilizar los del año pasado, pero le apetecía diseñar algo más atractivo.


Seguro que Pedro podría hacerle un anuncio perfecto, pero Paula nunca se lo podría pedir. Su relación era diferente. Paula se había presentado como una mujer de negocios y en realidad lo era, pero no a la escala que Pedro se habría imaginado.


Pero, justo en ese momento, no le apetecía pensar en la reacción que Pedro tendría de enterarse de su verdadera situación. Tenía problemas más inmediatos que resolver.


Suspiró y se acordó del partido de tenis. 


Recordó la forma de jugar de Pedro, cuando lo observó en el gimnasio. Pedro siempre trataba de devolver todas las pelotas, por muy difíciles que fueran. Le pegaba fuerte y con decisión.


Paula estaba condenada al fracaso.


Pero, por otra parte, a Pedro no le gustaba perder, y por lo menos ganaría seguro.



miércoles, 11 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 17




ESTABA totalmente equivocada.


—Pero, ¿no puedes llamarlo y decirle que estás más verde de lo que pensabas? —gritaba Connie, desde el fondo de la pista de tenis.


—¡No! —gritó Paula, golpeando la pelota, que fue directamente a la red—. Es la primera vez que me invita a salir. Si le digo que no sé jugar al tenis, ¿quién sabe cuándo me invitará otra vez?


Connie se fue hacia uno de los lados de la pista y bebió un poco de agua. Paula no había llevado botella, pensando que podría beber de la fuente. 


Era evidente que llevar tu propia botella de agua a la pista era lo más moderno. Y ante los ojos de Pedro, ella quería dar la apariencia de chica moderna.


—¿Y quién es ese tipo? —le preguntó Connie, limpiándose la boca con el brazo.


—¿Recuerdas que te dije que quería hacer publicidad de la tienda?


—Sí. ¿Y qué ocurrió?


—Pues que el tipo con el que hablé...


—¡Está saliendo contigo! —exclamó Connie, juntando las manos—. ¡Gracias a Dios, has dejado al horrible Horacio!


—No era horrible —protestó, sorprendiéndole la opinión que Connie tenía del que fue su pretendiente.


—Era horrible —Connie levantó su raqueta y apuntó con ella al extremo opuesto de donde Paula estaba—. Cambiamos de pista.


—¿Por qué?


—Porque la última pelota se te fue a la red y te gané el set.


—¿Tan pronto?


—Normalmente se tarda más en jugar un set, pero eso es cuando el otro jugador logra devolver la pelota. Como ellos —puntualizó, indicando a los chicos que estaban en la pista de al lado.


Paula miró a los chicos que estaba jugando un partido de dobles.


—No tienen que jugar en toda la pista como yo —protestó Paula, mientras cambiaba de pista.


Connie dio un suspiro tan fuerte que se oyó en toda pista.


Era sábado por la tarde y Connie había accedido a ayudarla a mejorar su juego. Probablemente, estaría arrepentida de haber dedicado la tarde a su jefa.


—Yo saco —dijo Connie, mostrándole las bolas.


—Ya sé cómo son —le dijo Paula, desesperada.


—Te las enseño porque hemos cambiado de pelotas y se supone que es lo que tengo que hacer.


—¿Y yo qué tengo que hacer? —se le habían escapado demasiados detalles del tenis cuando tenía nueve años.


—Lo único que tienes que hacer es devolverme la pelota.


Pero Paula sabía que no era así de sencillo. No sólo tenía que acertar a pegarle a la pelota, sino que además tenía que pasarla por encima de la red. Por lo menos de eso sí que se acordaba.



CENICIENTA: CAPITULO 16




Paula no cabía en sí de gozo. El destino la había librado de la doctora Jeanette. Por una parte, le dio pena el paciente, pero por otra se alegró de que Jeanette fuera una persona tan comprometida con su profesión.


—Así que te gustan los conciertos —le dijo Pedro, mientras le ofrecía el vaso.


—Sí —contestó, mientras daba un sorbo. En aquel mismo instante las luces empezaron a apagarse—. Vaya hombre, qué pronto se acaba el intermedio.


—No te preocupes. Es sólo el primer aviso. Nos quedan cinco minutos —le dijo Pedro en tono despreocupado.


Paula se relajó y sonrió.


Estaba tan contenta de estar allí, a su lado, rodeada de todos aquellos amantes de la música clásica. Gracias a Connie y a Marcos, Paula sabía que no desmerecía entre todos aquellos patrocinadores del arte. Al lado de un guapo acompañante, codeándose con la flor y nata de Houston. No podía pedir más.


