martes, 2 de julio de 2019
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 43
Sin revelar la sorpresa que tenía preparada, Pedro le masajeó la parte delantera de los hombros y el torso. Ignoró los senos y el suspiro de desilusión de ella. Esa vez sí que no pudo contener una risa maliciosa mientras le aplicaba más bronceador sobre las costillas y el vientre. Continuó bajando hasta la zona suave y vulnerable de su pubis. Ella se arqueó instintivamente, pero él no le concedió la caricia que ella ansiaba. En lugar de eso siguió masajeándole las piernas hasta los dedos de los pies.
—No tienes ninguna gracia —murmuró ella, medio divertida, medio frustrada.
—Sí que la tengo, de hecho soy muy gracioso.
—¿Sí? Pues siento decirte que te has olvidado de algunos puntos.
Él comenzó a besarla por las piernas y fue subiendo.
—¿Y qué puntos son ésos?
Ella se revolvió un poco y elevó la cadera conforme él subía los besos por sus muslo, su cadera y llegaba a su vientre. Paula gimió.
—Pedro... —dijo ella y hundió su mano en el pelo de él.
Él ignoró su ruego. Paula suspiró impaciente y le quitó la camisa con ansia. Luego comenzó a desabrocharle el pantalón.
Él chasqueó la lengua.
—Aún no, señorita, no he terminado de untarte de bronceador.
—Déjate de bromas. Las partes con la piel más sensible de mi cuerpo no han recibido protección. Podrían quemarse por la luz de la luna.
Él la miró y vio su expresión desafiante. Pero él no tenía ninguna intención de desafiarla.
Paseó su mirada hambrienta sobre el cuerpo de ella y se quedó atrapado en sus senos, coronados por los pezones oscuros y duros.
Entonces sacó de su escondite la otra jarra.
—Esto requiere una loción mucho más especial —dijo él mientras abría la tapa.
Sin avisar, derramó la mezcla con olor a crema irlandesa y licor de caramelo sobre los senos de ella, bañándola en el espeso líquido.
—Creo que esto va a gustarme —comentó él y se preguntó si ella se habría dado cuenta de con qué la estaba untando.
Sin decir nada más, se inclinó sobre uno de sus senos y tomó el cremoso pezón en su boca. Lo chupó y lo lamió mientras el sabor de la crema irlandesa y el licor de caramelo se fundían con el sabor de la propia Paula.
—Oh, Dios mío —gimió ella.
—Esto sí que está resbaladizo —dijo él con una risita.
—Eres malo.
—Y tú estás toda pringosa.
Pedro dejó de hablar y se concentró en saborear cada gota del cóctel sobre los senos de ella. Paula comenzó a gemir y a retorcerse ante cada movimiento de su boca y de su lengua.
—Creo que tus pezones están algo más que resbaladizos —dijo él continuando su paseo hasta el centro de su pecho.
Entonces agarró la jarra de nuevo y derramó un poco de líquido desde su vientre hasta los sedosos rizos entre sus piernas. Ella se retorció con tanta fuerza, que casi se cayó de la tumbona.
—Pedro, estás volviéndome loca.
—Bien —dijo él, recordando que ella llevaba volviéndole loco casi diez años—. Vaya, parece que aquí está muy pegajoso. Voy a tener que lamer a conciencia cada rincón.
—¿Cada rincón?
—Eso es —dijo él, y fue limpiando el rastro del líquido hasta llegar entre sus piernas.
Sin detenerse, continuó lamiéndola aplicadamente... hasta que ella tuvo un orgasmo justo sobre su lengua.
—¡Oh, sí! —gritó ella, estremeciéndose y moviendo la cabeza de puro gozo—. Me gusta mucho cómo haces eso.
—Entonces te va a encantar lo que voy a hacer a continuación.
Loco de deseo por poseerla, él se bajó los pantalones y se puso un preservativo. Paula abrió las piernas invitándolo a entrar.
Y Pedro se hundió en ella.
