sábado, 25 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 27




Manuel salía de la escuela antes de que Paula regresara a casa. Decidieron que el autobús lo dejara en el hogar de los Chaves y que pasaría a recogerlo al salir del trabajo.


Manuel le mostró el principio de una escultura de madera que iba a hacer con la ayuda de su abuelo mientras la esperaba cada tarde.


—Es un pato —anunció, sosteniéndolo con orgullo.


—Es estupenda. ¿Cómo ha ido la escuela hoy?


—Bien, supongo. Este año quieren que actuemos en una obra para navidad. Algo con ángeles y ovejas. Como hacen en la iglesia todos los años.


—Suena muy bien —repuso ella—. ¿No te parece?


—Yo no quiero ser una oveja —confesó—. No quería estar en esa obra tonta, pero lo que de verdad no quiero es ser una oveja.


—Imagino que todo el mundo ha de ser algo. No todos pueden tener los personajes buenos.


—Supongo —se encogió de hombros y dejó la mochila—, ¿Qué hay para cenar?


Repasó mentalmente lo que tenían.


—Podemos comer pastel de carne o pizza. Con cualquiera emplearemos el horno, y así la cocina estará más caliente.


—¿Podemos acompañar el pastel con patatas fritas?


—Claro.


—¿Cuándo vamos a arreglar la caldera? 


Empieza a hacer mucho frío.


—Espero que pronto —Paula lo observó trazar un dibujo en la ventanilla de la camioneta. En realidad, no estaba segura de que pudieran disponer de ese dinero. Había intentado conseguir un préstamo, pero su economía no representaba un riesgo controlado para el banco. Podía pedírselo a los Chaves, pero odiaba pensar en ello. Detuvo el vehículo en el patio y miró a Manuel—. Encendamos la chimenea y comamos allí. Y también hará más calor para que puedas hacer tus deberes en el salón en vez de emplear la mesa de la cocina.


—¿Tengo que llevar leña? —gimió Manuel.


—Pondré a hacer la cena y te ayudaré —sugirió ella.


—De acuerdo.


Entraron y Manuel dejó los libros en la mesa de la cocina.


—Hace calor aquí.


Paula asintió. Sintió una leve esperanza de que la vieja caldera hubiera funcionado, de que todavía no estuviera perdida. No era posible, pero, no obstante, entraba aire caliente por el conducto de la calefacción.


—Hay calor —se alegró Manuel—. ¡Podemos cenar algo que no sea congelado!


—Quizá el señor Spivey pudo arreglarla —Paula frunció el ceño. Marcó el número del fontanero y se lo preguntó.


—¡Eso sí que es gracioso, señora Chaves! —exclamó regocijado—. Como si ese trasto se pudiera arreglar.


—Pues está funcionando —explicó, irritada.


—¡Es la caldera nueva! Ha de durar por lo menos veinte años. ¿A que es estupenda?


—Pero, señor Spivey —Paula analizó sus palabras—, yo no pagué ninguna caldera nueva.


—Eso es verdad. Pero el dinero del sheriff es tan bueno como el suyo, señora Chaves.


—¿Del sheriff? —demandó, con un nudo en el estómago.


—Vino a pagarla hace unos días. Debió olvidar comentárselo.


—Habrá sido eso —aceptó—. Gracias, señor Spivey.


Paula intentó ponerse en contacto con Pedro en la oficina mientras Manuel hacía sus deberes, pero no obtuvo respuesta. Le costaba creer que un hombre que apenas la conocía encargara que le pusieran una caldera nueva en su casa.


Y justo cuando pensaba que todo iba a salir bien. Eso era lo más duro. Había calculado que en poco tiempo podría comprar la caldera. Pero iba a tener que sufrir la humillación de pedirle al señor Spivey que se la llevara o solicitar el dinero prestado a los Chaves para pagarle a Pedro Alfonso.


«¿Cómo puede hacerme algo así?», pensó en mitad de la noche mientras caminaba de un lado a otro de su templada habitación. En algún momento antes del amanecer decidió que él quería algo a cambio y que esa era su manera de pedirlo. Las miradas cálidas, el beso en la cocina. ¡No era mejor que Tomy Chaves!


viernes, 24 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 26




Los siguientes días su relación de trabajo se mantuvo igual. En su mayor parte se evitaron, y cuando se veían, sus palabras siempre iban al grano y siempre sobre cosas del departamento.