Pedro estaba a punto de llevarse el vaso a la boca, cuando la miró a los ojos. Sin devolverle la sonrisa, la miró, como si se hubiera dado cuenta de algo extraño en su expresión.


Paula se quedó sin respiración, incapaz de ponerle un nombre al sentimiento que surgía cada vez con más fuerza dentro de ella.


Su mirada se concentró en su cara, luego le miró los labios, antes de apoyar el borde del vaso. Mientras bebía, siguió mirándola.


Su expresión no había cambiado en ningún momento, pero Paula se dio cuenta que estaba pasando algo. Era la forma que la miraba, como si se acabara de dar cuenta de algo que antes no había visto en ella.


Paula dio un trago de coca cola. Las burbujas le hicieron cosquillas en la lengua, como si estuviera bebiendo champán del más caro, o como ella se imaginaba sería si estuviera bebiendo champán. Tuvo que esforzarse para que no le diera la risa tonta.


—¿Has venido sola, Paula? —le preguntó Pedro, con una voz un tanto ronca.


—Sí —le respondió.


—Siéntate la segunda parte conmigo —no era una petición.


Paula sintió un cosquilleo por toda la espalda. 


Las luces se apagaron y encendieron otra vez. Pedro extendió la mano. Paula se acercó. 


Le quitó el vaso de las manos, lo puso en una bandeja y la otra mano la colocó en su espalda.


Paula estuvo a punto de ronronear. Pero aprovechó la ocasión para acercarse un poco más a él, tan cerca que podía sentir el calor corporal a través de su traje negro. Tan cerca como para comprobar lo bien que le quedaba. 


Un escalofrío recorrió su cuerpo.


—¿Tienes frío? —le preguntó, inclinándose un poco, para decírselo al oído. Sintió su aliento en el cuello y en los hombros.


—Un poco —le dijo, mientras tomaban asiento.


—Algunas veces, ponen el aire acondicionado muy alto —Pedro le frotó con sus dos manos una de ella y no la soltó, ni cuando las luces empezaron a apagarse y los músicos se colocaron en sus sitios.


Paula podría haberle dejado la mano para siempre, pero prefirió aplaudir, como el resto del auditorio hizo, cuando entró el director y se colocó en su podio.


Paula se dispuso a perderse en sus fantasías, pero la orquesta no colaboró. En vez de seguir con el tono romántico de la primera parte, la segunda parte comenzó con los instrumentos de percusión.


El público pareció entrar en trance. Paula estaba aburrida.


Ni siquiera el hecho de que Pedro estuviera a sólo unos centímetros de ella, podía impedir que los párpados se le cerraran. Por fortuna, cada vez que estaba a punto de cerrarlos completamente, un instrumento nuevo entrada de forma estridente. Aquello no era música.


Sin mover la cabeza, Paula trató de ver lo que estaba haciendo Pedro, por el rabillo del ojo. 


Estaba mirando el escenario, con una mano en el mentón. ¿Cómo podría gustarle aquello?


Paula dio la vuelta al programa, tratando de que le diera un poco la luz, para así poder leerlo. 


Moderno 3. ¿Qué querría decir aquello?


Transcurridos unos minutos el ruido cesó, aunque Paula se preguntaba cómo podía saber el público que la pieza había terminado. Pero eso debía ser lo que había ocurrido, porque todos estaban aplaudiendo a rabiar. Seguro que expresaban así su felicidad porque hubiera terminado.


Pedro se había levantado. A los pocos segundos, Paula le imitó.


—¡Magnífico, magnífico! —empezó a aplaudir cada vez más fuerte, mientras el director saludaba al público.


Paula oyó que la gente gritaba unos bravos y se dio cuenta que Pedro había unido su voz a la de los demás. Paula estaba aplaudiendo por educación. Se había puesto de pie, por la misma razón, pero no estaba dispuesta a gritar bravo por una música que era como el sonido de su coche cuando le echaba gasolina más barata para ahorrar dinero.


Por fin, pudieron sentarse de nuevo.


—Esto te pone los pelos de punta, ¿no crees?


—Sí, sí —por lo menos estaba segura de que no se iba a quedar dormida.


Pedro se acomodó en su asiento y puso su brazo sobre el respaldo del de Paula. Si se movía sólo unos milímetros a su izquierda y echaba para atrás un poco la cabeza, Paula podría sentir su brazo sobre su cuello. Suspiró.


Pedro debió darse cuenta, porque sonrió y le puso la mano en el hombro, mientras la orquesta empezó la última parte.


Era un momento raro, pero perfecto. Paula sintió un nudo en la garganta, al pensar en lo afortunada que era al poder vivir aquel momento mágico. Estaba dispuesta a soportar aquel sonido a maquinaria rota si aquello inspiraba a Pedro de aquella manera.


El concierto finalizó demasiado pronto. En aquella ocasión, Paula aplaudió con fuerza, para que volvieran a tocar y así poder estar un poco más de tiempo al lado de Pedro.


El director se colocó de nuevo en el podio, dio unos golpes con la batuta y la orquesta empezó a tocar la marcha de John Philip Sousa, que incluso Paula reconocía. No era la música más apropiada para un momento romántico, pero logró sacar una sonrisa a Paula y al resto del público.


—Un gran concierto —dijo Pedro, cuando se levantó—. ¿Qué te ha parecido el Moderno 3?


Paula estuvo a punto de contestarle que seguro que no la iba a tararear al día siguiente. Era evidente que a él sí le había gustado. De haber estado un poco más segura de sí misma, le hubiera respondido no era la música que más le gustaba. Intentó pensar en las palabras adecuadas.


—A mí, me ha parecido... —¿aburrida? Aquélla no era una respuesta sofisticada. Recordó la conversación que habían mantenido unas clientes en su tienda y reprodujo uno de sus comentarios—, intrigantemente agitada —claro que ellas hablaban de arte y no de música.


—Sí —a Pedro pareció sorprenderle aquella observación—. ¡Eso es! —le sonrió—. También tú me intrigas a mí. Paula.


—Siempre y cuando no te agite...


Pedro empezó a reír a carcajadas.


—No creo.


Salieron de sus asientos y caminaron hacia la escalera, rodeados de público, comentando el concierto.


—¿Oye, por qué no hablamos de tus ideas la semana que viene, mientras jugamos un partido de tenis?


—¿Tenis?


—¿Juegas al tenis?


—Me encanta el tenis —respondió Paula.


La estaba invitando a quedar con él.


—Miraré en mi agenda y te dejo un mensaje en el hotel.


Paula se sintió descorazonada. No iba a estar en el hotel, pero a lo mejor, haciendo un esfuerzo, podría hospedarse el siguiente jueves, y poder ir al gimnasio.


—Deja un mensaje, aunque estaré de viaje —a la tienda, entre todo el tráfico de Houston.


—¿Te vas de compras? —preguntó Pedro.


Paula asintió, porque era lo más fácil.


—¿Por cuánto tiempo?


—Un par de días —dijo Paula—. Depende de la suerte que tenga.


Cuando salieron del teatro, se fueron hacia el aparcamiento. Paula confió en que él no la acompañara a su coche.


Cuando estaba en el segundo sótano, Paula se detuvo.


—Mi coche está aquí.


—Te acompañaré a...


—No, no —protestó Paula—. Está ahí al lado —dijo, apuntando con la mano a una dirección inconcreta, confiando en que hubiera un coche gris cerca.


—No me importa —dijo Pedro, abriéndole la puerta, pero Paula movió la cabeza.


—De verdad, ve tú delante, así vas abriendo camino.


—Paula... —Pedro tenía una expresión decidida y de asombro.


Paula le puso la mano en su brazo y la puerta se cerró.


—Me ha encantado estar a tu lado en el concierto. Quizá tengamos la ocasión de asistir a otro juntos —añadió.


—Me encantaría —le dijo, en un tono sincero, al tiempo que retrocedía un paso, para dejar a la gente pasar.


Toda aquella gente y los humos de los tubos de escape de los coches parecieron desaparecer cuando los dos se miraron a los ojos. Por unas décimas de segundo, Paula pensó que la iba a besar, pero alguien le empujó y Pedro retrocedió unos pasos.


—¿Nos vemos el martes o el miércoles, para jugar al tenis? —le volvió a abrir la puerta y el aire húmedo de la noche los envolvió.


—De acuerdo —Paula intentó poner todo el entusiasmo que pudo en su contestación. Cuando ya se dirigía a su coche, se volvió y añadió—. Es mejor que sepas que hace mucho tiempo que no juego.


—No te preocupes, no me emplearé a fondo —dijo él, justo antes de que las puertas se cerraran.


Paula le dijo adiós con la mano y mantuvo la sonrisa, hasta que se dio la vuelta y se encaminó a su coche. A partir de ese momento, le entró el pánico.


No era que no hubiera jugado hace tiempo al tenis, el problema era que no había jugado casi nunca.


La última vez que tuvo una raqueta en las manos fue en el campamento de verano al que le llevaron sus padres cuando tenía nueve años.


Pero seguro que podría aprender lo básico practicando un poco.