Qué bueno... Ella estaba tan húmeda y tan caliente y resultaba tan acogedora...
Paula se unió al ritmo de él y enlazó sus piernas alrededor de sus caderas y sus brazos alrededor de su cuello.
—No puedo creer que hayas hecho todo esto —le dijo ella y lo besó en el cuello—. Gracias.
—No tienes por qué darlas, es un auténtico placer. Paula, es tan fabuloso sentirte cerca... —dijo él deleitándose en la sensación de sus cuerpos unidos.
Bajaron el ritmo mientras intercambiaban besos profundos y húmedos y caricias tiernas. Y por fin, con un grito gutural hacia la luna llena, Pedro los llevó a los dos más allá del límite.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 42
Pedro había estado pensando cómo hacer realidad la fantasía de Paula de tomar el sol desnuda en el jardín, pero nunca era posible.
Siempre había alguien cerca, o la posibilidad de que lo hubiera, ya fuera un cliente del bar, Dina, Zeke o los empleados de la librería. Podían mirar por la ventana en cualquier momento y ver lo que estaba sucediendo en el jardín, aunque estuviera vallado.
Y él no quería que nadie viera a Paula tomar el sol desnuda. Sólo la vería él.
Así que había modificado un poco las cosas.
Porque, aunque durante el día había mucha gente por los alrededores, por la noche se quedaban los dos a solas. Había esperado al domingo, ya que el bar cerraba a las doce de la noche en lugar de a las dos de la madrugada.
Sólo esperaba que un baño de luna fuera un sustituto suficientemente bueno para un baño de sol.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella emocionada, dejándose arrastrar por él hacia las escaleras.
—Ahora mismo lo verás.
Él había preparado las cosas con antelación, sabedor de que ella estaría demasiado ocupada para salir al exterior y descubrir la sorpresa.
Paula le había contado lo mucho que lamentaba tener un horario tan ajetreado. Le gustaba mucho salir al jardín de atrás sola y quedarse allí pensando, pero apenas tenía ocasión de hacerlo en los últimos tiempos.
Cuando Pedro lo visitó, comprendió por qué a ella le gustaba tanto. Era un oasis salvaje y enmarañado, algo que él nunca habría esperado encontrar en el centro del pueblo. Durante la semana, se había sentado allí un par de veces a observar a los colibríes alimentarse en las flores del jardín. Así que entendía que a ella le gustara refugiarse allí para pensar.
Esa noche pretendía que no fuera capaz de pensar. Quería que se perdiera en la sensualidad.
Pedro la rodeó por la cintura con un brazo y pasaron junto al erótico mural pintado en la pared.
—¿Vamos al aseo de señoras? —preguntó ella.
—No.
Llegaron a la puerta trasera y él la abrió e invitó a salir a Paula a la noche calurosa y húmeda.
Corría una suave brisa que aliviaba el bochorno y que les llevaba el aroma de la madreselva que trepaba por la pared.
Pedro se detuvo en las escaleras y contempló el jardín por la noche. Los densos arbustos sin podar crecían con múltiples formas. Las enredaderas y el musgo creaban la ilusión de que la pared de piedra estaba viva. Unos cuantos robles adultos sumían al lugar en sombras misteriosas. En una esquina había una estatua de Cupido y junto a ella una pila para pájaros que se fundía con la atmósfera del lugar.
Paula le había contado que el jardín había sido diseñado y mantenido por su abuela. A ella le parecía un paraíso abandonado, olvidado por casi todo el mundo. Por eso era un buen lugar para estar sola. Y por eso él suponía que le gustaba tanto a ella.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó ella al ver la tumbona plegable que él había colocado allí con anterioridad.
La silla estaba rodeada de vegetación y cubierta por una toalla de playa de vivos colores. En una pequeña mesa junto a ella había una jarra con limonada y dos vasos, un reproductor de CD y un bote de bronceador. Del reproductor salía una melodía lenta y sensual que inundaba la noche tranquila.
