martes, 2 de julio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 42




Pedro había estado pensando cómo hacer realidad la fantasía de Paula de tomar el sol desnuda en el jardín, pero nunca era posible. 


Siempre había alguien cerca, o la posibilidad de que lo hubiera, ya fuera un cliente del bar, Dina, Zeke o los empleados de la librería. Podían mirar por la ventana en cualquier momento y ver lo que estaba sucediendo en el jardín, aunque estuviera vallado.


Y él no quería que nadie viera a Paula tomar el sol desnuda. Sólo la vería él.


Así que había modificado un poco las cosas. 


Porque, aunque durante el día había mucha gente por los alrededores, por la noche se quedaban los dos a solas. Había esperado al domingo, ya que el bar cerraba a las doce de la noche en lugar de a las dos de la madrugada.


Sólo esperaba que un baño de luna fuera un sustituto suficientemente bueno para un baño de sol.


—¿Adónde vamos? —preguntó ella emocionada, dejándose arrastrar por él hacia las escaleras.


—Ahora mismo lo verás.


Él había preparado las cosas con antelación, sabedor de que ella estaría demasiado ocupada para salir al exterior y descubrir la sorpresa.


Paula le había contado lo mucho que lamentaba tener un horario tan ajetreado. Le gustaba mucho salir al jardín de atrás sola y quedarse allí pensando, pero apenas tenía ocasión de hacerlo en los últimos tiempos.


Cuando Pedro lo visitó, comprendió por qué a ella le gustaba tanto. Era un oasis salvaje y enmarañado, algo que él nunca habría esperado encontrar en el centro del pueblo. Durante la semana, se había sentado allí un par de veces a observar a los colibríes alimentarse en las flores del jardín. Así que entendía que a ella le gustara refugiarse allí para pensar.


Esa noche pretendía que no fuera capaz de pensar. Quería que se perdiera en la sensualidad.


Pedro la rodeó por la cintura con un brazo y pasaron junto al erótico mural pintado en la pared.


—¿Vamos al aseo de señoras? —preguntó ella.


—No.


Llegaron a la puerta trasera y él la abrió e invitó a salir a Paula a la noche calurosa y húmeda. 


Corría una suave brisa que aliviaba el bochorno y que les llevaba el aroma de la madreselva que trepaba por la pared.


Pedro se detuvo en las escaleras y contempló el jardín por la noche. Los densos arbustos sin podar crecían con múltiples formas. Las enredaderas y el musgo creaban la ilusión de que la pared de piedra estaba viva. Unos cuantos robles adultos sumían al lugar en sombras misteriosas. En una esquina había una estatua de Cupido y junto a ella una pila para pájaros que se fundía con la atmósfera del lugar.


Paula le había contado que el jardín había sido diseñado y mantenido por su abuela. A ella le parecía un paraíso abandonado, olvidado por casi todo el mundo. Por eso era un buen lugar para estar sola. Y por eso él suponía que le gustaba tanto a ella.


—¡No me lo puedo creer! —exclamó ella al ver la tumbona plegable que él había colocado allí con anterioridad.


La silla estaba rodeada de vegetación y cubierta por una toalla de playa de vivos colores. En una pequeña mesa junto a ella había una jarra con limonada y dos vasos, un reproductor de CD y un bote de bronceador. Del reproductor salía una melodía lenta y sensual que inundaba la noche tranquila.


Él miró un momento la otra jarra que había llevado y que estaba oculta debajo de la tumbona. Pronto la necesitaría.


—No puedo creer que hayas montado todo esto —dijo ella acercándose a la tumbona.


—No puedes tomar el sol desnuda, pero ¿te servirá tomar la luna?


Por toda contestación, ella se quitó la camiseta con un movimiento lleno de gracia. Pedro la observó, olvidándose de respirar durante unos instantes. Ella se quitó el sujetador y lo lanzó al suelo.


Pedro se acarició la barbilla.


—Creo que la fantasía no era tomar el sol en topless. Creo recordar que decía algo de desnudarse completamente.


Paula soltó una carcajada, se quitó los zapatos y se bajó los pantalones. Él la observó maravillado. No importaba cuántas veces hubiera visto su cuerpo desnudo en la última semana, su visión siempre le emocionaba. Ella era perfecta: de curvas suaves, piel sedosa, senos generosos y piernas largas y torneadas. 


Era la mujer de sus sueños.


Aunque él sospechaba que seguiría siendo la mujer de sus sueños dentro de treinta años, cuando su cuerpo ya no tuviera las mismas formas y sí más arrugas. Y quien sabe si, quizás, algunas señales de los hijos que quería tener con ella.


Pedro apartó aquellas imágenes de su mente. 


Amaba a Paula y quería casarse con ella, pero no podía planteárselo hasta que no aclarara las cosas con ella del todo.


Y lo haría. Pero desde luego esa noche no.


—¿No me acompañas? —preguntó ella tumbándose e invitándolo con la mirada.


—Aún no —respondió él acercándose y agarrando el bote de bronceador—. Date la vuelta y deja que te unte la espalda.


Los ojos de ella brillaron de excitación y rápidamente hizo lo que él le decía. Se tumbó boca abajo y giró la cabeza hacia él para poder observarlo.


Él se detuvo un momento para contemplar la escultural línea de sus hombros, la suavidad de su piel, las curvas perfectas de sus glúteos. Le apartó el cabello a un lado y abrió el bote de bronceador.


—No quiero que te quemes —murmuró él.


—Creo que estaré ardiendo en llamas antes de que termine la noche.


Él rió suavemente.


—Eso espero.


Se untó las manos de loción bronceadora y esperó unos momentos para crear más expectación en ella. Finalmente, colocó sus manos sobre la espalda de ella. Paula gimió de placer con voz ronca y cerró los ojos mientras él la masajeaba suavemente en unas zonas, más fuerte en otras, aliviándole la tensión de los hombros y el cuello.


La piel de Paula absorbió rápidamente la loción, pero su aroma a coco se quedó en el ambiente. Eso, unido al olor de la madreselva, creaba una fiesta para los sentidos. Ése era el objetivo de aquella noche.


Pedro volvió a abrir la botella de bronceador y vertió su cremoso contenido directamente sobre la espalda de Paula. Ella gimió de placer ante el cambio de temperatura y de textura. Pedro le masajeó entonces las caderas, los glúteos y bajó por las piernas, deleitándose con los ronroneos de ella. Se detuvo un rato también en sus pies y luego le dijo que se diera la vuelta.


—Desde luego —contestó ella feliz.


Él ocultó su sonrisa. Sabía lo mucho que a ella le gustaba que la tocaran, y sobre todo dónde le gustaba que la tocaran. Sus senos eran especialmente sensibles... y él tenía algo más que la loción bronceadora para ellos.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario