jueves, 12 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 19
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Pedro, saludando a Paula con un beso en la mejilla.
¡La había besado! Se sintió emocionada. Pero, por otra parte, pensó que tampoco era para tanto.
—Compré algunos vestidos —le informó, feliz de decirle por primera vez algo que era totalmente cierto—. Es una de las épocas más ajetreadas de la temporada.
—Entonces, soy doblemente afortunado de que hayas podido venir a jugar conmigo.
Paula lo miró y casi se derrite. Cuando entraron en las pistas de tenis del hotel, Paula se dio cuenta de que Pedro la estaba mirando.
Gracias a Dios había llegado un poco tarde, porque Marcos se había entretenido arreglándole el pelo. Se lo había recogido en una coleta, cuando Connie se fijó en ella y le dijo algo a su novio. Marcos dijo algo sobre su frente y decidió dejárselo suelto.
Paula era la forma sobre la sustancia. Pedro era la forma y la sustancia. Especialmente la sustancia. Estaba impresionante con su camiseta blanca y las dos muñequeras en sus brazos. ¿En qué momento le iba a decir que no se preocupara, que no iba a sudar en todo el juego?
Paula se colocó la bolsa en el hombro. A lo mejor si se concentraba de verdad en la pelota, como Connie le había dicho, lograba devolver algunos tantos.
Pedro estaba diciéndole algo a lo que ella respondía sólo con monosílabos.
—... buena raqueta. ¿Cuánto tiempo llevas jugando?
—No mucho —aunque el sol calentaba, ella sintió un escalofrío. Connie tenía razón. Se lo tendría que haber confesado a Pedro—. La verdad es que no sé jugar muy bien.
—Ya —le dijo Pedro sonriendo, mostrándole unos dientes tan blancos como su camisa—. Cada vez que alguien me dice eso, sé que voy a tener que correr.
Cuando llegaron a la línea divisoria de las dos pistas, dejaron sus bolsas en un banco. En la pista de al lado había una pareja. Cuando Paula sacó la raqueta, el hombre se colocó detrás de la mujer, agarró la raqueta y le demostró cómo había que dar un revés. Una y otra vez, practicaron juntos. Le estaba enseñando a jugar al tenis. Los dos estaban muy pegados.
Ésa habría sido la solución más sencilla. Le tendría que haber dicho que no sabía jugar al tenis, pero que le encantaría aprender. “¿Por qué no me enseñas, tú?” A los hombres siempre les encantaba demostrar su superioridad.
Le quitó la funda a la raqueta. Como era de segunda mano, seguro que Pedro se fijaba en los arañazos que tenía y pensaba que se los había hecho ella.
—¿Puedo probarla? —le preguntó Pedro, estirando la mano.
Ella se la dio y se quedó observando cómo comprobaba su peso y equilibrio. A continuación, trazó un golpe en el aire, que la dejó boquiabierta.
No tenía nada que hacer.
—Buena raqueta —comentó él, devolviéndosela.
Paula sonrió y agarró la raqueta, notando el calor que había dejado su mano. La de ella estaba helada como el hielo.
Pedro sacó un bote con pelotas y tiró de la anilla. Paula oyó el sonido que hizo la lata cuando se llenó de aire, antes de percibir el olor a goma. Aquello estaba ocurriendo de verdad, y no podía hacer nada por evitarlo.
—¿Cara o cruz? —le preguntó Pedro, colocándose la raqueta en la cabeza.
—¿Cara? —¿a qué diablos se referiría?
Pedro lanzó hizo girar la raqueta y cayó a la pista.
—Cara dijo, levantándola—. ¿Sacas o eliges la pista?
—Te dejaré que saques tú primero—dijo Paula, empezando a temblar.
Qué más daba, si no iba a pasar ninguna bola por encima de la red.
Se dio la vuelta, cerró los ojos y se dirigió a su pista. “Tengo que conseguirlo. Lo único que hay que hacer es devolver la pelota”.
Pero, desgraciadamente, o por fortuna, Paula estaba tan concentrada, que se olvidó de abrir los ojos y cuando se dio cuenta, estaba en el suelo, donde fue después de haber tropezado con algo.
—¡Paula!
Paula levantó la cabeza y logró girarla, momento en el que vio que Pedro se dirigía corriendo hacia ella. Cuando llegó, se colocó a su lado.
—¿Estás bien?
—Creo que sí —aparte de estar avergonzada y haberse puesto perdida, no le dolía nada.
—Fíjate en esa grieta —Pedro dijo, disgustado—. Tendrían que mantener estas pistas en mejores condiciones —se agachó y la ayudó a levantarse.
Pegada como estaba al cuerpo de Pedro, Rose decidió no precipitarse diciendo que no se había hecho daño. Hizo algunos movimientos con el codo y se limpió las manos. Pedro se las agarró y le miró las palmas. Tenía algunos arañazos, pero sólo uno parecía estar a punto de sangrar.
Él se lo acarició.
—Has tenido suerte —le dijo, sonriendo.
—Sí, he tenido suerte —suspiró ella.
Tenía la cara pegada a la de ella. Paula ni se movió. No quería que nada estropeara aquel momento, que no terminara nunca. Quería que Pedro se quedara allí a su lado, para siempre.
La opresión en su pecho le dificultaba la respiración. El corazón le latía con fuerza y los brazos le temblaban. ¿Podría notar él aquel temblor?
Pedro levantó una mano y le acarició la mejilla con los nudillos.
—Te has quedado con parte de la pista en la cara.
—No me sorprende —le respondió, mientras ella se limpiaba el otro lado.
—¿Y cómo sientes el resto del cuerpo? —Pedro se inclinó y le agarró de los tobillos.
—¿Te duele? —le preguntó.
—No.
—¿Y aquí?
—No, no. De verdad, estoy bien.
—¿Quieres intentar ponerte de pie?
Paula asintió y Pedro la agarró por la cintura.
Ella se apoyó en su hombro. Era un hombre sólido y fuerte. Se sintió muy femenina. Le encantaba estar cerca de él y quiso prolongar ese momento.
—Apóyate poco a poco sobre ese pie —dijo Pedro, cuando se incorporó.
Ella obedeció y fue apoyándolo poco a poco, no queriendo que se apartara de ella. ¿Por qué no se atrevería a darle un beso en la boca y acabar con todo aquel juego? ¿Cuándo llegaría ese momento?
Nunca antes se había sentido de aquella manera, y menos con Horacio, por supuesto.
Cada vez que lo miraba le entraban ganas de comérselo a besos.
Por desgracia, cuando empezaran a jugar al tenis, toda aquella magia se habría desvanecido.
Sobre todo, cuando él viera su juego.
Cuando ella apoyó la pierna completamente en el suelo, él la soltó y retrocedió un paso.
—¿Estás bien?
—Mmm —no pudo responder de otra manera, ni tampoco se atrevió a mirarlo a los ojos.
—Intenta caminar.
Él le agarró de la mano, en el mismo instante en que ella empezó a dar el primer paso. Al sentir el contacto de su mano, ella suspiró.
—Lo sabía. Tú no estás bien, pero quieres convencerme de que sí lo estás.
—Pedro, de verdad que...
—No discutas —le puso la mano sobre el hombro y la ayudó a sentarse en el banco—. Y se acabó el tenis por hoy.
—¿No jugamos al tenis?
—No.
¡No jugamos al tenis!
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