Él miró un momento la otra jarra que había llevado y que estaba oculta debajo de la tumbona. Pronto la necesitaría.
—No puedo creer que hayas montado todo esto —dijo ella acercándose a la tumbona.
—No puedes tomar el sol desnuda, pero ¿te servirá tomar la luna?
Por toda contestación, ella se quitó la camiseta con un movimiento lleno de gracia. Pedro la observó, olvidándose de respirar durante unos instantes. Ella se quitó el sujetador y lo lanzó al suelo.
Pedro se acarició la barbilla.
—Creo que la fantasía no era tomar el sol en topless. Creo recordar que decía algo de desnudarse completamente.
Paula soltó una carcajada, se quitó los zapatos y se bajó los pantalones. Él la observó maravillado. No importaba cuántas veces hubiera visto su cuerpo desnudo en la última semana, su visión siempre le emocionaba. Ella era perfecta: de curvas suaves, piel sedosa, senos generosos y piernas largas y torneadas.
Era la mujer de sus sueños.
Aunque él sospechaba que seguiría siendo la mujer de sus sueños dentro de treinta años, cuando su cuerpo ya no tuviera las mismas formas y sí más arrugas. Y quien sabe si, quizás, algunas señales de los hijos que quería tener con ella.
Pedro apartó aquellas imágenes de su mente.
Amaba a Paula y quería casarse con ella, pero no podía planteárselo hasta que no aclarara las cosas con ella del todo.
Y lo haría. Pero desde luego esa noche no.
—¿No me acompañas? —preguntó ella tumbándose e invitándolo con la mirada.
—Aún no —respondió él acercándose y agarrando el bote de bronceador—. Date la vuelta y deja que te unte la espalda.
Los ojos de ella brillaron de excitación y rápidamente hizo lo que él le decía. Se tumbó boca abajo y giró la cabeza hacia él para poder observarlo.
Él se detuvo un momento para contemplar la escultural línea de sus hombros, la suavidad de su piel, las curvas perfectas de sus glúteos. Le apartó el cabello a un lado y abrió el bote de bronceador.
—No quiero que te quemes —murmuró él.
—Creo que estaré ardiendo en llamas antes de que termine la noche.
Él rió suavemente.
—Eso espero.
Se untó las manos de loción bronceadora y esperó unos momentos para crear más expectación en ella. Finalmente, colocó sus manos sobre la espalda de ella. Paula gimió de placer con voz ronca y cerró los ojos mientras él la masajeaba suavemente en unas zonas, más fuerte en otras, aliviándole la tensión de los hombros y el cuello.
La piel de Paula absorbió rápidamente la loción, pero su aroma a coco se quedó en el ambiente. Eso, unido al olor de la madreselva, creaba una fiesta para los sentidos. Ése era el objetivo de aquella noche.
Pedro volvió a abrir la botella de bronceador y vertió su cremoso contenido directamente sobre la espalda de Paula. Ella gimió de placer ante el cambio de temperatura y de textura. Pedro le masajeó entonces las caderas, los glúteos y bajó por las piernas, deleitándose con los ronroneos de ella. Se detuvo un rato también en sus pies y luego le dijo que se diera la vuelta.
—Desde luego —contestó ella feliz.
Él ocultó su sonrisa. Sabía lo mucho que a ella le gustaba que la tocaran, y sobre todo dónde le gustaba que la tocaran. Sus senos eran especialmente sensibles... y él tenía algo más que la loción bronceadora para ellos.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 41
El grupo de música country que había contratado Paula para ese fin de semana no levantó tantas pasiones como el grupo de Pedro, pero eran buenos. Llevaban tres noches haciéndola bailar detrás de la barra mientras preparaba las copas que Dina le pedía sin descanso.
Paula se imaginó que el hecho de que los músicos fueran cuarentones y panzudos tenía que ver con que hubiera pocas mujeres jóvenes entre el público. Los conciertos eran buenos y entretuvieron a la audiencia que se congregó cada noche. Paula sirvió muchas copas, ganó muchas propinas e hizo felices a los amantes de la música country de Kendall.