Paula sólo necesitó dos días para ordenar el despacho y comenzar el proceso de catalogar y organizar el viejo mobiliario que había quedado en el ayuntamiento. Desplegó el plano de los cinco despachos y de la entrada y lo dejó sobre la mesa de Pedro.


Se marchó a las cinco, tomando nota de llamar a los pintores al día siguiente. Los carpinteros ya casi habían terminado y los electricistas habían finalizado ese día y le habían entregado a Paula la factura. También se la dejó a Pedro, sabiendo que él sería el responsable de mandársela al condado.


El equipo del sistema de emergencias lo iban a instalar a fin de mes, junto con los ordenadores y el resto de aparatos electrónicos. Pedro le había dejado una nota en la que le indicaba que quería que publicara un anuncio en el periódico solicitando más ayuda. Ella sería responsable de entrevistar y elegir a los candidatos que considerara adecuados.


No lo había visto en todo el día. Había ido a diversas reuniones con la comisión del condado en Rockford. La oficina estaba silenciosa y extrañamente vacía.


Intentó no pensar en su ausencia. Si no intimaba mucho con él, no lo echaría de menos si sucedía algo. Él era el sheriff. Y ella trabajaba en el departamento del sheriff. No tenía por qué ir más allá.



DUDAS: CAPITULO 25




Al mediodía. Paula se había quitado la chaqueta del traje y había perdido el broche que sujetaba su pelo.


Pero los obreros habían quedado convencidos de que debían finalizar la obra lo antes posible, y los pintores fueron enviados a casa hasta que el electricista y los carpinteros hubieran concluido su parte. Había convencido al carpintero de que trajera más ayudantes, prometiéndole que no volvería a ver otro cheque hasta que no hubiera terminado su trabajo.


Luego, se puso a ordenar el escritorio de Pedro


En un rincón polvoriento había un archivador algo abollado, pero estaba vacío. Todas las fichas que había abierto desde su llegada a Gold Springs yacían diseminadas por la mesa.


Había grupos de papeles extendidos en el suelo y en una mesa lateral, cubierta a su vez por mapas de la zona.


Despacio, de una carpeta por vez, Paula empezó a progresar en despejar la mesa. 


Estableció su propio sistema de archivo para localizar la información, escribiéndolo todo en un papel para que el sheriff también pudiera encontrarlo.


Había una carpeta sobre la familia Chaves y otra sobre Jose, que abrió y estudió rápidamente, sin perder de vista la puerta. No contenía mucho. 


Unas pocas palabras del condado sobre su muerte y la investigación posterior.


Había una nota unida a un fax que daba la posible fecha de la liberación de Frank Martin a finales del año siguiente. Asimismo había una advertencia acerca de posibles problemas si aquel decidía volver a Gold Springs.


Paula observó la fecha. Pedro había recibido la información la semana anterior. Cerró la carpeta y la colocó con las otras.


Tenían razón. La información de que Frank Martin iba a ser liberado no sería bien recibida por la familia Chaves. Ella misma tenía sentimientos encontrados.


La puerta se abrió y se sobresaltó, sintiéndose culpable por haber leído los ficheros. Pedro y dos ayudantes entraron en la oficina mientras aún hablaban de la llamada de la tienda de artículos generales.


—Estaba asustado —comentó un hombre joven y delgado de pelo castaño corto—. Cuando el arma se disparó… ¡vaya!


Al otro hombre Paula lo reconoció de la gasolinera que había a las afueras de Gold Springs, aunque no sabía su nombre. Le daba palmadas al joven en la espalda.


—Lo llevaste muy bien. ¡No podía créelo cuando el sheriff pasó a tu lado y le pidió el arma a Ray! Hizo falta mucho… —calló y observó a Paula con ojos entrecerrados.


Pedro notó que Paula se ponía pálida. Escoltó a los dos hombres fuera de su despacho y cerró la puerta.


—¿Te encuentras bien?


Ella asintió, recuperándose.


—He estado archivando.


—Archivando —repitió él entusiasmado—. Hasta ahora parece estupendo.


—Vi la carpeta de Frank Martin —reconoció con sinceridad—. Y la fecha en que le darían la libertad condicional.


Pedro se sentó en su sillón, entrelazó los dedos y miró por la ventana sucia.


—En este despacho habrá cosas que no serán del dominio público. A los abogados de la familia Chaves se les notificará la fecha la semana próxima. Mientras tanto… —su voz cambio cuando giró para observarla—… se trata de información privilegiada.


