miércoles, 11 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 16




Paula no cabía en sí de gozo. El destino la había librado de la doctora Jeanette. Por una parte, le dio pena el paciente, pero por otra se alegró de que Jeanette fuera una persona tan comprometida con su profesión.


—Así que te gustan los conciertos —le dijo Pedro, mientras le ofrecía el vaso.


—Sí —contestó, mientras daba un sorbo. En aquel mismo instante las luces empezaron a apagarse—. Vaya hombre, qué pronto se acaba el intermedio.


—No te preocupes. Es sólo el primer aviso. Nos quedan cinco minutos —le dijo Pedro en tono despreocupado.


Paula se relajó y sonrió.


Estaba tan contenta de estar allí, a su lado, rodeada de todos aquellos amantes de la música clásica. Gracias a Connie y a Marcos, Paula sabía que no desmerecía entre todos aquellos patrocinadores del arte. Al lado de un guapo acompañante, codeándose con la flor y nata de Houston. No podía pedir más.


Pedro estaba a punto de llevarse el vaso a la boca, cuando la miró a los ojos. Sin devolverle la sonrisa, la miró, como si se hubiera dado cuenta de algo extraño en su expresión.


Paula se quedó sin respiración, incapaz de ponerle un nombre al sentimiento que surgía cada vez con más fuerza dentro de ella.


Su mirada se concentró en su cara, luego le miró los labios, antes de apoyar el borde del vaso. Mientras bebía, siguió mirándola.


Su expresión no había cambiado en ningún momento, pero Paula se dio cuenta que estaba pasando algo. Era la forma que la miraba, como si se acabara de dar cuenta de algo que antes no había visto en ella.


Paula dio un trago de coca cola. Las burbujas le hicieron cosquillas en la lengua, como si estuviera bebiendo champán del más caro, o como ella se imaginaba sería si estuviera bebiendo champán. Tuvo que esforzarse para que no le diera la risa tonta.


—¿Has venido sola, Paula? —le preguntó Pedro, con una voz un tanto ronca.


—Sí —le respondió.


—Siéntate la segunda parte conmigo —no era una petición.


Paula sintió un cosquilleo por toda la espalda. 


Las luces se apagaron y encendieron otra vez. Pedro extendió la mano. Paula se acercó. 


Le quitó el vaso de las manos, lo puso en una bandeja y la otra mano la colocó en su espalda.


Paula estuvo a punto de ronronear. Pero aprovechó la ocasión para acercarse un poco más a él, tan cerca que podía sentir el calor corporal a través de su traje negro. Tan cerca como para comprobar lo bien que le quedaba. 


Un escalofrío recorrió su cuerpo.


—¿Tienes frío? —le preguntó, inclinándose un poco, para decírselo al oído. Sintió su aliento en el cuello y en los hombros.


—Un poco —le dijo, mientras tomaban asiento.


—Algunas veces, ponen el aire acondicionado muy alto —Pedro le frotó con sus dos manos una de ella y no la soltó, ni cuando las luces empezaron a apagarse y los músicos se colocaron en sus sitios.


Paula podría haberle dejado la mano para siempre, pero prefirió aplaudir, como el resto del auditorio hizo, cuando entró el director y se colocó en su podio.


Paula se dispuso a perderse en sus fantasías, pero la orquesta no colaboró. En vez de seguir con el tono romántico de la primera parte, la segunda parte comenzó con los instrumentos de percusión.


El público pareció entrar en trance. Paula estaba aburrida.


Ni siquiera el hecho de que Pedro estuviera a sólo unos centímetros de ella, podía impedir que los párpados se le cerraran. Por fortuna, cada vez que estaba a punto de cerrarlos completamente, un instrumento nuevo entrada de forma estridente. Aquello no era música.


Sin mover la cabeza, Paula trató de ver lo que estaba haciendo Pedro, por el rabillo del ojo. 


Estaba mirando el escenario, con una mano en el mentón. ¿Cómo podría gustarle aquello?


Paula dio la vuelta al programa, tratando de que le diera un poco la luz, para así poder leerlo. 


Moderno 3. ¿Qué querría decir aquello?


Transcurridos unos minutos el ruido cesó, aunque Paula se preguntaba cómo podía saber el público que la pieza había terminado. Pero eso debía ser lo que había ocurrido, porque todos estaban aplaudiendo a rabiar. Seguro que expresaban así su felicidad porque hubiera terminado.


Pedro se había levantado. A los pocos segundos, Paula le imitó.


—¡Magnífico, magnífico! —empezó a aplaudir cada vez más fuerte, mientras el director saludaba al público.


Paula oyó que la gente gritaba unos bravos y se dio cuenta que Pedro había unido su voz a la de los demás. Paula estaba aplaudiendo por educación. Se había puesto de pie, por la misma razón, pero no estaba dispuesta a gritar bravo por una música que era como el sonido de su coche cuando le echaba gasolina más barata para ahorrar dinero.


Por fin, pudieron sentarse de nuevo.


—Esto te pone los pelos de punta, ¿no crees?


—Sí, sí —por lo menos estaba segura de que no se iba a quedar dormida.