Alfonso no demostró rechazo por todo aquello, lo que decía mucho en su favor. Ella había creído que, dada su pasión por el rock and roll, no le gustaría el country. Pero no le importaba escucharlo. Lo que detestaba era bailar en línea.
Paula lo descubrió el domingo por la noche, cuando intentó que lo acompañara a la pista de baile.
—Vamos, dales una alegría a las mujeres de la pista —dijo ella cuando él preguntó en qué podía ayudar.
—No lo dices en serio, ¿verdad? —le preguntó él.
—¿No te gusta la música country?
—Me gusta casi toda la música, excepto la ópera. La música country no está mal —respondió él—. Pero lo de bailar en línea es para los ancianos en los banquetes de boda.
Ella sonrió e hizo una seña hacia las mujeres jóvenes que estaban bailando.
—No todas son unas ancianas. Y llevan toda la noche comiéndote con los ojos. Vamos, alégrales la vista.
Él frunció el ceño.
—Antes me pondría un tanga y bailaría el mambo, que ponerme a bailar en línea.
—De acuerdo, tampoco quiero que les alegres tanto la vista —replicó ella.
Él esbozó una sonrisa traviesa.
Paula se giró hacia un cliente que esperaba que lo atendieran en el otro extremo de la barra y anotó su pedido. Luego dirigió una mirada pícara a Alfonso por encima de su hombro y comenzó a preparar el pedido.
—¿Qué tienes tú con la ropa interior femenina? —le preguntó.
Ella debería haber sabido que no debía provocarle. Alfonso se colocó justo detrás de ella, tan cerca, que las zonas más cálidas y duras de su parte frontal presionaban justo contra la espalda y el trasero de ella. Ella gimió en voz baja y sintió que las mejillas le ardían.
Pero él no se detuvo. En lugar de eso, le rodeó la cintura con un brazo y comenzó a besarle el cuello.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no te las he quitado a mordiscos esta semana porque quiero ponérmelas yo? —murmuró él con un gemido hambriento.
A juzgar por su carcajada, el hombre de la barra, un cliente habitual, oyó el comentario. Echó hacia atrás su sombrero vaquero y golpeó la barra con la palma de la mano.
—¡Vaya, vaya, Paula Chaves, creí que nunca vería llegar este día!
—¿Y qué día es ése, Earl? El día en que alguien ha confundido la mata que llevas debajo de tu gorro con cabello auténtico?
Él resopló, imposible de ofender.
—No. El día en que un hombre te pusiera tan nerviosa, que en vez de whisky con cola me sirvieras ginebra y Sprite.
Paula miró hacia abajo y vio horrorizada que, efectivamente, había preparado ese combinado tan poco apetecible. Cerró los ojos y murmuró:
—Lo siento. A la próxima invita la casa.
Earl se encogió de hombros, siempre con buen humor.
—No te preocupes. Merece la pena por verte mirar a alguien de la misma forma que los chicos te miran normalmente a ti.
Paula se puso nerviosa e intentó cambiar de tema.
—No sé a qué te refieres, Earl. Quizás ya has bebido suficiente por hoy. Será mejor que te controles un poco o no te serviré más copas.
El hombre le guiñó un ojo a Pedro.
—Tiene a todos los jóvenes babeando por ella, pero nunca les da una alegría —dijo y miró a Paula—. Da gusto ver que no tienes el corazón congelado, pequeña.
Paula hizo una mueca y deseó que el suelo la tragara. Acababan de acusarla de no tener corazón delante de su amante. Bueno, podría haber sido peor, podrían haberla tachado de mujerzuela.
—¡Salud! —exclamó Earl levantando la nueva copa que Paula le había preparado y regresando a su mesa.
—Será mejor que te andes con cuidado, Earl —le dijo ella—. O no te dejaré entrar a la fiesta de despedida del local el lunes.
Él se giró y la amenazó con el dedo.