—Lo sé —asintió con la vista clavada en la superficie del escritorio.


—No te habría querido aquí si no considerara que puedo confiar en ti, Paula —dijo con seriedad—. Personalmente sé que es algo duro para ti, pero habrá más casos. Si piensas que es pedirte demasiado…


—No —repuso con rapidez y alzó la cabeza—. Puedo sobrellevarlo. ¿Ha habido un tiroteo?


—Era Ray Morrison. En realidad no fue un tiroteo. Más bien un malentendido.


—¿Alguien confundió un arma?


—Ray intentaba probar una pistola en la tienda, y se le disparó. J.P trató de decirle que no podía hacerlo dentro, pero Ray estaba borracho y no quiso escuchar.


—De modo que te acercaste y le pediste que te la entregara —conjeturó ella.


—No había mucho más que pudiera hacer —quería que lo entendiera, que fuera capaz de vivir con ello.


Paula junto con fuerza las manos y sintió que le temblaban.


—Envié a los pintores a casa hasta que hubieran terminado los carpinteros y electricistas. Se estorbaban y…


—Paula —titubeó un instante—. Yo no soy Jose.


—No pensé que lo fueras —en ese momento no deseaba pensar qué sentía. Sólo quería que el día terminara.


—Tengo veinte años de experiencia y de constante adiestramiento. No va a pasar nada.


—Jose me contaba lo mismo cada vez que salía de casa —le clavó una mirada dolida.


No había nada más que decir. Cuando ella salió, Pedro dejó el sombrero sobre la mesa. Sólo las palabras jamás convencerían a Paula de que la vida no siempre se repetía.


Y, después de todo, ¿por qué debía convencerla? ¿Para prepararla a ella y a Manuel para volver a ser heridos? Nadie tenía el derecho de pedirle eso a otro ser humano.



DUDAS: CAPITULO 24




—¿Está el sheriff? —preguntó.


No respondió nadie. Subió un poco la voz, pero tampoco obtuvo contestación.


Al final, apoyó las manos en las caderas y adaptó el tono de voz al que empleaba para llamar a cenar a Manuel.


—¿Está el sheriff?


El trabajo cesó bruscamente, y sus palabras reverberaron por el viejo ayuntamiento.


—¿Puedo ayudarte en algo? —inquirió Pedro, saliendo por una puerta lateral.


Su voz sonó fría, pero sintió sus ojos cálidos sobre ella mientras atravesaba el viejo suelo de madera con sus mejores zapatos negros de tacón alto. Nerviosa como había estado la primera vez que había ido a buscar un trabajo nuevo, echó los hombros atrás y alzó la cabeza, a pesar de tener un nudo en el estómago.


—He venido por el trabajo —explicó, mirándolo a la cara mientras se acercaba a él.


Pedro miró a los obreros súbitamente quietos, y el ruido se reanudó como si jamás se hubiera detenido. Unos ojos interesados los observaron con atención con el fin de informar a esposas y hermanas de lo que habían visto, pero los martillos y las brochas no volvieron a detenerse.


—¿Qué trabajo? —preguntó él con rostro inexpresivo.


—Éste —le entregó el papel en el que aparecía el anuncio tachado por ella.


—Pasa a mi despacho.


Su «despacho» en realidad era un cuarto trastero que se había convertido en un refugio del polvo y del ruido de la restauración. Le indicó una silla y se sentó del otro lado del viejo escritorio atestado de papeles. Miró el periódico.


—Pense que este anuncio no te interesaba.


—Y así fue —repuso con sinceridad—, al principio.


—¿Qué te hizo cambiar de idea?


Lo observó con ojos centelleantes y movió los pies incómoda. Se preguntó hasta dónde pensaba ponérselo difícil.


—Yo, hmm, pensé en lo cerca que estaba de mi casa y en que la paga era mejor que la que podría conseguir en Rockford.


—¿Así que estabas dispuesta a realizar un sacrificio en tus condiciones de trabajo? —inquirió Pedro.


Paula lo miró fijamente y pensó que su aspecto era arrebatador.


—Creo que podré manejar cualquier cosa que surja.


—Estupendo —asintió—. Quedas contratada.


—Pero ni siquiera has visto mi currículum —protestó ella...


Él rodeó la mesa y se sentó en el borde delante de ella.