Pedro se acomodó en su asiento y puso su brazo sobre el respaldo del de Paula. Si se movía sólo unos milímetros a su izquierda y echaba para atrás un poco la cabeza, Paula podría sentir su brazo sobre su cuello. Suspiró.


Pedro debió darse cuenta, porque sonrió y le puso la mano en el hombro, mientras la orquesta empezó la última parte.


Era un momento raro, pero perfecto. Paula sintió un nudo en la garganta, al pensar en lo afortunada que era al poder vivir aquel momento mágico. Estaba dispuesta a soportar aquel sonido a maquinaria rota si aquello inspiraba a Pedro de aquella manera.


El concierto finalizó demasiado pronto. En aquella ocasión, Paula aplaudió con fuerza, para que volvieran a tocar y así poder estar un poco más de tiempo al lado de Pedro.


El director se colocó de nuevo en el podio, dio unos golpes con la batuta y la orquesta empezó a tocar la marcha de John Philip Sousa, que incluso Paula reconocía. No era la música más apropiada para un momento romántico, pero logró sacar una sonrisa a Paula y al resto del público.


—Un gran concierto —dijo Pedro, cuando se levantó—. ¿Qué te ha parecido el Moderno 3?


Paula estuvo a punto de contestarle que seguro que no la iba a tararear al día siguiente. Era evidente que a él sí le había gustado. De haber estado un poco más segura de sí misma, le hubiera respondido no era la música que más le gustaba. Intentó pensar en las palabras adecuadas.


—A mí, me ha parecido... —¿aburrida? Aquélla no era una respuesta sofisticada. Recordó la conversación que habían mantenido unas clientes en su tienda y reprodujo uno de sus comentarios—, intrigantemente agitada —claro que ellas hablaban de arte y no de música.


—Sí —a Pedro pareció sorprenderle aquella observación—. ¡Eso es! —le sonrió—. También tú me intrigas a mí. Paula.


—Siempre y cuando no te agite...


Pedro empezó a reír a carcajadas.


—No creo.


Salieron de sus asientos y caminaron hacia la escalera, rodeados de público, comentando el concierto.


—¿Oye, por qué no hablamos de tus ideas la semana que viene, mientras jugamos un partido de tenis?


—¿Tenis?


—¿Juegas al tenis?


—Me encanta el tenis —respondió Paula.


La estaba invitando a quedar con él.


—Miraré en mi agenda y te dejo un mensaje en el hotel.


Paula se sintió descorazonada. No iba a estar en el hotel, pero a lo mejor, haciendo un esfuerzo, podría hospedarse el siguiente jueves, y poder ir al gimnasio.


—Deja un mensaje, aunque estaré de viaje —a la tienda, entre todo el tráfico de Houston.


—¿Te vas de compras? —preguntó Pedro.


Paula asintió, porque era lo más fácil.


—¿Por cuánto tiempo?


—Un par de días —dijo Paula—. Depende de la suerte que tenga.


Cuando salieron del teatro, se fueron hacia el aparcamiento. Paula confió en que él no la acompañara a su coche.


Cuando estaba en el segundo sótano, Paula se detuvo.


—Mi coche está aquí.


—Te acompañaré a...


—No, no —protestó Paula—. Está ahí al lado —dijo, apuntando con la mano a una dirección inconcreta, confiando en que hubiera un coche gris cerca.


—No me importa —dijo Pedro, abriéndole la puerta, pero Paula movió la cabeza.


—De verdad, ve tú delante, así vas abriendo camino.


—Paula... —Pedro tenía una expresión decidida y de asombro.


Paula le puso la mano en su brazo y la puerta se cerró.


—Me ha encantado estar a tu lado en el concierto. Quizá tengamos la ocasión de asistir a otro juntos —añadió.


—Me encantaría —le dijo, en un tono sincero, al tiempo que retrocedía un paso, para dejar a la gente pasar.


Toda aquella gente y los humos de los tubos de escape de los coches parecieron desaparecer cuando los dos se miraron a los ojos. Por unas décimas de segundo, Paula pensó que la iba a besar, pero alguien le empujó y Pedro retrocedió unos pasos.


—¿Nos vemos el martes o el miércoles, para jugar al tenis? —le volvió a abrir la puerta y el aire húmedo de la noche los envolvió.


—De acuerdo —Paula intentó poner todo el entusiasmo que pudo en su contestación. Cuando ya se dirigía a su coche, se volvió y añadió—. Es mejor que sepas que hace mucho tiempo que no juego.


—No te preocupes, no me emplearé a fondo —dijo él, justo antes de que las puertas se cerraran.


Paula le dijo adiós con la mano y mantuvo la sonrisa, hasta que se dio la vuelta y se encaminó a su coche. A partir de ese momento, le entró el pánico.


No era que no hubiera jugado hace tiempo al tenis, el problema era que no había jugado casi nunca.


La última vez que tuvo una raqueta en las manos fue en el campamento de verano al que le llevaron sus padres cuando tenía nueve años.


Pero seguro que podría aprender lo básico practicando un poco.




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