—Ni lo sueñes, pequeña. Vendré a despedir al Chaves’s Pub aunque tenga que tirar la puerta para entrar.
Paula sonrió al hombre, que era un cliente fiel desde que su padre regentaba el bar, y asintió. Luego continuó sirviendo copas.
El resto de la noche pasó volando hasta que el grupo tocó la última canción y luego comenzó a recoger sus instrumentos. Paula se pasó la mano por la frente con gesto cansado mientras observaba salir a los últimos clientes, que se despidieron entre risas. Para ella algunos eran casi de la familia, como Earl. Era otra razón por la cual despedirse de La Tentación iba a ser tan duro.
—¿Estás bien? —le preguntó Alfonso cuando se quedaron a solas en el local, mientras recogían las sillas y barrían el suelo.
—Sí. Ha sido una buena noche.
—¿Has hecho mucha caja?
Ella se encogió de hombros.
—Desde luego, no una fortuna. Pero la sensación ha sido muy buena. ¿Sabes a lo que me refiero?
Él asintió lentamente.
—Sí, creo que sé de qué hablas. Existe una camaradería auténtica, ¿no es eso?
—Exactamente —dijo ella y sintió una opresión en el pecho—. Voy a echar mucho de menos a esta gente.
Él se acercó a ella.
—Ellos también van a echarte de menos.
Pedro la abrazó y le acarició el pelo, luego la espalda y los glúteos. La melancolía de Paula se transformó en otro tipo de tensión, una que sólo él sabía provocarle.
—¿Recuerdas la semana pasada, cuando me contaste algunas cosas que te gustaría hacer antes de cerrar este lugar para siempre?
Ella, medio aletargada, asintió.
—Sí, como bailar encima de la barra —dijo y suspiró soñadora—. Y hacer el amor en el escenario, bajo la luz de los focos. ¿Te he dicho lo mucho que me gustó eso?
—Creo que toda la calle se enteró de lo mucho que te gustó —dijo él con una risita maliciosa.
—Pues me parece que tú también gemiste bastante alto.
—No lo dudo. Pero volvamos a tus fantasías... —dijo él y la besó en la sien, en la mejilla, en la oreja.
Ella suspiró y comenzó a gemir cuando él bajó hasta el lóbulo de su oreja.
—¿Qué te parece si hacemos realidad otra de tus fantasías?
lunes, 1 de julio de 2019
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 40
Él le acarició el rostro con suavidad y lo levantó hacia sí. Ella lo miró a los ojos con expresión seria. Él no esperaba que ella se echara a llorar, ya que Paula no era de las que sentían pena de sí mismas; pero tampoco esperaba aquella falta total de emoción.
—Paula, tienes un potencial increíble y tienes todo el derecho del mundo a hacer todo lo que puedas para alcanzar tus sueños.
Ella abrió la boca para contestar, pero él la detuvo.
—No estoy presionándote para que hagas nada —continuó él—, y si quieres que encienda el motor y nos marchemos, lo haré. Pero desearía que quisieras pasear conmigo por el campus, un rato, para ver qué se siente.. Quizás entonces querrías rellenar la inscripción que te llegó por correo el otro día.
—¿La viste, eh?
—Sí. Y ya que tú pediste que te la enviaran, deduzco que te interesa. Entonces, ¿por qué no dar una vuelta por aquí y animarte a rellenarlo en lugar de esconderlo en el cajón de tu ropa interior?
Ella se cruzó de brazos y enarcó una ceja.
—¿Y tú qué buscabas en el cajón de mi ropa interior?
Él puso los ojos en blanco.
—Tu lavadora no funcionaba y yo me había quedado sin calzoncillos.
Ella rió y por fin se relajó.
—Pues si querías usar mis braguitas, podías al menos haberme preguntado.
—Olvídalo —dijo él inclinándose sobre ella y acariciándole el cuello con la boca—. Prefiero ir sin nada. Además, no debo usar tu ropa interior porque cada vez tienes menos.