—Tú eres la única persona de esta ciudad que tiene alguna idea de cómo atender una llamada de emergencia. Eras la esposa del sheriff. Estabas al corriente de todo. No es difícil de aprender. En cuanto instalen la centralita, enseñarás a los demás a recibir las llamadas.


—Sé escribir a máquina —le dijo, improvisando—, Y sé manejar algunos programas de ordenador.


De la otra habitación, llegaron un grito y algunos juramentos, seguidos de una llamada por radio de uno de los ayudantes.


—¿Puedes manejar también a las patrullas? —preguntó él, yendo hacia la radio para contestar.


—Creo que sí. Yo…


—Sheriff Alfonso, en la tienda de artículos generales hay un lío que no sabemos cómo solucionar —por la radio sonó la voz preocupada de un agente novato.


—Llegaré en unos minutos —contestó Pedro con voz sosegada—. ¿Puedes empezar ahora mismo? —se dirigió a Paula, mientras recogía el sombrero cuando iba a la puerta.


—Claro. Supongo que…


—Es todo tuyo, entonces —salió.


Paula se levantó despacio y observó el caos reinante, preguntándose por dónde empezar.


—Ah —Pedro asomó la cabeza por el marco de la puerta—, gracias, Paula.


Sonrió y desapareció, pero antes de hacerlo ella notó el rápido vistazo que recibió de los pies hasta el pecho. Se oyó otro ruido sordo desde la sala principal, más un coro de voces enfadadas.


—Creo que ya sé por dónde empezar —musitó, dejando el papeleo para más tarde.


Pedro subió al coche patrulla y puso rumbo a la tienda. Probablemente, se trataba de un par de exaltados que no sabía cuándo irse a casa.


Pensó en Paula, contento de que hubiera decidido aceptar el trabajo. Al verla allí de pie en la entrada, con ese traje rojo ciñendo su esbelta silueta, le costó mostrarse coherente cuando ella le sonreía.


Después de que hubiera solucionado el problema en la tienda, iría al local de Spivey. No podía permitir que una nueva empleada del departamento del sheriff se enfrentara a una casa fría.


«Unos hogares bien acondicionados significan empleados más satisfechos», pensó, frenando el coche ante la tienda. Cada mes podrían deducirle una determinada cantidad de su sueldo.


Empezaba a convertirlo en algo muy personal. 


Pero no parecía haber otra respuesta. Paula se había convertido en alguien más importante de lo que había considerado posible. No era algo que él hubiera planeado ni buscado. Pero ahí estaba, con esos brillantes ojos azules y esa dulce boca.


Si Raquel y él lo hubieran conseguido y hubieran tenido un hijo como Manuel. esperaba que alguien hubiera ayudado a su familia de no haber estado él presente. Pensó en Jose Chaves y esperó que fueran tan parecidos como lo indicaba todo y que lo comprendiera.


Abrió la puerta del coche patrulla y, en el interior de la tienda, sonó un disparo.


jueves, 23 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 23





Pedro observó sus movimientos mientras ella iba de un lado a otro de la cocina, derramando el café y el azúcar, tirando con demasiada fuerza del cajón de los cubiertos. Había algo diferente en ella. O quizá se debía a que recordaba su contacto del día anterior.


—Hace frío aquí —comentó ella mientras dejaba la taza sobre la mesa—. No tardaré mucho en cambiarme.


Él bebió café mientras la oía subir por la escalera.


—Para mí hace bastante calor aquí —murmuró, dejando que su imaginación subiera con ella.


—Bueno, está muerta, no cabe duda —indicó el señor Spivey.


—¿Perdón? —Pedro se atragantó cuando su mente regresó con brusquedad a la cocina.


—La caldera, sheriff. La caldera de la señora Chaves está muerta. El año pasado le dije que necesitaba una nueva.


—¿Cuánto cuesta? —inquirió Pedro.


—Es el mejor precio que puedo darle —el señor Spivey mencionó una suma elevada—. Puedo dejarle un calentador de queroseno. Es mejor que nada, hasta que pueda comprar la nueva caldera.


Depositó la cifra apuntada sobre la mesa y prometió dejar un calentador en el porche.


Pedro odió la expresión desvalida en el rostro de Paula al ver la cifra del señor Spivey. Quiso ocuparse de la situación.


