lunes, 1 de julio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 39




Pedro estaba más furioso que nunca consigo mismo por permitirse aquella farsa. El asunto de la moto era ridículo, pero no más que el resto de la historia. Él tenía un BMW aparcado en un garaje a pocas manzanas de allí, era propietario de una casa de dos pisos muy lujosa en el pueblo de al lado, tenía un buen empleo y una cuenta corriente más que saludable... y estaba jugando a ser un desahuciado. «Lo que se hace por amor», pensó.


La palabra «amor» acudió a su cerebro con naturalidad.


Era cierto. Él amaba a Paula. No podía seguir intentando engañarse diciéndose que aquello era un enamoramiento que duraba desde el instituto, o que sólo era una historia sexual. 


Aunque el viernes pasado hubiera sido la primera vez que hubiera visto a Paula, se habría enamorado de ella igualmente.


Paula Chaves alimentaba su alma, a eso se refería él cuando ella le había dicho que tenía que comer más. Y él empezaba a sentir que no volvería a sentirse completo si ella salía de nuevo de su vida.


Lo cual lo colocaba en una posición incómoda. 


Él no quería continuar con su farsa, pero no sabía cómo reaccionaría ella cuando conociera la verdad. Seguramente lo echaría de su lado. Y eso sería un desastre para su vida amorosa. 


Sería incluso peor para Paula, dado todo el trabajo que aún quedaba por hacer antes del cierre del local.


Él había hecho muchas cosas esa semana, pero no las suficientes, ni de lejos. Paula lo necesitaba a él y él también la necesitaba a ella, tenía que admitirlo. Y no estaba dispuesto a arriesgar eso al confesarle su mentira. Lo haría pronto, pero aún no.


—¿Adónde vamos? —preguntó ella rompiendo el silencio dentro del coche.


—Es una sorpresa.


—¿Y voy a regresar a tiempo al bar a las cinco para atender a la multitud que vendrá esta noche?


Él asintió.


—Sí, estarás a tiempo.


No hablaron mucho durante el resto del camino. 


Él entró en la autopista y Paula adivinó que se dirigían a Austin, pero no se imaginaba adónde en concreto. Intentó que él le diera alguna pista.


—¿Vamos al centro de tatuaje donde yo me hice el mío para que tú puedas hacerte otro igual?


Él resopló y negó con la cabeza.


—Lo siento, pero en este cuerpo no entran agujas a menos que contengan vacunas o calmantes recetados por el médico.


Ella fijó la mirada en el aro de su oreja y enarcó una ceja.


—¿Y entonces eso?


Pedro agarró el aro y tiró de él. El pendiente magnético saltó de su oreja y se quedó en su mano.


—¡Eres un mentiroso! —le espetó ella indignada.


Pedro rió ante su reacción.


—¿Crees que estoy tan loco como para permitir que alguien me agujeree innecesariamente el cuerpo? La hermana pequeña de Rodrigo y Jeremias creyó que el rebelde del grupo debía llevar un pendiente, así que me lo regaló.


—¡Eres un farsante! —dijo ella y rompió a reír—. La próxima vez que una mujer te tire su camiseta, quizás le diga que eres un farsante con un pendiente de mentira.


Un farsante, efectivamente. Eso era lo que él era, pensó Pedro. Se le tensó el cuerpo y su buen humor se desvaneció. Era fácil olvidar durante un rato que estaba fingiendo, pero la verdad siempre saltaba una y otra vez y le recordaba lo falso que estaba siendo. A saber lo que diría Paula cuando se enterara.


«A lo mejor se ríe, igual que ha hecho con el pendiente», se dijo, pero no se lo creía ni él.


Paula no pareció advertir que él estaba abstraído.


—Pues a mí el aro me parece muy sexy, tengas agujero en la oreja o no —afirmó.


Recogió el pendiente y se lo puso de nuevo a él con unas cuantas caricias y besos en el cuello y la oreja. Él gimió de placer.


—O regresas a tu asiento o voy a salirme de la carretera —le advirtió Pedro.


Ella casi ronroneó.


—Oh, sí, sexo en el coche en un área de descanso... —dijo. Colocó su mano sobre el muslo de él y la subió hacia su ingle.


Él ahogó otro gemido.


—Paula, quiero decir que si continúas así vamos a tener un accidente.


Eso no la detuvo, Paula continuó besando y lamiendo su cuello y acariciándole el muslo. Él le sujetó la mano.


—Ya es suficiente. Tenemos que llegar a un lugar.


—Entonces dime adónde vamos y me detendré.


Él vio la expresión traviesa del rostro de ella y supo que no sospechaba adónde se dirigían.


—Llegaremos allí enseguida.


—¿Y eso cuándo es?


—Eres implacable, ¿lo sabías?


Ella apartó su mano y asintió. Esperó a que él le dijera adónde iban, pero él no le dio ni una pista.


Al poco tiempo entraban en el campus de la universidad.


—¿Es aquí? —preguntó ella atónita—. ¿Me has traído a la universidad de Texas?


Exactamente. Paula había comentado que quería estudiar una carrera y él había visto el paquete con el formulario de inscripción que había recibido ella el lunes. Paula lo había escondido, como si le diera vergüenza que alguien lo viera, y casi ni lo había abierto. Pedro creía adivinar por qué: ella necesitaba un empujón, una muestra de apoyo, una razón para rellenar el formulario. Una razón para creer que podía cumplir sus sueños y hacer algo totalmente inesperado con su vida.


Pedro aparcó el coche junto al edificio de Administración. Como era verano, el lugar no estaba tan abarrotado como durante el curso normal y no tuvieron problemas para encontrar aparcamiento.


—¿Crees que parecerá que tenemos dieciocho años? —preguntó él apagando el motor.


Ella lo miró con escepticismo.


—Lo dudo. Aunque me inscribiera aquí, y tuviera dieciocho años, creo que seguiría destacando por rara.


Él agarró su mano y le dio un ligero apretón.


—Vas a destacar como una rubia despampanante y todos los estudiantes van a enamorarse de ti. No creas que no he pensado en eso, así que deberías premiarme por mi falta de celos, muestra de mi madurez —dijo él y la miró lascivamente—. Los favores sexuales son una recompensa de lo más adecuada.


Su broma no logró sacar a Paula de su repentino mal humor.


—No es sólo mi edad lo que me hace distinta.


—¿A qué te refieres?


Paula contempló el edificio a través de la ventanilla del coche, los campos de deportes, los estudiantes de los cursos de verano... Suspiró ruidosamente.


—Mi lugar está en un bar, sirviendo copas y defendiéndome de los pervertidos. No en una universidad —dijo ella en voz baja y sacudió la cabeza—. Y desde luego, no como profesora de instituto.


Aquella mujer llena de dudas era la Paula que prácticamente nadie conocía. Su imagen solía ser la de una mujer llena de confianza en sí misma, lo cual era lógico dado su buen aspecto, su atractiva personalidad y su agudo ingenio.


Pedro supo que en aquel momento estaba con la Paula desconocida para el mundo: la soñadora, la callada, la que dudaba de sus habilidades y de su propia inteligencia. La que a veces parecía tan sola.


Aquélla que él había descubierto contemplando absorta la hoguera tantos años atrás.




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