Ella ladeó la cabeza y gimió. Él la imitó mientras seguía besándola en el cuello.
—Eso es porque alguien me la rompe cada noche —murmuró ella.
Él recorrió el camino hasta sus labios y por fin la besó allí, larga y dulcemente, con intención tanto de excitarla como de brindarle apoyo. Se separaron al oír vítores desde el exterior. Varios estudiantes los observaban.
—Bueno, ahora sí que encajas en la universidad —afirmó él.
Esperó la respuesta de ella conteniendo el aliento. Si ella le pedía que se marcharan, él lo haría, aunque sería una desilusión.
Por fin, ella asintió.
—De acuerdo. A ver cómo es este campus.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 39
Pedro estaba más furioso que nunca consigo mismo por permitirse aquella farsa. El asunto de la moto era ridículo, pero no más que el resto de la historia. Él tenía un BMW aparcado en un garaje a pocas manzanas de allí, era propietario de una casa de dos pisos muy lujosa en el pueblo de al lado, tenía un buen empleo y una cuenta corriente más que saludable... y estaba jugando a ser un desahuciado. «Lo que se hace por amor», pensó.
La palabra «amor» acudió a su cerebro con naturalidad.
Era cierto. Él amaba a Paula. No podía seguir intentando engañarse diciéndose que aquello era un enamoramiento que duraba desde el instituto, o que sólo era una historia sexual.
Aunque el viernes pasado hubiera sido la primera vez que hubiera visto a Paula, se habría enamorado de ella igualmente.
Paula Chaves alimentaba su alma, a eso se refería él cuando ella le había dicho que tenía que comer más. Y él empezaba a sentir que no volvería a sentirse completo si ella salía de nuevo de su vida.
Lo cual lo colocaba en una posición incómoda.
Él no quería continuar con su farsa, pero no sabía cómo reaccionaría ella cuando conociera la verdad. Seguramente lo echaría de su lado. Y eso sería un desastre para su vida amorosa.
Sería incluso peor para Paula, dado todo el trabajo que aún quedaba por hacer antes del cierre del local.
Él había hecho muchas cosas esa semana, pero no las suficientes, ni de lejos. Paula lo necesitaba a él y él también la necesitaba a ella, tenía que admitirlo. Y no estaba dispuesto a arriesgar eso al confesarle su mentira. Lo haría pronto, pero aún no.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella rompiendo el silencio dentro del coche.
—Es una sorpresa.
—¿Y voy a regresar a tiempo al bar a las cinco para atender a la multitud que vendrá esta noche?
Él asintió.
—Sí, estarás a tiempo.
No hablaron mucho durante el resto del camino.
Él entró en la autopista y Paula adivinó que se dirigían a Austin, pero no se imaginaba adónde en concreto. Intentó que él le diera alguna pista.
—¿Vamos al centro de tatuaje donde yo me hice el mío para que tú puedas hacerte otro igual?
Él resopló y negó con la cabeza.
—Lo siento, pero en este cuerpo no entran agujas a menos que contengan vacunas o calmantes recetados por el médico.
Ella fijó la mirada en el aro de su oreja y enarcó una ceja.
—¿Y entonces eso?
Pedro agarró el aro y tiró de él. El pendiente magnético saltó de su oreja y se quedó en su mano.
—¡Eres un mentiroso! —le espetó ella indignada.
Pedro rió ante su reacción.
—¿Crees que estoy tan loco como para permitir que alguien me agujeree innecesariamente el cuerpo? La hermana pequeña de Rodrigo y Jeremias creyó que el rebelde del grupo debía llevar un pendiente, así que me lo regaló.
—¡Eres un farsante! —dijo ella y rompió a reír—. La próxima vez que una mujer te tire su camiseta, quizás le diga que eres un farsante con un pendiente de mentira.
Un farsante, efectivamente. Eso era lo que él era, pensó Pedro. Se le tensó el cuerpo y su buen humor se desvaneció. Era fácil olvidar durante un rato que estaba fingiendo, pero la verdad siempre saltaba una y otra vez y le recordaba lo falso que estaba siendo. A saber lo que diría Paula cuando se enterara.
«A lo mejor se ríe, igual que ha hecho con el pendiente», se dijo, pero no se lo creía ni él.
Paula no pareció advertir que él estaba abstraído.
—Pues a mí el aro me parece muy sexy, tengas agujero en la oreja o no —afirmó.
Recogió el pendiente y se lo puso de nuevo a él con unas cuantas caricias y besos en el cuello y la oreja. Él gimió de placer.
—O regresas a tu asiento o voy a salirme de la carretera —le advirtió Pedro.
Ella casi ronroneó.
—Oh, sí, sexo en el coche en un área de descanso... —dijo. Colocó su mano sobre el muslo de él y la subió hacia su ingle.
Él ahogó otro gemido.
—Paula, quiero decir que si continúas así vamos a tener un accidente.
Eso no la detuvo, Paula continuó besando y lamiendo su cuello y acariciándole el muslo. Él le sujetó la mano.
—Ya es suficiente. Tenemos que llegar a un lugar.
—Entonces dime adónde vamos y me detendré.
Él vio la expresión traviesa del rostro de ella y supo que no sospechaba adónde se dirigían.
—Llegaremos allí enseguida.
—¿Y eso cuándo es?
—Eres implacable, ¿lo sabías?
Ella apartó su mano y asintió. Esperó a que él le dijera adónde iban, pero él no le dio ni una pista.
Al poco tiempo entraban en el campus de la universidad.
—¿Es aquí? —preguntó ella atónita—. ¿Me has traído a la universidad de Texas?
Exactamente. Paula había comentado que quería estudiar una carrera y él había visto el paquete con el formulario de inscripción que había recibido ella el lunes. Paula lo había escondido, como si le diera vergüenza que alguien lo viera, y casi ni lo había abierto. Pedro creía adivinar por qué: ella necesitaba un empujón, una muestra de apoyo, una razón para rellenar el formulario. Una razón para creer que podía cumplir sus sueños y hacer algo totalmente inesperado con su vida.
Pedro aparcó el coche junto al edificio de Administración. Como era verano, el lugar no estaba tan abarrotado como durante el curso normal y no tuvieron problemas para encontrar aparcamiento.
—¿Crees que parecerá que tenemos dieciocho años? —preguntó él apagando el motor.
Ella lo miró con escepticismo.
—Lo dudo. Aunque me inscribiera aquí, y tuviera dieciocho años, creo que seguiría destacando por rara.
Él agarró su mano y le dio un ligero apretón.
—Vas a destacar como una rubia despampanante y todos los estudiantes van a enamorarse de ti. No creas que no he pensado en eso, así que deberías premiarme por mi falta de celos, muestra de mi madurez —dijo él y la miró lascivamente—. Los favores sexuales son una recompensa de lo más adecuada.
Su broma no logró sacar a Paula de su repentino mal humor.
—No es sólo mi edad lo que me hace distinta.
—¿A qué te refieres?
Paula contempló el edificio a través de la ventanilla del coche, los campos de deportes, los estudiantes de los cursos de verano... Suspiró ruidosamente.
—Mi lugar está en un bar, sirviendo copas y defendiéndome de los pervertidos. No en una universidad —dijo ella en voz baja y sacudió la cabeza—. Y desde luego, no como profesora de instituto.
Aquella mujer llena de dudas era la Paula que prácticamente nadie conocía. Su imagen solía ser la de una mujer llena de confianza en sí misma, lo cual era lógico dado su buen aspecto, su atractiva personalidad y su agudo ingenio.
Pedro supo que en aquel momento estaba con la Paula desconocida para el mundo: la soñadora, la callada, la que dudaba de sus habilidades y de su propia inteligencia. La que a veces parecía tan sola.
Aquélla que él había descubierto contemplando absorta la hoguera tantos años atrás.
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