Pero conocía lo suficiente a Paula como para saber que no agradecería algo así. Acababan de alcanzar una tregua en la que volvían a hablarse. No quería hacer nada que representara un retroceso.


Si pudiera convencerla de aceptar el trabajo en la oficina del sheriff…


—Bueno —se volvió hacia él—, ya estoy lista.


No salió el tema de la reparación de la caldera. 


De camino al taller de Benjamin, hablaron de la celebración del Día de los Fundadores.


—Denny y Mandy Lambert me pidieron que las acompañara al Baile de los Fundadores este fin de semana —dijo él con una risita.


—Cuidado con ellas, sheriff —advirtió Paula—. No dejes que te lleven a un rincón oscuro.


—Es el uniforme —Pedro rió—. El sábado por la noche me pondré otra cosa.


—Creo que te subestimas —indicó ella—. En esta ciudad hay pocos hombres solteros por debajo de los sesenta.


—Gracias, señora Chaves —asintió sin quitar la vista del camino—. Sabes cómo hacer que a un hombre no se le suban los humos.


Llegaron pronto al taller, demasiado pronto para gusto de Paula, que deseó que pudieran pasar algunos minutos más juntos.


—Supongo que nos veremos —comentó ella al bajarse del coche.


—Si no te veo antes del sábado, intentaré reservarte un baile —prometió.


Siguió el coche con la mirada antes de entrar en el taller.


—¿Benjamin? —llamó.


—Aquí atrás —gritó él—. Tengo la camioneta lista para ti, Paula.


Ella subió al vehículo y lo puso en marcha. Le encantó el ronroneo del motor. No estaba recién salido de un concesionario, pero parecía limpio y mucho más nuevo que su anterior camioneta.


—Pagos semanales, ¿de acuerdo? —preguntó Benjamin cerrando el capó.


—Sí —acordó Paula con gesto tenso—. Gracias, Benjamin.


—De nada, Paula. Nos vemos el viernes.


«El viernes», musitó mientras conducía su nueva camioneta negra a casa. El primer día de pago.


La cifra aproximada que le había dejado el señor Spivey le quitó el aire. No era que le sorprendiera. Los últimos dos años, apenas habían podido sobrevivir. Quedaba muy poco dinero para arreglos importantes en la casa o compras nuevas.


Se miró en el espejo del dormitorio y tomó una decisión. Quizá él se riera o ya hubiera contratado a otra persona, pero, de todos modos, se lo iba a pedir. Con los gastos añadidos de la caldera y la camioneta, jamás llegaría hasta la siguiente cosecha con lo que tenía ahorrado.


Mientras se vestía, con optimismo pensó que quizá, después de todo, pudiera comprarle el ordenador a Manuel.


Se negó a considerar lo que diría si el trabajo ya había sido adjudicado. Una hora más tarde, bien peinada por una vez, su traje rojo planchado a la perfección, con una blusa blanca como suave contraste, entró en la oficina del sheriff.


Pintores y carpinteros trabajaban en todo el edificio, ocupándose de reparar años de dejadez. Un electricista estaba subido a una escalera mientras se ocupaba de las luces del techo.





DUDAS: CAPITULO 22




Paula se sentó en la cama con el resto del periódico del domingo extendido a su alrededor.


Aún no hacía mucho frío, de modo que no había motivo para sentir pánico. Y si empeoraba, abajo estaba la chimenea.


Por las dudas, había arropado a Manuel en su cama con una manta adicional. Luego, llamó al señor Spivey, quien prometió ir a la mañana siguiente para echarle un vistazo a la caldera.
Igual que Benjamin, sus palabras fueron ominosas.


—Creo que el año pasado hablamos de cambiar el sistema, señora Chaves. ¡Eso es una antigualla!


Había reído ante su broma, pero Paula gimió interiormente. La pequeña cantidad de dinero que tenía a salvo en su cuenta en el banco de Rockford, disminuía con rapidez. Sabía que no disponía de otra elección. Tendría que buscar un trabajo, al menos hasta la primavera.


El diario estaba lleno de anuncios que buscaban de todo, desde cocineros hasta bomberos. 


Algunos de los restaurantes que conocía necesitaban camareras, pero el dinero no compensaba los viajes diarios a Rockford.


En el acto, vio un anuncio que marcó con un círculo antes de terminar de leerlo. Contestar al teléfono, despachar coches y el sueldo era estupendo. Al llegar al final del anuncio, suspiró y lo tachó.


«Contactar con el sheriff Pedro Alfonso en la oficina del sheriff en Gold Springs».


Lo contempló largo rato. Había hecho lo que le había aconsejado y puesto un anuncio en el periódico. Sin duda, tendría muchas candidatas. 


Tal vez ya hubiera contratado a alguien.


Aquella tarde no le había mencionado el trabajo. 


Quizá esperaba que ella ya no lo tomara en consideración. Y no le había dado motivos para imaginar otra cosa. Le había dejado bien claro lo que pensaba al respecto.


Estudió el anuncio otra vez antes de cerrar el periódico. Trabajar en Gold Springs sería mucho mejor que hacerlo en Rockford. Apagó la luz de la mesita. Sin duda, representaría más dinero.


Claro está que quizá el puesto estuviera ya ocupado. Además, tendría que tragarse el orgullo para solicitarlo.


Cerró los ojos en el cuarto a oscuras y pensó en los muchos problemas que había tenido el año siguiente de la muerte de Jose, durmiendo sola en la cama grande. Pero en vez de ver la cara sonriente de su marido mientras se quedaba dormida, su mente fue invadida por el rostro de Pedro Alfonso.


—Duérmete —se dijo, pensando en el ligero contacto de él en su mano.


Pero la siguió a sus sueños, rodeándola con sus brazos fuertes para besarla y bloquear el sol…


Entonces, fue de día y el despertador sonaba y Manuel pedía tostada con queso para desayunar, quejándose de que la casa estaba fría.


Llegó el autobús de la escuela, y el señor Spivey apareció en el momento en que el coche del sheriff entraba en su camino privado.


—Parece que se ha metido en problemas —bromeó el señor Spivey mientras sacaba sus herramientas.


Paula miró con pesar el viejo chandal que tenía puesto, el pelo recogido con una goma.


—Voy a echarle un vistazo a esa vieja caldera —prometió el otro. La miró, luego fijó su vista en el sheriff cuando bajó del coche.


Paula sonrió, sabiendo que el señor Spivey aún no se movería. ¡Era el mayor chismoso de Gold Springs!


—Buenos días —el señor Spivey saludó al sheriff—. Ha salido pronto esta mañana.


—Voy de camino a la oficina —Pedro asintió y estrechó la mano extendida del otro hombre.


—Imagino que el crimen no descansa —indicó el señor Spivey.


—No en esta ciudad —Pedro miraba a Paula.


—Bueno —añadió el señor Spivey, mirándolos—. Iré a ver esa caldera. Puede que a usted también le interese venir, sheriff.


—¿Por qué, señor Spivey?


—Quizá sea la última vez que alguien puede contemplar algo semejante. Creo que dejaron de funcionar el siglo pasado. La de la señora Chaves esperó hasta anoche.


Con una risita, el fontanero rodeó la casa.


Paula se sintió avergonzada. ¡Si no era Manuel quien le contaba sus problemas personales a Pedro Alfonso, lo hacían los vecinos!


—¿La caldera ha muerto o sólo está averiada? —preguntó.


—Aún no lo sabemos, pero el señor Spivey ya planea su servicio fúnebre —Pedro rió—. ¿Qué te trae por aquí, sheriff?


—Iba a la ciudad y pensé que quizá querrías que te llevara a recoger la camioneta —repuso pasado un momento. Después de verla, tuvo dificultad para recordar el motivo que lo había llevado hasta allí. Paula era como una bebida fresca en un día de calor.


Ella bajó la vista a sus zapatillas gastadas, y el orgullo hizo que deseara decirle que no era necesario.


Ese orgullo que la obligaría a aceptar que fuera Tomy quien la llevara al taller de Benjamin.


—Gracias. Ha sido estupendo que pensaras en mí.


Como pensar en ella se había vuelto algo tan natural como respirar, Pedro sonrió.


—Ha sido un placer.


—Yo, hmm… he de cambiarme, si no te importa esperar… —se ruborizó.


—En absoluto —sus ojos la acariciaron con suavidad—. Puedo esperar.


—Hay café —lo invitó a pasar—. Si no te importa el frío.


—Un café suena muy bien —asintió.


Inquieta, conversó sobre Manuel y la camioneta que iba a recoger mientras sacaba una taza limpia y la llenaba con café. Aquella mañana, él irradiaba algo que la ponía nerviosa. O quizá verlo hacía que recordara los sueños de la noche.